Con el tiempo, cuando el acoso de las almas en pena llegó a hacerse intolerable, los campesinos abandonaron la aldea dejándola a la sola merced de esos sutiles y vengativos habitantes que manifiestan su presencia en sombras, sombras casi imperceptiblemente sesgadas, sombras y más sombras incluso a mediodía, sombras que no provienen de nada visible; o en el rumor, a veces, de sollozos en una alcoba inhóspita donde un resquebrajado espejo que cuelga de una pared no refleja una presencia; o en una cierta desazón que ha de afligir al viajero lo bastante incauto como para detenerse a beber en la fuente de la plaza que de un grifo incrustado en la boca de un león de piedra gorgotea aún chorros de agua cristalina. Un gato deambula por un jardín cubierto de maleza; hace una mueca y escupe, arquea el lomo, huye de algún intangible saltando sobre sus cuatro patas tiesas de terror. Y ahora nadie se acerca ya a esa aldea al pie del castillo donde la bella sonámbula perpetúa sin remedio sus crímenes ancestrales.
Vestida con un antiguo traje de novia, la hermosa reina de los vampiros se sienta a solas en su mansión alta y lóbrega bajo la mirada delirante y atroz de los retratos de sus ancestros, cada uno de los cuales revive, a través de ella, una ominosa existencia póstuma; ella cuenta y recuenta las cartas del Tarot proyectando sin cesar una constelación de posibilidades, como si la azarosa caída de los naipes sobre la carpeta de felpa roja pudiera precipitada desde su gélido y oscuro encierro a una comarca de perpetuo estío y obliterar, así, la perenne tristeza de una joven que es a la vez la Muerte y la Doncella.
Su voz vibra cargada de sonoridades distantes como ecos en una caverna; ahora te hallas en el lugar de la aniquilación, ahora te hallas en el lugar de la aniquilación. Ella, ella misma es una caverna poblada de ecos, un sistema de repeticiones, un circuito cerrado. «¿Puede un pájaro cantar tan sólo la canción que sabe, o podrá quizás aprender una nueva?» Ella acaricia con sus largos dedos de uñas afiladas los barrotes de la jaula donde canta su alondra, arrancándole un tañido quejumbroso como si rasgase las cuerdas del corazón de una mujer de metal. Sus cabellos caen como lágrimas.
Aunque el castillo ha sido casi enteramente abandonado a la merced de los ocupantes fantasmales ella tiene sus propios aposentos, su salón y su alcoba; postigos cerrados herméticamente y cortinas de tupido terciopelo impiden que se filtre el más leve rayo de luz natural. Hay una mesa redonda de una sola pata cubierta de un rojo tapete de felpa sobre el que ella extiende su inevitable tarot; este cuarto nunca está más que mortecinamente iluminado por una lámpara de gruesa pantalla en el manto de la chimenea y las figuras barrocas del empapelado granate han sido oscuras, tétricamente desdibujadas por la lluvia que se cuela a través del techo resinoso y que va dejando a su paso zonas de manchas dispersas, huellas ominosas como las que han dejado sobre las sábanas los amantes muertos. Depreciaciones de la podredumbre, hongos por doquier. La araña que jamás se enciende está tan cubierta de polvo que los cairel es han perdido su forma; arañas industriosas han tejido marquesinas en los rincones de este ámbito ornamentado y decadente, han apresado en sus suaves redes grises los vasos de porcelana del manto de la chimenea. Pero la dueña y señora de toda esta decrepitud no advierte nada.
Delante de la mesa redonda, sentada en una silla de apolillado terciopelo borravino, distribuye las cartas; a veces la alondra canta, pero casi siempre permanece en silencio, un taciturno montón de plumas pardas. De vez en cuando, rasgando los barrotes de la jaula, la condesa la despertará para una breve cadenza; le place oída anunciar que no puede escaparse.
Cuando el sol se pone ella se levanta y va inmediatamente a la mesa donde juega su eterno solitario hasta que empieza a sentir hambre, hasta que se convierte en una bestia rapaz. Es tan hermosa que no es natural; su belleza es una anomalía, una aberración, ya que ninguno de sus rasgos posee ninguna de esas conmovedoras asimetrías que nos reconcilian con lo imperfecto de la condición humana. Su belleza es un síntoma de su diferencia, de que ella no es humana.
Las blancas manos de la bella tenebrosa barajan los naipes del destino. Las uñas de sus dedos son más largas que las de los mandarines de la antigua China; y cada una de ellas acaba en una punta finísima. Estas uñas, y los dientes agudos y blancos como púas de azúcar nieve, son los signos visibles del destino que melancólicamente intenta eludir con la ayuda de los arcanos; con esas garras y dientes afilados en centurias de cadáveres, ella es el último retoño del árbol ponzoñoso crecido de los ijares de Vlad el Empalador, aquel que merendaba cadáveres en los bosques de
Transilvania.
Las paredes de su alcoba están tapizadas de negro satén bordado con lágrimas de perlas. En los cuatro rincones hay urnas funerarias y pebeteros que exhalan intensas y adormecedoras humaredas de incienso. En el centro, rodeado por enormes candelabros de plata, hay un complicado catafalco de ébano. Envuelta en un négligé de encaje blanco un poco manchado de sangre,
la condesa cada día al amanecer trepa hasta su catafalco y se acuesta en un ataúd abierto.
Un rodetudo sacerdote de la fe ortodoxa estaqueó al malvado de su padre en una encrucijada cárpata cuando a ella no le habían salido aún los dientes de leche. En el momento en que lo estaqueaba, el fatídico conde exclamó: «Nosferatu ha muerto. ¡Viva Nosferatu!
Ahora ella es la dueña y señora de todos los bosques de almas en pena y de las misteriosas moradas de los vastos dominios de su padre; es la comandante hereditaria del ejército de sombras que acampa en la aldea al pie de su castillo, esas sombras que penetran en los bosques transformadas en búhos, murciélagos y zorros, las que hacen que la leche se agrie y que la nata rehúse batirse en mantequilla, las que montan los caballos toda la noche en desenfrenada carrera y los abandonan por la mañana convertidos en sacos de piel y hueso, las que desagotan las ubres de las vacas y, especialmente, atormentan a las niñas púberes con desmayos, desarreglos menstruales, enfermedades de la imaginación.
Pero a ese poder suyo, sobrenatural, la condesa, ella, es indiferente, como si lo estuviera soñando. En su sueño, ella desearía ser humana, pero no sabe si es posible. El tarot despliega siempre la misma configuración; invariablemente, da vuelta La Papesse,
La Mort, La Tour Abolie, sabiduría, muerte, disolución.
En las noches sin luna su guardiana le permite salir al jardín.
Este jardín, un lugar inusualmente lóbrego, ofrece una estrecha semejanza con un cementerio, y todos los rosales que plantara su difunta madre han crecido hasta conformar un murallón espinoso que la encarcela en el castillo de su heredad. Cuando la puerta trasera se abra, la condesa husmeará el aire y aullará. Se deja ahora caer en cuatro patas; agazapada, temblorosa, olisquea su presa.
Delicioso crujir de huesos frágiles de los conejos y las pequeñas alimañas peludas que ella persigue con su efímera velocidad cuadrúpeda; llorosa, furtivamente, volverá a casa con las mejillas embadurnadas de sangre. Vierte agua de la jarra en el lebrillo; se lava la cara con los respingos, los mohínes melindrosos de una gata.
Ese margen voraz de sus noches de cazadora en el jardín umbrío -agazaparse, saltar sobre la presa- cerca su habitual sonambulismo atormentado, su vida o imitación de vida. Las pupilas de esta alimaña nocturna se dilatan y brillan. Toda garras y dientes, ella ataca, devora. Nada, sin embargo, puede consolarla del horror de su condición, nada. Recurre al mágico consuelo del mazo del tarot y baraja las cartas, las despliega, las lee, las recoge con un suspiro, las baraja otra vez, construyendo constantemente hipótesis en torno de un futuro que es irreversible.
Una vieja muda vela por ella, para asegurar que nunca vea el sol, que permanezca todo el día en su ataúd, para mantenerla alejada de los espejos y de cualquier superficie que pueda reflejarla, para cumplir con todas las funciones de los sirvientes de los vampiros.
Todo en esta dama hermosa y espectral, reina de la noche, reina del terror, es como debe ser... salvo la horrible repugnancia por su propia condición.
No obstante, si un aventurero desprevenido hace un alto en la plaza de la aldea abandonada para refrescarse en la fuente, una vieja con un vestido negro y un delantal blanco emerge al instante de una casa. Ella te invitará con sonrisas y ademanes; tú la seguirás.
La condesa necesita carne fresca. De pequeña, era como un zorro y se contentaba con los conejillos que chillaban lastimeramente cuando ella, con voluptuosa repulsión, les hincaba los dientes en la garganta; con los ratones de agua y los ratones de campo que palpitaban apenas un momento entre sus dedos de bordadora. Pero ahora ella es una mujer, necesita hombres. Si te detienes demasiado tiempo junto al risueño surtidor, te llevarán de la mano a la alacena de la condesa.
Durante todo el día, yace en su ataúd envuelta en su negligé de encaje manchado de sangre. Cuando el sol se pone detrás de la montaña, ella bosteza, se estira y se pone el único vestido que posee, el traje de novia de su madre, para sentarse y leer sus cartas hasta que empieza a sentir hambre. Ella aborrece el alimento que
come; le gustaría llevarse los conejillos a casa, darles lechuga, mimarlos y hacerles un nido en su secreter chinesco rojo y negro, pero el hambre siempre acaba por rendirla. Hinca los dientes en la garganta donde una arteria late de miedo; con un gritito de dolor y repugnancia soltará el desinflado pellejo del cual ha extraído todo el alimento. Y lo mismo les sucede a los pastores y gitanillos que, ignorantes o temerarios, vienen a lavarse los pies en el agua de la fuente; el ama de llaves de la condesa los conduce a la sala donde, encima de la mesa, los naipes siempre muestran La Parca. La condesa en persona les servirá café en unas tacitas preciosas y resquebrajadas, y bizco chitos de azúcar. Los gañanes se sientan con una taza temblorosa en una mano y un bizcocho en la otra y miran boquiabiertos a la condesa en sus galas de satén,
que les sirve café de una cafetera de plata y parlotea volublemente para que ellos se sientan a sus anchas, un sentirse a sus anchas que les será fatal. Una cierta inmovilidad en sus ojos sugiere que su tristeza es inconsolable. A ella le gustaría acariciar esas mejillas enjutas y cetrinas, peinar con sus dedos los hirsutos cabellos.
Cuando ella los toma de la mano y los conduce a su alcoba, casi no pueden creer la suerte que han tenido.
Más tarde, su ama de llaves juntará los despojos en un ordenado montón y los envolverá en las ropas ya no más necesarias. Luego, discretamente, enterrará este paquete mortal en el jardín. En las mejillas de la condesa la sangre estará mezclada con lágrimas; su guardiana le escarba las uñas de las manos con un pequeño mondadientes de plata para limpiar los fragmentos de piel y hueso que hayan quedado en ellas.
Fa fu fo fef
siento olor a sangre de inglés.
Hacia el fin de un bochornoso verano en los años púberes del presente siglo, un joven oficial del ejército británico, rubio, vigoroso y de ojos azules, después de visitar a amigos en Viena, decidió pasar el resto de su licencia explorando las poco conocidas altiplanicies de Rumania. Al escoger quijotescamente la bicicleta para su travesía por los trillados caminos de tierra, no dejó de percibir la humorada de su elección: «Al país de los vampiros, rueda que rueda». Y así, riendo, emprende su aventura.
Tiene esa característica propia de la virginidad, el más y el menos ambiguo de los estados; ignorancia pero, al mismo tiempo, poder en latencia; y, además, inexperiencia, que no es lo mismo que ignorancia. Él es más de lo que sabe, y posee, por añadidura, el encanto peculiar de esa generación para la cual la historia ha reservado ya un destino específico y ejemplar en las trincheras de Francia. Este ser afincado en el cambio y el tiempo está a punto de colisionar con la eternidad gótica e intemporal de los vampiros, para quienes todo es como siempre ha sido y será, cuyas cartas forman siempre la misma figura.
Pese a ser tan joven, es también racional, y ha elegido para su gira por los Cárpatos el medio de transporte más racional del mundo. Montar una bicicleta entraña, de por sí, una cierta protección contra los temores supersticiosos, por cuanto la bicicleta es el producto de la razón pura aplicada al movimiento. ¡La geometría al servicio del hombre! Dadme dos esferas y una línea recta y os mostraré cuán lejos puedo llevadas. Voltaire mismo pudo haber inventado la bicicleta, que tanto ha contribuido al bienestar del hombre y para nada a su ruina. Beneficiosa para la salud, no despide humos malsanos y sólo permite las velocidades más decorosas.
¿Cómo podría una bicicleta ser jamás un instrumento del mal?
Un beso, sólo uno, despertó a la Bella Durmiente del Bosque.
Los dedos de la condesa, dedos cerosos de imagen santa, dan vuelta una carta llamada Les Amoureux. Nunca, nunca antes... nunca antes la condesa se ha echado una suerte que entrañara amor. Tiembla, se estremece, sus grandes ojos se cierran bajo los párpados finamente estriados, nerviosamente trémulos; la hermosa cartomante se ha servido, esta vez, la primera, una mano de amor y de muerte.
Llegue vivo o llegue muerto
he de moler sus huesos para hacer mi alimento.
Con los albores violáceos del anochecer, el m'sieu inglés asciende trabajosamente la colina rumbo a la aldea que ha atisbado desde muy lejos; debe desmontar la bicicleta y empujada, la senda es demasiado empinada para pedalear. Espera hallar una posada acogedora en donde pasar la noche; tiene calor, hambre, sed, está cansado, polvoriento... Al principio, qué decepción descubrir los tejados hundidos de las cabañas y las altas malezas abriéndose paso a empellones a través de las pilas de tejas caídas, los postigos colgando desconsolados de sus goznes, un paraje enteramente desierto y la vegetación exuberante cuchichea secretos, obscenos se diría, aquí donde si uno fuera lo suficientemente imaginativo podría casi imaginar caras que haciendo muecas sarcásticas asoman fugazmente bajo los ruinosos aleros... Pero la aventura misma, y el consuelo de la vívida luminosidad de las malvalocas que aún se atreven a florecer en los hirsutos jardines, y la belleza del fulgurante atardecer, pronto prevalecieron sobre su desencanto y hasta mitigaron la vaga desazón que había comenzado a sentir. Y aún manaba agua límpida, cristalina de la fuente a la que las mujeres de la aldea iban a lavar la ropa; agradecido, se lavó los pies y las manos, acercó la boca a la espita, y dejó correr por su rostro el chorro helado.
Cuando levantó la empapada, gratificada cabeza de la boca del león, vio, junto a él, llegada a la plaza en silencio, a una mujer vieja que le sonreía efusiva, casi conciliadora. Llevaba un vestido negro y un delantal blanco con un manojo de llaves atado a la cintura; y el pelo gris pulcramente enroscado en un rodete bajo la toca de hilo blanco que usan las mujeres de edad de la región.
Lo saludó con una reverencia, y le hizo señas de que la siguiera.
Como él titubeara, señaló la mole de la mansión que alzaba su siniestra fachada por encima de la aldea; se frotó el estómago, señaló su boca, volvió a frotarse el estómago, la clara mímica de una invitación a cenar. Luego, una vez más, le hizo señas de que lo siguiera, para volverse resueltamente sobre sus talones como si
no fuera a admitir negativa alguna.
Una violenta vaharada del perfume embriagador a rosas rojas le golpeó el rostro no bien salieron de la aldea, una ráfaga de opulento dulzor, vagamente corrupto, que le suscitó un vértigo sensual lo bastante intenso como para casi derribarlo. Demasiadas rosas. Demasiadas rosas florecían en las enormes matas que flanqueaban el sendero, matorrales erizados de espinas, y las flores mismas eran casi demasiado exuberantes, cada flor una inmensa multitud de pétalos aterciopelados, un tanto obscenos en su exceso, los tallos agresivos de tan cargados de retoños. De esta jungla emergía a regañadientes la mansión.
A esa luz dorada, sutil y espectral del sol poniente, siempre embargada de nostalgias por el día que se va, el rostro sombrío de la mansión, en parte casa solariega, en parte alquería fortificada, inmensa, anfractuosa, una desmantelada aguilera en la cresta del peñasco a cuyo pie serpenteaba el villorrio, le trajo a la memoria los cuentos de la infancia en las noches de invierno, cuando él y sus hermanos se contaban unos a otros historias de aparecidos que tenían como escenario lugares como éste, y luego muertos de miedo a la cama, con candiles para alumbrar las escaleras que repentinamente se habían vuelto aterradoras. Estuvo casi a punto de arrepentirse de haber aceptado la muda invitación de la vieja; pero ahora, de pie ante esa puerta de roble erosionada por el tiempo -mientras ella escogía una gran llave de hierro de la tintineante argolla que llevaba a la cintura- supo que era demasiado tarde para volverse atrás y se recriminó con impaciencia que al fin y al cabo ya no era un niño para asustarse de sus propias fantasías.
La anciana abrió la puerta, que giró hacia atrás sobre goznes que chirriaron con acentos melodramáticos, y luego, sin pérdida de tiempo y pese a sus protestas, se apoderó de su bicicleta. Él sintió que el corazón se le encogía al ver el hermoso símbolo biciclo de la racionalidad desvanecerse en las oscuras entrañas de la mansión, para ser arrumbado sin duda en alguna dependencia húmeda donde nadie la aceitaría ni revisaría sus neumáticos.
Pero, perdido por perdido -para bien o para mal- con su juventud y su vigor y su blonda belleza, al amparo del invisible y por él ignorado pentáculo mágico de su virginidad, traspuso los umbrales del castillo de Nosferatu y ni siquiera tembló en la ráfaga de aire frío que, como de la boca de una tumba, emanaba del oscuro y cavernoso intenor.
La vieja lo condujo hasta una pequeña cámara donde había una negra mesa de roble, cubierta con un limpio mantel blanco, y sobre este mantel, cuidadosamente dispuesta, una pesada vajilla de plata, un tanto empañada como si alguien de aliento fétido hubiese respirado sobre ella, pero con un solo cubierto. Curiosísimo pero que curiosísimo: invitado a cenar en el castillo, ahora tendría que cenar a solas. De todos modos, a una indicación de la vieja se sentó. Aunque aún no había caído la noche, las cortinas estaban herméticamente cerradas y sólo por la luz escasa que goteaba de una única lámpara de petróleo pudo ver cuán lúgubre era aquella estancia. La anciana comedida y diligente sacó para él de un antiguo bargueño de roble carcomido una botella de vino y un vaso; mientras él, pensativo, bebía su vino, ella desapareció pero no tardó en volver trayendo una humeante bandeja del guiso típico de la región, carne condimentada, pastas y una rebanada de pan negro. Hambriento después un largo día de viaje, comió con ganas y hasta limpió el plato con la miga, pero esta rústica comida no era por cierto el agasajo que él había esperado de la aristocracia provinciana, y además le intrigaban las ojeadas catadoras que mientras comía le lanzaba la muda.
Pero la vieja corrió a buscar una segunda porción no bien él hubo terminado la primera, y parecía por lo demás tan amable y servicial que él tuvo la certeza de que amén de esta cena podría contar con una cama para pasar la noche en el castillo, de modo que se reprendió ásperamente por el infantil desánimo que le causaran el tétrico silencio, el frío viscoso del lugar.
Cuando terminó el segundo plato la anciana se acercó indicándole con gestos que debía levantarse de la mesa y seguirla una vez más. Hizo una pantomima de beber; él supuso que ahora lo invitarían a tomar café en otra estancia, con algún miembro más encumbrado de la casa que no habría deseado cenar en su compañía pero que de todas maneras desearía ahora conocerlo. Un honor, sin duda; por deferencia a la opinión que su huésped pudiera formarse de él se enderezó la corbata y sacudió las migas de su chaqueta de tweed.
Lo sorprendió descubrir cuán ruinoso era el interior de la casa -telarañas, vigas roídas por la carcoma, mampostería en derrumbe- pero la vieja muda lo arrastraba resueltamente, como atado al hilo de luz del carrete de su linterna, a lo largo de interminables corredores, subiendo escaleras de caracol, atravesando galerías donde los ojos pintados de los retratos de familia parpadeaban fugazmente a su paso, ojos que pertenecían, advirtió, todos y cada uno, a rostros de una bestialidad absolutamente memorable.
Al fin la vieja se detuvo delante de una puerta y él oyó un leve tañido metálico, quizá el sonido de las cuerdas de un clavicémbalo. Y acto seguido, oh maravilla, la líquida cascada del canto de una alondra trayéndole, como del corazón mismo de la tumba de Julieta -ah, si él lo hubiera sabido-, todo el frescor de la mañana.
La vieja llamó a la puerta con los nudillos; la voz más acariciadoramente seductora que él jamás oyera respondió en un francés con marcado acento extranjero, la lengua adoptiva de la aristocracia rumana: «Entrez». Al principio, sólo vio una forma, una forma imbuida de una tenue luminosidad, una forma que captaba y reflejaba en sus superficies ambarinas la poca luz que alumbraba la estancia; la forma se definió al cabo como un vestido de miriñaque de satén blanco, drapeado con encaje aquí y allá, un vestido pasado de moda hacía ya cincuenta o sesenta años pero obviamente alguna vez destinado a una boda. Y entonces vio a la joven que lo vestía; una muchacha frágil como el esqueleto de una libélula, tan etérea, tan leve, que el traje parecía colgar suspendido en el aire denso como si nadie lo habitara, una aparición fabulosa, una prenda articulada en la que ella habitaba como un espectro en una máquina.
Toda la luz de la habitación provenía de una lámpara con la mecha apenas encendida y protegida por una gruesa pantalla verdosa en el manto de la distante chimenea; la vieja que lo acompañaba resguardó su linterna con la mano como si quisiera proteger a su señora de una visión demasiado repentina, o al invitado de verla a ella demasiado de súbito. De manera que fue así, poco a poco, a medida que sus ojos fueron acostumbrándose a la semioscuridad, como vio lo hermoso e increíblemente joven que era aquel emperifollado espantapájaros. Y se le antojó una niña que se hubiera puesto las ropas de su madre, una niña quizá vestida con la ropa de su madre muerta, con la intención de devolverla, siquiera por un instante, nuevamente a la vida. La condesa estaba de pie, detrás de una mesa baja, al lado de una jaula vulgar, bonita, de alambre dorado; absorta, las manos extendidas en una actitud casi de vuelo; pareció tan sorprendida de verlos entrar como si no fuera ella quien los invitara a hacerla.
Con su rostro blanquísimo, la adorable cabeza de muerte circundada por los largos y oscuros cabellos que caían tan lacios como si estuviesen empapados, parecía una novia salvada de un naufragio. Los ojos negros, enormes, con esa expresión de absoluto desamparo, de criatura huérfana de amor, casi le partieron el alma, y sin embargo se sintió turbado, casi repelido por su boca extraordinariamente carnosa, una boca de labios gruesos, llenos, prominentes, de un rojo púrpura vibrante, una boca mórbida.
Más aún -aunque al punto apartó la idea de su mente-, la boca de la ramera. Ella tiritaba sin cesar, un temblor famélico, una palúdica agitación de los huesos. Se dijo que no podía tener más de dieciséis o diecisiete años, con la belleza febril, malsana de una tísica. Ella era la chatelaine de toda esta decadencia.
Con un sinfín de tiernas precauciones la vieja alzó ahora su linterna para mostrar a la señora el rostro de su invitado. Al verlo, la condesa dejó escapar un débil maullido y agitó las manos en un ademán ciego, aterrorizado, como si quisiera empujarlo fuera de la estancia, y al hacerla chocó contra la mesa y una relampagueante mariposa de naipes cayó al suelo. Su boca se abrió en una «o» redonda de dolor; se tambaleó un momento y luego se dejó caer en su silla, donde permaneció como si ya no pudiera moverse.
Una recepción desconcertante. Chistando, chasqueando la lengua, la vieja tanteó apresuradamente la mesa hasta encontrar un enorme par de gafas verde oscuro, semejantes a las que usan los mendigos ciegos, y las colocó sobre la nariz de la condesa.
Él se adelantó para levantar las cartas de una alfombra que -notó con sorpresa- estaba en parte podrida, en parte encostrada de toda suerte de hongos de aspecto virulento. Las recogió y las apiló casi sin mirarlas, porque no significaban nada para él, si bien le parecieron un juguete un tanto extraño para una jovencita.
¡Qué imagen tan macabra, un esqueleto haciendo cabriolas!
La cubrió con una más alegre -una joven pareja de enamorados sonriéndose el uno al otro- y puso otra vez los juguetes en una mano tan delgada que casi podía verse la frágil red de huesos bajo la piel translúcida, una mano de uñas tan largas, tan aguzadas como púas de banjo.
Al contacto de sus dedos, ella pareció revivir un poco y hasta casi sonrió al erguirse.
-Café -dijo- Debéis tomar café. -Amontonó a un lado el mazo de barajas para que la vieja pudiera poner delante de ella un hervidor de plata, una cafetera de plata, la jarrita de crema, el azucarero, las tazas de porcelana, todo dispuesto ya en una bandeja también de plata, un insólito aunque deslucido toque de elegancia en este interior devastado cuya señora brillaba etérea como con un resplandor propio, malsano, submarino.
La vieja acercó una silla para el joven y, parloteando sin voz, abandonó la estancia dejándola aún un poco más oscura.
Mientras la joven dama se ocupaba de la preparación del café, él tuvo tiempo de contemplar, con cierta repugnancia, una nueva serie de retratos de familia que decoraban las paredes mohosas y desconchadas de la habitación; todos aquellos rostros lívidos parecían crispados por una demencia febril, y los labios carnosos, los ojos inmensos, extraviados, que todos tenían en común, guardaban una alarmante semejanza con los de la infeliz víctima de la endogamia que ahora filtraba con paciencia su fragante brebaje, aun cuando en su caso cierta gracia extraña hubiese transformado tan exquisitamente aquellos rasgos. La alondra, concluido su ritornello, estaba muda desde hacía largo rato. Ningún sonido salvo el tintinear de la plata sobre la porcelana. Al cabo de un momento, ella le tendió una tacita diminuta con rosas pintadas.
-Bienvenido -dijo, con esa voz suya que tenía las sonoridades tumultuosas del océano, una voz que no parecía brotar de su inmóvil, blanquísima garganta-o Bienvenido a mi chateau.
Rara vez recibo visitas, y es una gran desgracia, pues nada me anima tanto como la presencia de un forastero... Este lugar, ahora que la aldea ha sido abandonada, es tan solitario..., y mi única compañera, pobrecita, no puede hablar. A menudo paso tanto tiempo en silencio que a veces imagino que pronto yo misma olvidaré las palabras y ya nunca en esta casa nadie volverá a hablar.
Le ofreció un bizcochito de azúcar de un plato de Limoges; sus uñas arrancaban carillones de la antigua porcelana. Su voz, brotando de esos labios rojos semejantes a las rosas obesas de su jardín, labios que no se mueven..., su voz curiosamente descarnada; es como una muñeca, pensó él, el muñeco de un ventrílocuo o, más bien, una ingeniosa pieza de relojería. Porque parecía accionada por una especie de energía lenta, incongruente, ajena a ella, una energía que ella no podía controlar; como si al nacer, años atrás, la hubieran provisto de una cuerda como de reloj, y el mecanismo, al desgranarse inexorablemente, fuera a dejarla exánime, sin vida. Esta idea, la idea de que ella pudiera ser un autómata, una marioneta de terciopelo blanco y piel negra, incapaz de moverse por sus propios medios, no lo abandonaba del todo; y en verdad lo conmovía profundamente. El aire carnavalesca de su vestido blanco acentuaba su irrealidad, como si fuera una triste colombina extraviada en los bosques tiempo ha, y que nunca llegara a la feria.
- Y la luz. Debo disculparme por la falta de luz... Una dolencia de los ojos, un mal hereditario...
Las gafas de ciego reflejaban dos veces su rostro agraciado; si lo mirara sin ellas, sin la protección de los oscuros cristales, él la deslumbraría, como el sol que a ella le estaba vedado mirar, y al instante la consumiría. Pobre pájaro nocturno, pobre ave carnicera.
Vous serez ma proie.
Qué hermosa garganta tenéis, monsieur, es como una columna de mármol. Cuando entrasteis por la puerta nimbado por la dorada luz del día estival, del que yo nada sé, nada, la carta llamada Les Amoureux acababa de emerger del turbulento caos de imágenes; y me pareció que habíais descendido del naipe a mi oscuridad y por un momento pensé que tal vez vos mismo la irradiabais.
No quiero hacerte daño. Te esperaré en la oscuridad, en mi traje de novia.
El prometido ha llegado; y entrará en la cámara que le ha sido preparada.
Yo estoy condenada a la soledad y a las tinieblas; no quiero hacerte daño.
Seré muy dulce, lo prometo.
(¿Y podrá el amor liberarme de las sombras? ¿Puede un pájaro cantar tan sólo la canción que sabe, o podrá quizás aprender una nueva?)
Mira, mira cómo me he preparado para ti. Siempre he estado preparada para ti. Te he estado esperando con mi traje de novia, ¿por qué has tardado tanto? Muy pronto todo habrá concluido, todo.
No sentirás ningún dolor, amado mío.
Ella misma es una casa habitada por fantasmas. No se posee a sí misma. Sus antepasados vienen, a veces, y espían por las ventanas de sus ojos, yeso es terrible, aterrador. Ella tiene la misteriosa soledad de los estados ambiguos, flota en una tierra de nadie entre la vida y la muerte, durmiendo y despertando detrás del matorral de flores dentadas, el sanguinario botón de rosa de Nosferatu.
Los bestiales antepasados de las paredes la condenan a la perpetua repetición de sus propias pasiones.
(Un beso, sin embargo, sólo uno, despertó a la Bella Durmiente del Bosque.)
Nerviosamente, para ocultar sus voces interiores, ella mantiene una fachada de charla insubstancial en francés, mientras sus ancestros le hacen guiñas y muecas desde las paredes; por mucho que ella intenta imaginar alguna otra, sólo conoce una forma de consumación.
Una vez más lo desconcertaron esas garras como de ave de rapiña que coronaban aquellas manos maravillosas; la sensación de creciente extrañeza que empezó a adueñarse de él desde que en la aldea se había empapado la cabeza bajo el agua de la fuente, desde que había traspuesto los lóbregos portales del castillo fatal, lo dominaba ahora por completo. De haber sido un gato, habría huido de esas manos saltando hacia atrás sobre sus cuatro patas rígidas de terror, pero él no es un gato, él es un héroe.
Una incredulidad esencial en lo que ven sus ojos lo sostiene, incluso allí, en el boudoir de la mismísima condesa de Nosferatu; tal vez hubiera dicho que hay ciertas cosas que no debiéramos creer posibles aun cuando sean reales. Podría haber dicho: es absurdo creer lo que los ojos ven. No tanto porque él no crea en ella; él puede verla, ella es real. Si ella se quita las gafas oscuras, de sus ojos manarán a raudales todas las imágenes que pueblan esta tierra habitada por ánimas de vampiros; pero como él a causa de su virginidad (aún no sabe lo que es el miedo) y de su heroísmo (que lo iguala al sol) es inmune a las sombras, ve frente a él, antes que nada, a una muchacha fruto de la endogamia, extremadamente sensitiva, sin padre, sin madre, que ha permanecido demasiado tiempo a oscuras, pálida como una planta que nunca ve la luz y casi ciega a causa de una enfermedad hereditaria de los ojos. Y aunque hay un algo que lo desasosiega, no puede sentir terror; de modo que es como el niño del cuento de hadas, ese niño que no sabe temblar y para quien ni los aparecidos ni los ogros ni las alimañas ni el Diablo con todo su séquito surtirán el efecto deseado.
Es esta falta de imaginación lo que confiere al héroe su heroísmo.
Él aprenderá a temblar en las trincheras. Pero esta muchacha no puede hacerla temblar.
Ha caído la noche. Los murciélagos bajan en picada y chillan del otro lado de las ventanas herméticamente condenadas. Se ha bebido todo el café y ha comido los bizcochitos de azúcar. La charla de ella ha ido decayendo, diluyéndose y ha cesado al fin; ahora, en silencio, ella se retuerce los dedos, juega con el encaje de su vestido, se agita nerviosa en su silla. Chistan las lechuzas, y también su mobiliario chirría y cuchichea en torno de nosotros.
Ahora te hallas en el lugar de la aniquilación, ahora te hallas en el lugar de la aniquilación. Ella vuelve la cabeza para eludir la luminosidad azul de sus ojos; sabe que no puede ofrecerle más consumación que la única que conoce. Hace tres días que no come. Es hora de cenar. Es hora de dormir.
Suivez moi.
Je vous attendais.
Vous serez ma proie.
En el tejado maldito el cuervo grazna. «Hora de cenar, hora de cenar», repican los retratos en las paredes. Un hambre pavorosa le roe las entrañas; ella lo ha esperado toda su vida sin saberlo.
El apuesto ciclista, casi sin poder creer en la suerte que ha tenido, la seguirá a su alcoba; las bujías encendidas en torno del altar propiciatorio arden con una llama baja, clara, la luz cabrillea en las lágrimas de plata engarzadas en la pared. Ella prometerá, con la voz misma de la tentación: «Tan pronto caigan mis vestidos, presenciarás una sucesión de misterios».
Ella no tiene una boca con la cual besar, ni tiene manos para acariciar; sólo los colmillos y las garras de una bestia de presa.
Tocar el brillo mineral de la carne que descubre el frío resplandor de las velas es invitar a su abrazo fatal; con su voz grave, dulce, ella entonará la nana de la casa de Nosferatu.
Abrazos, besos; tu cabeza dorada, tu dorada cabeza de león, aunque nunca haya visto un león, sólo lo he imaginado; tu cabeza de sol, aunque sólo en la carta del tarot haya visto su imagen; tu cabeza dorada, la del amante que soñé que alguna vez vendría por fin a liberarme, caerá hacia atrás, con los ojos en blanco, en un espasmo que tu tomarás por el del amor, y no el de la muerte. En mi invertido lecho nupcial, es el desposado el que se desangra.
Desnudo y muerto, pobre ciclista; ha pagado el precio de una noche con la condesa, un precio para algunos demasiado alto, y para otros no.
Mañana su fiel servidora enterrará los huesos al pie de los rosales.
El alimento de que se nutren las rosas les confiere ese color opulento, ese perfume embriagador que insinúa, lascivamente, placeres prohibidos.
Suivez moi.
-¡Suivez moi!
El apuesto ciclista, que duda de la cordura de su anfitriona, acata prudentemente su histérico mandato y la sigue a la otra habitación; desearía tomarla entre sus brazos y protegerla de esos antepasados suyos que la espían desde las paredes.
¡Qué alcoba tan macabra!
Su coronel, un viejo libertino de apetitos morbosos, le había dado la tarjeta de un burdel de París en donde, aseguraba el sátiro, con sólo diez luis es pagaría una alcoba tan lúgubre como ésta, con una muchacha desnuda en un ataúd; entre bambalinas, el pianista del burdel tocaba en un armonio el Dies Irae, y en medio de todos los perfumes del gabinete de un embalsamador, el cliente obtenía el placer necrofílico de un supuesto cadáver. Él había rechazado bonachonamente la sugerencia del viejo de tan extraña iniciación; ¿podría ahora acaso aprovecharse como un criminal de la infeliz criatura delirante, con esas manos descarnadas ardientes de fiebre, las uñas como garras yesos ojos que con su terror, su tristeza y su terrible y frustrada ternura desmentían todas las promesas de su cuerpo?
Tan delicada y condenada, pobrecita. Irremediablemente condenada.
Sin embargo creo, estoy seguro de que ella no sabe lo que hace.
Tiembla como si sus miembros no estuvieran correctamente articulados, como si pudiera desarmarse al temblar. Levanta las manos para desabrochar el cuello de su vestido y sus ojos se arrasan de lágrimas, lágrimas que se deslizan bajo el aro de sus gafas oscuras. No puede quitarse el vestido de novia de su madre si no se quita antes los anteojos; ha malogrado el ritual, y éste ya no es inexorable. El mecanismo que hay en ella le ha fallado ahora, ahora, cuando más lo necesita. Cuando se quita las gafas oscuras éstas se le escapan de los dedos y se hacen añicos contra el embaldosado. En su drama no cabe la improvisación; y este ruido imprevisto, mundano, de cristales al romperse, rompe por completo el perverso hechizo de la alcoba. Busca a ciegas en el suelo, boquiabierta, las esquirlas, y con el puño se enjuga en vano las lágrimas que le bañan el rostro. Y ahora, ¿qué va a hacer?
Cuando se agacha para tratar de recoger los fragmentos de vidrio, una esquirla filosa se le clava en la yema del pulgar; lanza un grito agudo, real. Se arrodilla en medio de los cristales rotos y observa cómo la brillante cuenta de sangre forma una gota.
Nunca había visto antes su propia sangre, no su propia sangre.
Y ejerce sobre ella una terrible fascinación.
En esa alcoba vil, asesina, el apuesto ciclista aporta los remedios inocentes de la infancia; él mismo, por su sola presencia, es un exorcismo. Toma con dulzura la mano de ella y enjuga la sangre con su propio pañuelo, pero sigue manando a borbotones, y entonces él pone su boca contra la herida. Élla enjugará mejor al besada, como lo habría hecho su madre si viviera.
Todas las lágrimas de plata caen de la pared con un delicado tintineo. Sus ancestros pintados desvían la mirada y rechinan los colmillos.
¿Cómo puede ella soportar el dolor de volverse humana?
El final del exilio es el final del ser.
Lo despertó el canto de la alondra. Los postigos, las cortinas, y hasta las ventanas largo tiempo condenadas de la horrenda alcoba se hallaban abiertas de par en par, y la luz y el aire entraban a raudales; ahora podía verse lo charro que era todo, lo delgado y barato que era el satén, y el catafalco no de ébano sino de papel pintado de negro y estirado sobre varillas de madera, como de utilería. El viento había arrancado multitud de pétalos de las rosas del jardín, y esta resaca carmesí revoloteaba fragante por el suelo. Las bujías se habían consumido y ella debió haber soltado a su alondrita, ya que ahora estaba posada en el borde del ridículo ataúd, y entonaba para él su extático canto matutino. Él tenía los huesos rígidos y doloridos. Después de acostada en la cama, había dormido en el suelo con su chaqueta por almohada.
Pero ahora no quedaba de ella ningún rastro visible, excepto un négligé de encaje abandonado al descuido sobre el arrugado satén negro del edredón, ligeramente manchado como por la sangre menstrual de una mujer, y una rosa proveniente quizá de los espinosos matorrales que se sacudían al otro lado de la ventana.
El aire cargado de incienso y de olor a rosas le hacía toser. Sin duda la condesa se había levantado temprano para disfrutar del sol, y se habría deslizado al jardín en busca de una rosa para él. Se puso de pie, atrajo la alondra a su muñeca y la llevó hasta la ventana.
Al principio el ave mostró ante el cielo la renuncia natural de una criatura largo tiempo enjaulada, pero cuando él la lanzó a las corrientes del aire, extendió las alas y se elevó alejándose hacia la límpida bóveda azul del firmamento. Él siguió la trayectoria de su vuelo con el corazón ensanchado de júbilo.
Luego entró de puntillas en el boudoir; la mente le bullía de proyectos. La llevaremos a Zurich, a una clínica, allí tratarán su histeria nerviosa. Luego a un oculista, por su fotofobia, y a un dentista, para que arregle sus dientes. Cualquier manicura competente podría ocuparse de sus garras. Haremos que vuelva a ser la joven encantadora que en realidad es; yo la curaré de todas estas pesadillas.
Las pesadas cortinas están descorridas y dejan entrar los brillantes fucilazos de las primeras luces de la mañana; en la desolación del boudoir ella está sentada delante de su mesa redonda, con su vestido blanco, las cartas extendidas frente a ella. Se ha quedado dormida sobre las cartas del destino, tan manoseadas, tan manchadas, tan gastadas por el constante barajar que en ninguna puede verse ya la imagen.
Ella no duerme.
En la muerte parecía mucho más vieja, menos hermosa, y así, por primera vez, plenamente humana.
Me desvaneceré en la luz de la mañana; yo no era más que un invento de la oscuridad. Y te dejo como recuerdo la oscura rosa dentada que arranqué de entre mis muslos, como una flor sobre una sepultura. Sobre una sepultura.
Mi guardiana se ocupará de todo.
Nosferatu siempre asiste a sus propias exequias; ella no irá al cementerio sin un séquito. Y ahora la vieja se materializa llorando y con un gesto le indica que se vaya. Luego de una búsqueda por varios cobertizos pestilentes, él descubrió su bicicleta y renunciando a sus vacaciones pedaleó directamente hasta Bucarest, donde en el poste restante encontró un telegrama que le ordenaba incorporarse de inmediato a su regimiento. Mucho después, cuando ya en los cuarteles volvió a vestir el uniforme, descubrió que aún tenía la rosa de la condesa; debió guardada en el bolsillo del pecho de su chaqueta, después de hallar el cadáver. Y qué extraño, pese a que la había traído de tan lejos, desde Rumania, la flor no parecía del todo marchita, y en un impulso, puesto que la joven había sido tan adorable y su muerte tan imprevista y patética, decidió tratar de revivir su rosa. Llenó el vaso de lavarse los dientes con agua de la garrafa y puso en él la rosa con la corola ajada a flor de agua.
Cuando volvió del rancho esa noche salió a su encuentro por el corredor de piedra de la barraca la embriagadora fragancia de las rosas del conde de Nosferatu, y en su cuarto espartano flotaba el perfume de una flor deslumbrante, aterciopelada, monstruosa, cuyos pétalos habían recobrado su primitiva lozanía y elasticidad; su corrupto, brillante, ominoso esplendor.
Al día siguiente su regimiento se embarcó con destino a Francia.
En The bloody chamber and other stories, 1979
Publicado en España como: La cámara sangrienta y otros cuentos. Traducción de Matilde Horne. Barcelona, Minotauro, 1991.
192 p.
Toda la obra traducida por MATILDE HORNE
El presente listado fue preparado por María Florencia Ferre y completado por los lectores de la obra traducida por Matilde Horne. La compilación final es de Virginia y Martín HoRNE. Publicada e n AEAESTHETHIKA.ORG
http://www.aesthethika.org/Obra-traducida