lunes, 29 de febrero de 2016

Parábola del trueque de Juan José Arreola

Parábola del trueque

Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

crónica de María Moreno.

CONFESIONES DE UNA NIÑA FÓBICA QUE DEJO EL COLEGIO,
crónica de María Moreno.


No hay que subestimar la intrepidez de los fóbicos. Durante mi primer día de colegio no comprendí por qué los otros niños lloraban cuando sus madres se retiraban. Luego, a la salida, cuando la maestra ordenó que nos pusiéramos en fila de acuerdo a la dirección de nuestras casas, me sentí súbitamente excitada.
Me puse en la fila de los que iban para la avenida Córdoba pensando que era libre: jamás volvería a ver a mis padres. Fue la primera vez que vislumbré el placer de la huida: taquicardia, alegría soberana, idea de horizontes infinitos. Mi madre estaba en la puerta. Al verla, mientras los otros niños corrían a abrazar a las suyas con una mezcla de alegría y alivio, yo me puse a llorar.
Otra vez, mientras daba un pequeño curso en la Universidad Berkeley, en California, se presentó en la clase el reconocido historiador Tulio Halperín Dongui. Era amable, sentía curiosidad, ¿podía quedarse? Entré en pánico, le expliqué que su figura me resultaba tan amenazadora que no podría abrir la boca delante de él. No me creyó, pero se fue.
Si la fobia es una timidez especializada, puedo decir que la mía es al público. Y mi fobia faro ha sido la escuela. No desde el primer día, claro. La fobia no es lineal. El trauma necesita un segundo tiempo. Si el otro me inspira miedo de a uno, ni hablar del miedo que me inspira en conjunto bajo la forma de mesa redonda, conferencia, seminarios, fiesta de copete, pericón, asamblea, teatro de participación o camping. Mi fobia podría definirse como la impresión ante cualquier exposición pública como primer día de escuela, el que precisamente no viví con miedo
Mi madre, doctora en química, era sarmientina: en su infancia proletaria había plagiado la clásica escena de lectura antes de la lectura fingiendo leer en una libreta en blanco porque se ha olvidado el libro. La niña del conventillo recibió una débil reprimenda y luego se enteró de que se ha rumoreado: “¡Qué inteligente!”. La anécdota se me repite hasta el cansancio junto con otras dignas del tango Acuaforte: ella ha estudiado a la luz de una vela mientras vivía en la misma pieza con el padre y la madre, la escupidera bajo la cama. Se hacía ayudar en los deberes por el repartidor de la carnicería, para entrar en la universidad, en la carrera de química, por los profesionales, padres de sus amigas, en un barrio Once que nunca abandonó.
¡Cómo no haber sido yo una inversión perdida! Dejar la escuela como lo hice más tarde no fue más que reconocerle a mi madre como suyo el campo que tan duramente se ganó.
Pero no me adelanto: mi madre me hará, a todo lo largo de la primaria y los primeros dos años de secundaria, el resumen de cada materia: con el tiempo comprobé que simplemente copiaba, es decir no me dejaba tocar los manuales; para leer, debía pasar por el peaje de su letra titánica. Luego escribirá en todos mis libros, aún cuando yo ya tenga veinte años: María Cristina Forero, María Cristina Forero, María Cristina Forero (mi nombre antes de comenzar la carrera periodística). Escribe también mis composiciones hasta que un día la señorita Cristóbal, mi profesora de castellano, me hace escribir una sin previo aviso y me felicita.
Pero yo dejaré la escuela y volveré cuando la escuela haya ganado la calle y nunca entraré a la universidad.
Soy el Pinocho de mi madre que escribe mis resúmenes, hace mis composiciones, me toma la lección y, los domingos, cuando se me escapa una carcajada durante algún juego, me dice la frase fatal “no te rías tanto que tenés que repasar”. No pienso: estudio de memoria párrafos larguísimos, soy la Funes el memorioso del libro de historia de Ibáñez, del de castellano de María Hortensia Lacau, sólo que jamás los leo.
Tengo diez absoluto. Pero soy impopular, invisible. Los profesores no me quieren. La de historia se pone a enumerar a las inteligentes de la clase. Me preparo para ocupar algún lugar en la lista ya que vagamente asocio inteligencia a calificaciones: Raggio, Frimer, Lewintal, dice la profesora. Luego hace un silencio y agrega mirándome “Forero, no, Forero estudia de memoria”. Yo no sufro, mi madre sí.
Aranovich es la abanderada, tiene 9.25. Yo no digo nada. Hasta que un día alguien lee mi boletín y advierte la injusticia. Me llaman a dirección. Segunda frase brutal, la de la directora: “¿10 en todas las materias? Forero es un caso patológico”. La directora me rodea el antebrazo con la mano: el dedo índice se monta sobre el pulgar.
-Usted, Forero, no podría levantar la bandera 45 grados.
-¿45 grados ¿ Cuándo?
-Durante el Himno nacional.
Me adjudican la bandera, a regañadientes. Aranovich, del disgusto, tiene un surmenage.
En otra ocasión, tengo, sin embargo mis quince minutos de fama. Dos alumnas, con fama de revoltosas, me proponen afiliarme a la FEDE, la Juventud Comunista. Si yo, que soy la abanderada, me afilio, seré una buena coartada para ellas que son malas alumnas. En el aniversario de la Revolución Cubana, durante un recreo, vuelven al aula y subidas a los pupitres cantan Y la reforma agraria va. Me hacen subir con ellas.
Entra la celadora. La única que queda sobre el pupitre soy yo. Le ha llegado el rumor de que soy de la FEDE. No me cree, se ríe. Me hace bajar con aire de desidia, me dice que si vuelvo a hacer una cosa así me sacará la bandera pero lo dice como si recitara, con fatiga, sin fe.
En segundo año me enamoro de la profesora de castellano que tiene la boca carnosa de mi padre y se llama como él, Cristóbal. La señorita Cristóbal odia a las tragas y me pone un 9.25, ¿será ella la que bajó el promedio de Aranovich? No importa, yo la amo, cuando la oigo leer Platero y yo, y el sudor le moja los bigotitos.
Un día, mientras acompaño a mi madre a la farmacia, la veo caminar por la calle sin cartera, despeinada, a las doce de la noche. La amo más porque parece una mujer desesperada, tal vez viuda. Por esa época siempre levanto la mano para pasar al frente, la memoria es un antídoto para la fobia que aún no se ha desencadenado.
Un día la señorita Cristóbal hace representar El capitán veneno. Me da el papel de Rosa, la criada. Entro en pánico “brumas hay, cerrazón y dolor” como dice el tango. Hago que no con la cabeza, la giro locamente mientras me aferro al pupitre.
La señorita Cristóbal se impacienta. “Es una orden” dice. ¿Una orden? “No puedo, no puedo” balbuceo. La señorita Cristóbal se me acerca y me agarra de un brazo. Me arrastra con el pupitre. No cedo. Por fin me deja, está más sorprendida que enojada. A la salida, en la cola del trolley en el que suelo volver a casa, detrás de mí, está la señorita Cristóbal. Le cedo mi lugar, ella no acepta, yo obstruyo la cola, paralizada. Aferrada a la manija de la puerta del trolley, la señorita Cristóbal hace ademán de invitarme a subir. Salgo de la cola y me voy. No vuelvo más al colegio.
Pero hay otras razones soterradas. En tercer año está el profesor Salvadores, el único varón del establecimiento. Se dice que sale con una mujer casada, la jefa de celadoras y algo que me suena atroz “Salvadores te califica por el cuerpo”. ¿Por el cuerpo? Entonces perderé el diez, quizás me saque un uno, pienso. Otro beneficio accesorio de la fobia: durante los próximos años no cesaré de hablar del cuerpo, de abogar por los que no siguen el modelo, por los que lo transforman, lo transgreden, lo inventan.
Doy libre tercer año, tardo dos. Los exámenes me dan pánico. No estudio de memoria, pero no puedo pensar. Cuando logro asistir, la benevolencia de los profesores, que saben que he estudiado pero que tengo surmenage –como Aranovich, dicen– no me ayuda.
Mi madre me lleva al consultorio del doctor Torres, especialista en adolescentes. En la pared del consultorio hay un poster con la imagen de un niño que apunta con un arma. Qué raro. Sospecho que Torres y mi madre conspiran para que vuelva al colegio. Hay una interconsulta con el doctor Caparrós, el padre de Martín. El doctor Caparrós dice, y mi madre lo repite indignada: “La inadaptación escolar es el primer síntoma de salud mental en su hija”.
Tengo 16 años. Vuelvo a estudiar. Es un decir: voy a un nocturno en donde, en lugar de ser una alumna retrasada, seré las más joven. Hago un didáctico de Lolita. Entre mis compañeros hay un estafador que acaba de salir de la cárcel por falsificar firmas, un director de cine porno, un policía.
El estafador me enseña a firmar mis propios boletines, el director de cine porno me apadrina. Tiene debilidad por eso que nunca encuentra: una virgen. Acompaño al policía que, vestido de verdulero, vigila la casa de un sospechoso. Lo espío desde lejos. Las vecinas se le acercan y protestan. Él no tiene idea del precio de las papas, lleva el carro semivacío o con fruta pasada. Yo me río a lo lejos, él se tienta.
Mi virginidad se vuelve un tema de conversación. Jocosa. A la salida de la escuela, el policía, el director porno y el estafador me acompañan. Siempre me hacen el mismo chiste. Al pasar por un hotel alojamiento –en el Once los nombres son imaginativos: Termine, Eleven One– me levantan por el aire y me empujan como si yo fuera un tronco para violar la puerta de entrada. Nos corren con insultos. Nos amenazan con la policía. “Yo soy policía”, dice el policía.
Mis compañeros me preguntan por qué no seguí el colegio de día si sólo estoy atrasada un año. Les cuento el asunto del profesor Salvadores. Me hacen girar y me miran el culo. “Qué boluda, hubieras podido mantener el diez a causa del siete”. No están de acuerdo en que no siga Farmacia como quería mi madre: “Podrías conseguirnos Artane”.
En los recreos se habla de un alumno que falta. Ha tenido un accidente de moto. Luego alguien dice que ha muerto. Pero a los pocos días el alumno aparece con la cabeza vendada. Soy Apollinaire, dice. No entiendo. Va hacia el pizarrón y dibuja dos líneas cruzadas y una estrellita. “¿Qué es?” Me pregunta. No sé. “El Principito”, contesta. Me presta Memorias de una joven formal, dice que me parezco al dibujo de tapa. Comienzo a leer, a vivir. Comienzo.
La fobia me ha traído mucho sufrimiento, echó a perder cosas que tal vez deseaba o que creía que deseaba precisamente porque las había perdido, acallado lo que tenía que decir –sobre todo lo que hubiera sido justo que dijera– pero me llevó a la escritura, ese espacio en donde, aunque los lectores sean diez, son invisibles a los ojos asustados de sus juicios, a lecturas en donde los audaces realizan sus inalcanzables hazañas y, a mi modo, soy feliz.

jueves, 25 de febrero de 2016

Juan Carlos Onetti: El posible Baldi

El posible Baldi

Baldi se detuvo en la isla de cemento que sorteaban veloces los vehículos, esperando la pitada del agente, mancha oscura sobre la alta garita blanca. Sonrió pensando en sí mismo, barbudo, el sombrero hacia atrás, las manos en los bolsillos del pantalón, una cerrando los dedos contra los honorarios de «Antonio Vergara - Samuel Freider». Decía tener un aire jovial y tranquilo, balanceando el cuerpo sobre las piernas abiertas, mirando plácido el cielo, los árboles del Congreso, los colores de los «colectivos». Seguro frente al problema de la noche, ya resuelto por medio de la peluquería, la comida, la función de cinematógrafo con Nené. Y lleno de confianza en su poder, la mano apretando los billetes porque una mujer rubia y extraña, parada a su lado, lo rozaba de vez en vez con sus claros ojos. Y si él quisiera...
Se detuvieron los coches y cruzó, llegando hasta la Plaza. Siguió andando, siempre calmoso. Una canasta con flores le recordó la verja de Palermo, el beso entre jazmines de la última noche. La cabeza despeinada de la mujer caía en su brazo. Luego el beso rápido en la esquina, la ternura en la boca, la ternura e la boca, la interminable mirada brillante. Y esta noche, también esta noche. Sintió de improviso que era feliz; tan claramente, que casi se detuvo, como si su felicidad estuviera pasándole al lado, y él pudiera verla, ágil y fina, cruzando la plaza con veloces pasos.
Sonrió al agua temblorosa de la fuente. Junto a la gran chiquilla dormida en piedra, alcanzó una moneda al hombre andrajoso que aún no se la había pedido. Ahora le hubiera gustado una cabeza de niño para acariciar al paso. Pero los chicos jugaban más allá, corriendo en el rectángulo de pedregullo rojizo. Sólo pudo volcarse hincando los músculos del pecho, pisando fuerte en la rejilla que colaba el viento cálido del subterráneo.
Siguió, pensando en la caricia agradecida de los dedos de Nené en su brazo cuando le contara aquel golpe de dicha venido de ella, y en que se necesita un cierto adiestramiento para poder envasar la felicidad. Iban a lanzarse en la fundación de la Academia de la Dicha, un proyecto que adivinaba magnífico, con un audaz edificio de cristal saltando de una ciudad enjardinada, llena de «bares», columnas de níquel, orquestas junto a playas de oro, y miles de «affiches» color rosa, desde donde sonreían mujeres de ojos borrachos, cuando notó que la mujer extraña y rubia de un momento antes caminaba a su lado, apenas unos metros a la derecha. Dobló la cabeza, mirándola.
Pequeña, con un largo impermeable verde oliva atado en la cintura como quebrándola, las manos en los bolsillos, un cuello de camisa de «tennis», la moña roja de la corbata cubriéndole el pecho. Caminaba lenta, golpeando las rodillas en la tela del abrigo con un débil ruido de toldo que sacude el viento. Dos puñados de pelo rojizo salían del sombrero sin alas. El perfil afinado y todas las luces espejeándole en los ojos. Pero el secreto de la pequeña figura estaba en los tacones demasiado altos, que la obligaban a caminar con lenta majestad, hiriendo el suero en un ritmo invariable de relojería. Y rápido como si sacudiera pensamientos tristes, la cabeza giraba hacia la izquierda chorreando una mirada a Baldi y volvía a mirar hacia adelante. Dos, Cuatro, seis veces, la ojeaba fugaz.
De pronto, un hombre bajo y gordo, con largos bigotes retintos. Sujeto por la torcida boca a la oreja semioculta de la mujer, siguiéndola tenaz y murmurante en las direcciones sesgadas que ella tomaba para separarlo.
Baldi sonrió y alzó los ojos a lo alto del edificio. Ya las ocho y cuarto. La brocha sedosa en el salón de la peluquería, el traje azul sobre la cama, el salón del restaurante. En todo caso, a las nueve y media podría estar en Palermo. Se abrochó rápidamente el saco y caminó hasta ponerse junto a la pareja. Tenía la cara ennegrecida de barba y el pecho lleno de aire, un poco inclinado hacia adelante como si lo desequilibrara el peso de los puños. El hombre de los largos bigotes hizo girar los ojos en rápida inspección; luego los detuvo con aire de profundo interés, en la esquina lejana de la plaza. Se apartó en silencio, a pasos menudos y fue a sentarse en un banco de piedra, con un suspiro de satisfecho des canso. Baldi lo oyó silbar, alegre y distraído, una musiquita infantil.
Pero ya estaba la mujer, adherida a su rostro con los grandes ojos azules, la sonrisa nerviosa e inquieta, los vagos gracias, gracias, señor... Algo de subyugado y seducido que se delataba en ella, lo impulsó a no descubrirse, a oprimir los labios, mientras la mano rozaba el ala del sombrero.
-No hay por qué -y alzó los hombros, como acostumbrado a poner en fuga a hombres molestos y bigotudos.
-¿Porqué lo hizo? Yo, desde que lo vi...
Se interrumpió turbada; pero ya estaban caminando juntos. Hasta cruzar la plaza, se dijo Baldi.
-No me llame señor. ¿Qué decía? Desde que me vio...
Notó que las manos que la mujer movía en el aire en gesto de exprimir limones, eran blancas y finas. Manos de dama con esa ropa, con ese impermeable en noche de luna.
-¡Oh! Usted va a reírse.
Pero era ella ¡a que reía, entrecortada, temblándole la cabeza, Comprendió, por las r suaves y las s silbantes, que la mujer era extranjera. Alemana, tal vez. Sin saber por qué, esto le pareció fastidioso y quiso cortar.
-Me alegro mucho, señorita, de haber podido...
-Sí, no importa que se ría. Yo, desde que lo vi esperando para cruzar la calle, comprendí que usted no era un hombre como todos. Hay algo raro en usted, tanta fuerza, algo quemante... Y esa barba, que lo hace tan orgulloso...
Histérica y literata, suspiró Baldi. Debiera haberme afeitado esta tarde. Pero sentía viva la admiración de la mujer; la miró de costado, con fríos ojos de examen.
-¿Por qué piensa eso? ¿Es que me conoce, acaso?
-No sé, cosas que se sienten. Los hombres, la manera de llevar el sombrero... no sé. Algo. Le pedí a Dios que hiciera que usted me hablara.
Siguieron caminando en una pausa durante la cual Baldi pensé en todas las etapas que aún debla vencer para llegar a tiempo a Palermo. Se hablan hecho escasos los automóviles, y los paseantes. Llegaban los ruidos de la avenida, los gritos aislados, y ya sin convicción de los vendedores de diarios.
Se detuvieron en la esquina. Baldi buscaba la frase de adiós en los letreros, los focos y el cielo con luna nueva. Ella rompió la pausa con cortos ruidos de risa filtrados por la nariz. Risa de ternura, casi de llanto, como si se apretara contra un niño. Luego alzó una mi. rada temerosa.
-Tan distinto a los otros... Empleados, señores, jefes de las oficinas... -las manos exprimían rápidas mientras agregaba-: Si usted fuera tan bueno de estarse unos minutos. Si quisiera hablarme de su vida... ¡Yo sé que es todo tan extraordinario!
Baldi volvió a acariciar los billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider. Sin saber si era por vanidad o lástima, se resolvió. Tomó el brazo de la mujer, y hosco, sin mirarla, sintiendo impasible los maravillados y agradecidos ojos azules apoyados en su cara, la fue llevando hacia la esquina de Victoria, donde la noche era más fuerte.
Unos faroles rojos clavados en el aire obscurecidos. Estaban arreglando la calle. Una verja de madera rodeando máquinas, ladrillos, pilas de bolsas. Se acodó en la empalizada. La mujer se detuvo indecisa, dio unos pasos cortos, las manos en los bolsillos del perramus, mirando con atención la cara endurecida que Baldi inclinaba sobre el empedrado roto. Luego se acercó, recostada a él, mirando con forzado interés las herramientas abandonadas bajo el toldo de lona.
Evidente que la empalizada rodeaba el Fuerte Coronel Rich, sobre el Colorado, a equis millas de la frontera de Nevada. Pero él ¿era Wenonga, el de la pluma solitaria sobre el cráneo aceitado, o Mano Sangrienta, o Caballo Blanco, jefe de los sioux? Porque si estuviera del otro lado de los listones con punta flordelisada, ¿qué cara pondría la mujer si él saltara sobre las madera si estuviera rodeado por la valla, sería un blanco defensor del fuerte, Buffalo Bill de altas botas, guantes de mosquetero y mostachos desafiantes. Claro que no servía, que no pensaba asustar a la mujer con historias para niños. Pero estaba lanzado y apretó la boca en seguridad y fuerza.
Se apartó bruscamente. Otra vez, sin mirarla, fijos los ojos en el final de la calle como en la otra punta del mundo:
-Vamos.
Y en seguida, en cuanto vio que la mujer lo obedecía dócil -y esperando:
-¿Conoce Sud Africa?
-¿Africa ... ?
-Sí. Africa del Sur. Colonia del Cabo. El Transvaal.
-No. ¿Es... muy lejos, verdad?
-¡Lejos ...! ¡Oh, sí, unos cuantos días de aquí!
-¿Ingleses, allí?
-Si, principalmente ingleses. Pero hay de todo.
-¿Y usted estuvo?
-¡Si estuve! -La cara se le balanceaba sopesando los recuerdos-.
-El Transvaal... Sí, casi dos años.
-Then, do you know english?
-Very little and very bad. Se puede decir que lo olvidé por completo.
-¿Y qué hacía allí?
-Un oficio extraño. Verdaderamente, no necesitaba saber idiomas para desempeñarme.
Ella caminaba moviendo la cabeza hacia Baldi y hacia adelante, como quien está por decir algo y vacila; pero no decía nada, limitándose a mover nerviosamente los hombros aceituna. Baldi la miró de costado, son. riendo a su oficio sudafricano. Ya debían ser las ocho y media. Sintió tan fuerte la urgencia del tiempo que era como si ya estuviera extendido en el sillón de la peluquería oliendo el aire perfumado, cerrados los ojos, mientras la espuma tibia se le va engrosando en la cara. Pero ya estaba la solución; ahora la mujer tendría que irse. Abiertos los ojos espantados, alejándose rápido, sin palabras. Conque hombres extraordinarios, ¿eh...?
Se detuvo frente a ella y se arqueó para acercarle el rostro.
-No necesitaba saber inglés, porque las balas hablan una lengua universal. En Transvaal, Africa del Sur, me dedicaba a cazar negros.
No había comprendido, porque sonrió parpadeando:
-¿A cazar negros? ¿Hombres negros?
El sintió que la bota que avanzaba en Transvaal se hundía en ridículo. Pero los dilatados ojos azules seguían pidiendo con tan anhelante humildad, que quiso seguir como despenándose.
-¡Sí, un puesto de responsabilidad. Guardián en las minas de diamantes. Es un lugar solitario. Mandan el relevo cada seis meses. Pero es un puesto conveniente; pagan en libras. Y, a pesar de la soledad, no siempre aburrido. A veces hay negros que quieren escapar con diamantes, piedras sucias, bolsitas con polvo. Estaban los alambres electrizados. Pero también estaba yo, con ganas de distraerme volteando negros ladrones. Muy divertido, le aseguro. Pam, pam y el negro termina su carrera con una voltereta.
Ahora la mujer arrugaba el entrecejo, haciendo que sus ojos pasaran frente al pecho de Baldi sin tocarlo.
-¿Y usted mataba negros? ¿Así, con un fusil?
-¿Fusil? Oh, no. Los negros ladrones se cazan con ametralladoras, Marca Schneider. Doscientos cincuenta tiros por minuto.
-¿Y usted...?
-¡Claro que yo! Y con mucho gusto.
Ahora sí. La mujer se había apartado y miraba alrededor, entreabierta la boca, respirando agitada. Divertido si llamara un vigilante. Pero se volvió con timidez al cazador de negros, pidiendo:
-Si quisiera... Podríamos sentamos un momento en la placita.
-Vamos.
Mientras cruzaban hizo un último intento:
-¿No siente un poco de repugnancia? ¿Por mí, por lo que he contado? -con un tono burlón que suponía irritante.
Ella sacudió la cabeza, enérgica.
-Oh, no. Yo pienso que tendrá usted que haber sufrido mucho.
-No me conoce. ¿Yo, sufrir por los negros?
-Antes, quiero decir. Para haber sido capaz de eso, de aceptar ese puesto.
Todavía era capaz de extenderle una mano encima de la cabeza, murmurando la absolución. Vamos a ver hasta dónde aguanta la sensibilidad de una institutriz alemana.
-En la casita tenía aparato telegráfico para avisar cuando un negro moría por imprudencia. Pero a veces estaba tan aburrido, que no avisaba. Descomponía el aparato para justificar la tardanza si venia la inspección y tomaba el cuerpo del negro como compañero.
Dos o tres días lo veía pudrirse, hacerse gris, hincharse. Me llevaba hasta él un libro, la pipa, y leía; en ocasiones, cuando encontraba un párrafo interesante, leía en voz alta. Hasta que mi compañero comenzaba a oler de una manera incorrecta. Entonces arreglaba el aparato, comunicaba el accidente y me iba a pasear al otro lado de la casita.
Ella no sufría suspirando por el pobre negro descomponiéndose al sol. Sacudía la triste cabeza inclinada para decir:
-Pobre amigo. ¡Qué vida! Siempre tan solo... , ya sentado en un banco oscuro de la plazoleta, renunció a la noche y le tomó gusto al juego. Rápidamente, con un estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi de las mil caras feroces que la admiración de la mujer hacía posible. De la mansa atención de ella, estremecida contra su cuerpo, extrajo el Baldi que gastaba en aguardiente, en una taberna de marinos en tricota -Marsella o El Havre- el dinero de amantes flacas y pintarrajeadas. Del oleaje que fingían las nubes en el cielo gris, el Baldi que se embarcó un mediodía en el Santa Cecilia con diez dólares y un revólver. Del leve viento que hacía bailar el polvo de una casa en construcción, el gran aire arenoso del desierto, el Baldi enrolado en la Legión Extranjera que regresaba a las poblaciones con una trágica cabeza de moro ensartada en la bayoneta.
Así, hasta que el otro Baldi fue tan vivo que pudo pensar en él como en un conocido. Y entonces, repentinamente, una idea se le clavó tenaz. Un pensamiento lo aflojó en desconsuelo, junto al perramus dé la mujer ya olvidada.
Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo que contaba historias a las Bovary de plaza Congreso. Con el Baldi que tenía una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo. Fumaba rápidamente, lleno de amargura, los ojos fijos en el cuadrilátero de un cantero. Sordo a las vacilantes palabras de la mujer, que terminó callando, doblando el cuerpo para empequeñecerse.
Porque el Dr. Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas.
Tiró el cigarrillo y se levantó. Sacó el dinero y puso un billete sobre las rodillas de la mujer.
-Tomá. ¿Querés más?
Agregó un billete más grande, sintiendo que la odiaba, que hubiera dado cualquier cosa por no haberla encontrado. Ella sujetó los billetes con la mano para defenderlos del viento.
-Pero. Yo no le he dicho... Yo no sé... -inclinándose hacia él, más azules que nunca los grandes ojos, desilusionada la boca-. ¿Se va?
-Sí, tengo que hacer. Chau.
Volvió a saludar con la Mano, con el gesto seco que hubiera usado el posible Baldi, y se fue. Pero volvió a los pocos pasos y acercó el rostro barbudo a la mímica esperanzada de la mujer, que sostenía en alto los dos billetes, haciendo girar la muñeca. Habló con la cara ensombrecida, haciendo sonar las palabras como insultos.
-Ese dinero que te di lo gano haciendo contrabando de cocaína. En el Norte.

domingo, 21 de febrero de 2016

Caro Fernández



LOS SILENCIOS DEL SONIDO

    Cansada de la inseguridad, decido invertir en una costosa alarma contra robos para proteger mi automóvil. No soy la única, todos han equipado a los coches con sofisticados sistemas sonoros que alertan a sus dueños cuando son vulnerados. En la noche todas suenan, algunas activadas por  vibraciones del suelo, otras por un perro,  gato o algún transeúnte distraído. Así puedo descansar tranquila hasta el trágico instante en que  me despierto de un sobresalto: ha dejado de sonar una alarma ¿Será la de mi auto?

de Oíd el ruido de rotas metáforas, Macedonia, Morón, 2015.

sábado, 20 de febrero de 2016

Walter y la chica que partía nueces con las manos



–Y, sí –dice Walter.
Walter y la chica se conocen desde hace un tiempo. De verse en la YPF. Podría ser una relación así, de vengo con mi F100 y vos me cargás GNC, y listo. Pero hay algo más. Una vez, hace un tiempo, ellos tuvieron una experiencia fuerte, en la YPF. Fue cuando explotó el tubo de gas de un Duna. Todo se dio tan rápido que para cuando quisieron ver qué había pasado el dueño del Duna estaba tirado a diez metros del lugar de la explosión, casi partido al medio. Walter corrió a ayudar, aunque evidentemente ya no podía hacerse nada. El hombre, igual, llegó a decir:
–¡No, aghh, no puedo, no! –y justo ahí murió.
Walter recuerda, además de esa última frase, el movimiento final de aquel cuerpo. Un espasmo fuerte, como de orgasmo; una especie de fuerza infinita que cada músculo generó para revivir al hombre, pero que al final lo terminó de matar.
La chica de culo inflado y Walter no hablaron nunca del hecho, pero él desde ese día siempre se hace cargar GNC por ella. La busca en su surtidor y va con la F100 hasta ahí. No se miran. Casi no se hablan. Sin embargo, para él es importante que sea ella la que le cargue GNC y para ella es importante que él siempre la busque. La conversación de hoy, por caso, es la más larga que alguna vez tuvieron. De alguna forma, el que ella se haya negado a cargarle GNC al del Renault 12 con la oblea vencida, ese apego a la ley del GNC que no siempre se respeta de la manera contundente en que ella acaba de hacerlo, les devuelve a ambos las imágenes del accidente, y los lleva sin querer a otras cosas, a otras intenciones.
–¿Hoy hacés algo? –le pregunta Walter.
Ella lo mira fijo, termina, saca la manguera, le cobra y se va para el pasillo que da a los baños. El la sigue y la espera afuera. Como ella tarda mucho en salir, él se acerca a la puerta del baño de mujeres, golpea suave y dice:
–Soy yo, de la F100 blanca, paso a la tarde.
Walter es fletero y hoy le toca llevar una heladera y dos sillones hasta Merlo, y pasar a buscar un ropero por Luján. Más que fletero, por ahora, es minifletero. Pero por algo se empieza, piensa Walter.
Cuando termina los viajes del día pasa por su casa, junta nueces del nogal, las pone en un plato sopero y vuelve a la YPF. La chica de culo inflado no terminó su turno, pero no debe faltarle mucho. Walter aprovecha para cargar otra vez. Ella carga. El espera. No cruzan palabra. El entonces paga y en lugar de irse estaciona enfrente de la YPF, pegado a la zanja, entre el taller mecánico y el bar de la esquina.
Orienta el espejo retrovisor de la puerta y durante unos minutos mira a la chica trabajar. Ella va de un auto a otro, como en una danza. Walter la nota concentrada en cada paso, en cada movimiento de los brazos, los dedos. Al principio se entusiasma. Nunca se había detenido tanto en la chica de culo inflado. Es como ver una película y no saber cómo podría seguir. El sabe cómo quiere que siga, pero no está seguro de que vaya a ser así. Y se va quedando dormido.
Al rato la chica termina su turno y golpetea con los nudillos en la ventanilla de la F100 de Walter.
–¿Me llevás a casa? –le pide –. Es acá cerca.
Walter se incorpora. Entreabre los ojos. Como no esperaba quedarse dormido, no entiende bien dónde está. Tampoco entiende bien el pedido de la chica, pero acepta. La hace pasar y le pide que sostenga el plato con nueces.
–Traje nueces –dice con su vozarrón de recién despierto.
Ella se ríe.
La chica es muy buena para partir nueces con los dedos y Walter, mientras maneja, cada tanto presta atención a esa rara habilidad. Como en el camino pasan por un telo, Walter se desvía y entra. Ella no dice nada. Solo levanta los hombros, arquea las cejas y sonríe un poco. Si no tuviera las manos ocupadas en el plato con nueces podría estirarse la chomba de la YPF y taparse la cara. Y si no fuera Walter el que hace esto de entrar así porque sí a un telo podría estar preocupada. Pero como es Walter, está contenta.
En la habitación hacen algunos juegos previos, pero al final todo se desencadena demasiado rápido y es bastante desastroso. Walter, por ejemplo, esperaba que aquel culo inflado de la chica fuera algo impactante. Y no, es casi todo efecto del pantalón elastizado que le dan en la YPF. Además, ella tiene olor a aceite, a grasa, al detergente barato que usa para lavarse las manos. Walter, por su parte, tampoco llegó a bañarse después de su día de trabajo. Los dos son una masa pegajosa de carne que quiere brillar un poco, que quiere sentirse bien un rato; y un poco es así, pero, más que nada, es todo lo contrario.
Cuando salen, ella le pide a Walter que la deje a unas cuadras de su casa.
–Mi novio –explica.
Walter obedece y se despiden con un beso.
–No importa –dice ella–, todo es reversible.
Desde ese día Walter y la chica de culo inflado, que se llama Mar, se ven una o dos veces por semana. Como Mar siempre está apurada por llegar a su casa, la cosa nunca funciona muy bien. Ella, sin embargo, cada vez que se despiden sigue diciendo: “es reversible”.
Walter se convence de esa frase esperanzadora de Mar. Es un convencimiento tenue que lo entusiasma y por momentos lo fascina. El convencimiento va y viene por el parabrisas de la F100, Walter lo mastica en los paradores donde almuerza choripanes o hamburguesas completas sin cebolla y se lo traga en los vasitos de agua que les pide a sus clientes cuando está muy sediento. Pero como todo es tan tenue, pronto el convencimiento se diluye, la fascinación se apaga, y entonces Walter le plantea a Mar que los encuentros tienen que ser más largos. Ella dice que no puede. ¿Cuánto tiempo se tarda desde la YPF hasta la casa de Mar? No mucho. Su novio está atento a esas cosas, y casi siempre vuelve de trabajar antes que ella...
–Algo se podrá hacer –dice Walter.
Mar piensa un poco y da con una solución.
–Bueno, podría decirle que hago horas extras –dice–. ¿Pero quién me las va a pagar?
Walter se apura a ofrecer el pago de esas horas extras.
Mar dice que no.
–No soy una puta –dice.
–No es eso –dice Walter.
–Pero parece.
–Es una solución, nada más.
–Pero parezco una puta.
–Es un flete más por semana –insiste Walter.
–¿Yo valgo un flete?
Después de la discusión Mar y Walter interrumpen sus encuentros. Walter incluso deja de ir a cargar GNC a la YPF de Mar. Ella entristece. El entristece. Todo el cielo y los árboles y pájaros y animales de la zona parecen tan tristes ahora que se cortó lo que se daba... Por eso Walter, un día, decide volver a la YPF de Mar. El reencuentro los alegra mucho más de lo que esperaban. Walter carga GNC, carga a Mar, y enseguida se ponen de acuerdo con lo de las horas extras.
–Es un flete más por semana –repite Walter–, para mí no es nada.
Desde ese día no solo la pasan mucho mejor sino que descubren que están enamorados y viven un romance de los más intensos que conoce la humanidad.
Pasan tres meses y Mar anuncia que está embarazada. Walter no sabe si ilusionarse, o qué, cuando ella interrumpe cualquier sentimiento naciente al aclarar que el bebé es del novio, que estaban buscando. Walter se decepciona, la verdad, pero enseguida se da cuenta de que no tiene sentido forzar las cosas.
Ahora que están enamorados, se acostumbró, sobre todo, a que Mar, cuando terminan, se tire arriba de él y se quede ahí haciendo equilibrio. Todo el cuerpo de ella arriba del cuerpo de él, sostenido por él, sin tocar la cama ni el piso ni la superficie en la que ellos estén. Para ella es divertido. Hace equilibrio mientras aplasta a su amor. Y él en cierta forma necesita que sea así, sentir que puede sostener algo de ella. Además, ahora que Mar está embarazada, la costumbre tiene otro sentido, porque él, además de sostener a Mar, siente que también sostiene al bebé que ella lleva adentro y quizás a todo lo que vendrá después. Ella no piensa lo mismo. Solo le gusta que él se sienta bien con ella arriba, con ella haciendo equilibrio, con ella aplastándolo.
Al quinto mes de embarazo Mar le dice a Walter que el bebé es varón y que se va a llamar Walter.
–No es por vos –le dice–, es por un amigo de mi novio, un pibe que se murió de cáncer.
A Walter no le importa la razón por la que Mar y su novio eligieron ese nombre para el bebé. Entiende que el Walter que va a nacer está más cerca de él que del novio de Mar y es por eso que una tarde, al pasar a buscar un mueble por una juguetería, ve un sonajero en oferta y lo compra. Como no sabe qué hacer con él, lo guarda en la guantera de la camioneta. Siempre está por decirle a Mar que lo compró, pero se enreda en lo que el novio podría decir. ¿De dónde lo sacaste? ¿Quién te lo regaló? Walter piensa que ella quizá no está preparada para inventarle una historia al sonajero, y entonces mejor esperar. Al tiempo, en una farmacia, mientras compra unos remedios, se anima y pide óleo calcáreo y un paquete de pañales para recién nacidos. Deja todo en una bolsita en la caja de la F100. Apenas lo hace, nota que el paquete de pañales es demasiado chico y le parece insuficiente, así que en cuanto ve una pañalera compra uno más grande, de 50 unidades, que viene en promoción junto a un bolso para bebés. Aprovecha y usa el bolso para guardar ahí todas sus compras de bebé. Con el tiempo suma un cochecito, una practicuna y una sillita alta con bandeja retráctil que sirve para apoyar el plato, los cubiertos, y comer. Envuelve los paquetes en bolsas negras y las ata al tubo de GNC para que no se muevan de un lado al otro de la caja de la F100.
El tiempo pasa hasta que un día Mar descubre esas extrañas bolsas negras.
–¿Qué tenés ahí? –pregunta.
–Nada, boludeces.
–A ver...
Mar se baja de la F100, que estaba parada en un semáforo, y se mete en la caja. Walter se precipita atrás de ella. Intenta detenerla pero es inútil. La sorpresa de Mar al ver todas esas cosas que compró Walter es una mezcla de espanto y alegría infinita. Y la primera reacción de Mar es llorar. Walter la consuela, la acompaña a la cabina.
–Ya vamos a ver qué hacemos con eso, ya vamos a ver –le dice mientras entran al telo.
Mar no puede parar de llorar. El llanto erotiza mucho a Walter y entonces cogen y cogen, casi sin pausa. La panza de Mar, con tanto coger y tanto llanto, parece bajar, irse, desaparecer. Walter y la propia Mar saben que no es así, que la panza está y que el pequeño Walter nacerá en pocas semanas. Pero a los dos les gusta ver y sentir esa hora cero del amor, esa hora sin panza y sin esas bolsas negras que Walter tiene en su F100.
A la semana siguiente, cuando Walter busca a Mar no la encuentra. Piensa que llegó tarde. ¿Tan tarde como para que ella no lo haya esperado? Le pregunta a otro de los empleados si la vio. El hombre es un gordo bastante simpático con el que alguna vez hablaron de motos. El gordo dice que sí y le entrega a Walter una nota firmada por Mar. La nota dice: “No vengas más.”
Walter se desespera. No sabe qué hacer. Va al baño. Se lava la cara. Se mira al espejo. Vuelve a lavarse la cara. Vuelve a mirarse al espejo. Una especie de calor impreciso le sube desde las puntas de los dedos de los pies hasta los muslos. El calor se queda ahí, fuerte, y arroja destellos al resto del cuerpo, como balazos. Walter ahora necesita una cerveza. Sale del baño a paso rápido y le pregunta al gordo si en la YPF venden cerveza.
–En el bar de la esquina –dice el gordo.
Walter se acoda en la barra del bar, que se llama bar pero tiene apenas dos mesitas y una barra para tres. Toma cerveza y whisky, alternadamente, hasta que no puede más y siente que alguien lo zamarrea un poco, agarrándole el hombro. Es el gordo. El gordo pide más cerveza y termina de emborrachar a Walter. Quiere que hable, que le cuente su historia con Mar, es obvio, pero Walter sólo vino al bar para tomar.
Al final el gordo se apiada de Walter y lo arrastra hasta la F100. Walter duerme ahí toda la noche y al día siguiente, algo recuperado, maneja rumbo a su casa. Necesita pensar, ordenar las cosas. No va a ir a lo de Mar a hacer ninguna escena. Como mucho, si va, es para dejarle en la puerta los regalos del bebé. Pero cuando está por hacerlo descubre que alguien robó las bolsas mientras él dormía. ¿El gordo? ¿Está embarazado el gordo?
La mañana es fresca. Típica mañana de otoño. Pájaros que gritan como serruchos. Pájaros que talan árboles. Pájaros con motosierra. ¿Por qué Mar va a ponerle Walter a su hijo? ¿Por qué dos Walter? Walter piensa que ella necesita dos Walter, o un Walter partido en dos. Medio Walter en el telo, medio Walter en su casa. Piensa, también, que todo debe tener que ver con haber visto a aquel hombre partido al medio en la YPF. Es como si Mar necesitara revivir todo el tiempo ese momento. Fue algo realmente importante. Un hombre así, partido al medio. Walter ahora sabe que los dos Walter son ese hombre del duna partido en dos.
Apenas llega a su casa Walter se da una ducha y toma una jarra de agua. Se siente mejor. Sabe que sus pensamientos perdieron un poco el curso. Pero no tanto, todavía pueden perderse un poco más.
Va a la ferretería. Como no tiene los regalos de bebé que podrían enhebrar su mundo junto a Mar, decide cortar por lo sano y compra una motosierra. Es la forma más fácil de partirse al medio sin pedir ayuda. Otra vez en su casa, mientras desarma lee las instrucciones de uso de la motosierra, piensa en cómo llevar adelante la acción. Tiene que ser un solo movimiento enérgico y veloz, no sea cosa de quedarse a mitad de camino. A la altura del abdomen no hay huesos, solo la columna, que debe ser fácil de cortar, piensa. Si la motosierra empieza el recorrido a esa altura y desde atrás, con fuerza, tiene que ser cuestión de un segundo, menos. Una vez que entendió el funcionamiento de la máquina, sale al patio a probarla. Ahí está el nogal. Y es otoño. Es buena época para podar un nogal como el suyo, algo desmadrado y gigante. Empieza. Corta ramas pequeñas. Luego pasa a algunas un poco más gruesas. Al final, ya es necesaria una escalera, sogas, pedirle a un muchacho que pasa si puede ayudarlo.
–¿Cómo te llamás?, ¿me ayudás?
El muchacho se llama Aníbal. Walter le ofrece pagarle un día de trabajo si lo ayuda y Aníbal se queda todo el día podando el nogal con Walter. Walter piensa en las nueces que va a dar el árbol el año que viene, ahora que está podado y que sus nuevas ramas van a ser nuevas y vigorosas. Aníbal parece contento de poder estar ayudando a Walter. Es un vecino. Walter, en un descanso, le ofrece trabajar con él, con los fletes.
–Bueno –dice el muchacho.
–Empezás mañana –dice Walter.

Publicado, Verano de pág 12

jueves, 18 de febrero de 2016

Robert Graves(Inglaterra, 1895-1985)

Anceo en la huerta
de las naranjas

Una tarde de verano, al anochecer, Anceo el lélege, el de la florida Samos, fue abandonado en la costa arenosa del sur de Mallorca, la mayor de las islas Hespérides o, como las llaman algunos, las islas de los Honderos o las islas de los Hombres Desnudos. Estas islas quedan muy cerca unas de otras y están situadas en el extremo occidental del mar, a sólo un día de navegación de España cuando sopla un viento favorable. Los isleños, asombrados por su aspecto, se abstuvieron de darle muerte y le condujeron, con manifiesto desprecio por sus sandalias griegas, su corta túnica manchada por el viaje y su pesada capa de marinero, ante la gran sacerdotisa y gobernadora de Mallorca que vivía en la cueva del Drach, la entrada a los Infiernos más distante de Grecia, de las muchas que existen.
Como en aquellos momentos estaba absorta en cierto trabajo de adivinación, la gran sacerdotisa envió a Anceo al otro lado de la isla para que lo juzgara y dispusiera de él su hija, la ninfa de la sagrada huerta de naranjos en Deia. Fue escoltado a través de la llanura y de las montañas escarpadas por un grupo de hombres desnudos, pertenecientes a la hermandad de la Cabra; pero por orden de la gran sacerdotisa, éstos se abstuvieron de conversar con él durante el camino. No se detuvieron ni un instante en su viaje, a paso ligero, excepto para postrarse ante un enorme monumento de piedra que se hallaba al borde del camino y donde, de niños, habían sido iniciados en los ritos de su hermandad. En tres ocasiones llegaron a la confluencia de tres caminos y las tres veces dieron una gran vuelta para no acercarse al matorral triangular rodeado de piedras. Anceo se alegró al ver cómo se respetaba a la Triple Diosa, a quien están consagrados estos recintos.
Cuando por fin llegó a Deia, muy fatigado y con los pies doloridos, Anceo encontró a la ninfa de las Naranjas sentada muy erguida sobre una piedra, cerca de un manantial caudaloso que brotaba con fuerza de la roca de granito y regaba la huerta. Aquí la montaña, cubierta por una espesura de olivos silvestres y encinas, descendía bruscamente hacia el mar, quinientos pies más abajo, salpicado aquel día hasta la línea del horizonte por pequeñas manchas de bruma que parecían ovejas paciendo.
Cuando la ninfa se dirigió a él, Anceo respondió con reverencia, utilizando la lengua pelasga y manteniendo la mirada fija en el suelo. Todas las sacerdotisas de la Triple Diosa poseen la facultad de echar el mal de ojo que, como bien sabía Anceo, puede convertir el espíritu de un hombre en agua y su cuerpo en piedra, y puede debilitar a cualquier animal que se cruza en su camino, hasta causarle la muerte. Las serpientcs oraculares que cuidan estas sacerdotisas tienen el mismo poder terrible sobre pájaros, ratones y conejos. Anceo también sabía que no debía decirle nada a la ninfa excepto en respuesta a sus preguntas, y aun entonces hablar con la mayor brevedad y en el tono más humilde posible.
La ninfa mandó retirarse a los hombres-cabra y éstos se apartaron un poco, sentándose todos en fila al borde de una roca hasta que volviera a llamarlos. Eran gentes tranquilas y sencillas, con ojos azules y piernas cortas y musculosas. En lugar de abrigar sus cuerpos con ropas los untaban con el jugo de lentisco mezclado con grasa de cerdo. Cada uno llevaba colgado a un lado del cuerpo un zurrón de piel de cabra lleno de piedras pulidas por el mar; en la mano llevaban una honda, otra enrollada en la cabeza y una más que les servía de taparrabo. Suponían que pronto la ninfa les ordenaría que acabasen con el forastero, y ya debatían amistosamente entre sí quién iba a tirar la primera piedra, quién la segunda, y si iban a permitirle salir con ventaja para darle caza montaña abajo o iban a hacerle pedazos cuando se acercara a ellos, apuntando cada uno a una parte distinta de su cuerpo.
La huerta de naranjos contenía cincuenta árboles y rodeaba un santuario de roca habitado por una serpiente de tamaño descomunal que las otras ninfas, las cincuenta Hespérides, alimentaban diariamente con una fina pasta hecha de harina de cebada y leche de cabra. El santuario estaba consagrado a un antiguo héroe que había traído la naranja a Mallorca desde algún país en las lejanas riberas del océano. Su nombre había quedado olvidado y se referían a él simplemente como «el Benefactor»; la serpiente se llamaba igual que él porque había sido engendrada de su médula y su espíritu le daba vida. La naranja es una fruta redonda y perfumada, desconocida en el resto del mundo civilizado, que al crecer es primero verde, después dorada y tiene una corteza caliente y la pulpa fresca, dulce y firme. Crece en un árbol de tronco liso, con hojas brillantes y ramas espinosas, y madura en pleno invierno, al revés de los demás frutos. No se come cualquier día en Mallorca, sino sólo una vez al año, en el solsticio de invierno, después de la ritual masticación de ladierno y de otras hierbas purgantes; si se come de esta forma la naranja concede una larga vida, pero es un fruto tan sagrado que en cualquier otro momento basta con catarla para que sobrevenga la muerte inmediata, a no ser que la propia ninfa de las Naranjas la administre.
En estas islas, gracias a la naranja, tanto los hombres como las mujeres viven tanto tiempo como desean; por regla general sólo deciden morir cuando se dan cuenta de que están convirtiéndose en una carga para sus amigos por la lentitud de sus movimientos o la insipidez de su conversación. Entonces, por cortesía, se marchan sin despedirse de sus seres queridos ni crear ningún alboroto en la cueva —pues todos viven en cuevas— escabulléndose sin decir nada, y se arrojan de cabeza desde una roca, complaciendo de este modo a la diosa quien aborrece toda queja y dolor innecesarios y premia a estos suicidas con funerales distinguidos y alegres.
La ninfa de las Naranjas era alta y hermosa. Llevaba una falda acampanada y con volantes al estilo cretense, de un tejido teñido del color de la naranja con tintura de brezo, y por arriba, como prenda única, llevaba puesto un chaleco verde de manga corta sin abrochar delante, mostrando así la esplendidez y la plenitud de sus senos. Los símbolos de su cargo eran un cinturón formado por innumerables piezas de oro eslabonadas en forma de serpiente con ojos de piedras preciosas, un collar de naranjas verdes secas, y una cofia alta bordada con perlas y coronada con el disco de oro de la luna llena. Había dado a luz a cuatro hermosas niñas, de las cuales la más pequeña la sucedería un día en su cargo, al igual que ella, que era la menor de sus hermanas, sucedería un día a su madre, la gran sacerdotisa en Drach. Estas cuatro niñas, como aún no tenían edad suficiente para ser ninfas, eran doncellas cazadoras, muy diestras en el manejo de la honda y salían con los hombres para darles buena suerte en la caza. La doncella, la ninfa y la madre forman la eterna trinidad en la isla, y la diosa, a quien se venera allí en cada uno de estos aspectos, representados por la luna nueva, la luna llena y la luna menguante, es la deidad soberana. Es ella la que infunde la fertilidad en aquellos árboles y plantas de los que depende la vida humana. ¿No es acaso bien sabido que todo lo verde brota mientras la luna crece y deja de crecer mientras la luna mengua, y que sólo la caliente y rebelde cebolla no obedece sus fases mensuales? Sin embargo, el sol, su hijo varón, que nace y muere cada año, la asiste con sus cálidas emanaciones. Esta era la razón por la que el único hijo varón parido por la ninfa de las Naranjas, puesto que era la encarnación del sol, había sido sacrificado a la diosa, según la costumbre, mezclándose seguidamente los trozos despedidos de su carne con la semilla de la cebada para asegurar una abundante cosecha.
A la ninfa le sorprendió descubrir que la lengua pelasga que hablaba Anceo se parecía mucho a la de las islas. Pero aunque se alegró de poderle interrogar sin verse obligada a recurrir a la pesada tarea de hacer gestos y de trazar dibujos sobre la arcilla con una varita, por otra parte se sintió un poco preocupada al pensar que quizás Anceo había estado conversando con los hombres-cabra sobre asuntos que tanto ella como su madre tenían por norma que ellos desconociesen. Lo primero que le preguntó fue:
—¿Eres cretense?
—No, sagrada ninfa —contestó Anceo—; soy pelasgo, de la isla de Samos en el mar Egeo, y por lo tanto no soy más que primo de los cretenses. Pero mis señores son griegos.
—Eres un viejo y feo despojo humano —dijo ella.
—Perdóname, sagrada ninfa —le contestó—. He llevado una vida muy dura.
Cuando le preguntó por qué lo habían abandonado en la costa de Mallorca, respondió que había sido desterrado de Samos por su obstinada observancia del antiguo ritual de la diosa —pues últimamente los samios habían introducido el nuevo ritual olímpico que ofendía su alma religiosa— y él, sabiendo que en Mallorca se veneraba a la diosa con inocencia primitiva, le había pedido al capitán del barco que lo desembarcara allí.
—Es curioso —observó la ninfa—. Tu historia me recuerda la de un campeón llamado Hércules que visitó nuestra isla hace muchos años cuando mi madre era la ninfa de este huerto. No puedo contarte los pormenores de su historia, porque mi madre no gustaba de hablar de ella durante mi infancia, pero eso sí que me consta: Hércules fue enviado por su señor, el rey Euristeo de Micenas (dondequiera que esté Micenas) a recorrer el mundo para realizar una serie de trabajos que a primera vista parecían imposibles, y todo, según dijo, por su obstinada devoción hacia los antiguos rituales de la diosa. Llegó en canoa y desembarcó en la isla, anunciando con sorprendente osadía que había venido en nombre de la diosa a recoger un cesto de naranjas sagradas de esta huerta. Era un hombre—león y por este motivo llamaba mucho la atención en Mallorca, donde no tenemos ninguna hermandad del León ni entre los hombres ni entre las mujeres, y además estaba dotado de una fuerza colosal y de un prodigioso apetito por la comida, la bebida y los placeres del amor. Mi madre se encaprichó con él y le dio las naranjas generosamente, y además lo honró haciéndole su compañero durante la siembra de primavera. ¿Has oído hablar del tal Hércules?
En una ocasión fui compañero suyo de navío, si os referís a Hércules de Tirinto —respondió Anceo—. Eso fue cuando navegué a los Establos del Sol, a bordo del famoso Argo, y siento deciros que el muy canalla seguramente engañó a vuestra madre. No tenía ningún derecho a pedirle la fruta en nombre de la diosa, pues la diosa le odiaba.
A la ninfa le divirtió su vehemencia y le aseguró que había quedado satisfecha de sus credenciales y que podía levantar los ojos y mirarle a la cara y hablar con ella con un poquito más de familiaridad, si lo deseaba. Pero tuvo cuidado de no ofrecerle la protección formal de la diosa. Le preguntó a qué hermandad pertenecía y él respondió que era un hombre—delfín.
—Ah —exclamó la ninfa—. Cuando me iniciaron en los ritos de las ninfas por primera vez y me dejé acompañar por hombres en el surco abierto después de la siembra, fue con nueve hombres—delfín. El que elegí como preferido se convirtió en campeón solar, o rey de la guerra, para el año siguiente, según nuestras costumbres. Nuestros delfines forman una hermandad pequeña y muy antigua y se distinguen por su talento musical que supera incluso al de los hombres—foca.
—El delfín responde a la música de forma encantadora —asintió Anceo.
—Sin embargo —continuó la ninfa—, cuando di a luz, no tuve una niña a la que hubiera conservado, sino un niño; y a su debido tiempo mi hijo regresó, despedazado, al surco del cual había salido. La diosa se llevó lo que había dado. Desde entonces no me he atrevido a dejarme acompañar por ningún hombre—delfín, pues considero que esta sociedad me trae mala suerte. A ningún hijo varón de nuestra familia se le permite vivir más allá de la segunda siembra.
Anceo tuvo el valor de preguntar:
—¿Es que ninguna ninfa o sacerdotisa (ya que las sacerdotisas tienen tanto poder en esta isla) ha intentado jamás entregarle su propio hijo varón, en secreto, a una madre adoptiva, criando a la hija de esta madre en su lugar, para que ambas criaturas puedan sobrevivir?
—Puede que en tu isla se practiquen trucos de esta clase, Anceo —le respondió severamente la ninfa—, pero en la nuestra no. Aquí ninguna mujer engaña jamás a la Triple Diosa.
—Naturalmente, sagrada ninfa —respondió Anceo—. Nadie puede engañar a la diosa.
Pero volvió a preguntar:
—¿No es quizás vuestra costumbre, si una ninfa real siente un afecto fuera de lo común por su hijo varón, sacrificar en su lugar un becerro o un cabrito, envolviéndolo en las ropas del pequeño y poniéndole sandalias en los pies? En mi isla se supone que la diosa cierra los ojos ante tales sustituciones y que luego los campos rinden con la misma abundancia. Es únicamente después de una mala estación, cuando el grano se agosta o no crece, que se sacrifica a un niño en la siguiente siembra. Y aun así, siempre es un niño de padres pobres, no de estirpe real.
La ninfa volvió a responder con el mismo tono severo:
—En nuestra isla no. Aquí ninguna mujer se burla jamás de la Triple Diosa. Por eso prosperamos. Esta es la isla de la inocencia y de la calma.
Anceo asintió diciendo que desde luego era la isla más agradable de los cientos que había visitado en sus viajes, sin exceptuar la suya, Samos, llamada Isla Florida.
—Estoy dispuesta a escuchar tu relato —dijo entonces la ninfa—, si no es aburrido. ¿Cómo es que tus primos, los cretenses, han dejado de visitar estas islas como hacían antaño, en tiempos de mi bisabuela, conversando con nosotros con buenas maneras en un lenguaje que, aunque no era el nuestro, podíamos entender muy bien? ¿Quiénes son estos griegos, tus señores, que vienen en los mismos barcos que en un tiempo usaron los cretenses? Vienen a vender las mismas mercancías —jarrones, aceite de oliva, tinturas, joyas, lino, muelas de esmeril y excelentes armas de bronce—, pero utilizan el carnero en lugar del toro como mascarón de proa y hablan en una lengua ininteligible y regatean con unos modales groseros y amenazantes, y miran impúdicamente a las mujeres y roban cualquier pequeño objeto que encuentran en su camino. No nos gusta nada comerciar con ellos y muchas veces les hacemos marchar con las manos vacías, rompiéndoles los dientes con los tiros de nuestras hondas y abollando sus cascos de metal con piedras grandes.
Anceo explicó que la tierra al norte de Creta, que en un tiempo había sido conocida por Pelasgia, se llamaba ahora Grecia en honor de sus nuevos señores. La habitaba una población notablemente mixta. Los pobladores más antiguos eran los pelasgos terrestres quienes, según se cuenta, habían salido de los dientes desparramados de la serpiente Ofión cuando la Triple Diosa la había despedazado. A estos pobladores se unieron primero los colonos cretenses de Cnosos, luego los colonos henetes de Asia Menor, mezclados con los etíopes de Egipto, cuyo poderoso rey Pélope dio su nombre a la parte sur de estas tierras, el Peloponeso, y construyó ciudades con enormes murallas de piedras y tumbas de mármol blanco en forma de colmena como las chozas africanas; y finalmente los griegos, un pueblo bárbaro dedicado al pastoreo, procedentes del norte, más allá del río Danubio, que bajaron a través de Tesalia en tres invasiones sucesivas y acabaron tomando posesión de todas las fuertes ciudades peloponesas. Estos griegos gobernaron a las otras gentes de forma insolente y arbitraria. Y por desgracia, sagrada ninfa —dijo Anceo—, nuestros señores adoran al Triple Dios como deidad soberana y odian en secreto a la Triple Diosa.
La ninfa se preguntó si no habría entendido mal sus palabras.
Y ¿quién podría ser el dios padre? —preguntó—. ¿Cómo es posible que una tribu adore a un padre? ¿Qué es un padre sino el instrumento que una mujer utiliza de vez en cuando para su placer y para poderse convertir en madre?
Empezó a reír con desdén y exclamó:
—Por el Benefactor, juro que esta historia es la más absurda que jamás he oído. ¡Padres, nada menos! Supongo que estos padres griegos amamantan a sus hijos y siembran la cebada y cabrahígan las higueras y dictan las leyes y, en una palabra, realizan todas las demás tareas de responsabilidad propias de la mujer, ¿no?
Estaba tan irritada que dio unos golpecitos con el pie sobre una piedra y la cara se le oscureció con el calor de su sangre.
Al advertir su irritación cada uno de los hombres-cabra tomó silenciosamente una piedrecita de su zurrón y la colocó en la tira de cuero de su honda. Pero Anceo respondió en tono apacible y suave, bajando de nuevo la mirada. Comentó que en este mundo había muchas costumbres extrañas y muchas tribus que a los ojos de otros parecían estar dementes.
—Me gustaría mostraros los mosinos de la costa del mar Negro, sagrada ninfa —le dijo—, con sus castillos de madera y sus niños tatuados que son increíblemente gordos y se alimentan de tortas de castañas. Viven junto a las amazonas que son tan raras como ellos... Y en cuanto a los griegos, su razonamiento es el siguiente: ya que las mujeres dependen de los hombres para su maternidad —pues no les basta el viento para llenar de nueva vida sus matrices, como ocurre con las yeguas ibéricas—, los hombres son, en consecuencia, más importantes que ellas.
—Pero es un razonamiento de locos —exclamó la ninfa—. Es como si pretendieras que esta astilla de pino es más importante que yo misma porque la utilizo para mondarme los dientes. La mujer, y no el hombre, es siempre la principal: ella es el agente, él siempre el instrumento. Ella da las órdenes, él obedece. ¿No es acaso la mujer quien elige al hombre y le vence con la dulzura de su presencia, y le ordena que se acueste boca arriba en el surco y allí, cabalgando sobre él, como sobre un potro salvaje domado a su voluntad toma de él su placer y cuando ha terminado le deja tumbado como un hombre muerto? ¿No es la mujer quien gobierna en la cueva, y si cualquiera de sus amantes la enoja por su malhumor o su pereza le amonesta tres veces consecutivas para que coja todas sus cosas y se marche al alojamiento de su hermandad?
—Con los griegos —dijo Anceo apresuradamente y con voz apagada— la costumbre es exactamente la contraria. Cada hombre elige a la mujer que desea convertir en la madre de su hijo (pues así le llama), la vence con la fuerza de sus deseos y le ordena que se acueste boca arriba en el lugar que más le convenga y entonces, montándose, toma de ella su placer. En la casa es él el amo, y si la mujer le enoja por su forma de importunarle o por su comportamiento obsceno, la golpea con la mano; y si con esto no consigue que cambie su conducta, la manda a casa de su padre con todas las cosas que ha traído consigo y da sus hijos a una esclava para que se los críe. Pero, sagrada ninfa, no os enfadéis, ¡os lo ruego por la diosa! Yo soy pelasgo, detesto a los griegos y sus costumbres y únicamente estoy obedeciendo vuestras instrucciones, como es mi deber, al contestaros a estas preguntas.
La ninfa se contentó con decir que los griegos debían ser las personas más impías y más asquerosas del mundo, peor aún que los monos africanos —si, en efecto, Anceo no se estaba burlando de ella—. Volvió a interrogarle acerca de la siembra de la cebada y la cabrahigadura de las higueras: ¿cómo se las arreglaban los hombres para obtener pan o higos sin la intervención de la diosa?
—Sagrada ninfa —respondió Anceo—: cuando los griegos se instalaron por primera vez en Pelasgia eran un pueblo de pastores, que sólo se alimentaba de carne asada, queso, leche, miel y ensaladas silvestres. Por consiguiente, nada sabían acerca del ritual de la siembra de la cebada ni del cultivo de ninguna fruta.
—Estos griegos dementes —dijo ella, interrumpiéndole—, supongo entonces que bajaron del norte sin sus mujeres, como hacen los zánganos, que son los padres ociosos entre las abejas, cuando se marchan de la colmena y forman una colonia aparte, separados de su abeja reina, y comen inmundicias en lugar de miel, ¿no es así?
—No —dijo Anceo—. Trajeron consigo a sus propias mujeres, pero estas mujeres estaban acostumbradas a lo que a ti te parecerá una forma de vida indecente y vuelta del revés. Cuidaban del ganado, y los hombres las vendían y las compraban como si ellas también fueran ganado.
—Me niego a creer que los hombres puedan comprar o vender mujeres —exclamó la ninfa—. Es evidente que te han informado mal sobre este punto. Pero, dime, ¿continuaron durante mucho tiempo estos sucios griegos con esta forma de vida, una vez instalados en Pelasgia?
—Las primeras dos tribus invasoras, los jonios y los eolios —contestó Anceo—, que llevaban armas de bronce, no tardaron en rendirse ante el poderío de la diosa al ver que ella consentía en adoptar a sus dioses varones como hijos suyos. Renunciaron a muchas de sus bárbaras costumbres y cuando, poco después, les persuadieron de comer el pan cocido por los pelasgos y descubrieron que tenía un sabor agradable y propiedades sagradas, uno de ellos, llamado Triptólemo, le pidió permiso a la diosa para poder sembrar él mismo la cebada, pues estaba convencido de que los hombres podrían hacerlo con casi tanto éxito como las mujeres. Dijo que deseaba, si es que era posible, evitarles a las mujeres un trabajo y una preocupación innecesarios, y la diosa, indulgente, consintió.
La ninfa se rió hasta que las laderas de la montaña devolvieron el eco de su risa, y desde su roca los hombres-cabra corearon sus carcajadas, revolcándose de alegría, aunque no tenían la menor idea de por qué se estaba riendo.
—¡Qué estupenda cosecha debió de recoger este tal Triptólemo! —le dijo a Anceo—. ¡Todo serían amapolas, beleño y cardos!
Anceo tuvo la suficiente prudencia como para no contradecirla. Empezó a hablarle de la tercera tribu de los griegos, los aqueos, cuyas armas eran de hierro, y de su insolente comportamiento ante la diosa y de cómo instituyeron la familia divina del Olimpo; pero observó que ella no le escuchaba y desistió.
—Vamos a ver, Anceo —le dijo en tono burlón—. Dime, ¿cómo se determinan los clanes entre los griegos? Supongo que no me irás a decir que son clanes masculinos en lugar de femeninos y que determinan las generaciones a través de los padres en lugar de las madres, ¿verdad?
Anceo asintió lentamente con la cabeza, como si se viera forzado a admitir un absurdo gracias a la astucia del interrogatorio de la ninfa.
—Sí —dijo, desde la llegada de los aqueos de las armas de hierro, que ocurrió hace muchos años, los clanes masculinos han sustituido a los femeninos en la mayor parte de Grecia. Los jonios y los eolios ya habían introducido grandes innovaciones, pero la llegada de los aqueos lo volvió todo del revés. Los jonios y los eolios, ya por aquel entonces, habían aprendido a calcular la descendencia a través de la madre, pero para los aqueos la paternidad era, y sigue siendo, lo único que tienen en cuenta al determinar su genealogía, y últimamente han conseguido que la mayoría de los eolios y algunos jonios adopten su punto de vista.
—No, no, ¡eso es manifiestamente absurdo! —exclamó la ninfa—. Aunque es claro e indiscutible, por ejemplo, que la pequeña Kore es mi hija, ya que la partera la extrajo de mi cuerpo, ¿cómo puede saberse con certeza quién fue el padre? Pues la fecundación no proviene necesariamente del primer hombre a quien yo gozo en nuestras sagradas orgías. Puede provenir del primero o del noveno.
—Los griegos intentan resolver esta incertidumbre —dijo Anceo— haciendo que cada hombre elija lo que llaman una esposa. Una mujer a quien le está prohibido tener por compañero a nadie que no sea él. Entonces, si ella concibe, no puede discutirse la paternidad.
La ninfa le miró de hito en hito y le dijo:
—Tienes una respuesta para todo. Pero ¿acaso esperas que me crea que se puede gobernar y guardar hasta tal punto a las mujeres que se les impida disfrutar de cualquier hombre que les apetezca? Imagínate que una mujer joven se convirtiera en la esposa de un hombre viejo, feo y desfigurado como tú. ¿Cómo podría ella consentir jamás en ser su compañera?
Anceo sostuvo su mirada y le respondió:
—Los griegos profesan que pueden controlar así a sus esposas. Pero admito que muchas veces no lo consiguen, y que a veces una mujer tiene relaciones secretas con un hombre de quien no es la esposa. Entonces su esposo se pone celoso e intenta matarlos a los dos, a su esposa y a su amante, y si los dos hombres son reyes, llevan a sus pueblos a la guerra y sobreviene gran derramamiento de sangre.
—Eso no lo pongo en duda —dijo la ninfa—. En primer lugar no deberían decir mentiras, ni luego emprender lo que no son capaces de realizar, dando así lugar a los celos. A menudo me he dado cuenta de que los hombres son absurdamente celosos: es más, después de su falta de honestidad y su charlatanería, diría que es su principal característica. Pero cuéntame, ¿qué les ocurrió a los cretenses?
—Fueron vencidos por Teseo el griego, a quien ayudó a conseguir la victoria un tal Dédalo, famoso artesano e inventor —dijo Anceo.
—¿Qué fue lo que inventó? —preguntó la ninfa.
—Entre otras cosas —contestó Anceo—, construyó toros de metal que bramían artificialmente cuando se encendía un fuego bajo sus vientres; también estatuas de madera de la diosa que parecían de carne y hueso pues las extremidades articuladas podían moverse en cualquier dirección, como si fuese un milagro, y, además, los ojos podían abrirse o cerrarse tirando de un cordón oculto.
—¿Aún vive este Dédalo? —preguntó la ninfa—. Me gustaría conocerlo.
—Por desgracia ya no —contestó Anceo—. Todos estos acontecimientos ocurrieron mucho antes de mis tiempos.
Ella insistió:
—Pero ¿verdad que me podrás decir cómo estaban hechas las articulaciones de las estatuas para que las extremidades pudieran moverse en cualquier dirección?
—Sin duda debían girar en un hueco esférico —dijo él, doblando su puño derecho y girándolo en el hueco formado por los dedos de la mano izquierda para que comprendiera en seguida lo que quería decir—. Pues Dédalo inventó la articulación esférica. En todo caso, gracias a un invento de Dédalo quedó destruida la flota de los cretenses, y por esto ya no son ellos quienes visitan vuestra isla, sino únicamente los griegos y algún que otro pelasgo, tracio o frigio.
—La madre de mi madre me contó —dijo la ninfa— que, aunque los cretenses adoraban a la diosa con casi tanta reverencia como nosotros, su religión difería de la nuestra en muchos aspectos. Por ejemplo, la gran sacerdotisa no elegía a un campeón solar sólo para un año. El hombre que ella elegía reinaba algunas veces durante nueve años o más, negándose a dimitir de su cargo porque alegaba que la experiencia trae consigo la sagacidad. Le llamaban el sacerdote de Minos, o el rey Toro, pues la hermandad del Toro se había convertido en la hermandad suprema de aquella isla. Los hombres-ciervo, los hombres-caballo y los hombres-carnero jamás se atrevieron a luchar por obtener el trono de la guerra, y la gran sacerdotisa solamente se dejaba acompañar por hombres-toro. Aquí mi madre y yo distribuimos nuestros favores por un igual entre todas las hermandades. No es prudente dejar que una sola hermandad obtenga la supremacía, ni dejar gue un rey reine más de dos o tres años a lo sumo; los hombres se dejan llevar fácilmente por la insolencia si no se les mantiene en el lugar que les corresponde, y entonces se creen ser casi iguales a las mujeres. Con la insolencia se destruyen a sí mismos y para colmo hacen enojar a las mujeres. Sin duda alguna esto fue lo que debió de ocurrir en Creta.
Mientras aún conversaban, hizo una señal secreta a los hombres-cabra para que se llevaran a Anceo fuera de su vista y después le dieran caza hasta matarlo con sus hondas. Pues decidió que a un hombre que podía contar historias tan perturbadoras e indecentes no se le podía permitir seguir con vida en la isla, ni siquiera un momento más, ahora que ya le había contado lo que quería saber sobre la forma de articular las estatuas de madera. Temía el daño que podría ocasionar si inquietaba las mentes de los hombres. Además era un viejo encorvado, calvo y feo, un exiliado, y un hombre—delfín que no le traería buena suerte a la huerta.
Los hombres-cabra se postraron en reverencia ante la ninfa de las Naranjas y luego, incorporándose, obedecieron sus órdenes con alegría. La persecución no fue larga.
(Traducido por Lucía Graves)