miércoles, 14 de septiembre de 2016

Jonathan Nolan (Londres, 1976)

Memento Mori 



1

"What like a bullet can undeceive!"
—Herman Melville

Tu esposa siempre decía que ibas tarde para tu propio funeral. Recuerdas? Esa pequeña broma te la hacía constantemente porque eras un vago – siempre tarde, siempre olvidándote de las cosas, incluso desde antes del incidente.
En este instante probablemente te preguntes si eras tú el que se dirige tarde para el funeral de ella.
Estuviste ahí, puedes estar seguro de ello. Para eso es la foto que se encuentra clavada en la pared junto a la puerta. No es costumbre tomar fotos en un funeral, pero alguien, tus doctores (supongo) creyeron que no lo ibas a recordar. Ellos la dejaron ahí, grande y bonita, cerca de tu puerta, donde no pudieras evitar verla cada vez que te levantes.
Ves el chico de la foto, aquel con las flores? Ese eres tú. Y qué estás haciendo? Estas leyendo la lápida, intentando descifrar en qué funeral te encuentras; de la misma manera que ahora intentas entender por qué alguien colocó esa foto cerca a la puerta. ¿Por qué molestarse en leer algo que no recuerdas?
Ella se fue, se fue y se fue para bien, y tú, debes estar sintiendo un dolor horrible en este momento, mientras te enteras de esta mala noticia. Créeme. Sé cómo te sientes. Probablemente estás destrozado. Sin embargo dale cinco minutos o tal vez diez y quién sabe si hasta de pronto, puedas ir media hora antes de que lo olvides.
Pero lo vas a olvidar, te lo garantizo. Un par de minutos más y te dirigirás a la puerta buscándola otra vez cuando veas la foto. Cuantas veces tendrás que oír la noticia, antes de que una parte de tu cuerpo diferente de ese destrozado cerebro tuyo empiece a recordar?
La pena nunca termina ni tampoco la rabia. Es inútil si no sabes a dónde dirigirla. Posiblemente no puedas entender qué demonios está pasando. Te confieso que tampoco puedo entenderlo. Una amnesia retrograda. Eso es lo que dice el letrero. La enfermedad de NRM[1]. Tu suposición es tan buena como la mía. 
Lo más probable es que no entiendas qué te paso. No obstante lo anterior, sí puedes recordar que le ocurrió a ELLA ¿estoy en lo cierto? Los doctores no quieren hablar de eso. Ellos no quieren responder mis preguntas ya que creen que no está bien que un tipo en tu condición oiga sobre esas cosas. Sin embargo, ¿recuerdas lo suficiente, cierto? Recuerdas su rostro.

Esa es la razón por la que te escribo. Algo estúpida, supongo. No sé cuántas veces tendrás que leer esto antes de oírme. La verdad tampoco sé cuánto tiempo has estado encerrado en ese cuarto. Tú tampoco lo sabes. Pero tienes una ventaja al olvidar y es que olvidarás estimarte como un caso perdido.
Tarde o temprano vas a querer hacer algo con eso y va a ser en ese momento que confiaras en mí, porque soy el único que puede ayudarte.

2
Earl abre un ojo después del otro para ver un tramo del techo de tejas blancas, interrumpido por un letrero escrito a mano sobre su cabeza, que era lo suficientemente grande para que lo pudiera leer desde su cama.
El reloj despertador sonaba en algún lado. Earl leyó el cartel, parpadeó, lo leyó de nuevo, y luego miró alrededor de la habitación.
Era un cuarto blanco, abrumadoramente blanco, desde las paredes y cortinas, hasta los muebles y el cubrecama. El despertador seguía sonando desde la mesa blanca al lado de la ventana con cortinas blancas. Probablemente en ese punto, se percató que estaba encima de su cubrelecho blanco. Tenía puesta una bata y zapatillas.
Se recostó para leer de nuevo el letrero en el techo que decía con gigantescas mayúsculas ESTA ES TU HABITACIÓN. ESTA ES TU HABITACIÓN EN EL HOSPITAL. ES DÓNDE VIVES AHORA.
Earl se levantó para dar un vistazo alrededor suyo. La habitación era muy grande para ser la de un hospital—el linóleo vacío se extendía desde la cama hacia tres direcciones: dos puertas y una ventana. La vista desde esta no ayudaba mucho: unos árboles en un césped bien cuidado, que terminaban en una carretera de asfalto con dos carriles. Los arboles se encontraban pelados, lo que indicaba que la primavera estaba por empezar o terminaba el otoño.
Cada pulgada de la mesa estaba cubierta por post-it, documentos cuidadosamente impresos, manuales de psicología y fotografías enmarcadas. Encima de todas esas cosas, reposaba un crucigrama medio hecho. El despertador estaba sobre unos periódicos doblados. Earl apagó la alarma del despertador para tomar un cigarrillo del paquete que tenía en la manga de su camisa. Dio una palmadita en los bolsillos vacíos de su piyama en busca de un cerillo, revolvió los papeles de la mesa y revisó los cajones.

Eventualmente se encontró con una cajita de fósforos pegada en la pared al lado de la ventana. Otro letrero estaba encima de la caja y decía en grandes letras amarillas: ¿UN CIGARRILLO? MIRE LOS QUE ENCENDIÓ, IDIOTA.
Earl se rió del letrero, encendió su cigarrillo y tomó una chupada. Pegado en la ventana frente a él, estaba otro trozo de papel de libreta titulado como TU HORARIO.
En él, había una tabla con todo el día dividido en horas: de 10 de la noche a 8 de la mañana, “VUELVE A DORMIR”. Earl observó el reloj despertador para percatarse que eran las 8:15. Según la luz de afuera, debía ser de día. Miró su reloj: 10:30. Luego, lo acercó a su oído para escucharlo y ajustarlo con base en el reloj despertador.
De acuerdo con el horario, entre las 8 y las 8:30, era el momento de LAVARSE LOS DIENTES. Earl rió de nuevo y caminó al baño.
La ventana del baño estaba abierta. Cruzó los brazos por el frio y se percató de un cenicero con un cigarrillo quemándose en su ceniza. Frunció el ceño, apagó la colilla y la reemplazó con otra.
El cepillo de dientes estaba untado de crema. El grifo era de aquellos que tienen un botón, para que cada vez que fuera oprimido, botara agua. Earl estrujó el cepillo en su boca y lo movió en ella mientras abría el botiquín. Los estantes estaban repletos de vitaminas, aspirinas y antidiuréticos de un solo uso[2]. El enjuague bucal también era de un solo uso y contenía un líquido azul dentro de una botella de plástico cerrada que alcanzaba simplemente para llenar un vaso pequeño. Solo la crema de dientes era de tamaño normal. Earl escupió la pasta que tenía en la boca y la reemplazó con el enjuague bucal.  Luego, dejó el cepillo de dientes cerca a la crema y a continuación, se percató de un pequeño papel doblado entre el estante de vidrio y la parte trasera de metal del botiquín. Escupió el espumoso fluido azul en el fregadero y tomó más agua para botar los residuos. Después de aquel ritual, cerró el botiquín y sonrió ante su reflejo en el espejo.
“¿Quién necesita media hora para lavar sus dientes?”
El papel estaba doblado en un tamaño diminuto, por lo que parecía una nota de estudiante de sexto año de primaria. Earl lo desdobló y lo alisó con el espejo para leer el contenido del papelito:
SI PUEDES LEER TODAVÍA ESTO, ES PORQUE ERES UN ASQUEROSO COBARDE
Earl quedó estupefacto, observó nuevamente el papel y lo volvió a leer. Luego lo volteó y se percató que por detrás decía lo siguiente:
PD: DESPUÉS DE QUE HAYAS LEÍDO ESTO, ESCÓNDELO DE NUEVO.

Earl leyó de nuevo los dos lados y posteriormente dobló la nota al tamaño original para dejarla escondida tras el tubo de la crema de dientes.
Se fijó en ese momento en su cicatriz, que empezaba detrás de su áspera y gruesa oreja y desaparecía abruptamente donde nace su pelo. Earl se volteó y observó por el rabillo del ojo la trayectoria de su cicatriz; la siguió con la yema de un dedo antes de volver a mirar el cigarrillo quemándose en el cenicero. Un pensamiento entró en su mente, y después, salió del baño.
La puerta de su habitación atrajo su atención mientras tenía una mano en el pomo. Dos fotos estaban clavadas en la pared, cerca de la puerta. La atención de Earl se dirigió inicialmente a la resonancia magnética en la que se podía ver un pequeño marco negro y brillante, con el cráneo de alguien. La foto había sido marcada como TU CEREBRO. Earl la observó. Miró sus círculos concéntricos en diferentes colores. Diferenció las grandes órbitas de sus ojos y detrás de ellas, los lóbulos gemelos de su cerebro; pequeñas arrugas, círculos y semicírculos.  En la mitad de su cabeza estaba señalado con un marcador, como gusano en albaricoque, desde la parte de atrás de su cuello, algo diferente. Deformado, roto, pero exclusivo. Una mancha negra con forma de flor que reposaba en la mitad de su cerebro.
Earl se inclinó a mirar la otra foto. Era una fotografía de un hombre con flores, parado al lado de una tumba recién cavada. Estaba inclinado leyendo la lápida. Por un momento se miró como en un salón de espejos o al comienzo de un sketch infinito: Earl miró la foto una y otra vez, viendo al pequeño personaje que estaba en ella, inclinado y leyendo la lápida durante mucho tiempo. Luego empezó posiblemente a llorar o quizás miró el dibujo en silencio. Finalmente, volvió a su cama donde se acostó cerrando los ojos para intentar dormir.
El cigarrillo terminó de quemarse en el baño. El reloj despertador contó hasta diez y volvió a sonar de nuevo.
Earl abre un ojo después del otro para ver un tramo del techo de tejas blancas, interrumpido por un letrero escrito a mano sobre su cabeza, que era lo suficientemente grande para que lo pudiera leer desde su cama.

3
No podrás tener una vida normal nunca más. Debes saberlo. Como puedes tener una novia si no puedes recordar su nombre? No podrás tener niños, a menos que quieras que ellos crezcan con un padre que no los reconoce. Seguro que no podrás conseguir trabajo. No hay muchas profesiones que valoren el olvido, salvo posiblemente la prostitución o seguramente la política.
No. Tu vida se acabó. Eres hombre muerto. La única cosa que los doctores desean hacer es enseñarte a que no seas una carga para los camilleros, y ellos probablemente no te dejen ir nunca a tu casa, donde sea que esté.

Así que la cuestión no es “ser o no ser”, porque no lo eres. La cuestión es si deseas hacer algo con aquello; si te interesa la venganza.
Para la mayoría de la gente sí. En pocas semanas, ellos planean, maquinan y toman medidas para realizar su objetivo. Pero el paso del tiempo es lo que se necesita para corroer ese impulso inicial. El tiempo roba; ¿no era lo que ellos decían? Y el tiempo eventualmente convence a la mayoría de ustedes que el perdón es una virtud. De manera conveniente, cobardía y perdón se ven igual desde una determinada distancia. El tiempo te arrebata tu coraje.

Si el tiempo y el miedo no son suficientes para disuadir a las personas de su venganza, siempre está la autoridad, quien moviendo suavemente su cabeza dirá: Nosotros lo entendemos, pero usted va a ser mejor persona si lo deja ir. Va a estar por encima de ellos. No se rebajará a su nivel. Y además dice la autoridad: si intentas algo estúpido, te encerraremos en una pequeña habitación.
Aunque ellos ya te encerraron en una pequeña habitación, ¿no? Solo que no te encerraron con llave ni te cuidan completamente porque eres un lisiado. Un cadáver. Un vegetal que probablemente no podrá recordar que tiene que comer o cagar si alguien no está ahí para recordarte.
Y el paso del tiempo…ya no te importa, ¿cierto? Siempre los mismos diez minutos, una y otra vez. Así que, ¿cómo puedes perdonar, si ni siquiera recuerdas olvidar?
Probablemente eres del tipo de los que dejan así, ¿no? Eso era antes. Pero ya no eres el hombre que solías ser. Ni siquiera la mitad. Eres una fracción; eres el hombre de los diez minutos.
Claro, la debilidad es mayor. Es el impulso principal. Probablemente prefieras estar sentado y llorando en tu cuartico. Vivir en tu finita colección de recuerdos, puliéndolos cuidadosamente uno tras otro. Media vida detrás de un vidrio, enclavijada en un cartón como si fuera una colección de bichos exóticos. ¿Prefieres vivir detrás del vidrio? Conservado en aspic.
Eso quisieras, pero no puedes, ¿cierto? No puedes por la última adición a tu colección. La última cosa que recuerdas. La cara de él, ese rostro y tu esposa, observándote y pidiéndote ayuda.
Y puede que ahí sea donde tú puedas retirarte cuando todo acabe. Tu pequeña colección. Ellos pueden encerrarte en otro cuarto pequeño y puedes vivir el resto de tu vida en el pasado. Pero únicamente si tienes un papelito en tu mano que diga que ya lo atrapaste.
Sabes que digo la verdad. Sabes que hay un montón de cosas por hacer. Parece imposible, pero estoy seguro que si cada uno cumple con su parte, algo se nos ocurrirá. Pero no tienes mucho tiempo. Tienes de hecho, solo diez minutos antes de que todo de empiece de nuevo. Así que haz algo con el tiempo que tienes.

4
Earl abrió sus ojos y parpadeó en la oscuridad mientras sonaba el despertador. Decía 3:20. La luz de la luna entraba por la ventana, indicando que debía ser muy temprano en la madrugada. Earl encendió con torpeza la lámpara, con un movimiento brusco y por poco la tira al suelo. Aquella luz incandescente se propagó por la habitación, coloreando de amarillo los muebles metálicos, las paredes, y también la frazada. Luego se acostó boca arriba para mirar encima las tejas –también amarillas— del techo, interrumpidas por un letrero escrito a mano. Earl leyó aquella inscripción dos, o quizás tres veces, antes de parpadear y mirar el cuarto alrededor suyo.
Era una habitación sin muchos muebles, probablemente institucional. Había un escritorio al lado de la ventana, el cual estaba casi vacío; con excepción de un despertador cuya alarma sonaba por todo el lugar. En aquel momento, Earl probablemente se percató de que estaba vestido y tenía hasta sus zapatos puestos debajo de las sabanas. Se levantó de su cama y se dirigió el escritorio. Nada de aquella habitación podría sugerir a cualquier observador, que alguien vivía, vive o vivió en aquel sitio, excepto aquellos curiosos recortes de cinta pegados en uno y otro lado de la pared. No hay fotos, no hay libros, nada. Por la ventana se puede ver una luna llena brillando sobre aquel césped pulcramente cuidado.       
Earl presionó el botón de apagar la alarma del despertador y luego miró fijamente las dos llaves pegadas con cinta que tenía en la parte trasera de su mano. Empezó a quitarse la cinta, mientras observaba los cajones vacíos. En el bolsillo izquierdo de su chaqueta descubrió un montón de títulos valores por valor de cien dólares, junto a una carta en sobre cerrado. Luego procedió a revisar el resto de la habitación y el baño donde solo había fragmentos de cinta, colillas de cigarrillo y nada más.
Earl jugó de manera distraída con el tejido de la cicatriz que había en su cuello mientras se devolvía para la cama. Se acostó boca arriba, para mirar de nuevo el techo y leer el letrero encima de él: SAL. SAL DE AHÍ AHORA MISMO. ESA GENTE ESTÁ TRATANDO DE MATARTE.
Earl cerró sus ojos.

5
¿Recuerdas cuando intentaron enseñarte a hacer listas en la escuela? Aquellos tiempos en que el reverso de tu mano era tu agenda del día. Si por alguna razón, aquellas asignaciones se iban con el agua de la ducha, simplemente no los hacías. No hay dirección, decían. No hay disciplina. Así que intentaron forzosamente que lo escribieras en un sitio en donde durara más.
Claro, tus profesores se orinarían de la risa si te vieran ahora, ya que te has convertido en el fruto exacto de sus lecciones sobre organización; ni siquiera puedes ir a mear sin consultar una de tus listas.

Ellos tenían razón. Las listas son las únicas capaces de sacarte de este lío.
Esta es la verdad: la gente, incluso la gente normal, no es más que una persona con una serie de atributos. No es tan simple. Todos estamos a merced del sistema límbico, de nubes de electricidad fluyendo por nuestro cerebro. Cada hombre está dividido en fracciones de veinticuatro horas, a las que le siguen otras veinticuatro horas y así sucesivamente. Es una pantomima cotidiana, un hombre tras otro cediendo el control: un backstage lleno de perdedores implorando por sus 5 minutos de fama. Cada semana, cada día. El hombre enfadado le cede la antorcha al malhumorado, este a su vez al adicto al sexo, al introvertido, al extrovertido, etc. Cada hombre es una turba, una larga cadena de idiotas.  
Esta es la tragedia de la vida: por solo unos pocos minutos de cada día, cada hombre se vuelve un genio. Son instantes de lucidez, de revelación, como quieras llamarlo. Las nubes se bifurcan, los planetas se alinean y todo empieza a ser obvio: Debo dejar de fumar, posiblemente; como puedo ganar rápidamente un millón de dólares, o cual es la llave eterna de la felicidad. Esta es la miserable verdad: por unos pocos instantes, los secretos del universo son expuestos a nosotros simples mortales. La vida es como el truco barato de un prestidigitador.
Pero entonces el genio, el erudito, tiene que pasar la antorcha al chico que sigue en la vía, quien seguramente es un pobre diablo que solo quiere comer una simple bolsa de papas y aquella inspiración, lucidez y salvación le es confiada a un imbécil, a un hedonista o a un simple narcoléptico.          
La única forma de salir de este enredo, obviamente, es tomar medidas para asegurarte que controlas a todos esos idiotas en los que te conviertes. Coger de la mano a cada uno de aquella cadena de idiotas y dirigirlos. La mejor forma de hacerlo es con una lista.
Es como una carta que te escribes a ti mismo. Un plan maestro, preparado por el chico que puede ver la luz, hecho con instrucciones sencillas para que el resto de idiotas comprendan; que puedan seguir los pasos desde el uno hasta el cien. Repítelo cuantas veces sea necesario.
Tu problema es un poquito más agudo, posiblemente, pero fundamentalmente es el mismo.
Es como aquel programa de computadora, “La Habitación China”, ¿lo recuerdas? Un chico se sienta en una pequeña habitación con unas cartas con letras en un lenguaje que no comprende, las cuales tiene que ordenar con la secuencia que otro le dictamina. Las cartas, una vez ordenadas, presuntamente forman un chiste en chino, pero el chico, por supuesto, no entiende el idioma. Solo sigue instrucciones.
Hay unas diferencias obvias con tu situación, claro: escapaste de la habitación en que te tenían, así que todo el programa debe ser portátil. Y el chico que da las instrucciones…bueno ese eres tú también, o al menos, una versión anterior de ti.
Y la broma que resulta al final… puede que sea graciosa[3], aunque no creo que los demás la encuentren cómica.
Esa es la idea. Todo lo que tienes que hacer es seguir tus instrucciones. Como al subir las escaleras o descender de las escalinatas. Un escalón a la vez, siguiendo la lista. Así de sencillo.
Y el secreto –obviamente—de cualquier lista es mantenerla en un lugar donde puedas verla.

6
ÉL PUEDE OIR EL ZUMBIDO por medio de sus pestañas. Insistentemente. Estira el brazo con dirección al reloj despertador, pero no puede apagarlo porque su brazo está inmóvil.
Earl abre sus ojos y ve a un grandulón inclinado sobre él. El hombre lo observa irritado, y continua con su trabajo. Earl observa alrededor de él: está muy oscuro para que sea la oficina de un doctor.
Es entonces cuando el dolor inunda su cerebro, bloqueando el resto de preguntas que tiene. Se retuerce de nuevo, jala salvajemente su antebrazo que le quema como si estuviera en llamas. El brazo no se mueve y el hombre vuelve a mirarlo de manera odiosa. Earl se acomoda en la silla para mirar por encima de la cabeza del hombre.
El ruido y el dolor provienen de una pistola que se encuentra el mano del hombre…un arma con una aguja donde debería haber un cañón. La aguja se clava en la parte inferior del antebrazo de Earl, en la carne viva, marcando unas letras con su paso.
Earl intenta acomodarse de nuevo intentando ver mejor las letras en su brazo, pero no puede. Por lo tanto, se recuesta y observa el techo.
Eventualmente el tatuador apaga el ruido; limpia con gasa el antebrazo de Earl y va a un cuarto donde saca un panfleto que describe qué se debe hacer en caso de posible infección. Después, posiblemente, le cuente a su esposa sobre el hombre y su pequeña nota. Posiblemente su esposa lo convenza de llamar a la policía.
Earl observa su brazo. Las letras brillan en su piel con un pequeño sangrado. Ellas salen desde la correíta de su reloj hasta el parte interior del codo. Earl parpadea luego de ver el mensaje y lo lee de nuevo. Este dice con pequeñas letras mayúsculas, YO VIOLÉ Y ASESINÉ TU ESPOSA.

7
Hoy es tu cumpleaños, así que te tengo un regalito. Desearía haberte comprado una cerveza, pero quien sabe dónde habría terminado.

Así que…te traje una campanita. Creo que empeñé tu reloj para comprarla, pero de todas formas, ¿para qué demonios te sirve un reloj?
Probablemente te estás preguntando, ¿por qué una campana? De hecho, estoy seguro que te lo vas a preguntar cada vez que la encuentres en tu bolsillo. Ya hay muchas palabras. Demasiadas para cada pregunta a la que quieres encontrarle su respuesta.
Bueno no, es una broma. Una broma pragmática. Pero piénsalo de esta manera: No estoy me estoy riendo de ti, sino contigo.
Me gustaría pensar que cada vez que tú metas tu mano en tu bolsillo para sacar la campanita, te preguntes ¿por qué tengo esta campanita? Y una parte de ti, una pequeña pieza de tu roto cerebro lo recuerde y te rías como yo lo hago ahora.
Además ya sabes la respuesta. Es algo que ya aprendiste. Así que si le echas cabeza, lo sabrás.
En tiempos remotos, la gente estaba obsesionada con el miedo a ser enterrada viva. Lo recuerdas? La ciencia médica no era una mínima parte de lo que es hoy, por lo que no era extraño que de un momento a otro, muchos desgraciados despertaran en un ataúd. Por tal razón los ricos tenían pequeños tubos de respiración en sus ataúdes, que partían desde su cajón y llegaban a estar por encima del barro; para que en el hipotético caso que alguno de ellos despertara bajo tierra, no se quedara sin respiración. Ahora bien, ellos probablemente probaron los tubos y se percataron que podían gritar a todo pulmón a través de ellos, pero eran muy estrechos para llevar el sonido. Por lo menos no el necesario para llamar la atención. Por tal razón incrustaron en los tubos, unas cuerdas atadas a campanitas que estarían en las lapidas. Si el muerto volvía a la vida, lo único que tenía que hacer era agitar la campanita hasta que alguien viniera y lo sacara de aquel agujero.
Estoy riéndome ahora, mientras te imagino en un bus o probablemente en un restaurante de comidas rápidas, con tu mano introduciéndose en tu bolsillo y encontrándose con la campanita; mientras te preguntas de donde vino, por qué la tengo. Posiblemente la hagas sonar también.
Feliz cumpleaños, compañero.
No sé quién satanáces encontró una solución a nuestro problema, por lo que no sé si te debo felicitar o me debo felicitar a mí mismo. Lo admito, es un pequeño cambio en tu estilo de vida, pero sin embargo, es la solución más elegante.
Mírate y encontrarás la respuesta.
Eso suena como algo salido de una tarjeta de felicitación de esas que venden en las papelerías de los supermercados. No sé cómo se te ocurrió, pero me quito el sombrero ante ti. No es que entiendas de qué demonios ando hablando, pero honestamente, ha sido una idea genial. Después de todo, la gente necesita espejos para recordarse a sí misma quienes son. Tú no eres diferente.

8
LA VOCECITA MECÁNICA HIZO UNA PAUSA, antes de empezar a repetir las mismas palabras. Decía: “son las 8:00 am. Esta es una llamada de cortesía”. Earl abrió sus ojos y colocó el auricular en el lugar que correspondía. El teléfono reposaba en la cabecera de chapa barata que se extendía por detrás de la cama, pasaba por una esquina y terminaba en el minibar. La televisión estaba encendida, con imágenes color carne halagándose entre ellas. Earl se recostó y se sorprendió al verse tan viejo, bronceado y con el pelo alejándose de su rostro, como rayos de sol. El espejo en el techo estaba roto y el color plateado se desvanecía en los pliegues. Earl continuó observándose a sí mismo, estupefacto de lo que veía. Estaba vestido de los pies a la cabeza, pero su ropa era vieja y desgastada.
Earl tocó una zona familiar de su muñeca izquierda, donde ya no estaba su reloj. Dejo de mirar el espejo para centrarse en su brazo. Estaba desnudo y su piel tenía distinto bronceado, como si nunca hubiese tenido un reloj. El color era igual en toda su piel, con excepción de una flecha negra ubicada al interior de su muñeca, que señalaba la manga de su camisa. Observó la flecha por un instante y posiblemente dejó de frotársela para remangar su camisa.
La flecha apuntaba a una frase tatuada alrededor de la parte interior de su brazo. Earl leyó la oración una o posiblemente dos veces. Otra flecha salía del principio de la frase y señalaba un poco más arriba del brazo de Earl y desaparecía con la manga. Desabotonó su camisa.
Bajó su mirada a su pecho, pudo descifrar las formas, pero no pudo enfocarse en ellas, razón por la cual, miró al espejo sobre él.
La flecha iniciaba en el brazo de Earl, cruzaba su hombro y descendía por su torso superior; terminando en la imagén de la cara de un hombre que ocupaba la mayoría de su pecho. La cara era de un hombre alto, calvo, con bigote y barba. Era una cara particular, pero como en los retratos policiales, tenía cierta cualidad irreal.
El resto de su torso superior estaba cubierto por palabras, frases, partes de información e instrucciones, que estaban escritas al revés, pero que se veían al derecho en el espejo.
Luego de observar lo anterior, Earl se levantó, abotonó su camisa y se dirigió al escritorio; donde sacó un lapicero y un pedazo de papel de cuaderno en el que se dispuso a escribir.

9
No sé dónde estarás cuando leas esto. No estoy seguro si te importara leer esto. Supongo que no lo necesitas.
De verdad es una lástima que tú y yo nunca nos podamos conocer. Pero, como dice la canción “Con el tiempo, cuando leas esta nota, yo ya no estaré”.
Así somos de cercanos en este momento. Es lo que siento. Muchas piezas ya se han unido, se han dado a entender. Supongo que es cuestión de tiempo antes de que lo encuentres.
Quien sabe que habremos hecho para llegar ahí. Debe ser una historia infernal; si tan solo tú pudieras recordar algo de eso. Supongo que es mejor que no lo hagas.
Creo que me acabo de dar cuenta de algo, que probablemente encuentres útil.
Todo el mundo está esperando que El Fin de los días empiece, pero ¿qué pasaría si ya pasó al lado de nosotros? ¿Si la última broma del Día del Juicio hubiese ocurrido y nosotros no nos percatamos? El Apocalipsis llegó silenciosamente; los elegidos ya fueron enviados al cielo y el resto de nosotros, los que fallamos la prueba seguimos vagando, inconscientes de ello; muertos, errantes mucho después de que los dioses dejaron de prestarnos atención, optimistas sobre el futuro.
Pienso que si fuera cierto, da igual lo que hagas. No hay expectativas en ti. Si tú no puedes encontrarlo, no importa, porque nada importa. Y si tú lo encuentras, podrás matarlo sin temer por las consecuencias, porque no hay consecuencias.
Eso es lo que pienso ahora, en este miserable cuartico. En la pared hay fotos enmarcadas de barcos. ¿Dónde estamos? Yo no sé; pero si me preguntaras, creo que estamos en algún lugar de la costa. Si estas preguntándote porqué tu brazo izquierdo esta 5 veces más moreno que el derecho, no sé qué decirte. Supongo que hemos estado manejando mucho tiempo… y no, no sé qué le paso a tu reloj.
¿Todas esas llaves? ni idea. No reconozco ninguna. Llaves de autos, llaves de casas, y llavecitas para candados. ¿En qué mierda nos hemos estado metiendo?
Me pregunto si él se sentirá estúpido cuando lo encuentres, hallado por el hombre de los diez minutos. Asesinado por un vegetal.
Me iré en un instante. Dejaré el lapicero, cerraré los ojos y entonces podrás leer esto si quieres.
Solo quiero que sepas que estoy orgulloso de ti. Ya no hay personas importantes que queden para decírtelo. Las que quedan, tampoco querrán hacerlo

10

LOS OJOS DE EARL ESTABAN BIEN ABIERTOS, mirando a través de la ventana del auto. Sus ojos sonreían. Sonreían a través de la ventana en dirección a la muchedumbre que se reunía en el otro lado de la calle. Aquella turba aglomerada alrededor del cuerpo de la puerta. El cuerpo que se vaciaba lentamente a través de la acera en el desagüe de la tormenta.

Un chico gordito, en posición boca abajo y con los ojos abiertos. Era calvo y tenía barba. En la muerte, como en los retratos policiales, los rostros tienden a ser todos iguales. Pero este es definitivamente peculiar, aunque en realidad podría ser cualquiera.
Earl siguió riendo mientras observaba el abyecto cuerpo y el carro se alejaba del lugar. ¿El carro? ¿Quién lo dice? Puede ser un coche de policía o simplemente un taxi.
Mientras el auto se adentraba en el tráfico, los ojos de Earl brillaban bajo la oscuridad de la noche, observando las últimas imágenes del cuerpo, antes de que este desapareciera en el círculo de peatones preocupados que se aglomeraba a su alrededor. Reía mientras el vehículo proseguía con su ruta, alejándose de la muchedumbre.
La sonrisa de Earl empezó a esfumarse poco a poco. Algo le había ocurrido. Empezó de un momento a otro a buscar en sus bolsillos, de manera relajada inicialmente, como un hombre que busca sus llaves; pero luego mucho más desesperado. Posiblemente el par de esposas que estaban en las manos no le permitía buscar bien. Empezó a vaciar el contenido de sus bolsillos en el asiento. Algo de dinero, un montón de llaves, trozos de papel.
Un objeto de metal, salió disparado de su bolsillo y rodó a través del asiento. Earl se puso frenético. Se inclinó con dirección al plástico que lo separaba del conductor y le suplicó que le prestara un lapicero. Posiblemente el conductor del taxi no hablaba mucho inglés o posiblemente el policía no estaba acostumbrado a hablar con los sospechosos. Sea cual sea la razón, la barrera divisoria entre el hombre que conduce y el pasajero de atrás siguió cerrado y ningún lapicero fue a parar a sus manos.
El carro pasó sobre un bache y Earl parpadeó mientras observó su reflejo en el espejo retrovisor. Estaba calmado. El conductor pasó por otra curva y el objeto de metal se movió en dirección a su pierna mientras emitía un minúsculo sonido. Lo tomó para observarlo de manera curiosa. Era una campanita. Una campanita de metal. En ella estaba escrito su nombre y un compendio de fechas. Reconoció la primera: el año en que nació. La segunda no significa nada para él. Nada de nada.
Al mover la campanita entre sus manos, se percató que el espacio en su muñeca donde solía estar su reloj estaba vacío. Solo había una flecha apuntando a su brazo. Earl observó la flecha y empezó a remangarse su camisa.

11
“Vas a llegar tarde a tu propio funeral” te decía. ¿Recuerdas? Entre más lo pienso, más tonto lo veo. Qué clase de idiota, después de todo, tiene alguna especie de prisa por llegar al final de su propia historia?

Y además, ¿cómo puedo saber si voy tarde? Ya no tengo reloj. No sé qué hicimos con él.
De todas maneras, ¿para qué putas necesitas un reloj? Era una antigüedad. Peso muerto para tu muñeca. El símbolo del viejo tú, el que creía en el tiempo.
No. Tacha eso. No fue hace mucho que perdiste tu fe en el tiempo de la misma manera que el tiempo perdió la fe en ti. ¿Quién lo necesita? ¿Quién quiere ser uno de esos pobres diablos que viven en la seguridad del futuro, la seguridad del momento después del momento, en que sintieron algo fuerte? Viviendo en el momento siguiente, donde ellos no sienten nada. Arrastrándose por las manecillas del reloj, lejos de la gente que les hizo cosas innombrables. Creyendo la mentira de que aquel tiempo, curaría todas las heridas, que no es sino una forma eufemística de decir que el tiempo nos insensibiliza.
Pero eres diferente. Eres mucho más perfecto. El tiempo significa tres cosas para la mayoría de la gente, pero para ti, solo una. Una singularidad, un momento: Este momento. Eres como el centro del reloj, el eje donde se mueven las manecillas. El tiempo se mueve alrededor de ti, pero nunca te mueve a ti. Ha perdido la habilidad de afectarte. ¿Qué dicen ellos? ¿Que el tiempo es un ladrón? No para ti. Cierra tus ojos y podrás empezar una y otra vez. Evoca esa emoción necesaria tan fresca como las rosas.
El tiempo es un absurdo. Una abstracción. La única cosa que importa es el momento. Este preciso momento que se repite un millón de veces. Debes creerme. Si este momento se repite, si sigues intentando –porque tendrás que seguir intentando – finalmente podrás seguir con el siguiente punto de tu lista.

[1] En inglés CRS disease, que quiere decir “Can't Remember Shit Disease” o sea, “no recuerdo una mierda”.
[2] Del inglés single –serving package.
[3] La frase en el original es “Got the punch line”. “Punch line es la parte final de un chiste con la que el humorista busca hacer reír. Como en español no hay un equivalente, eso fue lo mejor que pude hacer con aquella frase

martes, 13 de septiembre de 2016

HORACIO QUIROGA - EL DESTERRADO




LOS DESTERRADOS 

Misiones, como toda región de frontera, es rica en tipos pintorescos. Suelen serlo extraordinariamente aquellos que, a semejanza de las bolas de billar, han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y emprenden los rumbos más inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que, gracias al efecto, reaccionaron del modo más imprevisto.
En los tiempos heroicos del obraje y la yerbamate, el Alto Paraná sirvió de campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos o tres de los cuales alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después. Figura a la cabeza de aquéllos un bandolero de un desenfado tan grande en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters sobre el primer transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de su patria formaban parte de su carne misma. Se llamaba Sidney Fitz-Patrick,y poseía una cultura superior a la de un egresado de Oxford. A la misma época pertenece el cacique Pedrito, cuyas indiadas mansas compraron en los obrajes los primeros pantalones. Nadie le había oído a este cacique de faz poco india una palabra en lengua cristiana, hasta el día en que al lado de un hombre que silbaba un aria de La Traviata, el cacique prestó un momento atención, diciendo luego en perfecto castellano:
–La Traviata... Yo asistí a su estreno en Montevideo, el 59...
Naturalmente, ni aun en las regiones del oro o el caucho abundan tipos de este romántico color. Pero en las primeras avanzadas de la civilización al norte del Iguazú, actuaron algunas figuras nada despreciables, cuando los obrajes y campamentos de yerba del Guayra se abastecían por medio de grandes lanchones izados durante meses y meses a la sirga contra una corriente de Infierno, y hundidos hasta la borda bajo el peso de mercancías averiadas, charques, mulas y hombres, que a su vez tiraban como forzados, y que alguna vez regresaron sólo sobre diez tacuaras a la deriva, dejando a la embarcación en el más grande silencio.
De estos primeros mensús formó parte el negro Joâo Pedro, uno de los tipos de aquella época que alcanzaron hasta nosotros. Joâo Pedro había desembocado un mediodía del monte con el pantalón arremangado sobre la rodilla, y el grado de general, al frente de ocho o diez brasileños en el mismo estado que su jefe.
En aquel tiempo –como ahora– el Brasil desbordaba sobre Misiones, a cada revolución, hordas fugitivas cuyos machetes no siempre concluían de enjugarse en tierra extranjera.
Joâo Pedro, mísero soldado, debía a su gran conocimiento del monte su ascenso a general. En tales condiciones, y después de semanas de bosque virgen que los fugitivos habían perforado como diminutos ratones, los brasileños guiñaron los ojos enceguecidos ante el Paraná, en cuyas aguas albeantes hasta hacer doler los ojos, el bosque se cortaba por fin.
Sin motivos de unión ya, los hombres se desbandaron. Joâo Pedro remontó el Paraná hasta los obrajes, donde actuó breve tiempo, sin mayores peripecias para sí mismo. Y advertimos esto último, porque cuando un tiempo después Joâo Pedro acompañó a un agrimensor hasta el interior de la selva, concluyó en esta forma y en esta lengua de frontera el relato del viaje:
–Después tivemos um disgusto... E dos dois, volvió um solo.
Durante algunos años, luego, cuidó del ganado de un extranjero, allá en los pastizales de la sierra, con el exclusivo objeto de obtener sal gratuita para cebar los barreros de caza, y atraer tigres. El propietario notó al fin que sus terneras morían como ex profeso enfermas en lugares estratégicos para cazar tigres, y tuvo palabras duras para su capataz. Éste no respondió en el momento; pero al día siguiente los pobladores hallaban en la picada al extranjero, terriblemente azotado a machetazos, como quien cancha yerba de plano.
También esta vez fue breve la confidencia de nuestro hombre:
–Olvidóse de que eu era home como ele... E canchei o francéis.
El propietario era italiano; pero lo mismo daba, pues la nacionalidad atribuida por Joâo Pedro era entonces genérica para todos los extranjeros. Años después, y sin motivo alguno que explique el cambio de país, hallamos al ex general dirigiéndose a una estancia del Ibera cuyo dueño gozaba fama de pagar de extraño modo a los peones que reclamaban su sueldo.
Joâo Pedro ofreció sus servicios, que el estanciero aceptó en estos términos:
–A vos, negro, por tus motas, te voy a pagar dos pesos y la rapadura. No te olvidés de venir acobrar a fin de mes.
Joâo Pedro salió mirándolo de reojo; y cuando a fin de mes fue a cobrar su sueldo, el dueño dela estancia le dijo:
–Tendé la mano, negro, y apretá fuerte.
Y abriendo el cajón de la mesa, le descargó encima el revólver .Joâo Pedro salió corriendo con su patrón detrás que lo tiroteaba, hasta lograr hundirse en una laguna de aguas podridas, donde arrastrándose bajo los camalotes y pajas, pudo alcanzar un tacurú que se alzaba en el centro como un cono. Guareciéndose tras él, el brasileño esperó, atisbando a su patrón con un ojo.
–No te movás, moreno –le gritó el otro, que había concluido sus municiones.
Joâo Pedro no se movió, pues tras él el Ibera borbotaba hasta el Infinito. Y cuando asomó de nuevo la nariz, vio a su patrón que regresaba al galope con el winchester cogido por el medio. Comenzó entonces para el brasileño una prolija tarea, pues el otro corría a caballo buscando hacer blanco en el negro, y éste giraba a la par alrededor del tacurú, esquivando el tiro.
–Ahí va tu sueldo, macaco –gritaba el estanciero al galope; y la cúspide del tacurú volaba en pedazos.
Llegó un momento en que Joâo Pedro no pudo sostenerse más, y en un instante propicio se hundió de espaldas en el agua pestilente, con los labios estirados a flor de camalotes y mosquitos, para respirar. El otro, al paso ahora, giraba alrededor de la laguna buscando al negro. Al fin se retiró, silbando en voz baja y con las riendas sueltas sobre la cruz del caballo.
En la alta noche el brasileño abordó el ribazo de la laguna, hinchado y tiritando, y huyó de la estancia, poco satisfecho al parecer del pago de su patrón, pues se detuvo en el monte a conversar con otros peones prófugos, a quienes se debía también dos pesos y la rapadura. Dichos peones llevaban una vida casi independiente, de día en el monte, y de noche en los caminos. Pero como no podían olvidar a su ex patrón, resolvieron jugar entre ellos a la suerte el cobro de sus sueldos, recayendo dicha misión en el negro Joâo Pedro, quien se encaminó por segunda veza la estancia, montado en una mula.
Felizmente –pues ni uno ni otro desdeñaban la entrevista–, el peón y su patrón se encontraron; éste con su revólver al cinto, aquél con su pistola en la pretina. Ambos detuvieron sus cabalgaduras a veinte metros.
–Está bien, moreno –dijo el patrón–. ¿Venís a cobrar tu sueldo? Te voy a pagar en seguida.
–Eu vengo –respondió Joâo Pedro– a quitar a vocé de en medio. Atire vocé primeiro, e nao erre.
–Me gusta, macaco. Sujétate entonces bien las motas...
–Atire.
–¿Pois nao? –dijo aquél.
–Pois é –asintió el negro, sacando la pistola.
El estanciero apuntó, pero erró el tiro. Y también esta vez, de los dos hombres regresó uno solo.
El otro tipo pintoresco que alcanzó hasta nosotros era también brasileño, como lo fueron casi todos los primeros pobladores de Misiones. Se le conoció siempre por Tirafogo, sin que nadie haya sabido de él nombre otro alguno, ni aun la policía, cuyo dintel por otro lado nunca llegó a pisar.
Merece este detalle mención, porque a pesar de haber sorbido nuestro hombre más alcohol del que pueden soportar tres jóvenes fuertes, logró siempre esquivar, fresco o borracho, el brazo de los agentes. Las chacotas que levanta la caña en las bailantas del Alto Paraná, no son cosa de broma. Un machete de monte, animado de un revés de muñeca de mensú, parte hasta el bulbo el cráneo de un jabalí; y una vez, tras un mostrador, hemos visto al mismo machete, y del mismo revés, quebrar como una caña el antebrazo de un hombre, después de haber cortado limpiamente en su vuelo el acero de una trampa de ratas, que pendía del techo.
Si en bromas de esta especie o en otras más ligeras, Tirafogo fue alguna vez actor, la policía lo ignora. Viejo ya, esta circunstancia le hacía reír, al recordarla por cualquier motivo:
–¡Eu nunca estive na policia!
Por sobre todas sus actividades, fue domador. En los primeros tiempos del obraje se llevaban allá mulas chúcaras, y Tirafogo iba con ellas. Para domar, no había entonces más espacio que los rozados de la playa, y presto las mulas de Tirafogo partían a estrellarse contra los árboles o caían en los barrancos, con el domador debajo. Sus costillas se habían roto y soldado infinidad de veces, sin que su propietario guardara por ello el menor rencor a las muías.
–¡Eu gosto mesmo –decía– de lidiar con elas!
El optimismo era su cualidad específica. Hallaba siempre ocasión de manifestar su satisfacción de haber vivido tanto tiempo. Una de sus vanidades era el pertenecer a los antiguos pobladores de la región, que solíamos recordar con agrado.
–¡Eu só antiguo! –exclamaba, riendo y estirando desmesuradamente el cuello adelante–.¡Antiguo!
En el período de las plantaciones se le reconocía desde lejos por sus hábitos para carpir mandioca. Este trabajo, a pleno Sol de verano, y en hondonadas a veces donde no llega un soplo de aire, se lleva a cabo en las primeras horas de la mañana y en las últimas de la tarde. Desde las once a las dos, el paisaje se calcina solitario en un vaho de fuego. Éstas eran las horas que elegía Tirafogo para carpir descalzo la mandioca. Se quitaba la camisa, se arremangaba el calzoncillo por encima de la rodilla, y sin más protección que la de su sombrero orlado entre paño y cinta de puchos de chala, se doblaba a carpir concienzudamente su mandioca, con la espalda deslumbrante de sudor y reflejos. Cuando los peones volvían de nuevo al trabajo a favor del ambiente ya respirable, Tirafogo había concluido el suyo. Recogía la azada, quitaba un pucho de su sombrero, y se retiraba fumando y satisfecho.
–¡Eu gosto –decía– de poner os yuyos pés arriba ao Sol!
En la época en que yo llegué allá, solíamos hallar al paso a un negro muy viejo y flaquísimo que caminaba con dificultad y saludaba siempre con un trémulo “Bon día, patrón” quitándose humildemente el sombrero ante cualquiera.
Era Joâo Pedro. Vivía en un rancho, lo más pequeño y lamentable que puede verse en el género, aun en un país de obrajes, al borde de un terrenito anegadizo de propiedad ajena. Todas las primaveras sembraba un poco de arroz –que todos los veranos perdía– y las cuatro mandiocas indispensables para subsistir, y cuyo cuidado le llevaba todo el año, arrastrando las piernas.
Sus fuerzas no daban para más. En el mismo tiempo, Tirafogo no carpía más para los vecinos. Aceptaba todavía algún trabajo de lonja que demoraba meses en entregar, y no se vanagloriaba ya de ser antiguo en un país totalmente transformado.
Las costumbres, en efecto, la población y el aspecto mismo del país, distaban, como la realidad de un sueño, de los primeros tiempos vírgenes, cuando no había límite para la extensión de los rozados, y éstos se efectuaban entre todos y para todos, por el sistema cooperativo. No se conocía entonces la moneda, ni el Código Rural, ni las tranqueras con candado, ni los breeches.
Desde el Pequirí al Paraná, todo era Brasil y lengua materna, hasta con los francéis de Posadas. Ahora el país era distinto, nuevo, extraño y difícil. Y ellos, Tirafogo y Joâo Pedro, estaban ya muy viejos para reconocerse en él.
El primero había alcanzado los ochenta años, y Joâo Pedro sobrepasaba esa edad. El enfriamiento del uno, a quien el primer día nublado relegaba a quemarse las rodillas y las manos junto al fuego, y las articulaciones endurecidas del otro, les hicieron acordarse por fin, en aquel medio hostil, del dulce calor de la madre patria.
–E' –decía Joâo Pedro a su compatriota, mientras se resguardaban ambos del humo con la mano–. Estemos lejos de nossa terra, seu Tira... E un día temos de morrer.
–E' –asentía Tirafogo, moviendo a su vez la cabeza–. Temos de morrer, seu Joâo... E lonje da terra...
Se visitaban ahora con frecuencia, y tomaban mate en silencio, enmudecidos por aquella tardía sed de la patria. Algún recuerdo, nimio por lo común, subía a veces a los labios de alguno de ellos, suscitado por el calor del hogar.
–Havíamos na casa dois vacas... –decía el uno muy lentamente–. E eu brinqué mesmo con oscachorros de papae...
–Pois nâo, seu Joâo... –apoyaba el otro, manteniendo fijos en el fuego sus ojos en que sonreía una ternura casi infantil.
–E eu me lembro de todo... E de mamae... A mamae moça...
Las tardes pasaban de este modo, perdidos ambos de extrañeza en la flamante Misiones.
Para mayor extravío, se iniciaba en aquellos días el movimiento obrero, en una región que no conserva del pasado jesuítico sino dos dogmas: la esclavitud del trabajo, para el nativo, y la inviolabilidad del patrón.
Se vieron huelgas de peones que esperaban a Boycott como a un personaje de Posadas, y manifestaciones encabezadas por un bolichero a caballo que llevaba la bandera roja, mientras los peones analfabetos cantaban apretándose alrededor de uno de ellos, para poder leer la Internacional que aquél mantenía en alto.
Se vieron detenciones sin que la caña fuera su motivo, y hasta se vio la muerte de un sahib.
Joâo Pedro, vecino del pueblo, comprendió de todo esto menos aún que el bolichero de trapo rojo, y aterido por el otoño ya avanzado, se encaminó a la costa del Paraná.
También Tirafogo había sacudido la cabeza ante los nuevos acontecimientos. Y bajo su influjo, y el del viento frío que rechazaba el humo, los dos proscriptos sintieron por fin concretarse los recuerdos natales que acudían a sus mentes con la facilidad y transparencia de los de una criatura.
Sí; la patria lejana, olvidada durante ochenta años. Y que nunca, nunca...
–¡Seu Tira! –dijo de pronto Joâo Pedro, con lágrimas fluidísimas a lo largo de sus viejos carrillos–. ¡Eu nao quero morrer sin ver a minha terra!... E muito lonje o que eu tengo vivido…
A lo que Tirafogo respondió: –Agora mesmo eu tenía pensado proponer a vocé... Agora mesmo, seu Joâo Pedro... eu vía na ceniza a casinha... O pinto bataraz de que eu só cuidei...
Y con un puchero, tan fluido como las lágrimas de su compatriota, balbuceó:
–¡Eu quero ir lá!... ¡A nossa terra é lá, seu Joâo Pedro!... A mamae do velho Tirafogo...
El viaje, de este modo, quedó resuelto. Y no hubo en cruzado alguno mayor fe y entusiasmo que los de aquellos dos desterrados casi caducos, en viaje hacia su tierra natal. Los preparativos fueron breves, pues breve era lo que dejaban y lo que podían llevar consigo. Plan, en verdad, no poseían ninguno, si no es el marchar perseverante, ciego y luminoso a la vez, como de sonámbulos, y que los acercaba día a día a la ansiada patria.
Los recuerdos de la edad infantil subían a sus mentes con exclusión de la gravedad del momento. Y caminando, y sobretodo cuando acampaban de noche, uno y otro partían en detalles de la memoria que parecían dulces novedades, a juzgar por el temblor de la voz.
–Eu nunca dije para vôcé, seu Tira... ¡O meu irmao mau piqueno esteve uma vez muito doente!
O, si no, junto al fuego, con una sonrisa que había acudido ya a los labios desde largo rato:
–O mate de papae cayóse umaz vez de mim... ¡E batióme, seu Joâo!
Iban así, riquísimos de ternura y cansancio, pues la sierra central de Misiones no es propicia al paso de los viejos desterrados. Su instinto y conocimiento del bosque les proporcionaban el sustento y el rumbo por los senderos menos escarpados.
Pronto, sin embargo, debieron internarse en el monte cerrado, pues había comenzado uno de esos períodos de grandes lluvias que inundan la selva de vapores entre uno y otro chaparrón, y transforman las picadas en sonantes torrenteras de agua roja.
Aunque bajo el bosque virgen, y por violentos que sean los diluvios, el agua no corre jamás sobre la capa de humus, la miseria y la humedad ambiente no favorecen tampoco el bienestar delos que avanzan por él.
Llegó pues una mañana en que los dos viejos proscriptos, abatidos por la consunción y la fiebre, no pudieron ponerse de pie.
Desde la cumbre en que se hallaban, y al primer rayo de Sol que rompía tardísimo la niebla, Tirafogo, con un resto más de vida que su compañero, alzó los ojos, reconociendo los pinares nativos. Allá lejos vio en el valle, por entre los altos pinos, un viejo rozado cuyo dulce verde se llenaba de luz entre las sombrías araucarias.
–¡Seu Joâo! –murmuró, sosteniéndose apenas sobre los puños– ¡E'a terra o que vôce pode ver lá! ¡Temo chegado, seu Joâo Pedro!
Al oír esto, Joâo Pedro abrió los ojos, fijándolos inmóviles en el vacío, por largo rato.
–Eu cheguei ya, meu compatricio... –dijo.
Tirafogo no apartaba la vista del rozado.
–Eu vi a terra... E' lá... –murmuraba.
–Eu cheguei –respondió todavía el moribundo–. Vôcé viu a terra. E eu estó lá.
–O que é... seu Joâo Pedro –dijo Tirafogo–, o que é, é que vócé está de morrer... ¡Vôcé nâo chegou!
Joâo Pedro no respondió esta vez. Ya había llegado. Durante largo tiempo Tirafogo quedó tendido de cara contra el suelo mojado, removiendo de tarde en tarde los labios. Al fin abrió los ojos, y sus facciones se agrandaron de pronto en una expresión de infantil alborozo:
–¡Ya cheguei, mamae!... O Joâo Pedro tinha razâu... ¡Vou com ele!...

domingo, 11 de septiembre de 2016

F. Scott Fitzgerald

Volver a Babilonia


-¿Y dónde está el señor Campbell? -preguntó Charlie.
-Se ha ido a Suiza. El señor Campbell está bastante enfermo, señor Wales.
-Lo lamento. ¿Y George Hardt? -preguntó Charlie.
-Ha vuelto a Estados Unidos, a trabajar.
-¿Y dónde está el Pájaro de las Nieves?
-Estuvo aquí la semana pasada. De todas maneras, su amigo, el señor Schaeffer, está en París.
Dos nombres conocidos entre la larga lista de hacía año y medio. Charlie garabateó una dirección en su libreta y arrancó la página.
-Si ve al señor Schaeffer, dele esto -dijo-. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no tengo hotel.
La verdad es que no sentía demasiada decepción por encontrar París tan vacío. Pero el silencio en el bar del hotel Ritz resultaba extraño, portentoso. Ya no era un bar norteamericano: Charlie lo encontraba demasiado encopetado; ya no se sentía allí como en su casa. El bar había vuelto a ser francés. Había notado el silencio desde el momento en que se bajó del taxi y vio al portero, que a aquellas horas solía estar inmerso en una actividad frenética, charlando con un “chasseur” junto a la puerta de servicio.
En el pasillo sólo oyó una voz aburrida en los aseos de señoras, en otro tiempo tan ruidosos. Y cuando entró en el bar, recorrió los siete metros de alfombra verde con los ojos fijos, mirando al frente, según una vieja costumbre; y luego, con el pie firmemente apoyado en la base de la barra del bar, se volvió y examinó la sala, y sólo encontró en un rincón una mirada que abandonó un instante la lectura del periódico. Charlie preguntó por el jefe de camareros, Paul, que en los últimos días en que la Bolsa seguía subiendo iba al trabajo en un automóvil fuera de serie, fabricado por encargo, aunque lo dejaba, con el debido tacto, en una esquina cercana. Pero aquel día Paul estaba en su casa de campo, y fue Alix el que le dio toda la información.
-Bueno, ya está bien -dijo Charlie-, voy a tomarme las cosas con calma.
Alix lo felicitó:
-Hace un par de años iba a toda velocidad.
-Todavía aguanto perfectamente -aseguró Charlie- Llevo aguantando un año y medio.
-¿Qué le parece la situación en Estados Unidos?
-Llevo meses sin ir a Estados Unidos. Tengo negocios en Praga, donde represento a un par de firmas. Allí no me conocen.
Alix sonrió.
-¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de George Hardt? -dijo Charlie-. Por cierto, ¿qué ha sido de Claude Fessenden?
Alix bajó la voz, confidencial:
-Está en París, pero ya no viene por aquí. Paul no se lo permite. Ha acumulado una deuda de treinta mil francos, cargando en su cuenta todas las bebidas y comidas y, casi a diario, también las cenas de más de un año. Y cuando Paul le pidió por fin que pagara, le dio un cheque sin fondos.
Alix movió la cabeza con aire triste.
-No lo entiendo; era un verdadero dandi. Y ahora está hinchado, abotargado… -dibujó con las manos una gorda manzana.
Charlie observó a un estridente grupo de homosexuales que se sentaban en un rincón.
“Nada les afecta”, pensó. “Las acciones suben y bajan, la gente haraganea o trabaja, pero ésos siguen como siempre”.
El bar lo oprimía. Pidió los dados y se jugó con Alix por el trago.
-¿Estará aquí mucho tiempo, señor Wales?
-Cuatro o cinco días, para ver a mi hija.
-¡Ah! ¿Tiene una hija?
En la calle los anuncios luminosos rojos, azul de gas o verde fantasma, fulguraban turbiamente entre la lluvia tranquila. Se acababa la tarde y había un gran movimiento en las calles. Los “bistros” relucían. En la esquina del Boulevard des Capucines tomó un taxi. La Place de la Concorde apareció ante su vista majestuosamente rosa; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la imprevista atmósfera provinciana de la Rive Gauche.
Le pidió al taxista que se dirigiera a la Avenue de l’Opera, que quedaba fuera de su camino. Pero quería ver cómo la hora azul se extendía sobre la fachada magnífica, e imaginar que las bocinas de los taxis, tocando sin fin los primeros compases de La plus que lent, eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban echando las persianas metálicas de la librería Brentano, y ya había gente cenando tras el seto elegante y pequeño burgués del restaurante Duval. Nunca había comido en París en un restaurante verdaderamente barato: una cena de cinco platos, cuatro francos y medio, vino incluido. Por alguna extraña razón deseó haberlo hecho.
Mientras seguían recorriendo la Rive Gauche, con aquella sensación de provincianismo imprevisto, pensaba: “Para mí esta ciudad está perdida para siempre, y yo mismo la eché a perder. No me daba cuenta, pero los días pasaban sin parar, uno tras otro, y así pasaron dos años, y todo había pasado, hasta yo mismo”.
Tenía treinta y cinco años y buen aspecto. Una profunda arruga entre los ojos moderaba la expresividad irlandesa de su cara. Cuando tocó el timbre en casa de su cuñada, en la Rue Palatine, la arruga se hizo más profunda y las cejas se curvaron hacia abajo; tenía un pellizco en el estómago. Tras la criada que abrió la puerta surgió una adorable chiquilla de nueve años que gritó: “¡Papaíto!”, y se arrojó, agitándose como un pez, entre sus brazos. Lo obligó a volver la cabeza, cogiéndolo de una oreja, y pegó su mejilla a la suya.
-Mi cielo -dijo Charlie.
-¡Papíto, papito, papito, papito, papi, papi, papi!
La niña lo llevó al salón, donde esperaba la familia, un chico y una chica de la edad de su hija, su cuñada y el marido. Saludó a Marion, intentando controlar el tono de la voz para evitar tanto un fingido entusiasmo como una nota de desagrado, pero la respuesta de ella fue más sinceramente tibia, aunque atenuó su expresión de inalterable desconfianza dirigiendo su atención hacia la hija de Charlie. Los dos hombres se dieron la mano amistosamente y Lincoln Peters dejó un momento la mano en el hombro de Charlie.
La habitación era cálida, agradablemente norteamericana. Los tres niños se sentían cómodos, jugando en los pasillos amarillos que llevaban a las otras habitaciones; la alegría de las seis de la tarde se revelaba en el crepitar del fuego y en el trajín típicamente francés de la cocina. Pero Charlie no conseguía serenarse; tenía el corazón en vilo, aunque su hija le transmitía tranquilidad, confianza, cuando de vez en cuando se le acercaba, llevando en brazos la muñeca que él le había traído.
-La verdad es que perfectamente -dijo, respondiendo a una pregunta de Lincoln-. Hay cantidad de negocios que no marchan, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, maravillosamente bien. El mes que viene llegará mi hermana de Estados Unidos para ocuparse de la casa. El año pasado tuve más ingresos que cuando tenía dinero. Ya sabes, los checos…
Alardeaba con un propósito específico; pero, un momento después, al adivinar cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió de tema:
-Ustedes tienen unos niños estupendos, muy bien educados.
-Honoria también es una niña estupenda.
Marion Peters volvió de la cocina. Era una mujer alta, de mirada inquieta, que en otro tiempo había poseído una belleza fresca, norteamericana. Charlie nunca había sido sensible a sus encantos y siempre se sorprendía cuando la gente hablaba de lo guapa que había sido. Desde el principio los dos habían sentido una mutua e instintiva antipatía.
-¿Cómo has encontrado a Honoria? -preguntó Marion.
-Maravillosa. Me ha dejado asombrado lo que ha crecido en diez meses. Los tres niños tienen muy buen aspecto.
-Hace un año que no llamamos al médico. ¿Cómo te sientes al volver a París?
-Me extraña mucho que haya tan pocos norteamericanos.
-Yo estoy encantada -dijo Marion con vehemencia-. Ahora por lo menos puedes entrar en las tiendas sin que den por sentado que eres millonario. Lo hemos pasado mal, como todo el mundo, pero en conjunto ahora estamos muchísimo mejor.
-Pero, mientras duró, fue estupendo -dijo Charlie-. Éramos una especie de realeza, casi infalible, con una especie de halo mágico. Esta tarde, en el bar -titubeó, al darse cuenta de su error-, no había nadie, nadie conocido.
Marion lo miró fijamente.
-Creía que ya habías tenido bares de sobra.
-Sólo he estado un momento. Sólo tomo una copa por las tardes, y se acabó.
-¿No quieres un coctel antes de la cena? -preguntó Lincoln.
-Sólo tomo una copa por las tardes, y por hoy ya está bien.
-Espero que te dure -dijo Marion.
La frialdad con que habló demostraba hasta qué punto le desagradaba Charlie, que se limitó a sonreír. Tenía planes más importantes. La extraordinaria agresividad de Marion le daba cierta ventaja, y podía esperar. Quería que fueran ellos los primeros en hablar del asunto que, como sabían perfectamente, lo había llevado a París.
Durante la cena no terminó de decidir si Honoria se parecía más a él o a su madre. Sería una suerte si no se combinaban en ella los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Se apoderó de Charlie un profundo deseo de protegerla. Creía saber lo que tenía que hacer por ella. Creía en el carácter; quería retroceder una generación entera y volver a confiar en el carácter como un elemento eternamente valioso. Todo lo demás se estropeaba.
Se fue enseguida, después de la cena, pero no para volver a casa. Tenía curiosidad por ver París de noche con ojos más perspicaces y sensatos que los de otro tiempo. Fue al Casino y vio a Josephine Baker y sus arabescos de chocolate.
Una hora después abandonó el espectáculo y fue dando un paseo hacia Montmartre, subiendo por Rue Pigalle, hasta la Place Blanche. Había dejado de llover y alguna gente en traje de noche se apeaba de los taxis ante los cabarés, y habíacocottes que trabajaban la calle, solas o en pareja, y muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada de la que salía música y se detuvo con una sensación de familiaridad; era el Bricktop, donde había dejado tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más abajo descubrió otro de sus antiguos puntos de encuentros e imprudentemente se asomó al interior. De pronto una orquesta entusiasta empezó a tocar, una pareja de bailarines profesionales se puso en movimiento y un maître d’hòtel se le echó encima, gritando:
-¡Está empezando ahora mismo, señor!
Pero Charlie se apartó inmediatamente.
“Tendría que estar como una cuba”, pensó.
El Zelli estaba cerrado; sobre los inhóspitos y siniestros hoteles baratos de los alrededores reinaba la oscuridad; en la Rue Blanche había más luz y un público local y locuaz, francés. La Cueva del Poeta había desaparecido, pero las dos inmensas fauces del Café del Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando; incluso devoraron, mientras Charlie miraba, el exiguo contenido de un autobús de turistas: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana que se quedaron mirándolo con ojos de espanto.
Y a esto se limitaba el esfuerzo y el ingenio de Montmartre. Toda la industria del vicio y la disipación había sido reducida a una escala absolutamente infantil, y de repente Charlie entendió el significado de la palabra “disipado”: disiparse en el aire; hacer que algo se convierta en nada. En las primeras horas de la madrugada ir de un lugar a otro supone un enorme esfuerzo, y cada vez se paga más por el privilegio de moverse con mayor lentitud.
Se acordaba de los billetes de mil francos que había dado a una orquesta para que tocara cierta canción, de los billetes de cien francos arrojados a un portero para que llamara a un taxi.
Pero no había sido a cambio de nada.
Aquellos billetes, incluso las cantidades más disparatadamente despilfarradas, habían sido una ofrenda al destino, para que le concediera el don de no poder recordar las cosas más dignas de ser recordadas, las cosas que ahora recordaría siempre: haber perdido la custodia de su hija; la huida de su mujer, para acabar en una tumba en Vermont.
A la luz que salía de una brasserie una mujer le dijo algo. Charlie la invitó a huevos y café, y luego, evitando su mirada amistosa, le dio un billete de veinte francos y cogió un taxi para volver al hotel.
II
Se despertó en un día espléndido de otoño: un día de partido de fútbol. El abatimiento del día anterior había desaparecido, y ahora le gustaba la gente de la calle. Al mediodía estaba sentado con Honoria en Le Grand Vatel, el único restaurante que no le recordaba cenas con champán y largos almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en crepúsculos nublados y confusos.
-¿No quieres vegetales? ¿No deberías comer un poco de vegetales?
-Sí, sí.
-Hay épinards y chou-fleur, zanahorias yharicots.
-Quiero chou-fleur.
-¿No preferirías dos vegetales?
-Normalmente sólo almuerzo uno.
-El camarero fingía sentir una extraordinaria pasión por los niños.
Qu’elle est mignonne la petite! Elle parle exactement comme une française.
-¿Y de postre? ¿Esperamos?
El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expectación.
-¿Qué vamos a hacer hoy?
-Primero iremos a la juguetería de la Rue Saint-Honoré y compraremos lo que quieras. Luego iremos al vodevil, en el Empire.
La niña titubeó.
-Me gustaría ir al vodevil, pero no a la juguetería.
-¿Por qué no?
-Porque ya me has traído esta muñeca -se había llevado la muñeca al restaurante-. Y ya tengo muchos juguetes. Y ya no somos ricos, ¿no?
-Nunca hemos sido ricos. Pero hoy puedes comprarte lo que quieras.
-Muy bien -asintió la niña, resignada.
Cuando tenía a su madre y a una niñera francesa, Charlie solía ser más severo; ahora se exigía mucho más a sí mismo, procuraba ser más tolerante; tenía que ser padre y madre a la vez y ser capaz de entender a su hija en todos los aspectos.
-Me gustaría conocerte -dijo con gravedad-. Permítame primero que me presente. Soy Charles J. Wales, de Praga.
-¡Oh, papi! -no podía aguantar la risa.
-¿Y quién es usted, si es tan amable? -continuó, y la niña aceptó su papel inmediatamente:
-Honoria Wales, Rue Palatine, París.
-¿Casada o soltera?
-No, no estoy casada. Soltera.
Charlie señaló la muñeca.
-Pero, madame, tiene usted una hija.
No queriendo desheredar a la pobre muñeca, se la acercó al corazón y buscó una respuesta:
-Estuve casada, pero mi marido murió.
Charlie se apresuró a continuar:
-¿Cómo se llama la niña?
-Simone. Es el nombre de mi mejor amiga del colegio.
-Este mes he sido la tercera de la clase -alardeó-. Elsie -era su prima- sólo es la dieciocho y Richard casi es el último de la clase.
-Quieres a Richard y a Elsie, ¿verdad?
-Sí. A Richard lo quiero mucho y a Elsie también.
Con cautela y sin darle mucha importancia Charlie preguntó:
-¿Y a quién quieres más, a tía Marion o a tío Lincoln?
-Ah, creo que a tío Lincoln.
Cada vez era más consciente de la presencia de su hija. Al entrar al restaurante los había acompañado un murmullo: “…adorable”, y ahora la gente de la mesa de al lado, cada vez que interrumpían sus conversaciones, estaba pendiente de ella, observándola como a un ser que no tuviera más conciencia que una flor.
-¿Por qué no vivo contigo? -preguntó Honoria de repente-. ¿Por qué mamá ha muerto?
-Debes quedarte aquí y aprender mejor el francés. A mí me hubiera sido muy difícil cuidarte tan bien.
-La verdad es que ya no necesito que me cuiden. Hago las cosas sola.
A la salida del restaurante, un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente.
-¡Pero si es el amigo Wales!
-¡Hombre! Lorraine… Dunc…
Eran fantasmas que surgían del pasado: Duncan Schaeffer, un amigo de la universidad. Lorraine Quarrles, una preciosa, pálida rubia de treinta años; una más de la pandilla que lo había ayudado a convertir los meses en días en los pródigos tiempos de hacía tres años.
-Mi marido no ha podido venir este año -dijo Lorraine, respondiéndole a Charlie-. Somos más pobres que las ratas. Así que me manda doscientos dólares al mes y dice que me las arregle como pueda… ¿Es tu hija?
-¿Por qué no te sientas un rato con nosotros en el restaurante? -preguntó Duncan.
-No puedo.
Se alegraba de tener una excusa. Seguía notando el atractivo apasionado, provocador, de Lorraine, pero ahora Charlie se movía a otro ritmo.
-¿Y si quedamos para cenar? -preguntó Lorraine.
-Tengo una cita. Dame tu dirección y te llamaré.
-Charlie, tengo la completa seguridad de que estás sobrio -dijo Lorraine solemnemente-. Estoy segura de que está sobrio, Dunc, te lo digo de verdad. Pellízcalo para ver si está sobrio.
Charlie señaló a Honoria con la cabeza. Lorraine y Dunc se echaron a reír.
-¿Cuál es tu direccion? -preguntó Dunc, escéptico.
Charlie titubeó; no quería decirles el nombre de su hotel.
-Todavía no tengo dirección fija. Ya los llamaré. Vamos al vodevil, al Empire.
-¡Estupendo! Lo mismo que yo pensaba hacer -dijo Lorraine-. Tengo ganas de ver payasos, acróbatas y malabaristas. Es lo que vamos a hacer, Dunc.
-Antes tenemos que hacer un recado -dijo Charlie-. A lo mejor nos vemos en el teatro.
-Muy bien. Estás hecho un auténtico esnob… Adiós, guapísima.
-Adiós.
Honoria, muy educada, hizo una reverencia.
Había sido un encuentro desagradable. Charlie les caía simpático porque trabajaba, porque era serio; lo buscaban porque ahora tenía más fuerza que ellos, porque en cierta medida querían alimentarse de su fortaleza.
En el Empire, Honoria se negó orgullosamente a sentarse sobre el abrigo doblado de su padre. Era ya una persona, con su propio código, y a Charlie le obsesionaba cada vez más el deseo de inculcarle algo suyo antes de que su personalidad cristalizara completamente. Pero era imposible intentar conocerla en tan poco tiempo.
En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine en la sala de espera, donde tocaba una orquesta.
-¿Tomamos una copa?
-Muy bien, pero no en la barra. Busquemos una mesa.
-El padre perfecto.
Mientras oía, un poco distraído, a Lorraine, Charlie observó cómo la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió pensativamente por el salón, preguntándose qué estaría mirando. Se encontraron sus miradas y Honoria sonrió.
-Está buena la limonada -dijo.
¿Qué había dicho? ¿Qué se esperaba él? Mientras volvían a casa en un taxi la abrazó, para que su cabeza descansara en su pecho.
-¿Querida, algunas veces recuerdas de tu madre?
-A veces -contestó vagamente.
-No quiero que la olvides. ¿Tienes alguna foto suya?
-Sí, creo que sí. De todas formas, tía Marion tiene una. ¿Por qué no quieres que la olvide?
-Porque te quería mucho.
-Yo también la quería.
Callaron un momento.
-Papá, quiero vivir contigo -dijo de pronto.
A Charlie le dio un vuelco el corazón; así era como quería que ocurrieran las cosas.
-¿Es que no estás contenta?
-Sí, pero a ti te quiero más que a nadie. Y tú me quieres a mí más que a nadie, ¿verdad?, ahora que mamá ha muerto.
-Claro que sí. Pero no siempre me querrás a mí más que a nadie, cariño. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un papá.
-Sí, es verdad -asintió, muy tranquila.
Charlie no entró en la casa. Volvería a las nueve, y quería mantenerse despejado para lo que debía decirles.
-Cuando estés ya en casa, asómate a esa ventana.
-Muy bien. Adiós, papi, papi, papi, papi.
Esperó a oscuras en la calle hasta que apareció, cálida y luminosa, en la ventana y lanzó a la noche un beso con la punta de los dedos.
III
Lo estaban esperando. Marion, sentada junto a la bandeja del café, vestía un elegante y majestuoso traje negro, que casi hacía pensar en el luto. Lincoln no dejaba de pasearse por la habitación con la animación de quien ya lleva un buen rato hablando. Deseaban tanto como Charlie abordar el asunto. Charlie lo sacó a colación casi inmediatamente:
-Me figuro que saben por qué he venido a verlos, por qué he venido a París.
Marion jugaba con las estrellas negras de su collar, y frunció el ceño.
-Tengo verdaderas ganas de tener una casa -continuó-. Y tengo verdaderas ganas de que Honoria viva conmigo. Aprecio mucho que, por amor a su madre, se hayan ocupado de Honoria, pero las cosas han cambiado… -titubeó y continuó con mayor decisión-, han cambiado radicalmente en lo que a mí respecta, y quisiera pedirles que reconsideren el asunto. Sería una tontería negar que durante tres años he sido un insensato…
Marion lo miraba con dureza.
-…pero todo eso se ha acabado. Como les he dicho, hace un año que sólo bebo una copa al día, y esa copa me la tomo deliberadamente, para que la idea del alcohol no cobre en mi imaginación una importancia que no tiene. ¿Me entienden?
-No -dijo Marion sucintamente.
-Es una especie de truco que me hago a mí mismo, para no olvidar la medida de las cosas.
-Te entiendo -dijo Lincoln- No quieres admitir que el alcohol te atrae.
-Algo así. A veces se me olvida y no bebo. Pero procuro beber una copa al día. De todas maneras, en mi situación, no puedo permitirme beber. Las firmas a las que represento están más que satisfechas con mi trabajo, y quiero traerme a mi hermana desde Burlington para que se ocupe de la casa, y sobre todas las cosas quiero que Honoria viva conmigo. Ustedes saben que, incluso cuando su madre y yo no nos llevábamos bien, jamás permitimos que nada de lo que sucedía afectara a Honoria. Sé que me quiere y sé que soy capaz de cuidarla y… Bueno, ya les he dicho todo. ¿Qué piensan?
Sabía que ahora le tocaba recibir los golpes. Podía durar una o dos horas, y sería difícil, pero si modulaba su resentimiento inevitable y lo convertía en la actitud sumisa del pecador arrepentido, podría imponer por fin su punto de vista.
“Domínate”, se decía a sí mismo. “Quieres a Honoria”.
Lincoln fue el primero en responderle:
-Llevamos hablando de este asunto desde que recibimos tu carta el mes pasado. Estamos muy contentos de que Honoria viva con nosotros. Es una criatura adorable, y nos alegra mucho poder ayudarla, pero, claro está, ya sé que ése no es el problema…
Marion lo interrumpió súbitamente.
-¿Cuánto tiempo aguantarás sin beber, Charlie? -preguntó.
-Espero que siempre.
-¿Y qué crédito se les puede dar a esas palabras?
-Saben que nunca había bebido demasiado hasta que dejé los negocios y me vine aquí sin nada que hacer. Luego Helen y yo empezamos a salir con…
-Por favor, no metas a Helen en esto. No soporto que hables de ella así.
Charlie la miró severamente; nunca había estado muy seguro de hasta qué punto se habían apreciado las dos hermanas cuando Helen vivía.
-Me dediqué a beber un año y medio poco más o menos: desde que llegamos hasta que… me derrumbé.
-Demasiado tiempo.
-Demasiado tiempo -asintió.
-Lo hago sólo por Helen -dijo Marion-. Intento pensar qué le gustaría que hiciera. Te lo digo de verdad, desde la noche en que hiciste aquello tan horrible dejaste de existir para mí. No puedo evitarlo. Era mi hermana.
-Ya lo sé.
-Cuando se estaba muriendo, me pidió que me ocupara de Honoria. Si entonces no hubieras estado internado en un sanatorio, las cosas hubieran sido más fáciles.
Charlie no respondió.
-Jamás podré olvidar la mañana en que Helen llamó a mi puerta, empapada hasta los huesos y tiritando, y me dijo que habían echado la llave y no la habías dejado entrar.
Charlie apretaba con fuerza los brazos del sillón. Estaba siendo más difícil de lo que se había esperado. Hubiera querido protestar, demorarse en largas explicaciones, pero sólo dijo:
-La noche en que le cerré la puerta…
Y Marion lo interrumpió:
-No pienso volver a hablar de eso.
Tras un momento de silencio Lincoln dijo:
-Nos estamos saliendo del tema. Quieres que Marion renuncie a su derecho a la custodia y te entregue a Honoria. Yo creo que lo importante es si puede confiar en ti o no.
-No culpo a Marion -dijo Charlie despacio-, pero creo que puede tener absoluta confianza en mí. Mi reputación era intachable hasta hace tres años. Claro está que puedo fallar en cualquier momento, es humano. Pero si esperamos más tiempo perdería la niñez de Honoria y la oportunidad de tener un hogar. -Negó con la cabeza-. Perdería a Honoria, ni más ni menos, ¿no se dan cuenta?
-Sí, te entiendo -dijo Lincoln.
-¿Y por qué no pensaste antes en estas cosas? -preguntó Marion.
-Me figuro que alguna vez pensaría en estas cosas, de cuando en cuando, pero Helen y yo nos llevábamos fatal. Cuando acepté concederle la custodia de la niña, y no me podía mover del sanatorio, estaba hundido, y la Bolsa me había dejado en la ruina. Sabía que me había portado mal y hubiera aceptado cualquier cosa con tal de devolverle la paz a Helen. Pero ahora es distinto. Estoy trabajando, me va malditamente bien, así que…
-Te agradecería que no utilizaras ese lenguaje en mi presencia.
La miró, estupefacto. Cada vez que Marion hablaba, la fuerza de su antipatía hacia él era más evidente. Con su miedo a la vida había construido un muro que ahora levantaba frente a Charlie. Aquel reproche insignificante quizá fuera consecuencia de algún problema que hubiera tenido con la cocinera aquella tarde. La posibilidad de dejar a Honoria en aquella atmósfera de hostilidad hacia él le resultaba cada vez más preocupante. Antes o después saldría a relucir, en alguna frase, en un gesto con la cabeza, y algo de aquella desconfianza arraigaría irrevocablemente en Honoria. Pero procuró que su cara no revelase sus emociones, guardárselas; había obtenido cierta ventaja, porque Lincoln se dio cuenta de lo absurdo de la observación de Marion y le preguntó despreocupadamente desde cuándo le molestaba la palabra “malditamente”.
-Otra cosa -dijo Charlie-: estoy en condiciones de asegurarle ciertas ventajas. Contrataré para la casa de Praga a una institutriz francesa. He alquilado un apartamento nuevo…
Dejó de hablar: se daba cuenta de que había metido la pata. Era imposible que aceptaran con ecuanimidad el hecho de que él ganara de nuevo más del doble que ellos.
-Supongo que puedes ofrecerle más lujos que nosotros -dijo Marion-. Cuando te dedicabas a tirar el dinero, nosotros vivíamos contando cada moneda de diez francos… Y supongo que volverás a hacer lo mismo.
-No, no. He aprendido. Tú sabes que trabajé con todas mis fuerzas diez años, hasta que tuve suerte en la Bolsa, como tantos. Una suerte inmensa. No parecía que tuviera mucho sentido seguir trabajando, así que lo dejé. No se repetirá.
Hubo un largo silencio. Todos tenían los nervios en tensión, y por primera vez desde hacía un año Charlie sintió ganas de beber. Ahora estaba seguro de que Lincoln Peters quería que él tuviera a su hija.
De repente Marion se estremeció; una parte de ella se daba cuenta de que ahora Charlie tenía los pies en la tierra, y su instinto de madre reconocía que su deseo era natural; pero había vivido mucho tiempo con un prejuicio: un prejuicio basado en una extraña desconfianza en la posibilidad de que su hermana fuera feliz, y que, después de una noche terrible, se había transformado en odio contra Charlie. Todo había sucedido en un período de su vida en el que, entre el desánimo de la falta de salud y las circunstancias adversas, necesitaba creer en una maldad y un malvado tangibles.
-Me es imposible pensar de otra manera -exclamó de repente-. No sé hasta qué punto eres responsable de la muerte de Helen. Es algo que tendrás que arreglar con tu propia conciencia.
Charlie sintió una punzada de dolor, como una corriente eléctrica; estuvo a punto de levantarse, y una palabra impronunciable resonó en su garganta. Se dominó un instante, un instante más.
-Ya está bien -dijo Lincoln, incómodo-. Yo nunca he pensado que tú fueras responsable.
-Helen murió de una enfermedad cardiaca -dijo Charlie, sin fuerzas.
-Sí, una enfermedad cardiaca -dijo Marion, como si aquella frase tuviera para ella otro significado.
Entonces, en el instante vacío, insípido, que siguió a su arrebato, Marion vio con claridad que Charlie había conseguido dominar la situación. Miró a su marido y comprendió que no podía esperar su ayuda, y, de pronto, como si el asunto no tuviera ninguna importancia, tiró la toalla.
-Haz lo que te parezca -exclamó levantándose de pronto-. Es tu hija. No soy nadie para interponerme en tu camino. Creo que si fuera mi hija preferiría verla… -consiguió frenarse-. Decídanlo ustedes. No aguanto más. Me siento mal. Me voy a la cama.
Salió casi corriendo de la habitación, y un momento después Lincoln dijo:
-Ha sido un día muy difícil para ella. Ya sabes lo testaruda que es… -parecía pedir excusas-: cuando a una mujer se le mete una idea en la cabeza…
-Claro.
-Todo irá bien. Creo que sabe que ahora tú puedes mantener a la niña, así que no tenemos derecho a interponernos en tu camino ni en el de Honoria.
-Gracias, Lincoln.
-Será mejor que vaya a ver cómo está Marion.
-Me voy ya.
Todavía temblaba cuando llegó a la calle, pero el paseo por la Rue Bonaparte hasta el Sena lo tranquilizó, y, al cruzar el río, siempre nuevo a la luz de las farolas de los muelles, se sintió lleno de júbilo. Pero, ya en su habitación, no podía dormirse. La imagen de Helen lo obsesionaba. Helen, a la que tanto había querido, hasta que los dos habían empezado a abusar de su amor insensatamente, a hacerlo trizas. En aquella terrible noche de febrero que Marion recordaba tan vivamente, una lenta pelea se había demorado durante horas. Recordaba la escena en el Florida, y que, cuando intentó llevarla a casa, Helen había besado al joven Webb, que estaba en otra mesa; y recordaba lo que Helen le había dicho, histérica. Cuando volvió a casa solo, desquiciado, furioso, cerró la puerta con llave. ¿Cómo hubiera podido imaginar que ella llegaría una hora más tarde, sola, y que caería una nevada, y que Helen vagabundearía por ahí en zapatos de baile, demasiado confundida para encontrar un taxi? Y recordaba las consecuencias: que Helen se recuperara milagrosamente de una neumonía, y todo el horror que aquello trajo consigo. Se reconciliaron, pero aquello fue el principio del fin, y Marion, que lo había visto todo con sus propios ojos e imaginaba que aquélla sólo había sido una de las muchas escenas del martirio de su hermana, nunca lo olvidó.
Los recuerdos le devolvieron a Helen, y, en la luz blanca y suave que cuando empieza a amanecer rodea poco a poco a quien está medio dormido, se dio cuenta de que volvía a hablar con ella. Helen le decía que tenía razón en cuanto al asunto de Honoria y que quería que Honoria viviera con él. Dijo que se alegraba de que estuviera bien, de que le fuera bien. Le dijo muchas cosas más, amistosas, pero estaba sentada en un columpio, vestida de blanco, y cada vez se balanceaba más, cada vez más deprisa, así que al final no pudo oír con claridad lo que Helen decía.
IV
Se despertó sintiéndose feliz. El mundo volvía a abrirle las puertas. Hizo planes, imaginó un futuro para Honoria y para él, y de repente se sintió triste, al recordar los planes que había hecho con Helen. Ella no había planeado morir. Lo importante era el presente: el trabajo, alguien a quien querer. Pero no querer demasiado, pues conocía el daño que un padre puede hacerle a una hija, o una madre a un hijo, si los quiere demasiado: más tarde, ya en el mundo, el hijo buscaría en su pareja la misma ternura ciega y, al no poder encontrarla, se rebelaría contra el amor y la vida.
Volvía a hacer un día espléndido, vivificador. Llamó a Lincoln Peters al banco donde trabajaba y le preguntó si Honoria podría acompañarlo cuando regresara a Praga. Lincoln estuvo de acuerdo en que no había ninguna razón para aplazar las cosas. Quedaba una cuestión: el derecho a la custodia. Marion quería conservarlo durante algún tiempo. Estaba muy preocupada con aquel asunto, y se sentiría más tranquila si supiera que la situación seguía bajo su control un año mas. Charlie aceptó: lo único que quería era a la niña, tangible y visible.
También estaba la cuestión de la institutriz. Charlie pasó un buen rato en una agencia sombría hablando con una bearnesa malhumorada y con una campesina bretona regordeta, a ninguna de las cuales hubiera podido soportar. Había otras candidatas a quienes vería al día siguiente.
Comió con Lincoln Peters en el Griffon, intentando dominar su alegría.
-No hay nada comparable a un hijo -dijo Lincoln-. Pero tú comprendes cómo se siente Marion.
-Ya no recuerda de todo lo que trabajé durante siete años en Estados Unidos -dijo Charlie-. Sólo recuerda una noche.
-Eso es distinto -titubeó Lincoln-. Mientras tú y Helen derrochaban dinero por toda Europa, nosotros luchábamos por salir adelante. No he sido ni remotamente rico, nunca he ganado lo suficiente para permitirme algo más que un seguro de vida. Yo creo que Marion pensaba que aquello era una especie de injusticia… Tú ni siquiera trabajabas entonces y cada vez eras más rico.
-El dinero se fue tan rápido como vino -dijo Charlie.
-Sí, y mucho fue a parar a manos de los “chasseurs” y los saxofonistas y los maitres d’hotel… Bueno, se acabó la gran fiesta. Te he dicho esto para explicarte cómo se siente Marion después de estos años de locura. Si pasas un momento por casa a eso de las seis, antes de que Marion esté demasiado cansada, acordaremos los últimos detalles sin ningún problema.
De vuelta al hotel, Charlie encontró un pneumatique que le habían enviado desde el bar del Ritz, donde Charlie había dejado su dirección para un antiguo amigo.
Querido Charlie:
Estabas tan raro cuando nos vimos el otro día, que me pregunté si había hecho algo que pudiera molestarte. Si es así, no me he dado cuenta. La verdad es que me he acordado mucho de ti durante el año pasado, y siempre he abrigado la esperanza de que nos viéramos de nuevo cuando yo volviera a París. Lo pasamos muy bien en aquella primavera disparatada, como aquella noche en que tú y yo robamos la bicicleta de reparto del carnicero, y aquella vez que intentamos hablar por teléfono con el presidente, cuando usabas bombín y bastón. Todos parecen haber envejecido últimamente, pero yo no me siento ni un día más vieja. ¿No podríamos vernos hoy, aunque sólo sea un rato, en honor de aquellos viejos tiempos? Ahora tengo una resaca miserable. Pero me sentiré mucho mejor esta tarde, y te esperaré a eso de las cinco en el Ritz.
Siempre tuya,
Lorraine
La primera sensación de Charlie fue de espanto: espanto de haber robado, ya en edad madura, una bicicleta de reparto para pedalear, con Lorraine a bordo, por la plaza de L’Étoile, de madrugada. Al recordarlo, parecía una pesadilla. Haberle cerrado la puerta a Helen no armonizaba con ningún otro episodio de su vida, pero sí el incidente de la bicicleta: era uno entre muchos. ¿Cuántas semanas o meses de disipación habían sido necesarios para llegar a ese punto de absoluta irresponsabilidad?
Intentó recordar qué le había parecido Lorraine entonces:muy atractiva; a Helen le molestaba, aunque no dijera nada. Hacía veinticuatro horas, en el restaurante, Lorraine le había parecido vulgar, ajada, estropeada. No tenía ninguna, ninguna gana de verla, y se alegraba de que Alix no le hubiera dado la dirección de su hotel. Y era un consuelo pensar en Honoria, imaginar domingos dedicados a ella,y darle los buenos días y saber que pasaba la noche en casa y respiraba en la oscuridad.
A las cinco tomó un taxi y compró regalos para la familia Peters: una graciosa muñeca de trapo, una caja de soldados romanos, flores para Marion, pañuelos de hilo para Lincoln.
Cuando llegó al apartamento, comprendió que Marion había aceptado lo inevitable. Lo recibió como si fuera un pariente díscolo, más que una amenaza ajena a la familia. Honoria sabía ya que se iba con su padre, y Charlie disfrutó al ver cómo, con tacto, la niña procuraba disimular su alegría excesiva. Sólo sentada en sus rodillas le dijo en voz baja lo contenta que estaba y le preguntó, antes de volver con los otros niños, cuándo se irían.
Marion y Charlie se quedaron solos un instante y, dejándose llevar por un impulso, él se atrevió a decirle:
-Las peleas de familia son muy desagradables. No respetan ninguna regla. No son como el dolor ni las heridas: son más bien como llagas que no se curan porque les falta tejido para hacerlo. Me gustaría que tú y yo nos lleváramos mejor.
-Es difícil olvidar ciertas cosas -contestó Marion-. Es cuestión de confianza -Charlie no contestó y Marion preguntó entonces-: ¿Cuándo piensas llevártela?
-Tan pronto como encuentre una institutriz. Pasado mañana, espero.
-No, es imposible. Tengo que preparar sus cosas. Antes del sábado es imposible.
Charlie cedió. Lincoln, que acababa de volver a la habitación, le ofreció una copa.
-Bueno, me tomaré mi whisky diario.
Se notaba el calor, era un hogar, gente reunida junto al fuego. Los niños se sentían seguros e importantes; la madre y el padre eran serios, vigilaban. Tenían cosas importantes que hacer por sus hijos, mucho más importantes que su visita. Una cucharada de medicina era, después de todo, más importante que sus tensas relaciones con Marion. Ni Marion ni Lincoln eran estúpidos, pero estaban demasiado condicionados por la vida y las circunstancias. Charlie se preguntó si no podría hacer algo para librar a Lincoln de la rutina del banco.
Sonó un largo timbrazo: llamaban a la puerta. La bonne a tout faire atravesó la habitación y desapareció en el pasillo. Abrió la puerta después de que volviera a sonar el timbre, y luego se oyeron voces, y los tres miraron hacia la puerta del salón con curiosidad. Lincoln se asomó al pasillo y Marion se levantó. Entonces volvió la criada, seguida de cerca por voces que resultaron pertenecer a Duncan Shaeffer y Lorraine Quarrles.
Estaban contentos, alegres, muertos de risa. Por un instante Charlie se quedó estupefacto: no podía entender cómo habían podido conseguir la dirección de los Peters.
-Ajá -Duncan agitaba el dedo pícaramente en dirección a Charlie-. Ajá.
Dunc y Lorraine soltaron un nuevo aluvión de carcajadas. Nervioso, sin saber qué hacer, Charlie les estrechó la mano rápidamente y se los presentó a Lincoln y Marion. Marion los saludó con un gesto de la cabeza y apenas abrió la boca. Retrocedió hacía la chimenea; su hijita estaba cerca y Marion le echó el brazo por el hombro.
Cada vez más disgustado por la intromisión, Charlie esperaba que le dieran una explicación. Y, después de pensar las palabras un momento, Duncan dijo:
-Hemos venido a invitarte a cenar. Lorraine y yo insistimos en que ya está bien de rodeos y secretitos sobre dónde te alojas.
Charlie se les acercó más, como si así quisiera empujarlos hacia el pasillo.
-Lo siento, pero no puedo. Díganme dónde van a estar y los llamaré por teléfono dentro de media hora.
No se inmutaron. Lorraine se sentó de pronto en el brazo de un sillón y, concentrando toda su atención en Richard, exclamó:
-¡Que niño tan precioso! ¡Ven aquí, cielo!
Richard miró a su madre y no se movió. Lorraine se encogió de hombros ostensiblemente, y volvió a dirigirse a Charlie:
-Ven a cenar. Estoy segura de que tus primos no se molestarán. Te veo tan solem… tan solemne.
-No puedo -respondió Charlie, cortante-. Cenen ustedes, ya los llamaré por teléfono.
La voz de Lorraine se volvió desagradable:
-Bien, nos vamos. Pero acuérdate de cuando aporreaste mi puerta a las cuatro de la mañana y yo tuve el suficiente sentido del humor para darte una copa. Vámonos, Dunc.
Con movimientos pesados, con las caras descompuestas, irritados, con pasos titubeantes, se adentraron en el pasillo.
-Buenas noches -dijo Charlie.
-¡Buenas noches! -respondió Lorraine con énfasis.
Cuando Charlie volvió al salón, Marion no se había movido, pero ahora echaba el otro brazo por el hombro de su hijo. Lincoln seguía meciendo a Honoria de acá para allá, como un péndulo.
-¡Que poca vergüenza! -estalló Charlie-. ¡No hay derecho!
Ni Marion ni Lincoln le respondieron. Charlie se dejó caer en el sillón, cogió el vaso, volvió a dejarlo y dijo:
-Gente a la que no veo desde hace dos años y tienen la increíble desfachatez de…
Se interrumpió. Marion había dejado escapar un «Ya», una especie de suspiro sofocado, rabioso; le había dado de repente la espalda y había salido del salón.
Lincoln dejó a Honoria en el suelo con cuidado.
-Niños, vayan a comer. Empiecen a tomarse la sopa -dijo, y, cuando los niños obedecieron, se dirigió a Charlie-: Marion no está bien y no soporta los sobresaltos. Esa clase de gente la hace sentirse físicamente mal.
-Yo no les he dicho que vinieran. Alguien les habrá dado el nombre y la dirección de ustedes. Deliberadamente han…
-Bueno, es una pena. Esto no facilita las cosas. Perdóname un momento.
Solo, Charlie permaneció en su sillón, tenso. Oía comer a los niños en el cuarto de al lado: hablaban con monosílabos y ya habrían olvidado la escena de los mayores. Oyó el murmullo de una conversación en otro cuarto, más lejos, y el ruido de un teléfono al ser descolgado, y, aterrorizado, se cambió a otra silla para no oír nada más.
Lincoln volvió casi inmediatamente.
-Charlie, creo que dejaremos la cena para otra noche. Marion no se encuentra bien.
-¿Se ha disgustado conmigo?
-Más o menos -dijo Lincoln, casi con malos modos-. No es fuerte y…
-¿Quieres decir que ha cambiado de opinión sobre Honoria?
-Ahora está muy afectada. No sé. Llámame al banco mañana.
-Me gustaría que le explicaras que en ningún momento se me ha pasado por la cabeza traer aquí a esa gente. Estoy tan ofendido como tú.
-Ahora no le puedo explicar nada.
Charlie dejó la silla. Cogió su abrigo y su sombrero y atravesó el pasillo. Abrió la puerta del comedor y dijo con una voz rara:
-Buenas noches, niños.
Honoria se levantó y corrió a abrazarlo.
-Buenas noches, corazón -dijo, ensimismado, y luego, intentando poner más ternura en la voz, intentando arreglar algo, añadió-: Buenas noches, queridos niños.
V
Charlie se dirigió directamente al bar del Ritz con la idea furibunda de encontrarse con Lorraine y Duncan, pero no estaban allí, y cayó en la cuenta de que, en cualquier caso, nada podía hacer. No había tocado el vaso de whisky en casa de los Peters, y ahora pidió un whisky con soda. Paul se acercó para saludarlo.
-Todo ha cambiado mucho -dijo con tristeza-. Ahora el negocio no es ni la mitad de lo que era. Me han dicho que muchos de los que volvieron a Estados Unidos lo perdieron todo, si no en el primer hundimiento de la Bolsa, en el segundo. He oído que su amigo George Hardt perdió hasta el último céntimo. ¿Usted ha vuelto a Estados Unidos?
-No, trabajo en Praga.
-Me han dicho que perdió una fortuna cuando se hundió la Bolsa.
-Sí -asintió con amargura-, pero también perdí todo lo que quise cuando subió.
-¿Vendiendo a la baja?
-Más o menos.
El recuerdo de aquellos días volvía a apoderarse de Charlie como una pesadilla: la gente que había conocido en sus viajes, y la gente que era incapaz de hacer una suma o de pronunciar una frase coherente. El hombrecillo con quien Helen había aceptado bailar en la fiesta del barco, y que luego la insultó a tres metros de su mesa; las mujeres y las chicas que habían sido sacadas a rastras de los establecimientos públicos, gritando, borrachas o drogadas…
Hombres que dejaban a sus mujeres en la calle, cerrándoles la puerta, en la nieve, porque la nieve de 1929 no era real. Si no querías que fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario.
Fue al teléfono y llamó al apartamento de los Peters; Lincoln descolgó.
-Te llamo porque no me puedo quitar el asunto de la cabeza. ¿Ha dicho Marion algo?
-Marion está enferma -respondió Lincoln, cortante-. Ya sé que tú no tienes toda la culpa, pero no puedo permitir que esto la destroce. Me temo que tendremos que aplazarlo seis meses; no puedo arriesgarme a que pase otro mal rato como el de hoy.
-Ya.
-Lo siento, Charlie.
Volvió a su mesa. El vaso de whisky estaba vacío, pero negó con la cabeza cuando Alix lo miró, interrogante. Ya no le quedaba mucho por hacer, salvo mandarle a Honoria algunos regalos; al día siguiente se los mandaría. Más bien irritado, pensó que sólo era dinero:le había dado dinero a tanta gente…
-No, se acabó -dijo a otro camarero-. ¿Cuánto es?
Algún día volvería; no podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente. Pero quería a su hija, y al margen de eso ninguna otra cosa le importaba. No volvería a ser joven, lleno de las mejores ideas y los mejores sueños, sólo suyos. Estaba absolutamente seguro de que Helen no hubiera querido que estuviese tan solo.


“Babylon Revisited”,
Saturday Evening Post, 1931