viernes, 31 de julio de 2015

Guy de Maupassant: Una viuda

La viuda(Une veuve)

Ocurrió el suceso, durante la  época de caza, en el Castillo de  Banneville. El otoño era lluvioso y triste; las hojas secas, en vez de crujir bajo los pies, se pudrían en las rodadas de los caminos empapadas por los aguaceros.
Casi desnudo ya de hojas, el bosque desprendía humedad como una sala de baños. Al penetrar en él, se sentía bajo los árboles, azotados por los chubascos, un tufo mohoso, un vaho de agua pantanosa, de hierbas humedecidas, de tierra mojada, y los cazadores, abrumados por aquella inundación continua; los perros, macilentos, con el rabo entre las patas y el pelo pegado sobre los lomos, y las jóvenes cazadoras, con los vestidos calados  por la lluvia, regresaban todas  las tardes, fatigadas de cuerpo y alma.
Después de comer, en el gran salón jugaban a la lotería, displicentes y sin animación, mientras el viento empujaba con violencia los postigos y hacia girar las veletas como un trompo. Quisieron entretenerse narrando cuentos, como dicen las novelas que se hace; pero a ninguno se le ocurrió nada que distrajera. Los cazadores explicaban aventuras a escopetazos, matanzas de conejos, y las mujeres se quebraban la cabeza sin hallar algo semejante a la imaginación de Scheherezade.
Se disponían a buscar otra diversión, cuando una muchacha, jugando distraídamente con la mano de una tía suya, vieja solterona, tropezó en una sortija hecha con cabellos rubios, que había visto ya otras veces sin que fijara su atención, y haciéndola girar en el dedo, preguntó:
-Dime, tía: ¿qué significa esto? Parece pelo de niño.
La señorita se ruborizó, luego palideció y dijo al fin con voz temblorosa:
-Es una historia tan triste, tan triste, que jamás quiero referirla, porque originó la desgracia de toda una vida. Entonces era yo muy joven, pero me ha quedado un recuerdo tan doloroso, que aún me hace llorar.
Todos quisieron conocer la historia, pero la solterona se negaba a explicarla; por fin, tanto y tanto le rogaron, que la explicó:
-Ustedes me han oído hablar muchas veces de la familia Santéze, ya extinguida. Yo he conocido a  los tres últimos hombres de la casa; los tres murieron de igual manera; este pelo es del último, que a los trece años se mató por mí. Les parece a ustedes  raro, ¿verdad?
"¡Oh!, era una raza original, raza de locos acaso, pero de una locura encantadora: eran locos de amor. Todos, de padres a hijos, tenían pasiones violentas, ímpetus que los lanzaban a las más extraordinarias empresas, a fanáticos sacrificios, a criminales intentos. El amor era en su familia tan exaltado como la piedad lo es en ciertas almas. Los trapenses no tienen la misma naturaleza que los trasnochadores.
"Entre los parientes se decía: «Enamorado como un Santéze.» Su aspecto los delataba; tenían el pelo ondulado, sobre la frente; la barba, rizada; rasgados los ojos, y sus penetrantes miradas eran perturbadoras.
"El abuelo del último, cuyo recuerdo conservo, después de muchas aventuras, raptos y desafíos, a los sesenta y cinco años se enamoró perdidamente de la hija de su colono. He conocido a los dos. Ella era rubia, pálida, fina; hablaba lentamente con voz suave, y su mirada era dulce, tan dulce como la de una Virgen. El anciano se la llevó consigo, y se sintió tan cautivado por la moza, que no podía estar un minuto sin ella. Su hija y su nuera, viviendo en el castillo, encontraban aquello muy corriente; hasta ese punto era el amor tradicional en la familia. Tratándose de apasionamientos, nada podía sorprenderlas, y si se hablaba en su presencia de inclinaciones contrariadas, de amantes desunidos y hasta de venganzas que siguieron a traiciones amorosas, decían las dos con el mismo tono compasivo: «¡Ah! ¡Cuánto habrá sufrido para llegar a ese extremo!» Y nada más. Los dramas del corazón las emocionaban, pero no las indignaban nunca, aun cuando fuesen verdaderos crímenes.
"Un otoño, el joven señor de Gradelle, que había sido invitado a cazar, se llevó a la moza. El señor de Santéze pareció tranquilo, como si nada hubiese pasado; pero a los pocos días lo encontraron ahorcado en una cuadra. Su hijo murió de igual modo, en un hotel de Paris, durante un viaje que hizo en mil ochocientos cuarenta y uno, después de haber sido burlado por una cantante de ópera. Dejó un hijo de doce años y una viuda, hermana de mi madre. Los dos se fueron a vivir a casa, en nuestras posesiones de Bertillón. Entonces tenía yo diecisiete años.
"No pueden ustedes figurarse la precocidad asombrosa de aquel niño. Parecía que toda la ternura, toda la exaltación de su raza se habían condensado en aquel último vástago. Deliraba siempre y se paseaba solo, durante horas y horas, por una calle de olmos, del castillo al bosque. Yo lo contemplaba desde mi balcón andar lentamente, con las manos a la espalda, la cabeza inclinada y deteniéndose de trecho en trecho para levantar los ojos, cual si percibiera, comprendiera y sintiera emociones impropias de su edad.
"Muchas veces, después de comer, en las noches claras, me decía: «Prima, vamos a soñar...» Y salíamos juntos al parque. Se detenía bruscamente al llegar a una plazoleta, donde flotaba como neblina ligera y blanca el claror de luna, y me decía oprimiéndome las manos: «Mira, mira. Pero tú no me comprendes, lo adivino; si me comprendieras, seríamos felices. Es necesario amar para comprender.» Yo reía y besaba tiernamente al niño, amante hasta morir.
"Con frecuencia, durante la velada se sentaba sobre las rodillas de mi madre, diciéndole: «Vamos, tía, cuéntanos historias de amor.» Mi madre, para entretenerle, le refería todas las leyendas de su familia, todas las apasionadas aventuras de sus antecesores, pues eran muchas las que se contaban, verdaderas y falsas. Fue su misma fama lo que perdió a todos los hermanos Santéze; se exaltaban y se enorgullecían de no desmentir el renombre de su casa.
"El niño se entusiasmaba con los relatos amorosos o terribles, y aplaudía, exclamando: « ¡Yo también, yo también sé amar, y mejor que todos ellos! » Luego comenzó a galantearme; un galanteo tímido y tierno, del que nos reíamos los demás encontrándolo muy gracioso. Todas las mañanas tenía yo flores, cogidas por él, y todas las noches, antes de retirarse a su habitación, me besaba la mano murmurando: «¡Te amo!»
"Fui culpable, muy culpable; lloro sin cesar por ello, y por ello toda mi vida hice penitencia, quedando soltera o, mejor dicho, novia y viuda: su viuda. Me divertía con aquella pueril ternura, hasta la excitaba; fui coqueta, seductora, como si se tratase de un hombre; fui pérfida y atractiva. Enloquecí al pobre niño. Era un juego para mí y una distracción alegre para nuestras madres. ¡Figúrense ustedes, tenía doce años! ¡Quién habría tomado en serio aquella pasión infantil ¡A su ruego, yo lo besaba y escribía para él cartas amorosas que leían nuestras madres; me contestaba en cartas ardientes que aún conservo. El desgraciado creía secreta nuestra intimidad amorosa, juzgándose un hombre. ¡Todos habíamos olvidado que era un Santéze!
"Aquello duró casi un año. Una noche, en el parque, arrodillándose ante mí y besando el borde de mi vestido en un arranque furioso, repetía: «¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amaré hasta muerte! Si algún día me burlas, óyelo bien, si me abandonas por otro, haré como mi padre... » Y añadió con voz firme, que hacía estremecer: «Ya sabes lo que hizo.»
"Viendo mi sorpresa se levantó y, alzándose sobre las puntas de los pies para llegar hasta mi oído -pues no era tan alto como yo-, moduló mi nombre: «¡Genoveva!» con voz tan suave, tan amorosa, que me hizo temblar de pies a cabeza. Yo murmuré: «Retirémonos, retirémonos.» Él me siguió en silencio, pero al llegar junto a la escalinata, me detuvo para decirme: «Ya sabes que si me abandonas, me mato.»
"Entonces comprendí que había llegado muy lejos y procuré mostrarme reservada. Un día en que me reprochó mi conducta le dije: «Eres ya poco niño para jugar así con una mujer, y poco hombre para enamorarla. Esperemos.» En otoño le pusieron interno en un colegio. Cuando volvió en el verano siguiente yo tenía novio. Él lo comprendió al punto, y durante ocho días lo vi tan reflexivo que me tuvo inquieta. Al día noveno, cuando desperté, vi un papel echado por debajo de la puerta. Lo cogí, lo abrí, leyendo lo siguiente: «Me has abandonado y ya sabes lo que te dije. Has decretado mi muerte. Como quiero que seas tú quien me encuentre, baja al parque, acércate al mismo lugar donde el año pasado te dije que te adoraba y mira hacia arriba.»
"Creí volverme loca. Me vestí de prisa y corrí sin detenerme, al lugar indicado. Su gorrita de colegial estaba en el suelo, en el barro, porque durante la noche había llovido. Levanté los ojos y distinguí algo que se mecía entre las ramas al impulso del viento. No sé lo que hice luego. Debí de gritar, desvanecerme, desplomarme o correr al castillo. Cuando recobré los sentidos, estaba en mi cama, con mi madre a la cabecera. Creí que todo aquello lo había soñado en un delirio horroroso, y pregunté: «¿Y él?... ¿Y él?» No me contestaron. ¡Era verdad!
"No me atreví a verlo otra vez, pero pedí un mechón de sus cabellos. Esto..., esto..."
Y la vieja señorita, con ademán desesperado, alargaba su mano temblorosa.
Luego se sonó repetidas veces, se limpió los ojos y añadió:
-Sin decir la causa, renuncié al matrimonio, decidiendo ser para siempre... la... la viuda de aquel niño de trece años.
Después inclinó la cabeza sobre su pecho y quedó llorando largo rato.
Cuando se retiraban todos a sus habitaciones para dormir, un grueso cazador, cuya tranquilidad habitual se había perturbado con aquella historia, murmuró al oído de su vecino:
-¿No es una desdicha ser sentimental hasta ese punto?

miércoles, 29 de julio de 2015

"LA DAMA DE LA CASA DEL AMOR", DE ANGELA CARTER

La dama de la casa del amor


Con el tiempo, cuando el acoso de las almas en pena llegó a hacerse intolerable, los campesinos abandonaron la aldea dejándola a la sola merced de esos sutiles y vengativos habitantes que manifiestan su presencia en sombras, sombras casi imperceptiblemente sesgadas, sombras y más sombras incluso a mediodía, sombras que no provienen de nada visible; o en el rumor, a veces, de sollozos en una alcoba inhóspita donde un resquebrajado espejo que cuelga de una pared no refleja una presencia; o en una cierta desazón que ha de afligir al viajero lo bastante incauto como para detenerse a beber en la fuente de la plaza que de un grifo incrustado en la boca de un león de piedra gorgotea aún chorros de agua cristalina. Un gato deambula por un jardín cubierto de maleza; hace una mueca y escupe, arquea el lomo, huye de algún intangible saltando sobre sus cuatro patas tiesas de terror. Y ahora nadie se acerca ya a esa aldea al pie del castillo donde la bella sonámbula perpetúa sin remedio sus crímenes ancestrales.
Vestida con un antiguo traje de novia, la hermosa reina de los vampiros se sienta a solas en su mansión alta y lóbrega bajo la mirada delirante y atroz de los retratos de sus ancestros, cada uno de los cuales revive, a través de ella, una ominosa existencia póstuma; ella cuenta y recuenta las cartas del Tarot proyectando sin cesar una constelación de posibilidades, como si la azarosa caída de los naipes sobre la carpeta de felpa roja pudiera precipitada desde su gélido y oscuro encierro a una comarca de perpetuo estío y obliterar, así, la perenne tristeza de una joven que es a la vez la Muerte y la Doncella.
Su voz vibra cargada de sonoridades distantes como ecos en una caverna; ahora te hallas en el lugar de la aniquilación, ahora te hallas en el lugar de la aniquilación. Ella, ella misma es una caverna poblada de ecos, un sistema de repeticiones, un circuito cerrado. «¿Puede un pájaro cantar tan sólo la canción que sabe, o podrá quizás aprender una nueva?» Ella acaricia con sus largos dedos de uñas afiladas los barrotes de la jaula donde canta su alondra, arrancándole un tañido quejumbroso como si rasgase las cuerdas del corazón de una mujer de metal. Sus cabellos caen como lágrimas.
Aunque el castillo ha sido casi enteramente abandonado a la merced de los ocupantes fantasmales ella tiene sus propios aposentos, su salón y su alcoba; postigos cerrados herméticamente y cortinas de tupido terciopelo impiden que se filtre el más leve rayo de luz natural. Hay una mesa redonda de una sola pata cubierta de un rojo tapete de felpa sobre el que ella extiende su inevitable tarot; este cuarto nunca está más que mortecinamente iluminado por una lámpara de gruesa pantalla en el manto de la chimenea y las figuras barrocas del empapelado granate han sido oscuras, tétricamente desdibujadas por la lluvia que se cuela a través del techo resinoso y que va dejando a su paso zonas de manchas dispersas, huellas ominosas como las que han dejado sobre las sábanas los amantes muertos. Depreciaciones de la podredumbre, hongos por doquier. La araña que jamás se enciende está tan cubierta de polvo que los cairel es han perdido su forma; arañas industriosas han tejido marquesinas en los rincones de este ámbito ornamentado y decadente, han apresado en sus suaves redes grises los vasos de porcelana del manto de la chimenea. Pero la dueña y señora de toda esta decrepitud no advierte nada.
Delante de la mesa redonda, sentada en una silla de apolillado terciopelo borravino, distribuye las cartas; a veces la alondra canta, pero casi siempre permanece en silencio, un taciturno montón de plumas pardas. De vez en cuando, rasgando los barrotes de la jaula, la condesa la despertará para una breve cadenza; le place oída anunciar que no puede escaparse.
Cuando el sol se pone ella se levanta y va inmediatamente a la mesa donde juega su eterno solitario hasta que empieza a sentir hambre, hasta que se convierte en una bestia rapaz. Es tan hermosa que no es natural; su belleza es una anomalía, una aberración, ya que ninguno de sus rasgos posee ninguna de esas conmovedoras asimetrías que nos reconcilian con lo imperfecto de la condición humana. Su belleza es un síntoma de su diferencia, de que ella no es humana.
Las blancas manos de la bella tenebrosa barajan los naipes del destino. Las uñas de sus dedos son más largas que las de los mandarines de la antigua China; y cada una de ellas acaba en una punta finísima. Estas uñas, y los dientes agudos y blancos como púas de azúcar nieve, son los signos visibles del destino que melancólicamente intenta eludir con la ayuda de los arcanos; con esas garras y dientes afilados en centurias de cadáveres, ella es el último retoño del árbol ponzoñoso crecido de los ijares de Vlad el Empalador, aquel que merendaba cadáveres en los bosques de
Transilvania.
Las paredes de su alcoba están tapizadas de negro satén bordado con lágrimas de perlas. En los cuatro rincones hay urnas funerarias y pebeteros que exhalan intensas y adormecedoras humaredas de incienso. En el centro, rodeado por enormes candelabros de plata, hay un complicado catafalco de ébano. Envuelta en un négligé de encaje blanco un poco manchado de sangre,
la condesa cada día al amanecer trepa hasta su catafalco y se acuesta en un ataúd abierto.
Un rodetudo sacerdote de la fe ortodoxa estaqueó al malvado de su padre en una encrucijada cárpata cuando a ella no le habían salido aún los dientes de leche. En el momento en que lo estaqueaba, el fatídico conde exclamó: «Nosferatu ha muerto. ¡Viva Nosferatu!
Ahora ella es la dueña y señora de todos los bosques de almas en pena y de las misteriosas moradas de los vastos dominios de su padre; es la comandante hereditaria del ejército de sombras que acampa en la aldea al pie de su castillo, esas sombras que penetran en los bosques transformadas en búhos, murciélagos y zorros, las que hacen que la leche se agrie y que la nata rehúse batirse en mantequilla, las que montan los caballos toda la noche en desenfrenada carrera y los abandonan por la mañana convertidos en sacos de piel y hueso, las que desagotan las ubres de las vacas y, especialmente, atormentan a las niñas púberes con desmayos, desarreglos menstruales, enfermedades de la imaginación.
Pero a ese poder suyo, sobrenatural, la condesa, ella, es indiferente, como si lo estuviera soñando. En su sueño, ella desearía ser humana, pero no sabe si es posible. El tarot despliega siempre la misma configuración; invariablemente, da vuelta La Papesse,
La Mort, La Tour Abolie, sabiduría, muerte, disolución.
En las noches sin luna su guardiana le permite salir al jardín.
Este jardín, un lugar inusualmente lóbrego, ofrece una estrecha semejanza con un cementerio, y todos los rosales que plantara su difunta madre han crecido hasta conformar un murallón espinoso que la encarcela en el castillo de su heredad. Cuando la puerta trasera se abra, la condesa husmeará el aire y aullará. Se deja ahora caer en cuatro patas; agazapada, temblorosa, olisquea su presa.
Delicioso crujir de huesos frágiles de los conejos y las pequeñas alimañas peludas que ella persigue con su efímera velocidad cuadrúpeda; llorosa, furtivamente, volverá a casa con las mejillas embadurnadas de sangre. Vierte agua de la jarra en el lebrillo; se lava la cara con los respingos, los mohínes melindrosos de una gata.
Ese margen voraz de sus noches de cazadora en el jardín umbrío -agazaparse, saltar sobre la presa- cerca su habitual sonambulismo atormentado, su vida o imitación de vida. Las pupilas de esta alimaña nocturna se dilatan y brillan. Toda garras y dientes, ella ataca, devora. Nada, sin embargo, puede consolarla del horror de su condición, nada. Recurre al mágico consuelo del mazo del tarot y baraja las cartas, las despliega, las lee, las recoge con un suspiro, las baraja otra vez, construyendo constantemente hipótesis en torno de un futuro que es irreversible.
Una vieja muda vela por ella, para asegurar que nunca vea el sol, que permanezca todo el día en su ataúd, para mantenerla alejada de los espejos y de cualquier superficie que pueda reflejarla, para cumplir con todas las funciones de los sirvientes de los vampiros.
Todo en esta dama hermosa y espectral, reina de la noche, reina del terror, es como debe ser... salvo la horrible repugnancia por su propia condición.
No obstante, si un aventurero desprevenido hace un alto en la plaza de la aldea abandonada para refrescarse en la fuente, una vieja con un vestido negro y un delantal blanco emerge al instante de una casa. Ella te invitará con sonrisas y ademanes; tú la seguirás.
La condesa necesita carne fresca. De pequeña, era como un zorro y se contentaba con los conejillos que chillaban lastimeramente cuando ella, con voluptuosa repulsión, les hincaba los dientes en la garganta; con los ratones de agua y los ratones de campo que palpitaban apenas un momento entre sus dedos de bordadora. Pero ahora ella es una mujer, necesita hombres. Si te detienes demasiado tiempo junto al risueño surtidor, te llevarán de la mano a la alacena de la condesa.
Durante todo el día, yace en su ataúd envuelta en su negligé de encaje manchado de sangre. Cuando el sol se pone detrás de la montaña, ella bosteza, se estira y se pone el único vestido que posee, el traje de novia de su madre, para sentarse y leer sus cartas hasta que empieza a sentir hambre. Ella aborrece el alimento que
come; le gustaría llevarse los conejillos a casa, darles lechuga, mimarlos y hacerles un nido en su secreter chinesco rojo y negro, pero el hambre siempre acaba por rendirla. Hinca los dientes en la garganta donde una arteria late de miedo; con un gritito de dolor y repugnancia soltará el desinflado pellejo del cual ha extraído todo el alimento. Y lo mismo les sucede a los pastores y gitanillos que, ignorantes o temerarios, vienen a lavarse los pies en el agua de la fuente; el ama de llaves de la condesa los conduce a la sala donde, encima de la mesa, los naipes siempre muestran La Parca. La condesa en persona les servirá café en unas tacitas preciosas y resquebrajadas, y bizco chitos de azúcar. Los gañanes se sientan con una taza temblorosa en una mano y un bizcocho en la otra y miran boquiabiertos a la condesa en sus galas de satén,
que les sirve café de una cafetera de plata y parlotea volublemente para que ellos se sientan a sus anchas, un sentirse a sus anchas que les será fatal. Una cierta inmovilidad en sus ojos sugiere que su tristeza es inconsolable. A ella le gustaría acariciar esas mejillas enjutas y cetrinas, peinar con sus dedos los hirsutos cabellos.
Cuando ella los toma de la mano y los conduce a su alcoba, casi no pueden creer la suerte que han tenido.
Más tarde, su ama de llaves juntará los despojos en un ordenado montón y los envolverá en las ropas ya no más necesarias. Luego, discretamente, enterrará este paquete mortal en el jardín. En las mejillas de la condesa la sangre estará mezclada con lágrimas; su guardiana le escarba las uñas de las manos con un pequeño mondadientes de plata para limpiar los fragmentos de piel y hueso que hayan quedado en ellas.
Fa fu fo fef
siento olor a sangre de inglés.
Hacia el fin de un bochornoso verano en los años púberes del presente siglo, un joven oficial del ejército británico, rubio, vigoroso y de ojos azules, después de visitar a amigos en Viena, decidió pasar el resto de su licencia explorando las poco conocidas altiplanicies de Rumania. Al escoger quijotescamente la bicicleta para su travesía por los trillados caminos de tierra, no dejó de percibir la humorada de su elección: «Al país de los vampiros, rueda que rueda». Y así, riendo, emprende su aventura.
Tiene esa característica propia de la virginidad, el más y el menos ambiguo de los estados; ignorancia pero, al mismo tiempo, poder en latencia; y, además, inexperiencia, que no es lo mismo que ignorancia. Él es más de lo que sabe, y posee, por añadidura, el encanto peculiar de esa generación para la cual la historia ha reservado ya un destino específico y ejemplar en las trincheras de Francia. Este ser afincado en el cambio y el tiempo está a punto de colisionar con la eternidad gótica e intemporal de los vampiros, para quienes todo es como siempre ha sido y será, cuyas cartas forman siempre la misma figura.
Pese a ser tan joven, es también racional, y ha elegido para su gira por los Cárpatos el medio de transporte más racional del mundo. Montar una bicicleta entraña, de por sí, una cierta protección contra los temores supersticiosos, por cuanto la bicicleta es el producto de la razón pura aplicada al movimiento. ¡La geometría al servicio del hombre! Dadme dos esferas y una línea recta y os mostraré cuán lejos puedo llevadas. Voltaire mismo pudo haber inventado la bicicleta, que tanto ha contribuido al bienestar del hombre y para nada a su ruina. Beneficiosa para la salud, no despide humos malsanos y sólo permite las velocidades más decorosas.
¿Cómo podría una bicicleta ser jamás un instrumento del mal?
Un beso, sólo uno, despertó a la Bella Durmiente del Bosque.
Los dedos de la condesa, dedos cerosos de imagen santa, dan vuelta una carta llamada Les Amoureux. Nunca, nunca antes... nunca antes la condesa se ha echado una suerte que entrañara amor. Tiembla, se estremece, sus grandes ojos se cierran bajo los párpados finamente estriados, nerviosamente trémulos; la hermosa cartomante se ha servido, esta vez, la primera, una mano de amor y de muerte.
Llegue vivo o llegue muerto
he de moler sus huesos para hacer mi alimento.
Con los albores violáceos del anochecer, el m'sieu inglés asciende trabajosamente la colina rumbo a la aldea que ha atisbado desde muy lejos; debe desmontar la bicicleta y empujada, la senda es demasiado empinada para pedalear. Espera hallar una posada acogedora en donde pasar la noche; tiene calor, hambre, sed, está cansado, polvoriento... Al principio, qué decepción descubrir los tejados hundidos de las cabañas y las altas malezas abriéndose paso a empellones a través de las pilas de tejas caídas, los postigos colgando desconsolados de sus goznes, un paraje enteramente desierto y la vegetación exuberante cuchichea secretos, obscenos se diría, aquí donde si uno fuera lo suficientemente imaginativo podría casi imaginar caras que haciendo muecas sarcásticas asoman fugazmente bajo los ruinosos aleros... Pero la aventura misma, y el consuelo de la vívida luminosidad de las malvalocas que aún se atreven a florecer en los hirsutos jardines, y la belleza del fulgurante atardecer, pronto prevalecieron sobre su desencanto y hasta mitigaron la vaga desazón que había comenzado a sentir. Y aún manaba agua límpida, cristalina de la fuente a la que las mujeres de la aldea iban a lavar la ropa; agradecido, se lavó los pies y las manos, acercó la boca a la espita, y dejó correr por su rostro el chorro helado.
Cuando levantó la empapada, gratificada cabeza de la boca del león, vio, junto a él, llegada a la plaza en silencio, a una mujer vieja que le sonreía efusiva, casi conciliadora. Llevaba un vestido negro y un delantal blanco con un manojo de llaves atado a la cintura; y el pelo gris pulcramente enroscado en un rodete bajo la toca de hilo blanco que usan las mujeres de edad de la región.
Lo saludó con una reverencia, y le hizo señas de que la siguiera.
Como él titubeara, señaló la mole de la mansión que alzaba su siniestra fachada por encima de la aldea; se frotó el estómago, señaló su boca, volvió a frotarse el estómago, la clara mímica de una invitación a cenar. Luego, una vez más, le hizo señas de que lo siguiera, para volverse resueltamente sobre sus talones como si
no fuera a admitir negativa alguna.
Una violenta vaharada del perfume embriagador a rosas rojas le golpeó el rostro no bien salieron de la aldea, una ráfaga de opulento dulzor, vagamente corrupto, que le suscitó un vértigo sensual lo bastante intenso como para casi derribarlo. Demasiadas rosas. Demasiadas rosas florecían en las enormes matas que flanqueaban el sendero, matorrales erizados de espinas, y las flores mismas eran casi demasiado exuberantes, cada flor una inmensa multitud de pétalos aterciopelados, un tanto obscenos en su exceso, los tallos agresivos de tan cargados de retoños. De esta jungla emergía a regañadientes la mansión.
A esa luz dorada, sutil y espectral del sol poniente, siempre embargada de nostalgias por el día que se va, el rostro sombrío de la mansión, en parte casa solariega, en parte alquería fortificada, inmensa, anfractuosa, una desmantelada aguilera en la cresta del peñasco a cuyo pie serpenteaba el villorrio, le trajo a la memoria los cuentos de la infancia en las noches de invierno, cuando él y sus hermanos se contaban unos a otros historias de aparecidos que tenían como escenario lugares como éste, y luego muertos de miedo a la cama, con candiles para alumbrar las escaleras que repentinamente se habían vuelto aterradoras. Estuvo casi a punto de arrepentirse de haber aceptado la muda invitación de la vieja; pero ahora, de pie ante esa puerta de roble erosionada por el tiempo -mientras ella escogía una gran llave de hierro de la tintineante argolla que llevaba a la cintura- supo que era demasiado tarde para volverse atrás y se recriminó con impaciencia que al fin y al cabo ya no era un niño para asustarse de sus propias fantasías.
La anciana abrió la puerta, que giró hacia atrás sobre goznes que chirriaron con acentos melodramáticos, y luego, sin pérdida de tiempo y pese a sus protestas, se apoderó de su bicicleta. Él sintió que el corazón se le encogía al ver el hermoso símbolo biciclo de la racionalidad desvanecerse en las oscuras entrañas de la mansión, para ser arrumbado sin duda en alguna dependencia húmeda donde nadie la aceitaría ni revisaría sus neumáticos.
Pero, perdido por perdido -para bien o para mal- con su juventud y su vigor y su blonda belleza, al amparo del invisible y por él ignorado pentáculo mágico de su virginidad, traspuso los umbrales del castillo de Nosferatu y ni siquiera tembló en la ráfaga de aire frío que, como de la boca de una tumba, emanaba del oscuro y cavernoso intenor.
La vieja lo condujo hasta una pequeña cámara donde había una negra mesa de roble, cubierta con un limpio mantel blanco, y sobre este mantel, cuidadosamente dispuesta, una pesada vajilla de plata, un tanto empañada como si alguien de aliento fétido hubiese respirado sobre ella, pero con un solo cubierto. Curiosísimo pero que curiosísimo: invitado a cenar en el castillo, ahora tendría que cenar a solas. De todos modos, a una indicación de la vieja se sentó. Aunque aún no había caído la noche, las cortinas estaban herméticamente cerradas y sólo por la luz escasa que goteaba de una única lámpara de petróleo pudo ver cuán lúgubre era aquella estancia. La anciana comedida y diligente sacó para él de un antiguo bargueño de roble carcomido una botella de vino y un vaso; mientras él, pensativo, bebía su vino, ella desapareció pero no tardó en volver trayendo una humeante bandeja del guiso típico de la región, carne condimentada, pastas y una rebanada de pan negro. Hambriento después un largo día de viaje, comió con ganas y hasta limpió el plato con la miga, pero esta rústica comida no era por cierto el agasajo que él había esperado de la aristocracia provinciana, y además le intrigaban las ojeadas catadoras que mientras comía le lanzaba la muda.
Pero la vieja corrió a buscar una segunda porción no bien él hubo terminado la primera, y parecía por lo demás tan amable y servicial que él tuvo la certeza de que amén de esta cena podría contar con una cama para pasar la noche en el castillo, de modo que se reprendió ásperamente por el infantil desánimo que le causaran el tétrico silencio, el frío viscoso del lugar.
Cuando terminó el segundo plato la anciana se acercó indicándole con gestos que debía levantarse de la mesa y seguirla una vez más. Hizo una pantomima de beber; él supuso que ahora lo invitarían a tomar café en otra estancia, con algún miembro más encumbrado de la casa que no habría deseado cenar en su compañía pero que de todas maneras desearía ahora conocerlo. Un honor, sin duda; por deferencia a la opinión que su huésped pudiera formarse de él se enderezó la corbata y sacudió las migas de su chaqueta de tweed.
Lo sorprendió descubrir cuán ruinoso era el interior de la casa -telarañas, vigas roídas por la carcoma, mampostería en derrumbe- pero la vieja muda lo arrastraba resueltamente, como atado al hilo de luz del carrete de su linterna, a lo largo de interminables corredores, subiendo escaleras de caracol, atravesando galerías donde los ojos pintados de los retratos de familia parpadeaban fugazmente a su paso, ojos que pertenecían, advirtió, todos y cada uno, a rostros de una bestialidad absolutamente memorable.
Al fin la vieja se detuvo delante de una puerta y él oyó un leve tañido metálico, quizá el sonido de las cuerdas de un clavicémbalo. Y acto seguido, oh maravilla, la líquida cascada del canto de una alondra trayéndole, como del corazón mismo de la tumba de Julieta -ah, si él lo hubiera sabido-, todo el frescor de la mañana.
La vieja llamó a la puerta con los nudillos; la voz más acariciadoramente seductora que él jamás oyera respondió en un francés con marcado acento extranjero, la lengua adoptiva de la aristocracia rumana: «Entrez». Al principio, sólo vio una forma, una forma imbuida de una tenue luminosidad, una forma que captaba y reflejaba en sus superficies ambarinas la poca luz que alumbraba la estancia; la forma se definió al cabo como un vestido de miriñaque de satén blanco, drapeado con encaje aquí y allá, un vestido pasado de moda hacía ya cincuenta o sesenta años pero obviamente alguna vez destinado a una boda. Y entonces vio a la joven que lo vestía; una muchacha frágil como el esqueleto de una libélula, tan etérea, tan leve, que el traje parecía colgar suspendido en el aire denso como si nadie lo habitara, una aparición fabulosa, una prenda articulada en la que ella habitaba como un espectro en una máquina.
Toda la luz de la habitación provenía de una lámpara con la mecha apenas encendida y protegida por una gruesa pantalla verdosa en el manto de la distante chimenea; la vieja que lo acompañaba resguardó su linterna con la mano como si quisiera proteger a su señora de una visión demasiado repentina, o al invitado de verla a ella demasiado de súbito. De manera que fue así, poco a poco, a medida que sus ojos fueron acostumbrándose a la semioscuridad, como vio lo hermoso e increíblemente joven que era aquel emperifollado espantapájaros. Y se le antojó una niña que se hubiera puesto las ropas de su madre, una niña quizá vestida con la ropa de su madre muerta, con la intención de devolverla, siquiera por un instante, nuevamente a la vida. La condesa estaba de pie, detrás de una mesa baja, al lado de una jaula vulgar, bonita, de alambre dorado; absorta, las manos extendidas en una actitud casi de vuelo; pareció tan sorprendida de verlos entrar como si no fuera ella quien los invitara a hacerla.
Con su rostro blanquísimo, la adorable cabeza de muerte circundada por los largos y oscuros cabellos que caían tan lacios como si estuviesen empapados, parecía una novia salvada de un naufragio. Los ojos negros, enormes, con esa expresión de absoluto desamparo, de criatura huérfana de amor, casi le partieron el alma, y sin embargo se sintió turbado, casi repelido por su boca extraordinariamente carnosa, una boca de labios gruesos, llenos, prominentes, de un rojo púrpura vibrante, una boca mórbida.
Más aún -aunque al punto apartó la idea de su mente-, la boca de la ramera. Ella tiritaba sin cesar, un temblor famélico, una palúdica agitación de los huesos. Se dijo que no podía tener más de dieciséis o diecisiete años, con la belleza febril, malsana de una tísica. Ella era la chatelaine de toda esta decadencia.
Con un sinfín de tiernas precauciones la vieja alzó ahora su linterna para mostrar a la señora el rostro de su invitado. Al verlo, la condesa dejó escapar un débil maullido y agitó las manos en un ademán ciego, aterrorizado, como si quisiera empujarlo fuera de la estancia, y al hacerla chocó contra la mesa y una relampagueante mariposa de naipes cayó al suelo. Su boca se abrió en una «o» redonda de dolor; se tambaleó un momento y luego se dejó caer en su silla, donde permaneció como si ya no pudiera moverse.
Una recepción desconcertante. Chistando, chasqueando la lengua, la vieja tanteó apresuradamente la mesa hasta encontrar un enorme par de gafas verde oscuro, semejantes a las que usan los mendigos ciegos, y las colocó sobre la nariz de la condesa.
Él se adelantó para levantar las cartas de una alfombra que -notó con sorpresa- estaba en parte podrida, en parte encostrada de toda suerte de hongos de aspecto virulento. Las recogió y las apiló casi sin mirarlas, porque no significaban nada para él, si bien le parecieron un juguete un tanto extraño para una jovencita.
¡Qué imagen tan macabra, un esqueleto haciendo cabriolas!
La cubrió con una más alegre -una joven pareja de enamorados sonriéndose el uno al otro- y puso otra vez los juguetes en una mano tan delgada que casi podía verse la frágil red de huesos bajo la piel translúcida, una mano de uñas tan largas, tan aguzadas como púas de banjo.
Al contacto de sus dedos, ella pareció revivir un poco y hasta casi sonrió al erguirse.
-Café -dijo- Debéis tomar café. -Amontonó a un lado el mazo de barajas para que la vieja pudiera poner delante de ella un hervidor de plata, una cafetera de plata, la jarrita de crema, el azucarero, las tazas de porcelana, todo dispuesto ya en una bandeja también de plata, un insólito aunque deslucido toque de elegancia en este interior devastado cuya señora brillaba etérea como con un resplandor propio, malsano, submarino.
La vieja acercó una silla para el joven y, parloteando sin voz, abandonó la estancia dejándola aún un poco más oscura.
Mientras la joven dama se ocupaba de la preparación del café, él tuvo tiempo de contemplar, con cierta repugnancia, una nueva serie de retratos de familia que decoraban las paredes mohosas y desconchadas de la habitación; todos aquellos rostros lívidos parecían crispados por una demencia febril, y los labios carnosos, los ojos inmensos, extraviados, que todos tenían en común, guardaban una alarmante semejanza con los de la infeliz víctima de la endogamia que ahora filtraba con paciencia su fragante brebaje, aun cuando en su caso cierta gracia extraña hubiese transformado tan exquisitamente aquellos rasgos. La alondra, concluido su ritornello, estaba muda desde hacía largo rato. Ningún sonido salvo el tintinear de la plata sobre la porcelana. Al cabo de un momento, ella le tendió una tacita diminuta con rosas pintadas.
-Bienvenido -dijo, con esa voz suya que tenía las sonoridades tumultuosas del océano, una voz que no parecía brotar de su inmóvil, blanquísima garganta-o Bienvenido a mi chateau.
Rara vez recibo visitas, y es una gran desgracia, pues nada me anima tanto como la presencia de un forastero... Este lugar, ahora que la aldea ha sido abandonada, es tan solitario..., y mi única compañera, pobrecita, no puede hablar. A menudo paso tanto tiempo en silencio que a veces imagino que pronto yo misma olvidaré las palabras y ya nunca en esta casa nadie volverá a hablar.
Le ofreció un bizcochito de azúcar de un plato de Limoges; sus uñas arrancaban carillones de la antigua porcelana. Su voz, brotando de esos labios rojos semejantes a las rosas obesas de su jardín, labios que no se mueven..., su voz curiosamente descarnada; es como una muñeca, pensó él, el muñeco de un ventrílocuo o, más bien, una ingeniosa pieza de relojería. Porque parecía accionada por una especie de energía lenta, incongruente, ajena a ella, una energía que ella no podía controlar; como si al nacer, años atrás, la hubieran provisto de una cuerda como de reloj, y el mecanismo, al desgranarse inexorablemente, fuera a dejarla exánime, sin vida. Esta idea, la idea de que ella pudiera ser un autómata, una marioneta de terciopelo blanco y piel negra, incapaz de moverse por sus propios medios, no lo abandonaba del todo; y en verdad lo conmovía profundamente. El aire carnavalesca de su vestido blanco acentuaba su irrealidad, como si fuera una triste colombina extraviada en los bosques tiempo ha, y que nunca llegara a la feria.
- Y la luz. Debo disculparme por la falta de luz... Una dolencia de los ojos, un mal hereditario...
Las gafas de ciego reflejaban dos veces su rostro agraciado; si lo mirara sin ellas, sin la protección de los oscuros cristales, él la deslumbraría, como el sol que a ella le estaba vedado mirar, y al instante la consumiría. Pobre pájaro nocturno, pobre ave carnicera.
Vous serez ma proie.
Qué hermosa garganta tenéis, monsieur, es como una columna de mármol. Cuando entrasteis por la puerta nimbado por la dorada luz del día estival, del que yo nada sé, nada, la carta llamada Les Amoureux acababa de emerger del turbulento caos de imágenes; y me pareció que habíais descendido del naipe a mi oscuridad y por un momento pensé que tal vez vos mismo la irradiabais.
No quiero hacerte daño. Te esperaré en la oscuridad, en mi traje de novia.
El prometido ha llegado; y entrará en la cámara que le ha sido preparada.
Yo estoy condenada a la soledad y a las tinieblas; no quiero hacerte daño.
Seré muy dulce, lo prometo.
(¿Y podrá el amor liberarme de las sombras? ¿Puede un pájaro cantar tan sólo la canción que sabe, o podrá quizás aprender una nueva?)
Mira, mira cómo me he preparado para ti. Siempre he estado preparada para ti. Te he estado esperando con mi traje de novia, ¿por qué has tardado tanto? Muy pronto todo habrá concluido, todo.
No sentirás ningún dolor, amado mío.
Ella misma es una casa habitada por fantasmas. No se posee a sí misma. Sus antepasados vienen, a veces, y espían por las ventanas de sus ojos, yeso es terrible, aterrador. Ella tiene la misteriosa soledad de los estados ambiguos, flota en una tierra de nadie entre la vida y la muerte, durmiendo y despertando detrás del matorral de flores dentadas, el sanguinario botón de rosa de Nosferatu.
Los bestiales antepasados de las paredes la condenan a la perpetua repetición de sus propias pasiones.
(Un beso, sin embargo, sólo uno, despertó a la Bella Durmiente del Bosque.)
Nerviosamente, para ocultar sus voces interiores, ella mantiene una fachada de charla insubstancial en francés, mientras sus ancestros le hacen guiñas y muecas desde las paredes; por mucho que ella intenta imaginar alguna otra, sólo conoce una forma de consumación.
Una vez más lo desconcertaron esas garras como de ave de rapiña que coronaban aquellas manos maravillosas; la sensación de creciente extrañeza que empezó a adueñarse de él desde que en la aldea se había empapado la cabeza bajo el agua de la fuente, desde que había traspuesto los lóbregos portales del castillo fatal, lo dominaba ahora por completo. De haber sido un gato, habría huido de esas manos saltando hacia atrás sobre sus cuatro patas rígidas de terror, pero él no es un gato, él es un héroe.
Una incredulidad esencial en lo que ven sus ojos lo sostiene, incluso allí, en el boudoir de la mismísima condesa de Nosferatu; tal vez hubiera dicho que hay ciertas cosas que no debiéramos creer posibles aun cuando sean reales. Podría haber dicho: es absurdo creer lo que los ojos ven. No tanto porque él no crea en ella; él puede verla, ella es real. Si ella se quita las gafas oscuras, de sus ojos manarán a raudales todas las imágenes que pueblan esta tierra habitada por ánimas de vampiros; pero como él a causa de su virginidad (aún no sabe lo que es el miedo) y de su heroísmo (que lo iguala al sol) es inmune a las sombras, ve frente a él, antes que nada, a una muchacha fruto de la endogamia, extremadamente sensitiva, sin padre, sin madre, que ha permanecido demasiado tiempo a oscuras, pálida como una planta que nunca ve la luz y casi ciega a causa de una enfermedad hereditaria de los ojos. Y aunque hay un algo que lo desasosiega, no puede sentir terror; de modo que es como el niño del cuento de hadas, ese niño que no sabe temblar y para quien ni los aparecidos ni los ogros ni las alimañas ni el Diablo con todo su séquito surtirán el efecto deseado.
Es esta falta de imaginación lo que confiere al héroe su heroísmo.
Él aprenderá a temblar en las trincheras. Pero esta muchacha no puede hacerla temblar.
Ha caído la noche. Los murciélagos bajan en picada y chillan del otro lado de las ventanas herméticamente condenadas. Se ha bebido todo el café y ha comido los bizcochitos de azúcar. La charla de ella ha ido decayendo, diluyéndose y ha cesado al fin; ahora, en silencio, ella se retuerce los dedos, juega con el encaje de su vestido, se agita nerviosa en su silla. Chistan las lechuzas, y también su mobiliario chirría y cuchichea en torno de nosotros.
Ahora te hallas en el lugar de la aniquilación, ahora te hallas en el lugar de la aniquilación. Ella vuelve la cabeza para eludir la luminosidad azul de sus ojos; sabe que no puede ofrecerle más consumación que la única que conoce. Hace tres días que no come. Es hora de cenar. Es hora de dormir.
Suivez moi.
Je vous attendais.
Vous serez ma proie.
En el tejado maldito el cuervo grazna. «Hora de cenar, hora de cenar», repican los retratos en las paredes. Un hambre pavorosa le roe las entrañas; ella lo ha esperado toda su vida sin saberlo.
El apuesto ciclista, casi sin poder creer en la suerte que ha tenido, la seguirá a su alcoba; las bujías encendidas en torno del altar propiciatorio arden con una llama baja, clara, la luz cabrillea en las lágrimas de plata engarzadas en la pared. Ella prometerá, con la voz misma de la tentación: «Tan pronto caigan mis vestidos, presenciarás una sucesión de misterios».
Ella no tiene una boca con la cual besar, ni tiene manos para acariciar; sólo los colmillos y las garras de una bestia de presa.
Tocar el brillo mineral de la carne que descubre el frío resplandor de las velas es invitar a su abrazo fatal; con su voz grave, dulce, ella entonará la nana de la casa de Nosferatu.
Abrazos, besos; tu cabeza dorada, tu dorada cabeza de león, aunque nunca haya visto un león, sólo lo he imaginado; tu cabeza de sol, aunque sólo en la carta del tarot haya visto su imagen; tu cabeza dorada, la del amante que soñé que alguna vez vendría por fin a liberarme, caerá hacia atrás, con los ojos en blanco, en un espasmo que tu tomarás por el del amor, y no el de la muerte. En mi invertido lecho nupcial, es el desposado el que se desangra.
Desnudo y muerto, pobre ciclista; ha pagado el precio de una noche con la condesa, un precio para algunos demasiado alto, y para otros no.
Mañana su fiel servidora enterrará los huesos al pie de los rosales.
El alimento de que se nutren las rosas les confiere ese color opulento, ese perfume embriagador que insinúa, lascivamente, placeres prohibidos.
Suivez moi.
-¡Suivez moi!
El apuesto ciclista, que duda de la cordura de su anfitriona, acata prudentemente su histérico mandato y la sigue a la otra habitación; desearía tomarla entre sus brazos y protegerla de esos antepasados suyos que la espían desde las paredes.
¡Qué alcoba tan macabra!
Su coronel, un viejo libertino de apetitos morbosos, le había dado la tarjeta de un burdel de París en donde, aseguraba el sátiro, con sólo diez luis es pagaría una alcoba tan lúgubre como ésta, con una muchacha desnuda en un ataúd; entre bambalinas, el pianista del burdel tocaba en un armonio el Dies Irae, y en medio de todos los perfumes del gabinete de un embalsamador, el cliente obtenía el placer necrofílico de un supuesto cadáver. Él había rechazado bonachonamente la sugerencia del viejo de tan extraña iniciación; ¿podría ahora acaso aprovecharse como un criminal de la infeliz criatura delirante, con esas manos descarnadas ardientes de fiebre, las uñas como garras yesos ojos que con su terror, su tristeza y su terrible y frustrada ternura desmentían todas las promesas de su cuerpo?
Tan delicada y condenada, pobrecita. Irremediablemente condenada.
Sin embargo creo, estoy seguro de que ella no sabe lo que hace.
Tiembla como si sus miembros no estuvieran correctamente articulados, como si pudiera desarmarse al temblar. Levanta las manos para desabrochar el cuello de su vestido y sus ojos se arrasan de lágrimas, lágrimas que se deslizan bajo el aro de sus gafas oscuras. No puede quitarse el vestido de novia de su madre si no se quita antes los anteojos; ha malogrado el ritual, y éste ya no es inexorable. El mecanismo que hay en ella le ha fallado ahora, ahora, cuando más lo necesita. Cuando se quita las gafas oscuras éstas se le escapan de los dedos y se hacen añicos contra el embaldosado. En su drama no cabe la improvisación; y este ruido imprevisto, mundano, de cristales al romperse, rompe por completo el perverso hechizo de la alcoba. Busca a ciegas en el suelo, boquiabierta, las esquirlas, y con el puño se enjuga en vano las lágrimas que le bañan el rostro. Y ahora, ¿qué va a hacer?
Cuando se agacha para tratar de recoger los fragmentos de vidrio, una esquirla filosa se le clava en la yema del pulgar; lanza un grito agudo, real. Se arrodilla en medio de los cristales rotos y observa cómo la brillante cuenta de sangre forma una gota.
Nunca había visto antes su propia sangre, no su propia sangre.
Y ejerce sobre ella una terrible fascinación.
En esa alcoba vil, asesina, el apuesto ciclista aporta los remedios inocentes de la infancia; él mismo, por su sola presencia, es un exorcismo. Toma con dulzura la mano de ella y enjuga la sangre con su propio pañuelo, pero sigue manando a borbotones, y entonces él pone su boca contra la herida. Élla enjugará mejor al besada, como lo habría hecho su madre si viviera.
Todas las lágrimas de plata caen de la pared con un delicado tintineo. Sus ancestros pintados desvían la mirada y rechinan los colmillos.
¿Cómo puede ella soportar el dolor de volverse humana?
El final del exilio es el final del ser.
Lo despertó el canto de la alondra. Los postigos, las cortinas, y hasta las ventanas largo tiempo condenadas de la horrenda alcoba se hallaban abiertas de par en par, y la luz y el aire entraban a raudales; ahora podía verse lo charro que era todo, lo delgado y barato que era el satén, y el catafalco no de ébano sino de papel pintado de negro y estirado sobre varillas de madera, como de utilería. El viento había arrancado multitud de pétalos de las rosas del jardín, y esta resaca carmesí revoloteaba fragante por el suelo. Las bujías se habían consumido y ella debió haber soltado a su alondrita, ya que ahora estaba posada en el borde del ridículo ataúd, y entonaba para él su extático canto matutino. Él tenía los huesos rígidos y doloridos. Después de acostada en la cama, había dormido en el suelo con su chaqueta por almohada.
Pero ahora no quedaba de ella ningún rastro visible, excepto un négligé de encaje abandonado al descuido sobre el arrugado satén negro del edredón, ligeramente manchado como por la sangre menstrual de una mujer, y una rosa proveniente quizá de los espinosos matorrales que se sacudían al otro lado de la ventana.
El aire cargado de incienso y de olor a rosas le hacía toser. Sin duda la condesa se había levantado temprano para disfrutar del sol, y se habría deslizado al jardín en busca de una rosa para él. Se puso de pie, atrajo la alondra a su muñeca y la llevó hasta la ventana.
Al principio el ave mostró ante el cielo la renuncia natural de una criatura largo tiempo enjaulada, pero cuando él la lanzó a las corrientes del aire, extendió las alas y se elevó alejándose hacia la límpida bóveda azul del firmamento. Él siguió la trayectoria de su vuelo con el corazón ensanchado de júbilo.
Luego entró de puntillas en el boudoir; la mente le bullía de proyectos. La llevaremos a Zurich, a una clínica, allí tratarán su histeria nerviosa. Luego a un oculista, por su fotofobia, y a un dentista, para que arregle sus dientes. Cualquier manicura competente podría ocuparse de sus garras. Haremos que vuelva a ser la joven encantadora que en realidad es; yo la curaré de todas estas pesadillas.
Las pesadas cortinas están descorridas y dejan entrar los brillantes fucilazos de las primeras luces de la mañana; en la desolación del boudoir ella está sentada delante de su mesa redonda, con su vestido blanco, las cartas extendidas frente a ella. Se ha quedado dormida sobre las cartas del destino, tan manoseadas, tan manchadas, tan gastadas por el constante barajar que en ninguna puede verse ya la imagen.
Ella no duerme.
En la muerte parecía mucho más vieja, menos hermosa, y así, por primera vez, plenamente humana.
Me desvaneceré en la luz de la mañana; yo no era más que un invento de la oscuridad. Y te dejo como recuerdo la oscura rosa dentada que arranqué de entre mis muslos, como una flor sobre una sepultura. Sobre una sepultura.
Mi guardiana se ocupará de todo.
Nosferatu siempre asiste a sus propias exequias; ella no irá al cementerio sin un séquito. Y ahora la vieja se materializa llorando y con un gesto le indica que se vaya. Luego de una búsqueda por varios cobertizos pestilentes, él descubrió su bicicleta y renunciando a sus vacaciones pedaleó directamente hasta Bucarest, donde en el poste restante encontró un telegrama que le ordenaba incorporarse de inmediato a su regimiento. Mucho después, cuando ya en los cuarteles volvió a vestir el uniforme, descubrió que aún tenía la rosa de la condesa; debió guardada en el bolsillo del pecho de su chaqueta, después de hallar el cadáver. Y qué extraño, pese a que la había traído de tan lejos, desde Rumania, la flor no parecía del todo marchita, y en un impulso, puesto que la joven había sido tan adorable y su muerte tan imprevista y patética, decidió tratar de revivir su rosa. Llenó el vaso de lavarse los dientes con agua de la garrafa y puso en él la rosa con la corola ajada a flor de agua.
Cuando volvió del rancho esa noche salió a su encuentro por el corredor de piedra de la barraca la embriagadora fragancia de las rosas del conde de Nosferatu, y en su cuarto espartano flotaba el perfume de una flor deslumbrante, aterciopelada, monstruosa, cuyos pétalos habían recobrado su primitiva lozanía y elasticidad; su corrupto, brillante, ominoso esplendor.
Al día siguiente su regimiento se embarcó con destino a Francia.


En The bloody chamber and other stories, 1979
Publicado en España como: La cámara sangrienta y otros cuentos. Traducción de Matilde Horne. Barcelona, Minotauro, 1991. 
192 p.


Toda la obra traducida por MATILDE HORNE 

El presente listado fue preparado por María Florencia Ferre y completado por los lectores de la obra traducida por Matilde Horne. La compilación final es de Virginia y Martín HoRNE. Publicada e n AEAESTHETHIKA.ORG

http://www.aesthethika.org/Obra-traducida

miércoles, 15 de julio de 2015

Tobias Wolff: DI QUE SÍ

 DI QUE SÍ
Estaban fregando los platos; su mujer lavaba mientras él secaba. Él había lavado la noche antes. A diferencia de la mayoría de los hombres que conocía, él arrimaba el hombro en las tareas de la casa. Unos meses antes había oído casualmente que una amiga de su mujer la felicitaba por tener un marido tan considerado, y pensó: «Lo intento». Ayudar con los platos era un modo de demostrar lo considerado que era. Hablaron de diferentes cosas y por algún motivo trataron el asunto de si los blancos deberían casarse con los negros. Él dijo que, considerándolo todo, creía que era una mala idea.
—¿Por qué? —preguntó ella.
A veces su mujer ponía aquella expresión en que fruncía las cejas, se mordía el labio inferior y miraba fijamente hacia abajo. Cuando la veía así, él sabía que debía mantener la boca cerrada, pero nunca lo hacía. En realidad le llevaba a hablar más. Ahora tenía esa expresión.
—¿Por qué? —preguntó ella otra vez, y se quedó parada con la mano dentro de un cuenco, no lavándolo sino sólo sosteniéndolo sobre el agua.
—Escucha —dijo él—. Yo fui al colegio con negros, he trabajado con negros y vivido en la misma calle que negros, y siempre nos hemos llevado bien. No me vengas ahora tú dando a entender que soy un racista.
—Yo no he dado a entender nada —dijo ella, y se puso a lavar el cuenco de nuevo, haciéndolo girar en la mano como si le estuviera dando forma—. Lo que pasa es que yo no veo qué hay de malo en que un blanco se case con una negra, o un negro con una blanca, eso es todo.
Él le echó una ojeada. Ella le estaba mirando, y tenía los ojos brillantes.
—Mira —dijo él, adoptando un tono razonable—, esto es estúpido. Si fueras negra, no serías tú —al decir eso se dio cuenta de que era absolutamente cierto. No existía argumento posible en contra del hecho de que ella no sería la misma si fuera negra. Así que repitió—: Si fueras negra, no serías tú.
—Lo sé —dijo ella—, pero vamos a suponerlo.
Él respiró hondo. Había ganado la discusión pero todavía se sentía acorralado.
—¿A suponer qué? —preguntó.
—Que yo soy negra, pero siendo yo, y nos enamoramos. ¿Te casarías conmigo?
Él pensó en eso.
—¿Bien? —dijo ella, y se acercó a él. Sus ojos todavía estaban más brillantes—. ¿Te casarías conmigo?
—Lo estoy pensando —dijo él.
—No te casarías, lo puedo asegurar. Vas a decir que no.
—No vayamos tan deprisa —dijo él—. Hay que tener en cuenta muchas cosas. No queremos hacer algo que podríamos lamentar el resto de nuestra vida.
—No lo pienses más. Sí o no.
—Si lo planteas de ese modo…
—Sí o no.
—Dios santo, Ann. De acuerdo… no.
—Gracias —dijo ella, y salió de la cocina entrando en el cuarto de estar. Un momento después él la oyó pasar las páginas de una revista. Sabía que estaba demasiado enfadada para leerla de verdad, pero no pasaba las páginas bruscamente como habría hecho él; las pasaba despacio, como si estuviera estudiando cada palabra. Le estaba demostrando su indiferencia, y tenía el efecto que él sabía que pretendía ella. Le dolía.
Él no tenía más opción que demostrarle también indiferencia. En silencio, con cuidado, fregó el resto de los platos. Luego los secó y los guardó. Secó la encimera y la cocina, y fregó el linóleo donde había caído la gota de sangre. Mientras estaba en eso, decidió que pasaría la fregona a todo el suelo. Cuando terminó, la cocina parecía nueva, justo como cuando les enseñaron la casa, antes de que vivieran en ella.
Agarró el cubo de la basura y salió. La noche era clara y pudo ver unas cuantas estrellas al oeste, donde las luces de la ciudad no las ocultaban. En El Camino la circulación era constante y ligera, pacífica como un río. Se avergonzó de que su mujer le hubiera empujado a reñir. Dentro de otros treinta años o así estarían muertos los dos. ¿Qué importaría entonces todo esto? Pensó en los años que habían pasado juntos, y lo unidos que estaban y lo bien que se conocían el uno al otro, y se le hizo un nudo en la garganta que apenas le permitía respirar. La cara y el cuello le empezaron a hormiguear. El calor le inundó el pecho. Se quedó allí un rato, disfrutando de esas sensaciones, luego agarró el cubo y salió por la puerta de atrás del jardín.
Los dos chuchos del final de la calle le habían vuelto a volcar el cubo de basura colectivo. Uno de ellos estaba revolcándose en el suelo y el otro tenía algo en la boca. Cuando le vieron venir se alejaron con pasos cortos, afectados. Normalmente les habría tirado una piedra o dos, pero esta vez los dejó irse.
La casa estaba a oscuras cuando volvió a entrar. Ella se encontraba en el cuarto de baño. Él se quedó delante de la puerta y la llamó. Oyó ruido de frascos, pero ella no le respondió.
—Ann, de verdad que lo siento —dijo—. Te compensaré por ello, lo prometo.
—¿Cómo? —preguntó ella.
Él no se esperaba aquello. Pero por el sonido de su voz, un tono claro y definitivo que le resultó extraño, supo que tenía que dar la respuesta adecuada. Se apoyó contra la puerta.
—Me casaré contigo —susurró.
—Ya veremos —dijo ella—. Vete a la cama. Estaré contigo en un momento.
Él se desnudó y se metió a la cama. Por fin oyó que la puerta del cuarto de baño se abría y se cerraba.
—Apaga la luz —dijo ella desde el umbral.
—¿Qué?
—Que apagues la luz.
Él estiró la mano y tiró de la cadenita de la lamparilla de noche. La habitación quedó a oscuras.
—Ya está —dijo. Permaneció allí tumbado y no pasó nada—. Ya está —dijo de nuevo. Entonces oyó movimiento en la habitación. Se sentó pero no podía ver nada. La habitación estaba en silencio. Su corazón latía con fuerza como la primera noche que pasaron juntos, como todavía latía cuando le despertaba un ruido en la oscuridad y esperaba oírlo de nuevo… el sonido de alguien que se movía por la casa, un extraño.

sábado, 11 de julio de 2015

Octavio Paz (México, 1914.1998)


Como quien oye llover

Óyeme como quien oye llover,
ni atenta ni distraída,
pasos leves, llovizna,
agua que es aire, aire que es tiempo,
el día no acaba de irse,
la noche no llega todavía,
figuraciones de la niebla
al doblar la esquina,
figuraciones del tiempo
en el recodo de esta pausa,
óyeme como quien oye llover,
sin oírme, oyendo lo que digo
con los ojos abiertos hacia adentro,
dormida con los cinco sentidos despiertos,
llueve, pasos leves, rumor de sílabas,
aire y agua, palabras que no pesan:
lo que fuimos y somos,
los días y los años, este instante,
tiempo sin peso, pesadumbre enorme,
óyeme como quien oye llover,
relumbra el asfalto húmedo,
el vaho se levanta y camina,
la noche se abre y me mira,
eres tú y tu talle de vaho,
tú y tu cara de noche,
tú y tu pelo, lento relámpago,
cruzas la calle y entras en mi frente,
pasos de agua sobre mis párpados,
óyeme como quien oye llover,
el asfalto relumbra, tú cruzas la calle,
es la niebla errante en la noche,
es la noche dormida en tu cama,
es el oleaje de tu respiración,
tus dedos de agua mojan mi frente,
tus dedos de llama queman mis ojos,
tus dedos de aire abren los párpados del tiempo,
manar de apariciones y resurrecciones,
óyeme como quien oye llover,
pasan los años, regresan los instantes,
¿oyes tus pasos en el cuarto vecino?
no aquí ni allá: los oyes
en otro tiempo que es ahora mismo,
oye los pasos del tiempo
inventor de lugares sin peso ni sitio,
oye la lluvia correr por la terraza,
la noche ya es más noche en la arboleda,
en los follajes ha anidado el rayo,
vago jardín a la deriva
–entra, tu sombra cubre esta página. ~

de Vuelta, 120, noviembre de 1986

Horacio Covertini(Argetina, 1961)

La trigra

Yo fui una de ellas, por eso las conozco tanto. Que ahora sea madama es otra cosa: agallas, suerte, viveza, qué se yo. Pero soy de la misma madera y me alcanza con mirarlas fijo para saber qué mierda piensan, qué mierda sienten. Es como si las abriera al medio con un cuchillo –tu mirada corta, me dijeron una vez– y olvidate, no les queda nada que esconder. Todas menos la Tigra. Ella fue distinta desde el primer día. Debí haber hecho algo, mandarla de vuelta apenas le vi esos ojos como brasas apagadas, sucios, siempre clavados al piso. Pero me confié. Pensé que era arisca nomás y que con un par de biabas le bajaría el copete, como a las otras. El Polaco no se acordaba el nombre. La había traído de un caserío al otro lado del río, cerca de Encarnación, con tres más. Paraguayitas brutas. El cuento de siempre: familia rica de Buenos Aires busca mucama. Déjela venir, señora, que allá no le va a faltar nada, hasta educación le van a dar, y piense, la nena puede mandarle platita fresca todos los meses; a lo mejor en un par de años viaja usted también, quién le dice… Para mí que las madres saben y las entregan igual por dos billetes. O será que el hambre las atonta, las ciega, en fin… El negocio del Polaco es que dos billetes se hagan cuatro. Y el mío, que los cuatro se hagan cien, doscientos, mil. Conté la plata delante de ellas, para que supieran de entrada cuánto valía cada una y quién había pagado. El que paga, manda. Es así.
Las llevé adentro y las hice desnudar. Era temprano. Chávez estaba bajando las sillas de arriba de las mesas. Las baldosas, todavía húmedas, largaban olor a acaroína. Ella se sacó el vestidito sin apuro, como si fuera una ceremonia. O un desafío. Me dio impresión por lo flaca: el costillar pegado a la piel morocha, dos cañitas las piernas, tetas de nena. Le pregunté el nombre y no me contestó: siguió con la vista puesta en el piso, a la altura del bollo de ropa. Le levanté la cara de un revés y le grité: “A mí se me contesta, carajo”. Pero ella no lo hizo. Volví a golpearla y largó un aullido que me heló la sangre. Un aullido, sí, porque ese grito tenía más de animal que de cristiano, una desesperación sin palabras, como la de una fiera salvaje que, acorralada, enfrenta su suerte dispuesta a todo. Recuerdo muy bien ese momento: la carita de india linda, roja de los bifes; un hilo de lágrimas naciéndole; el cuerpo tenso como si fuera a tirárseme encima. “Le trajeron una tigra, patrona”, se rió Chávez. Y desde ese día, a falta de nombre, para nosotros fue la Tigra.
Pensé que podría domarla. Le daba de comer mejor que a las otras y la metí en la pieza de las más veteranas. Que le hicieran la cabeza, eso quería. Que le enseñaran que era mejor llevarme la corriente y portarse bien con los clientes. Que peor es cagarte de hambre en medio de la selva, las patas roñosas de tierra, que te preñe de prepo tu viejo o un chacarero bruto. Pero no había caso. “Parece sorda o idiota”, me decían, porque casi no les llevaba el apunte.
A la semana tuve el primer problema. El sereno de la estación de servicio, un pobre diablo que me dejaba el sueldo entero en putas y vino, la vio y quedó prendado porque era piba y nueva. “Oiga, patrona, ¿qué tal la flaquita ésa?”, me preguntó. “Paraguayita, calentona”, le dije y no necesité más para desperezarle la bragueta. “Vamos a probarla, entonces”, y ahí nomás se la llevó a las piezas de arriba. Al rato escuchamos un aullido y los gritos del sereno, aterrado. Bajó tambaleándose, pálido, como si por el arañazo que tenía en la mejilla se le estuviera yendo toda la sangre. “El carajito ése no se movía, parecía como dormida, y mi plata vale, patrona, vale moneda por moneda y no me la van a sacar así nomás. Le dí un bife para despertarla, nada del otro mundo, créame, y ya ve lo que me hizo, y eso que soy cliente.” Lo calmé con una copa a cuenta de la casa y la presencia fiera de Chávez. Cuando cerramos, llevé a la Tigra al sótano. La hice atar boca abajo sobre el elástico de fierro de una cama y le dije a Chávez que le marcara la espalda a cinturonazos. Paf, paf, paf. Cada golpe le hacía saltar una lonja de piel y ella nada. Ni una súplica, ni un perdón patrona, no sé, cualquier cosa que pudiera despertar mi compasión y detener el castigo. Se aferró al entramado de metal hasta tajearse las manos y aguantó la paliza llorando en silencio.
Con el tiempo pareció acomodarse. Era la que menos laburaba, tan desabrida, tan ausente, pero como nunca falta un roto para un descosido hasta ligó un cliente fijo. Brasileño, camionero, de los que suben y bajan por la ruta permanentemente. El tipo venía cada dos o tres semanas. No tomaba nada. Esperaba a que la Tigra estuviera libre y se la llevaba arriba. Una hora, servicio completo. Lo que nadie. Una vez lo mandé a Chávez a que espiara. “Se ríen”, me dijo asombrado.
A ella le hizo bien. Parecía un poco más despierta, sobre todo los días previos a la llegada de su hombre. Era como si lo oliera en el aire: yo sabía que el brasileño estaba por venir porque a ella se le dibujaba en la cara una sonrisa zonza de ilusión. Luego, cuando se iba –bajaban de la mano, les costaba despegarse–, volvía a ser la de antes, un animal desconfiado.
No habrá pasado más de un año que el brasileño empezó a caer todos los días. Había estacionado el camión bajo una línea de árboles, a la vera de la ruta. Ahí se quedaba hasta que abríamos y no volvía hasta que Chávez prendía las luces y echaba a los últimos borrachos. No buscaba otra mujer que no fuera la Tigra. Una hora, servicio completo. Después, bajaba y se quedaba en el salón mirándola, como si le hablara con los ojos, como si tuvieran un código secreto. Al principio, no sospeché. El mundo de esta gente es extraño: la soledad de las rutas les pudre la cabeza. Y vivir a los saltos de un lugar a otro los hace atarse a sentimientos absurdos. Son perros guachos, más que hombres.
Pero un día, el quinto, el sexto, no importa, el brasileño baja media hora antes de que se le termine el turno. Solo, rápido, derechito a la puerta. “¿Todo bien, amigo?”, le pregunto. Él, nada, apura el tranco, como asustado. “Pasó algo, subí”, le digo a Chávez. Y Chávez que va y me grita: “Se rajó, la Tigra se rajó”.
Puta que la hicieron bien. De alguna manera, en esos encuentros, fueron abriendo los barrotes de la ventana. No mucho, lo suficiente para que el cuerpito de nada de la Tigra pudiera pasar. Él, apenas ganó la calle, salió disparado hacia el camión y lo puso en marcha. Ella se arrojó desde la planta alta. Se debió de haber lastimado feo porque casi no podía correr. Arrastraba la pierna izquierda, se quejaba. Por eso, aunque me llevaba ventaja, pude alcanzarla. Tiré un manotazo. Le rocé las crenchas. El brasileño se dio cuenta y se nos vino con el camión encima; le gritó algo.
Ella saltó, se agarró del espejo, giró en el aire y quiso afirmarse en el pescante. Ahí le tiré el otro manotazo, pero juro por Dios que no la toqué. Que fue el barquinazo que dio el camión cuando el brasileño dobló para encarar hacia la ruta. O la pierna mala que la traicionó. O el miedo, simplemente. La cosa es que la Tigra perdió el equilibrio y cayó. Las ruedas traseras le pasaron por encima.
Cuando me arrodillé a su lado, todavía estaba viva. La abracé y la besé como a una hija. Ella temblaba y me miraba como nunca lo había hecho. Sus ojos, dos brasas, ahora por fin parecían encendidos. Quiso hablar, pero la frenó un espasmo seco. “Mejor callate, Tigra”, le dije. Pero la Tigra, arisca, se retorció en un último esfuerzo, la boca llena de sangre, y me escupió su nombre.