jueves, 23 de octubre de 2014

El círculo de Antonio Tabucci


EL TIEMPO ENVEJECE DEPRISA
(nueve relatos)
Antonio Tabucci

El círculo


«Le pregunté sobre aquellos tiempos en que éramos aún tan jóvenes, ingenuos, entusiastas, tontos, inexpertos. Algo de eso ha quedado, excepto la juventud, respondió.»

El viejo profesor se había interrumpido, tenía una expresión casi contrita, se había enjugado precipitadamente una lágrima que se le había asomado a una pestaña, se había dado un golpecito en la frente, como diciendo qué idiota, perdonen, se había aflojado el corbatín de aquel increíble color anaranjado y había dicho con su francés marcado por un fuerte acento alemán: les ruego que me disculpen, les ruego que me disculpen, se me había olvidado, el título del poema es «El viejo catedrático», de la gran poetisa polaca Wisława Szymborska, y en ese momento se había señalado a sí mismo, como queriendo indicar que el personaje de ese poema en cierto modo coincidía con él, después se había bebido otro calvados, más responsable de su conmoción que el poema, y se le había escapado una especie de sollozo, todos de pie, consolándolo: Wolfgang, no hagas eso, sigue leyendo, el viejo profesor se había sonado la nariz con un amplio pañuelo de cuadros: «Le pregunté por la fotografía», prosiguió con voz estentórea, «esa en el marco, sobre el escritorio. Fueron, pasaron. Mi hermano, mi primo, mi cuñada, mi esposa, mi hijita sobre las rodillas de mi esposa, el gato en los brazos de mi hijita, y un cerezo en flor, y sobre el cerezo un pájaro volador no identificado, respondió.»

El resto ya no lo había escuchado, o tal vez ya no quiso seguir escuchándolo, qué amable el viejo profesor del cantón de San Galo, los primos de San Galo son un poco paletos, eran palabras de la tía abuela oídas en alguna ocasión en la cocina, criaturas extrañas, son buena gente, pero viven en ese sitio tan aislado entre montes y lagos, en cambio quien le parecía delicioso a ella era el viejo profesor de San Galo, hasta había hecho fotocopias del poema que quiso leer en el brindis, qué delicadeza, y las había dejado a disposición de los invitados sobre la mesa ya puesta, entre el postre y los quesos, porque, según decía, ése era el mejor homenaje a la memoria del abuelo, «mi añorado e inolvidable hermano Josef, en cuyo lugar el Señor hubiera debido llamarme a mí». Y, en cambio, era él el que estaba vivito y coleando, con sus abundantes venillas rojas en la nariz que el alcohol hacía aún más evidentes, y entretanto la abuela escuchaba embelesada (o acaso dormitaba) el elogio poético de su cuñado hacia su difunto marido, porque el aniversario de aquella muerte, ya hacía una década, era el motivo de la solemne reunión de familia, hay que conmemorar a los difuntos aunque a pesar de todo la vida siga, y la vida que sigue merece ser celebrada tanto o más que los difuntos, y que se fastidien los envidiosos, porque la familia es la familia, sobre todo una familia histórica como la nuestra, que ya a principios del siglo xix tenía casas de postas que llegaban desde Ginebra hasta el cantón de San Galo, y desde el lago Constanza hasta Alemania, y desde Alemania hasta Polonia, quedan aún grabados y fotografías, están todos en el álbum familiar, de esas antiguas casas de
postas nació después la red comercial que hace hoy célebre a la familia Ziegler en Suiza y en toda Europa, los fundadores hace tiempo que murieron, los herederos más viejos no tardarán en hacerlo, pero la familia continúa, porque la vida continúa, por eso estamos aquí, para celebrar la vida que continúa, con nuestros hijos y nietos, concluyó triunfalmente el tío abuelo de San Galo.
Y ahí estaban, los herederos de tanta tradición. El gesto teatral del tío abuelo de San Galo, que declamaba con voz conmovida el poema, parecía dirigirse precisamente a ellos: al chiquitín de ricitos rubios que ya llevaba corbata y a la niñita del rostro lleno de pecas,ignaros ambos de que aquella mano se dirigía precisamente a ellos, e ignaros de la memoria del desconocido abuelo Josef, abstraídos como estaban en disputarse una porción de tarta de chocolate, y el varón, que había sobrepujado a su hermana, llevaba ya el signo de la victoria bajo la nariz, como unos bigotes en un teatrillo de títeres, y la última nuera, la
blanca Greta, tan cumplida, con una servilletita de
encaje, de San Galo también, como el tío abuelo,
limpió la mancha de chocolate del rostro de su hijo y
sonrió. Una hermosa sonrisa sobre un lozano rostro
de leche y de sangre, como había oído decir una vez
en aquel pueblo, aunque tal vez no fuera en Ginebra,
sino en Lugano: leche y sangre. Qué extraña mezcla,
la primera vez que había oído esa expresión le había
causado un extraño efecto, casi de náusea, tal vez porque se había imaginado una jarra de leche en la que
caían unas gotas de sangre. Y su pensamiento, por su
cuenta, había vuelto a una infancia que no era la
suya, sin embargo, a una aldea perdida en el tiempo,
a los pies de las montañas de un país que allí, en esa
ciudad donde estaban conmemorando ahora a un
abuelo Josef que no era el suyo y a quien no llegó a
conocer, llamaban el Magreb, como si perteneciera a
una abstracta geografía. Cuando ella era niña, no sabía que el lugar en el que vivían sus padres se llamaba
Magreb, ni siquiera ellos lo sabían, vivían allí y nada
más, y no lo sabía tampoco su abuela, cuya imagen le
afloró desde el recuerdo como desde un pozo enterrado, qué extraño, porque no era el recuerdo de una
persona, era el recuerdo de una persona que le habían
contado, ella no llegó a conocer a su abuela, ¿cómo
podía acordarse tan bien de un rostro que nunca había visto? Y después se le vino a la cabeza su madre,
porque su madre era fuerte, pero muy frágil también,
y qué hermosa era, con ese perfil altivo y los ojos
grandes, y se acordó de su forma de hablar, y de su
acento antiguo, antiquísimo, porque provenía del corazón del desierto, donde nunca se habían atrevido a
penetrar los saqueadores árabes que comerciaban con
los cuerpos de las personas, ni los sacerdotes católicos, que comerciaban con las almas, lo mejor era dejar en paz a los bereberes, son personas no comerciables. Y pensó al mismo tiempo de dónde provenía esa
profunda percepción de sí misma que sintió aflorar
por un instante frente al gesto perfecto y decidido
con el que Greta limpiaba la mancha de chocolate de
la mejilla de su hijo. De la nada, esa percepción provenía de la nada, como su recuerdo, que no era un
verdadero recuerdo, sino el recuerdo de un relato, y
no era aún un sentimiento, era una emoción y, en el
fondo, ni siquiera emoción era, no eran más que imá-
genes que su fantasía había construido de niña escuchando recuerdos ajenos, pero de aquel lugar remoto e imaginario se había olvidado después, y eso la
sorprendió. ¿Por qué aquellos lugares de arena de los
que le había hablado su madre cuando ella era una
niña habían quedado sepultados en las arenas de su
memoria? Los Grands Boulevards, ésa era la geografía que pertenecía a su memoria, las grandes avenidas
de París donde su padre tenía un elegante despacho
de notario con florido papel pintado en las paredes
y sillones de cuero, su padre, conocido abogado de un gran despacho parisiense. En la planta de encima del despacho estaba el piso en el que se había criado, un piso de ventanas altísimas y molduras de estuco en los techos: es un edificio construido por Haussmann, en casa siempre se había dicho eso: es un edificio de Haussmann, y Haussmann era Haussmann, punto y final, pero ¿qué tenía Haussmann que ver con lo que ella era?
Se lo preguntó mientras Greta limpiaba con el pañuelo de San Galo la mancha de chocolate del rostro de su hijo,y eso que se preguntaba a sí misma le hubiera gustado preguntárselo a todos los comensales de aquella fiesta familiar, a aquella familia tan hospitalaria y generosa que celebraba a un abuelo emprendedor que había sabido transformar unas viejas casas de postas en una rentable empresa comercial que ahora le pertenecía a ella también, porque le pertenecía a Michel. Pero ¿a qué propósito sacar a relucir ahora a Monsieur Haussmann? La habrían mirado como si estuviera loca. Querida mía, le habría dicho Greta (quizá se lo hubiera dicho Greta precisamente), pero ¿a qué viene eso de Haussmann? Es el mayor urbanista francés del siglo xix, rehízo París, tú te criaste en uno de los edificios que él construyó, ¿por qué se te ha venido a la cabeza Haussmann? Greta se sentía acomplejada por vivir en Ginebra, que en comparación con París consideraba una ciudad de provincias y tal vez lo hubiera tomado como una provocación. La verdad es que no era algo que pudiera decirse en el comedor de una fiesta familiar, en aquella sólida casa de amplias ventanas que daban al lago, ante una mesa aparejada en la que había de todo, hubiera podido hablar del desierto, pero le habrían preguntado a qué venía eso del desierto, ella hubiera podido contestar que el desierto, si tenía algo que ver, era por oposición, pues vosotros, aquí, delante de vosotros, tenéis un magnífico lago rebosante de agua que tiene incluso un surtidor en el centro que lanza el agua verticalmente a cien metros de altura, y en cambio mi abuela estaba rodeada de arena y cuando era niña, para ir a coger un cántaro de agua, por la mañana tenía que ir al pozo de Al Karib, ahora se me ha venido a la cabeza hasta el nombre, y ella tenía que recorrer tres kilómetros a oscuras de ida y tres kilómetros bajo un sol ardiente para volver con el cántaro sobre la cabeza, y vosotros no podéis saber lo que es de verdad el agua, porque tenéis demasiada.
¿Eran ésas cosas que debían decirse? ¿Y ellos qué culpa tenían? ¿A lo mejor podía decirles que se le había venido a la cabeza la expresión leche y sangre, realmente monstruosa, en su opinión, porque cuando era muy pequeña su abuela se la llevaba con ella a veces por la noche al establo y ella miraba fascinada aquel líquido cándido que su abuela extraía de las ubres de las cabras en una palangana de zinc, y después lo llevaban a casa con la reverencia debida a un regalo divino, pero si en ese cándido líquido hubieran
caído unas gotas de sangre, habría resultado monstruoso, habría huido espantada, pero no podía decirlo, porque no era un recuerdo, era una fantasía, un falso recuerdo, ella nunca había estado en aquel establo, y así,huyendo de un falso recuerdo, ahora me hallo aquí, pensó, con esta amable familia que con tanto afecto me ha abierto sus brazos, pido disculpas a todos, lo que digo no tiene lógica, será porque estaba mirando mis manos algo más oscuras y la expresión leche y sangre me ha sonado realmente extraña, es que quizá me haga falta un poco de aire fresco, en verano en Ginebra hace más calor incluso que en París, hay más humedad, quizá lo que me haga falta es tomar el aire, esta fiesta me ha gustado mucho, sois todos de lo más amable, pero es como si realmente me hiciera falta un poco de aire, hace años, cuando éramos novios, Michel me llevó hasta unos prados de los montes, fuimos en autobús, el que llega a la última aldea, si no recuerdo mal, en el fondo no estaban muy lejos, si cojo un taxi llegaré en media hora, en el fondo los prados no están ni a mil metros, Michel debe de haberse ido ya a echar la siesta, decidle que no se preocupe, estaré de regreso antes de cenar.
* * *

viernes, 3 de octubre de 2014

«El asesino» de Ray Bradbury

El asesino
La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La viuda alegre. Otra puerta: La siesta de un fauno. Una tercera: Bésame otra vez. Dobló en un corredor. La danza de las espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño, todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio.
La radio pulsera zumbó.
-¿Sí?
-Es Lee, papá. No olvides mi regalo.
-Sí, hijo, sí. Estoy ocupado.
-No quería que te olvidases, papá- dijo la radio pulsera.
Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los largos pasillos. El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas, Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso:
-El prisionero en la cámara de entrevistas número nueve.
Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus espaldas.
-Lárguese-dijo el prisionero, sonriendo.
La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes.
-Estoy aquí para ayudarlo- dijo el psiquiatra frunciendo el ceño.
Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió.
-Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a puntapiés.
Violento, pensó el doctor.
El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave.
-No, sólo con las máquinas que chillan y chillan.
En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta.
-¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a sí mismo El Asesino?
Brock asintió agradablemente.
-Antes de empezar.-Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor- . Es mejor así.
El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato.
-Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo.
-No me importa-sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa!
El hombre tarareó.
-¿Empezamos?-dijo el psiquiatra.
-Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medio. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor.
-Mmm-dijo el psiquiatra.
-Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso.
-Linda imagen.
-Gracias, siempre soñé con ser escritor.
-¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono?
-Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de no fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el significado de las frases. Y al fin uno se entera del hecho que se ha ganado un enemigo. Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada. Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina, películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibuses que me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué no llamar al viejo Joe, eh? «¡Hola, hola!» Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: «¿Dónde estás ahora, querido?», y un amigo me llama y dice: «¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo...» Y un desconocido me llama y grita: «Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?» ¡Bueno!
-¿Cómo se sentía durante la semana?
-Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina.
-¿Qué fue?
-Eché un vaso de agua en el intercomunicador. El psiquiatra anotó en su libreta
-¿Y el sistema se apagó?
-¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión!
-¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh?
-¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz aguda me gritaba: «Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted? » En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera!
-¿Se sintió mejor aún, eh?
-¡Cada vez mejor!-Brock se frotó las manos- . ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas «conveniencias»? «¿Conveniente para quién?», grité. Conveniente para los amigos. «Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hills. Acabo de abrir una botella de whisky, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pens&;eacute ; que te gustaría saberlo, Al!» Conveniente para mi oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento. Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: «Me he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño.» «Muy bien, Brock, ¡rápido!» «Brock, ¿por qué tarda tanto?» «Lo siento, señor.» «Que no se repita, Brock.» «¡No,señor!»¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche.
-¿Tuvo alguna razón especial para echar helado de chocolate en el aparato?
Brock pensó un momento y sonrió.
-Es mi helado favorito.
-Oh-dijo el doctor.
-Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor.
-¿Y por qué echar helado en la radio?
-Hacía calor.
El doctor calló un momento.
-¿Y qué vino luego?
-Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto codeando todo el día. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien, Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock, Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas.
-Parece que le gusta mucho el helado.
-Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad!
-Continúe.
-Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa. Todos los viajeros hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: «Ahora estoy en la calle Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro, aquí estoy en la Cuarenta y nueve, ahora doblamos en la Sesenta y una.» Un marido maldecía: «Bueno, sal de ese bar, maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!» Y una radio de transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento..., ¡encendí mi aparato de diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé los Bosques de Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal!
-¿Se lo llevó la policía?
-El ómnibus tuvo que detenerse. Después de todo, la música había desaparecido, maridos, mujeres habían perdido contacto on la realidad. Un pandemonio, un tumulto, y un caos. ¡Ardillas que chillaban en sus jaulas! Llegó una patrulla, me descubrieron rápidamente, me endilgaron un discurso, me multaron, y me mandaron a casa, sin el aparato de diatermia, en un santiamén.
-Señor Brock, ¿puedo sugerirle que su conducta hasta ese momento no había sido muy... práctica? Si no le gustaban las radios de transistores, o las radios de oficina, o las radios de auto, ¿por qué no se unió a alguna asociación de enemigos de la radio, firmó petitorios, o luchó por normas legales y constitucionales? Al fin y al cabo, estamos en una democracia.
-Y yo-dijo Brock- estoy en lo que se llama una minoría. Me uní a asociaciones, firmé petitorios, llevé el asunto a la justicia. Protesté todos los años. Todos se rieron, todos amaban las radios y los anuncios. Yo estaba fuera de lugar.
-Entonces tenía que haberse conducido como un buen soldado, ¿no le parece? La mayoría manda.
-Pero han ido demasiado lejos. Si un poco de música y «mantenerse en contacto» es agradable, piensan que mucha música y mucho «contacto» será diez veces más agradable. ¡Me volvieron loco! Llegué a casa y encontré a mi mujer histérica. ¿Por qué? Porque había perdido todo contacto conmigo durante medio día. ¿Recuerda que bailé sobre mi radio pulsera? Bueno, aquella noche hice planes para asesinar la casa.
-¿Pero quiere que lo escriba así? ¿Está seguro?
-Es semánticamente exacto. Había que enmudecerla. Mi casa es una de esas casas que hablan, cantan, tararean, informan sobre el tiempo, leen novelas, tintinean, entonan una canción de cuna cuando uno se va a la cama. Una casa que le chilla a uno una ópera en el baño y le enseña español mientras duerme. Una de esas cavernas charlatanas con toda clase de oráculos electrónicos que lo hacen sentirse a uno poco más grande que un dedal, con cocinas que dicen: «Soy una torta de durazno, y estoy a punto» o «Soy un escogido trozo de carne asada, ¡sácame!», y otras cosas semejantes. Con camas que lo mecen a uno y lo sacuden para despertarlo. Una casa que apenas tolera a los seres humanos, se lo aseguro. Una puerta de calle que ladra: «¡Tiene los pies embarrados, señor!» Y el galgo de una válvula de vacío electrónica que lo sigue a uno olfateándolo de cuarto en cuarto, sorbiendo todo fragmento de uña o ceniza que uno deja caer. ¡Jesucristo! ¡Jesucristo!
-Cálmese-sugirió el psiquiatra.
-¿Recuerda aquella canción de Gilbert y Sullivan, Lo he anotado en mi lista, y jamás lo olvidaré? Me pasé la noche anotando quejas. A la mañana siguiente me compré una pistola. Me embarré los zapatos a propósito. Me planté ante la puerta de calle. La puerta chilló: «¡Pies sucios, pies embarrados! ¡Límpiese los pies! ¡Por favor sea aseado!» Le disparé un tiro por el ojo de la cerradura. Corrí a lacocina, donde el horno lloriqueaba: «¡Apáguenme!» En medio de una tortilla mecánica, enmudecí la cocina. O cómo siseó y gritó: «¡Un corto circuito!» Entonces sonó el teléfono, como un murciélago. Lo eché en el sumidero mecánico. Debo declarar aquí que no tengo nada contra el sumidero. Lo siento por él, un dispositivo útil sin duda, que nunca dice una palabra, ronronea como un león soñoliento la mayor parte del tiempo, y digiere nuestros restos. Lo arreglaré. Luego fui y maté el televisor, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a un billón de personas todas las noches con una fija mirada, esa sirena que llama y canta y promete tanto, y da, al fin y al cabo, tan poco, y yo mismo siempre volviendo a él, volviendo y esperando, hasta que... ¡pum! Como un pavo sin cabeza, mi mujer salió chillando a la calle. Vino la policía. ¡Y aquí estoy!
Brock se echó hacia atrás, feliz, y encendió un cigarrillo.
-¿Y no pensó usted, al cometer esos crímenes, que la radio pulsera, el transmisor, el teléfono, la radio del ómnibus, los intercomunicadores, eran todos alquilados, o pertenecían a algún otro?
-Lo haría otra vez, que Dios me proteja.
El psiquiatra se quedó inmóvil bajo el sol de aquella beatífica sonrisa.
-¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar las consecuencias?
-Esto es sólo el comienzo-dijo el señor Brock- . Soy la vanguardia de unos pocos cansados de ruidos y órdenes y empujones y gritos, y música en todo momento, en todo momento en contacto con alguna voz de alguna parte, haz esto, haz aquello, rápido, rápido, ahora aquí, ahora allá. Ya veremos. La rebelión comienza. ¡Mi nombre hará historia!
-Mmm.
El psiquiatra parecía pensativo.
-Llevará tiempo, por supuesto. Era tan agradable al principio. La sola idea de esas cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía divertirse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro. Así que dieron a sus nervios otro nombre «La vida moderna»,dijeron. «Tensión», dijeron. Pero recuérdelo, se ha echado la semilla. Me conocen en todo el mundo gracias a la TV, la radio, las películas. Es una ironía. Eso fue hace cinco días. Un billón de personas me conoce. Revise las columnas de las finanzas. Un día notará algo. Quizá hoy mismo. ¡Una alza repentina en las ventas de helado de chocolate!
-Entiendo-dijo el psiquiatra.
-¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio durante seis meses?
-Sí- dijo el psiquiatra en voz baja. -No se preocupe por mí- dijo el señor Brock incorporándose- . Me voy a entretener un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material en las orejas.
-Mmm-dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta.
-Saludos-dijo el señor Brock.
-Sí- dijo el psiquiatra.
Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino. Luego se oyó TziganaPassacaglia y fugaen algo menor, E1 paso del tigreEl amor es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una mantis religiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz llegó desde el cielo raso:
-¿Doctor?
-Acabo de terminar con Brock.
-¿Diagnóstico?
-Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas.
-¿Pronóstico?
-Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible.
Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz robada y un clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono, habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado; teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera...

de Las doradas manzanas al sol(1956)