viernes, 24 de abril de 2015
miércoles, 22 de abril de 2015
Eduardo Belgrano Rawson (Argentina,1943)
Tengo un amigo que se ha internado de nuevo en un spa de la sierra. Por una vez en la vida, parece determinado a completar el tratamiento. Es su cuarta recaída. Está deprimido, comentan. Ha pasado la noche en los brazos de su mujer, que cada tanto va a visitado.
Tiene unas ojeras redondas. No es que se considere en peligro ni nada. Quizá sea de los pocos a los que aún no les zumban las balas. Hasta el momento, ni siquiera sale en los diarios. Pero ha terminado por asumir que sufre una adicción severa. "No puede parar, te digo", solloza su mujer por teléfono. Por eso está en el spa de la sierra, el único que ofrece un plan serio para dejar de robar.
Era un desenlace cantado. Somos amigos desde que tenía cuatro años, cuando se tragó el sueldo del padre junto con una abeja y un fósforo. Le echaron la culpa a los ladrones, pero pronto surgió la verdad. Por entonces, en aquellos parajes, nadie echaba llave a la puerta. Digo más: su casa ni siquiera tenía puerta. Había dos gays en el pueblo, alguien se drogaba con algo y a cierta chica le habían practicado un aborto. Era toda la maldad en stock. De sólo oír esas cosas, los niños palidecíamos. Ahora es una estrella en ascenso. El hombre se llama Danilo. El apellido no viene a cuento.Sólo sus mejores amigos percibimos el drama latente: nombrado subsecretario ha sido como meter a tu abuela famélica en un tenedor libre.
En el spa les dan suplementos y los hacen trotar temprano para que sacudan sus endorfinas. Luego del sauna reciben masajes con ungüentos purificantes.
El solario se inunda de fragancias cumbreñas, a peperina, poleo y carqueja tierna. La idea es que los yuyos serranos vayan morigerando sus ansias por los autos deportivos y las cuentas en las islas Caimán. En las reuniones de grupo, Danilo ha dicho que, si por él fuera, se quedaría allí toda la vida, mirando las cabras de las laderas y los tractores del atardecer. Un poco de pan, una copa de vino, unas cuantas aceitunas. Según su personal trainer, era todo lo que precisaban los griegos de la época de Platón.
Su compañero de cuarto piensa lo mismo. Es un ex director de la Junta Panamericana contra el Lavado. Fue Joven del Año de la Cámara Junior. Ahora salió su procesamiento. De nada valieron sus contactos con el gobierno (era el encargado de pasar por el Congreso con el maletín de lagarto que luego se hizo tan célebre),pues los norteamericanos han resuelto entregarlo.
La carrera del ex director ha sido meteórica. Empezó como testaferro. Eso casi le costó la cabeza. Tuvo la mala suerte de pelearse con la bruja.Ella lo demandó por la mitad de los bienes, que por supuesto eran de otro. Fue inútil explicar a la chica que se trataba de plata ajena.Estas esposas no atienden razones. Le llevó casi dos años pagar el despecho de su mujer.Danilo ha temblado al oír las revelaciones de su compañero de cuarto. Al menos tiene la felicidad de contar con una esposa de hierro que lucha codo a codo con él..
Por las noches los miembros del grupo juegan alFraude!, una variante del Monopoly. Gana el que primero revienta un banco. En caso de empate, decide la diferencia de damnificados.
Esto es parte del tratamiento. El propio director médico, un fanático de la metadona, recorre los dormitorios distribuyendo tableros.
Hay tres clases de pacientes en el spa de la sierra: los fumadores, los gordos y ellos.
Pero la cabeza funciona de un solo modo, así que después de la siesta todos se juntan con el psicólogo. El objetivo es rastrear en la infancia.
Ahí deben buscarse las causas de cualquier desbarajuste. Los pacientes reflotan sus traumas de la manera que pueden, hasta que cae la tarde y el sol se pone en la sierra.
Y Danilo, para colmo, no presenta cicatrices. Ha tenido una infancia perfecta. Con su mujer todavia sigue de novio.Creo que estan en pareja desde que iban a la Salita Naranja. De manera que trauma, lo que se dice trauma, no puede recordar ninguno. El psicólogo apura sin éxito. Luego indaga con sutileza si hubo otros adictos en la familia.
Danilo no quiere decepcionarlo, de modo que pone gran voluntad en rastrillar en el barro.
Le cuesta cierto trabajo, pues estamos hablando de familias super sanas. De todos modos lo intenta. No sabe si mencionar a su tio Mitico, que le daba bastante al trago. 0 a su primo Yeyo, un pajero empedemido. Se excitaba hasta cuando leia El Correo de la Unesco. Sus viejos estaban desesperados. El caso conmocionó a los parientes. Una tía radicada en Brasil mandó una bolsita con hojas de adormideira,, muy popular en San Pablo para que as crianzas nao se masturben de mais. (Danilo todavia recuerda que su tia las picaba finito para esparcirlas sobre la ropa de Yeyo. Las hojas sobrantes eran hervidas en agua. Una vez lavados los calzoncillos, debian tenderse sin estrujar hasta la salida del sol.)
El psicólogo escucha la historia con marcado escepticismo. Para él, si este caso tiene una punta, fue la tragada del sueldo. Todos nos hemos tragado cosas, desde vinchucas hasta termómetros.Pero nadie debe haberse tragado el sueldo completo del padre, con horas extras y todo.
La nutricionista piensa distinto. Tiene un estudio en marcha. Asegura que el problema de Danilo se presenta por un déficit de ácidos grasos que desajusta las prostaglandinas. Por eso incluye en la dieta algunos filetes de surubí regados con ácido oleico. El kinesiólogo, por su parte, carece de toda teoría y se limita a cumplir su trabajo. Embadurna a Danilo con fango y sale a fumar un cigarro. En el pasillo lo espera Celeste, del grupo de fumadores. Están sosteniendo un romance. Ella provee de puchos y ella lo deja entrar en su cuarto. De afuera se oyen los gritos.
EI psicólogo reserva una sesión exclusiva para el grupo de Danilo. Entonces todos se abocan a contar su primera vez. La primera vez de Danilo fue en un baño del ministerio. Tiene recuerdos confusos. Apenas duró un segundo. De pronto surgió una sombra en el espejo empañado. Alguien estaba a su espalda. Algo pasó a sus manos. Cuando miró de nuevo el espejo éste sólo reflejaba su imagen. Danilo ni siquiera volvio a su despacho. Del baño fue directo a su casa. Recuerda que baj61entamente las escaleras del Ministerio. En la mano derecha llevaba un sobre abultado. Papel manila tamano oficio: para colmo, esa manana habia ido sin portafolio. Abajo lo esperaba su auto. EI chofer Ie abri61a puerta. Esta escena en camara lenta es la que aflora en sus pesadillas.
Desde entonces tiene ataques de pánico, cada vez que ve una escalera o un espejo empañado.
El lunes darán de alta a Danilo. El director los despedirá. como siempre, con emotivas palabras. A cada promoción le dice lo mismo: que sucumbimos a la corrupción por pereza. pues oponerse implica inmensas dificultades. Ahora sus egresados se marcharán con nuevas armas para la lucha: la dieta de los suspiros, el suplemento de vitaminas, las sales de Hungría para el masaje y la mezcla de plancton marino con jarilla y diente de burro para el baño de inmersión. Todas cosas muy efectivas contra el síndrome de abstinencia. Vida sana y someterse a controles. Una actitud positiva: esa sera la consigna. La adversidad fortalece. Por si algo les fallara, se llevan en el bolsillo una sencilla oración. Es una plegaria personalizada, escrita por el psicólogo para los casos de apuro.
Tal vez le dé resultado. Con su mujer, cuando aun andaban de novios, rezaban frenéticamente para no ir a parar a la cama. Sólo así consiguieron llegar vírgenes al matrimonio. Danilo es capaz de todo por su mujer y sus niños. Eso teminará por salvarlo. El secreto está en el amor.
Tiene unas ojeras redondas. No es que se considere en peligro ni nada. Quizá sea de los pocos a los que aún no les zumban las balas. Hasta el momento, ni siquiera sale en los diarios. Pero ha terminado por asumir que sufre una adicción severa. "No puede parar, te digo", solloza su mujer por teléfono. Por eso está en el spa de la sierra, el único que ofrece un plan serio para dejar de robar.
Era un desenlace cantado. Somos amigos desde que tenía cuatro años, cuando se tragó el sueldo del padre junto con una abeja y un fósforo. Le echaron la culpa a los ladrones, pero pronto surgió la verdad. Por entonces, en aquellos parajes, nadie echaba llave a la puerta. Digo más: su casa ni siquiera tenía puerta. Había dos gays en el pueblo, alguien se drogaba con algo y a cierta chica le habían practicado un aborto. Era toda la maldad en stock. De sólo oír esas cosas, los niños palidecíamos. Ahora es una estrella en ascenso. El hombre se llama Danilo. El apellido no viene a cuento.Sólo sus mejores amigos percibimos el drama latente: nombrado subsecretario ha sido como meter a tu abuela famélica en un tenedor libre.
En el spa les dan suplementos y los hacen trotar temprano para que sacudan sus endorfinas. Luego del sauna reciben masajes con ungüentos purificantes.
El solario se inunda de fragancias cumbreñas, a peperina, poleo y carqueja tierna. La idea es que los yuyos serranos vayan morigerando sus ansias por los autos deportivos y las cuentas en las islas Caimán. En las reuniones de grupo, Danilo ha dicho que, si por él fuera, se quedaría allí toda la vida, mirando las cabras de las laderas y los tractores del atardecer. Un poco de pan, una copa de vino, unas cuantas aceitunas. Según su personal trainer, era todo lo que precisaban los griegos de la época de Platón.
Su compañero de cuarto piensa lo mismo. Es un ex director de la Junta Panamericana contra el Lavado. Fue Joven del Año de la Cámara Junior. Ahora salió su procesamiento. De nada valieron sus contactos con el gobierno (era el encargado de pasar por el Congreso con el maletín de lagarto que luego se hizo tan célebre),pues los norteamericanos han resuelto entregarlo.
La carrera del ex director ha sido meteórica. Empezó como testaferro. Eso casi le costó la cabeza. Tuvo la mala suerte de pelearse con la bruja.Ella lo demandó por la mitad de los bienes, que por supuesto eran de otro. Fue inútil explicar a la chica que se trataba de plata ajena.Estas esposas no atienden razones. Le llevó casi dos años pagar el despecho de su mujer.Danilo ha temblado al oír las revelaciones de su compañero de cuarto. Al menos tiene la felicidad de contar con una esposa de hierro que lucha codo a codo con él..
Por las noches los miembros del grupo juegan alFraude!, una variante del Monopoly. Gana el que primero revienta un banco. En caso de empate, decide la diferencia de damnificados.
Esto es parte del tratamiento. El propio director médico, un fanático de la metadona, recorre los dormitorios distribuyendo tableros.
Hay tres clases de pacientes en el spa de la sierra: los fumadores, los gordos y ellos.
Pero la cabeza funciona de un solo modo, así que después de la siesta todos se juntan con el psicólogo. El objetivo es rastrear en la infancia.
Ahí deben buscarse las causas de cualquier desbarajuste. Los pacientes reflotan sus traumas de la manera que pueden, hasta que cae la tarde y el sol se pone en la sierra.
Y Danilo, para colmo, no presenta cicatrices. Ha tenido una infancia perfecta. Con su mujer todavia sigue de novio.Creo que estan en pareja desde que iban a la Salita Naranja. De manera que trauma, lo que se dice trauma, no puede recordar ninguno. El psicólogo apura sin éxito. Luego indaga con sutileza si hubo otros adictos en la familia.
Danilo no quiere decepcionarlo, de modo que pone gran voluntad en rastrillar en el barro.
Le cuesta cierto trabajo, pues estamos hablando de familias super sanas. De todos modos lo intenta. No sabe si mencionar a su tio Mitico, que le daba bastante al trago. 0 a su primo Yeyo, un pajero empedemido. Se excitaba hasta cuando leia El Correo de la Unesco. Sus viejos estaban desesperados. El caso conmocionó a los parientes. Una tía radicada en Brasil mandó una bolsita con hojas de adormideira,, muy popular en San Pablo para que as crianzas nao se masturben de mais. (Danilo todavia recuerda que su tia las picaba finito para esparcirlas sobre la ropa de Yeyo. Las hojas sobrantes eran hervidas en agua. Una vez lavados los calzoncillos, debian tenderse sin estrujar hasta la salida del sol.)
El psicólogo escucha la historia con marcado escepticismo. Para él, si este caso tiene una punta, fue la tragada del sueldo. Todos nos hemos tragado cosas, desde vinchucas hasta termómetros.Pero nadie debe haberse tragado el sueldo completo del padre, con horas extras y todo.
La nutricionista piensa distinto. Tiene un estudio en marcha. Asegura que el problema de Danilo se presenta por un déficit de ácidos grasos que desajusta las prostaglandinas. Por eso incluye en la dieta algunos filetes de surubí regados con ácido oleico. El kinesiólogo, por su parte, carece de toda teoría y se limita a cumplir su trabajo. Embadurna a Danilo con fango y sale a fumar un cigarro. En el pasillo lo espera Celeste, del grupo de fumadores. Están sosteniendo un romance. Ella provee de puchos y ella lo deja entrar en su cuarto. De afuera se oyen los gritos.
EI psicólogo reserva una sesión exclusiva para el grupo de Danilo. Entonces todos se abocan a contar su primera vez. La primera vez de Danilo fue en un baño del ministerio. Tiene recuerdos confusos. Apenas duró un segundo. De pronto surgió una sombra en el espejo empañado. Alguien estaba a su espalda. Algo pasó a sus manos. Cuando miró de nuevo el espejo éste sólo reflejaba su imagen. Danilo ni siquiera volvio a su despacho. Del baño fue directo a su casa. Recuerda que baj61entamente las escaleras del Ministerio. En la mano derecha llevaba un sobre abultado. Papel manila tamano oficio: para colmo, esa manana habia ido sin portafolio. Abajo lo esperaba su auto. EI chofer Ie abri61a puerta. Esta escena en camara lenta es la que aflora en sus pesadillas.
Desde entonces tiene ataques de pánico, cada vez que ve una escalera o un espejo empañado.
El lunes darán de alta a Danilo. El director los despedirá. como siempre, con emotivas palabras. A cada promoción le dice lo mismo: que sucumbimos a la corrupción por pereza. pues oponerse implica inmensas dificultades. Ahora sus egresados se marcharán con nuevas armas para la lucha: la dieta de los suspiros, el suplemento de vitaminas, las sales de Hungría para el masaje y la mezcla de plancton marino con jarilla y diente de burro para el baño de inmersión. Todas cosas muy efectivas contra el síndrome de abstinencia. Vida sana y someterse a controles. Una actitud positiva: esa sera la consigna. La adversidad fortalece. Por si algo les fallara, se llevan en el bolsillo una sencilla oración. Es una plegaria personalizada, escrita por el psicólogo para los casos de apuro.
Tal vez le dé resultado. Con su mujer, cuando aun andaban de novios, rezaban frenéticamente para no ir a parar a la cama. Sólo así consiguieron llegar vírgenes al matrimonio. Danilo es capaz de todo por su mujer y sus niños. Eso teminará por salvarlo. El secreto está en el amor.
lunes, 13 de abril de 2015
Rubem Braga
Hombre en el mar
Desde mi balcón veo el mar, entre árboles y tejados. No hay nadie en la playa, que resplandece al sol. El viento es nordeste y va armando aquí y allá, en el hermoso azul de las aguas, escasas espumas que avanzan unos segundos y mueren, como bichos alegres y humildes; cerca de la tierra las olas son de color verde. Pero percibo un movimiento en un punto del mar: es un hombre nadando. Nada a cierta distancia de la playa con brazadas pausadas y enérgicas; nada a favor del agua y del viento y las pequeñas espumas que nacen y mueren parecen ir más ligero que él. Las espumas son leves, hechas de nada, toda su sustancia es agua, viento y luz, y el hombre tiene sus huesos, su carne, su corazón, todo su cuerpo para transportar en el agua. Él usa sus músculos con una energía tranquila. Avanza. Por cierto, no sospecha que un desconocido lo mira y lo admira porque está nadando en una playa desierta. No sé de dónde me viene esa admiración, pero encontré en ese hombre una nobleza calma, me siento solidario con él. Yo acompaño su esfuerzo solitario como si estuviese cumpliendo una hermosa misión. Ya nadó en mi presencia unos trescientos metros, dos veces lo perdí de vista cuando pasó detrás de los árboles, pero esperé con toda mi confianza que reapareciera su cabeza y el movimiento alternado de los brazos. Unos cincuenta metros más adelante lo perderé de vista, lo va a esconder un tejado. Me parece importante que él nade bien esos cincuenta o sesenta metros, es preciso que conserve el mismo golpe de su brazada y que yo lo vea desaparecer del mismo modo en que lo vi aparecer, al mismo ritmo, fuerte, lento, sereno. Será perfecto: la imagen de ese hombre me hace bien. Es sólo la imagen de un hombre y no llego a darme cuenta de su edad ni de los rasgos de su cara. Soy solidario con él y espero que él lo sea conmigo. Ojalá que él alcance el tejado rojo, entonces podré salir del balcón tranquilo, pensando: “Vi a un hombre en el mar, nadando solo, cuando lo percibí él ya estaba nadando, lo observé todo el tiempo y doy fe de que nadó siempre con firmeza y corrección, esperé a que llegara a un tejado rojo, llegó”. Ahora yo no soy más responsable de él, cumplí con mi deber, él cumplió el suyo. Lo admiro. No logro saber en qué reside la grandeza de su tarea, no estaba haciendo un gesto a favor de alguien ni construyendo algo útil, pero ciertamente hacía una cosa hermosa y lo hacía de un modo puro y viril. No desciendo a la playa para darle un apretón de manos, pero le doy mi apoyo silencioso, mi atención y mi estima a ese desconocido, a ese noble animal, a ese hombre, a ese correcto hermano.
(Traducción del portugués de Hebe Uhart)
miércoles, 8 de abril de 2015
William Faulkner: Una rosa para Emily
William Faulkner
UNA ROSA PARA EMILY
I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión , que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla. Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas.
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena.
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: -Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.
Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decirnoblesse oblige- y exclamaban: “¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los treinta años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recomen...
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él.
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven.
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama.
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
martes, 7 de abril de 2015
Rubem Braga (Brasil,1913-1990)
Hombre en el mar
Desde mi balcón veo el mar, entre árboles y tejados. No hay nadie en la playa, que resplandece al sol. El viento es nordeste y va armando aquí y allá, en el hermoso azul de las aguas, escasas espumas que avanzan unos segundos y mueren, como bichos alegres y humildes; cerca de la tierra las olas son de color verde. Pero percibo un movimiento en un punto del mar: es un hombre nadando. Nada a cierta distancia de la playa con brazadas pausadas y enérgicas; nada a favor del agua y del viento y las pequeñas espumas que nacen y mueren parecen ir más ligero que él. Las espumas son leves, hechas de nada, toda su sustancia es agua, viento y luz, y el hombre tiene sus huesos, su carne, su corazón, todo su cuerpo para transportar en el agua. Él usa sus músculos con una energía tranquila. Avanza. Por cierto, no sospecha que un desconocido lo mira y lo admira porque está nadando en una playa desierta. No sé de dónde me viene esa admiración, pero encontré en ese hombre una nobleza calma, me siento solidario con él. Yo acompaño su esfuerzo solitario como si estuviese cumpliendo una hermosa misión. Ya nadó en mi presencia unos trescientos metros, dos veces lo perdí de vista cuando pasó detrás de los árboles, pero esperé con toda mi confianza que reapareciera su cabeza y el movimiento alternado de los brazos. Unos cincuenta metros más adelante lo perderé de vista, lo va a esconder un tejado. Me parece importante que él nade bien esos cincuenta o sesenta metros, es preciso que conserve el mismo golpe de su brazada y que yo lo vea desaparecer del mismo modo en que lo vi aparecer, al mismo ritmo, fuerte, lento, sereno. Será perfecto: la imagen de ese hombre me hace bien. Es sólo la imagen de un hombre y no llego a darme cuenta de su edad ni de los rasgos de su cara. Soy solidario con él y espero que él lo sea conmigo. Ojalá que él alcance el tejado rojo, entonces podré salir del balcón tranquilo, pensando: “Vi a un hombre en el mar, nadando solo, cuando lo percibí él ya estaba nadando, lo observé todo el tiempo y doy fe de que nadó siempre con firmeza y corrección, esperé a que llegara a un tejado rojo, llegó”. Ahora yo no soy más responsable de él, cumplí con mi deber, él cumplió el suyo. Lo admiro. No logro saber en qué reside la grandeza de su tarea, no estaba haciendo un gesto a favor de alguien ni construyendo algo útil, pero ciertamente hacía una cosa hermosa y lo hacía de un modo puro y viril. No desciendo a la playa para darle un apretón de manos, pero le doy mi apoyo silencioso, mi atención y mi estima a ese desconocido, a ese noble animal, a ese hombre, a ese correcto hermano.
lunes, 6 de abril de 2015
El adjetivo y sus arrugas Alejo Carpentier
El adjetivo y sus arrugas
Alejo Carpentier
Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas. El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes. Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación. Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.
De El adjetivo y sus arrugas, de Alejo Carpentier, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1980.
Alejo Carpentier
Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas. El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes. Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación. Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.
De El adjetivo y sus arrugas, de Alejo Carpentier, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1980.
domingo, 5 de abril de 2015
Giovanni Papini (Italia, 1881-1956)
LA PLEGARIA DEL BUZO
1
El mismo día en que cumplí dieciocho años mi padre me llamó dulcemente y me dijo con la debida gravedad:
-El Señor, Dios, quiere que todo hombre haga, en la tierra, un trabajo. Él no quiere a los que miran, sentados al borde de los campos, la obra de los sembradores y de los labradores. Es preciso, pues, que elijas sin demora un arte que dé a tu vida un sentido y una finalidad. Cualquiera que sea tu elección, te prometo no ponerte obstáculos. Así, pues, decide y habla.
Y yo, que reverenciaba profundamente al Señor, Dios, y obedecía siempre a mi padre, respondí:
-Mi elección está hecha: seré buzo.
Mi padre palideció un poco, pero contestó en seguida:
-¡Hágase tu voluntad!
2
Así, desde aquel día, fui buzo. Durante muchos y largos años he vivido, solo y en silencio, bajo las grandes aguas. He habitado en todos los mares, he explorado todos los océanos, he bajado a todos los abismos. He encontrado esqueletos de barcos, cuellos de viejas anclas despuntadas, arcones llenos de monedas de oro cuyas efigies estaban corroídas por el agua; grandes; grandes monstruos luminosos, con enormes ojos blancos, me han iluminado con su resplandor irreal; largos cuerpos verdosos, semejantes a los de las sirenas, me han acariciado; he penetrado en las bocas oscuras de los volcanes sumergidos; he pisado el suelo de las Atlántidas desaparecidas; he topado con los hinchados cadáveres de los náufragos; me he debatido entre los tentáculos de pulpos colosales; he sacado a la luz montones de maravillosas perlas, de extrañas conchas, de árboles fosforescentes, los puñales que arrojaron en la noche los tremebundos homicidas, los anillos de los Dogos y la áurea copa del Rey de Tule…
Llegó, pues, el día en que conocí todas las profundidades marinas, todos los valles de los océanos y todos los golfos más tenebrosos y los tesoros más ocultos. Llegó un día en que estuve impregnado por todos los perfumes salobres y supe todos los ritmos de las olas y todas las sinfonías de las tempestades, y entonces pensé que el Señor, Dios, podía estar ya satisfecho de mi obra y decidí volver a vivir en mi ciudad, entre los seres terrestres que había dejado desde hacía larguísimos años.
3
Pero, apenas llegué a la ciudad en donde había nacido y en donde quería morir, tuve como una sensación de terrible disgusto y de tormentoso estupor. Ya no reconocía ni amaba todo aquello que me había visto niño. Acostumbrado a las grandes soledades submarinas, iluminadas por reflejos milagrosos y por luces intensas que parecen venir de las profundidades, no podía habituarme a la angosta colmena fangosa que se llama ciudad. El cielo se me antojaba como juna especie de extraña prisión, surcada por estrechos y sucios corredores, en los que pequeños animales, corrían mirándose cruel o lascivamente. Ruidosas carcajadas móviles se arrastraban por los corredores, llevando dentro a bestezuelas aprisionadas y acurrucadas; el aire pesaba por el humo y el polvo, y pesaba a alientos infectos y a olores sofocantes. Los hombres me daban la idea de condenados a muerte, enloquecidos en la inútil espera de la gracia. Sus caras me resultaban odiosas, como las de los reptiles blanquecinos que deponen sus huevos cerca de las tumbas; sus ojos me parecían vacíos, como si el alma los hubiera abandonado; sus palabras sonaban en mis oídos como cantinelas de mendigos eternamente hambrientos o como gritos descompuestos de águilas a las que están cortando las alas. En sus casas tenebrosas y angostas vi yacijas en que se arrojaban por la noche como si fueran a morir, y mesas cubiertas de restos de cadáveres y de hojas arrancadas brutalmente a la frescura de la tierra. Habían fabricado grandes habitaciones, en donde algunos simulaban amar y morir, moviéndose con vestidos de muchos colores y bordados bajo la luz falsa de lámparas redondas, y grandes salas, en donde algunos de ellos, vestidos grotescamente de negro, simulaban salvar a la patria y al mundo chillando con gran seriedad. Y otras salas, en cuyas paredes estaban colgados pedacitos de tela cubiertos de colores y de líneas, con la intención de hacer soñar un mundo mejor que aquel en que viven.
Pero yo no comprendía, acostumbrado a los deslumbrantes silencios de las profundidades, muchos de sus gestos y muchas de sus palabras. Toda aquella vida, en medio de la cual, sin embargo, había nacido y crecido, me parecía sin significado: vacía, pavorosa, torpe, soez, pútrida, como la de un cubil subterráneo habitado por bestias ciegas, débiles e inmundas. Me parecía haber caído en un pozo habitado por cadáveres ambulantes y hediondos, y por la noche no tenía fuerzas para levantar los ojos, temiendo que de aquel cielo, demasiado ciudadano, hasta las estrellas hubieran huido.
Y yo pensé entre mí: “¿Quién puede haberme reducido a este estado? ¿Quién puede haberme cambiado el alma de tan terrible modo que ahora descubre lo ridículo, lo oscuro y lo feo dondequiera que mire? La ciudad es como yo la dejé de jovencito. Es más, dicen que desde aquel tiempo ha hecho muchos e insignes progresos de todo tipo. ¿Por qué, pues, se presenta ante mí, que vuelvo de los mares, tan extraña y nauseabunda, a mí que, sin embargo, la amé siendo niño con toda el alma y la encontré más bella, más majestuosa y más hospitalaria que ninguna?”
Pero no supe contestar a tales preguntas. Un hombre, que me asistía en aquel terrible estado, me aconsejó que leyera los libros de los médicos del alma y del cuerpo para encontrar el origen y el remedio de aquella que él llamaba, con sincera tristeza, mi alienación.
Y yo leí centenares y millares de libros, día y noche, siempre despierto y siempre ansioso en busca de salud. Pero en ningún libro encontré lo que buscaba. Entonces, encerrado en mi casa paterna, pensé y sufrí durante centenares y millares de horas, siempre despierto y siempre atento a la tremenda ansiedad de la salud. Pero todavía no he encontrado lo que buscaba.
Ahora me dirijo a ti, hombre que estás ante mí con tu malvada sonrisa de verdugo ocioso y con tus ojos que nunca han mirado el cielo; me dirijo a ti, hombre de las precoces e insaciables perversidades y de los secretos bien custodiados, y te ruego, en nombre de la tierra de la que naciste, de la tierra de que te nutres, de la tierra por la que te arrastras, te ruego que me digas por qué no comprendo y no amo la vida de los hombres.
Y, si me contestas, te daré una perla que recogí un día en el valle más fantástico del mar y que ningún ojo, fuera de los míos, ha visto.
Lo trágico cotidiano (Il tragico quotidiano, 1906)
jueves, 2 de abril de 2015
Jorge Luis Borges: Emma Zunz
Jorge Luis Borges
(1899–1986)
Emma Zunz
(El Aleph (1949)
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de
la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna
carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La
engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra
desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó
que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había
fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión
de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía
saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó enLa Prensa que
el Nordstjärnan, de Malmö,
zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que
deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y
prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor
convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma
trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del
paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los
ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible
que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la
justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo
abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche,
estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la
rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría ala Justicia
de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un
instrumento de la Justicia ,
ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho
rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
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