sábado, 11 de julio de 2015

Horacio Covertini(Argetina, 1961)

La trigra

Yo fui una de ellas, por eso las conozco tanto. Que ahora sea madama es otra cosa: agallas, suerte, viveza, qué se yo. Pero soy de la misma madera y me alcanza con mirarlas fijo para saber qué mierda piensan, qué mierda sienten. Es como si las abriera al medio con un cuchillo –tu mirada corta, me dijeron una vez– y olvidate, no les queda nada que esconder. Todas menos la Tigra. Ella fue distinta desde el primer día. Debí haber hecho algo, mandarla de vuelta apenas le vi esos ojos como brasas apagadas, sucios, siempre clavados al piso. Pero me confié. Pensé que era arisca nomás y que con un par de biabas le bajaría el copete, como a las otras. El Polaco no se acordaba el nombre. La había traído de un caserío al otro lado del río, cerca de Encarnación, con tres más. Paraguayitas brutas. El cuento de siempre: familia rica de Buenos Aires busca mucama. Déjela venir, señora, que allá no le va a faltar nada, hasta educación le van a dar, y piense, la nena puede mandarle platita fresca todos los meses; a lo mejor en un par de años viaja usted también, quién le dice… Para mí que las madres saben y las entregan igual por dos billetes. O será que el hambre las atonta, las ciega, en fin… El negocio del Polaco es que dos billetes se hagan cuatro. Y el mío, que los cuatro se hagan cien, doscientos, mil. Conté la plata delante de ellas, para que supieran de entrada cuánto valía cada una y quién había pagado. El que paga, manda. Es así.
Las llevé adentro y las hice desnudar. Era temprano. Chávez estaba bajando las sillas de arriba de las mesas. Las baldosas, todavía húmedas, largaban olor a acaroína. Ella se sacó el vestidito sin apuro, como si fuera una ceremonia. O un desafío. Me dio impresión por lo flaca: el costillar pegado a la piel morocha, dos cañitas las piernas, tetas de nena. Le pregunté el nombre y no me contestó: siguió con la vista puesta en el piso, a la altura del bollo de ropa. Le levanté la cara de un revés y le grité: “A mí se me contesta, carajo”. Pero ella no lo hizo. Volví a golpearla y largó un aullido que me heló la sangre. Un aullido, sí, porque ese grito tenía más de animal que de cristiano, una desesperación sin palabras, como la de una fiera salvaje que, acorralada, enfrenta su suerte dispuesta a todo. Recuerdo muy bien ese momento: la carita de india linda, roja de los bifes; un hilo de lágrimas naciéndole; el cuerpo tenso como si fuera a tirárseme encima. “Le trajeron una tigra, patrona”, se rió Chávez. Y desde ese día, a falta de nombre, para nosotros fue la Tigra.
Pensé que podría domarla. Le daba de comer mejor que a las otras y la metí en la pieza de las más veteranas. Que le hicieran la cabeza, eso quería. Que le enseñaran que era mejor llevarme la corriente y portarse bien con los clientes. Que peor es cagarte de hambre en medio de la selva, las patas roñosas de tierra, que te preñe de prepo tu viejo o un chacarero bruto. Pero no había caso. “Parece sorda o idiota”, me decían, porque casi no les llevaba el apunte.
A la semana tuve el primer problema. El sereno de la estación de servicio, un pobre diablo que me dejaba el sueldo entero en putas y vino, la vio y quedó prendado porque era piba y nueva. “Oiga, patrona, ¿qué tal la flaquita ésa?”, me preguntó. “Paraguayita, calentona”, le dije y no necesité más para desperezarle la bragueta. “Vamos a probarla, entonces”, y ahí nomás se la llevó a las piezas de arriba. Al rato escuchamos un aullido y los gritos del sereno, aterrado. Bajó tambaleándose, pálido, como si por el arañazo que tenía en la mejilla se le estuviera yendo toda la sangre. “El carajito ése no se movía, parecía como dormida, y mi plata vale, patrona, vale moneda por moneda y no me la van a sacar así nomás. Le dí un bife para despertarla, nada del otro mundo, créame, y ya ve lo que me hizo, y eso que soy cliente.” Lo calmé con una copa a cuenta de la casa y la presencia fiera de Chávez. Cuando cerramos, llevé a la Tigra al sótano. La hice atar boca abajo sobre el elástico de fierro de una cama y le dije a Chávez que le marcara la espalda a cinturonazos. Paf, paf, paf. Cada golpe le hacía saltar una lonja de piel y ella nada. Ni una súplica, ni un perdón patrona, no sé, cualquier cosa que pudiera despertar mi compasión y detener el castigo. Se aferró al entramado de metal hasta tajearse las manos y aguantó la paliza llorando en silencio.
Con el tiempo pareció acomodarse. Era la que menos laburaba, tan desabrida, tan ausente, pero como nunca falta un roto para un descosido hasta ligó un cliente fijo. Brasileño, camionero, de los que suben y bajan por la ruta permanentemente. El tipo venía cada dos o tres semanas. No tomaba nada. Esperaba a que la Tigra estuviera libre y se la llevaba arriba. Una hora, servicio completo. Lo que nadie. Una vez lo mandé a Chávez a que espiara. “Se ríen”, me dijo asombrado.
A ella le hizo bien. Parecía un poco más despierta, sobre todo los días previos a la llegada de su hombre. Era como si lo oliera en el aire: yo sabía que el brasileño estaba por venir porque a ella se le dibujaba en la cara una sonrisa zonza de ilusión. Luego, cuando se iba –bajaban de la mano, les costaba despegarse–, volvía a ser la de antes, un animal desconfiado.
No habrá pasado más de un año que el brasileño empezó a caer todos los días. Había estacionado el camión bajo una línea de árboles, a la vera de la ruta. Ahí se quedaba hasta que abríamos y no volvía hasta que Chávez prendía las luces y echaba a los últimos borrachos. No buscaba otra mujer que no fuera la Tigra. Una hora, servicio completo. Después, bajaba y se quedaba en el salón mirándola, como si le hablara con los ojos, como si tuvieran un código secreto. Al principio, no sospeché. El mundo de esta gente es extraño: la soledad de las rutas les pudre la cabeza. Y vivir a los saltos de un lugar a otro los hace atarse a sentimientos absurdos. Son perros guachos, más que hombres.
Pero un día, el quinto, el sexto, no importa, el brasileño baja media hora antes de que se le termine el turno. Solo, rápido, derechito a la puerta. “¿Todo bien, amigo?”, le pregunto. Él, nada, apura el tranco, como asustado. “Pasó algo, subí”, le digo a Chávez. Y Chávez que va y me grita: “Se rajó, la Tigra se rajó”.
Puta que la hicieron bien. De alguna manera, en esos encuentros, fueron abriendo los barrotes de la ventana. No mucho, lo suficiente para que el cuerpito de nada de la Tigra pudiera pasar. Él, apenas ganó la calle, salió disparado hacia el camión y lo puso en marcha. Ella se arrojó desde la planta alta. Se debió de haber lastimado feo porque casi no podía correr. Arrastraba la pierna izquierda, se quejaba. Por eso, aunque me llevaba ventaja, pude alcanzarla. Tiré un manotazo. Le rocé las crenchas. El brasileño se dio cuenta y se nos vino con el camión encima; le gritó algo.
Ella saltó, se agarró del espejo, giró en el aire y quiso afirmarse en el pescante. Ahí le tiré el otro manotazo, pero juro por Dios que no la toqué. Que fue el barquinazo que dio el camión cuando el brasileño dobló para encarar hacia la ruta. O la pierna mala que la traicionó. O el miedo, simplemente. La cosa es que la Tigra perdió el equilibrio y cayó. Las ruedas traseras le pasaron por encima.
Cuando me arrodillé a su lado, todavía estaba viva. La abracé y la besé como a una hija. Ella temblaba y me miraba como nunca lo había hecho. Sus ojos, dos brasas, ahora por fin parecían encendidos. Quiso hablar, pero la frenó un espasmo seco. “Mejor callate, Tigra”, le dije. Pero la Tigra, arisca, se retorció en un último esfuerzo, la boca llena de sangre, y me escupió su nombre.