Desolación
Olga Salcedo de Medina
1
En el sitio en donde desembocan dos calles formando una plazuela cerrada por pequeñas casas que suben y bajan en la orilla de andenes torcidos, ahí precisamente, comienza el barrio de Santa Librada. La plazuela sirve de estación a una línea de buses de itinerario fijo y de esta circunstancia toma el nombre: Plazuela de la Estación. Las otras calles, las interiores, son tristes, sórdidas y estrechas. Por donde transcurre, inmodificable, la vida de las gentes.
En el centro de la plazuela extiende sus ramas un viejo árbol de calabazo, tan viejo como acogedor y bueno, que sirve de apoyo a los trasnochadores, de refugio a los enamorados y es –al mismo tiempo– alcahuete empedernido de caricias y de besos; mudo testigo de romances y mentiras; en su tronco arrugado se ahonda el tatuaje de nombres y de fechas y es a manera de un ícono al cual todos se acercan. En la esquina en donde comienza la plazuela está la funeraria, con sus ataúdes negros y blancos apilados frente a los candelabros ennegrecidos por el tiempo, los Crucifijos de rostros desdibujados y toscas coronas de cera. Es una casucha endeble, con techo de paja semejante a una cabeza despeinada; bajo el alero, orgullosamente, aparece el nombre: Funeraria la Comodidad, y anexado un cartelito: "Cajones a plazo". En la misma casucha, en la puerta siguiente, está el Bar-café El Torbellino. El nombre, entre dos bombillas de luz anémica, una roja y otra azul, parece que hiciera guiños picarescos, cada vez que una bombilla se enciende y la otra se apaga. Colindante, pero audazmente lanzada a la plazuela, está la cocina popular. Es la fritanga de la niña Juana, quien todos los días, a las seis, inicia su faena. A esa hora la niña Juana, con su amplia falda de percal floreado, con su escote inmenso, con un heliotropo en la oreja, muy pintada y coquetona, enciende los carbones en el anafe, rústica hornilla portátil adaptada en una lata vacía. Se enrojecen los carbones, hierve la manteca en el caldero, se enfrían en la mesa los chorizos, las butifarras, las morcillas, los muslos y pechugas y menudencias de gallinas; lamidos por los ojos ávidos de chiquillos y perros hambrientos, mientras los hombres hacen ronda a la niña Juana devorando sus caderas y sus senos. A espaldas de la fritanga, el "establecimiento" de Yuspeppi, el zapatero remendón. Un poquito más allá la tienda de la niña Petra. Al doblar la otra esquina, buscando la calle del Mediopaso, vive Carmelina, la comadrona, muy amiga del Profe Moya, el maestro de escuela... Esto lo esencial. Porque las demás calles, sin casas ni nombres ni personas determinadas, van y vienen como cualquier calle, como cualquier nombre, como cualquier persona de arrabal.
¡Es carnaval!... Ningún vecino viste como Dios manda. El añoso calabazo está arreglado para el caso, con serpentinas, y caretas y máscaras, tiras de papel brillante y leyendas alusivas. El señor Samuel, el dueño de la Funeraria La Comodidad, está disfrazado de médico: con largo y roído saco negro; gafas sin vidrios; un tubo de caucho; unas tijeras y un serrucho, sentado frente a los ataúdes, corta y remienda, incansablemente, el abultado vientre de un muñeco de aserrín. De vez en cuando, bebe un sorbo de ron blanco, gritando: "Vengan los enfermos, los cojos, los ciegos, los que tienen un dolor, que yo los curaré". !En tanto, el hijo del propietario del bar-café El Torbellino, vestido de "muerte", siembra el pánico por las calles, atrapando con su guadaña a los transeúntes. Yuspeppies músico: con una totuma que tiene por cuerdas un alambre, toca imaginarias sinfonías ante el mudo auditorio de los zapatos viejos que le escuchan desde las butacas de los armarios, mostrando las lenguas de las suelas desprendidas. La comadrona es Cleopatra. Y el Profe Moya, convertido en Napoleón, imparte órdenes marciales de derecha a izquierda.
Por obra y gracia del carnaval impera la mentira y todos realizan aquello que alguna vez han soñado. Las niñas son señoritas de alto mundo, princesas, artistas de cine. Las viejas, niñas. Algunos hombres –fenómenos del subconsciente– son señoritas. Hay mariposas, gitanos, árabes, pendencieros, bailarines, Pierrots y Colombinas. Ladran los perros de dos patas... Rugen los tigres... Embisten los toros. .. Las danzas de pájaros y de diablos giran sobre sí, entre cantos y coplas. Y todos rinden pleitesía a Su Majestad Lastenia Primera, la reina electa en votación popular. En la puerta de su casa, hoy Palacio Real, Lastenia Primera, bajo un arco de palmas secas, vestida de tul blanco, con un manto rojo de tela barata, con corona de latón, los dedos y brazos repletos de joyas falsas, ríe feliz entre su cortejo de pajes y princesas.
En el centro de la plazuela extiende sus ramas un viejo árbol de calabazo, tan viejo como acogedor y bueno, que sirve de apoyo a los trasnochadores, de refugio a los enamorados y es –al mismo tiempo– alcahuete empedernido de caricias y de besos; mudo testigo de romances y mentiras; en su tronco arrugado se ahonda el tatuaje de nombres y de fechas y es a manera de un ícono al cual todos se acercan. En la esquina en donde comienza la plazuela está la funeraria, con sus ataúdes negros y blancos apilados frente a los candelabros ennegrecidos por el tiempo, los Crucifijos de rostros desdibujados y toscas coronas de cera. Es una casucha endeble, con techo de paja semejante a una cabeza despeinada; bajo el alero, orgullosamente, aparece el nombre: Funeraria la Comodidad, y anexado un cartelito: "Cajones a plazo". En la misma casucha, en la puerta siguiente, está el Bar-café El Torbellino. El nombre, entre dos bombillas de luz anémica, una roja y otra azul, parece que hiciera guiños picarescos, cada vez que una bombilla se enciende y la otra se apaga. Colindante, pero audazmente lanzada a la plazuela, está la cocina popular. Es la fritanga de la niña Juana, quien todos los días, a las seis, inicia su faena. A esa hora la niña Juana, con su amplia falda de percal floreado, con su escote inmenso, con un heliotropo en la oreja, muy pintada y coquetona, enciende los carbones en el anafe, rústica hornilla portátil adaptada en una lata vacía. Se enrojecen los carbones, hierve la manteca en el caldero, se enfrían en la mesa los chorizos, las butifarras, las morcillas, los muslos y pechugas y menudencias de gallinas; lamidos por los ojos ávidos de chiquillos y perros hambrientos, mientras los hombres hacen ronda a la niña Juana devorando sus caderas y sus senos. A espaldas de la fritanga, el "establecimiento" de Yuspeppi, el zapatero remendón. Un poquito más allá la tienda de la niña Petra. Al doblar la otra esquina, buscando la calle del Mediopaso, vive Carmelina, la comadrona, muy amiga del Profe Moya, el maestro de escuela... Esto lo esencial. Porque las demás calles, sin casas ni nombres ni personas determinadas, van y vienen como cualquier calle, como cualquier nombre, como cualquier persona de arrabal.
¡Es carnaval!... Ningún vecino viste como Dios manda. El añoso calabazo está arreglado para el caso, con serpentinas, y caretas y máscaras, tiras de papel brillante y leyendas alusivas. El señor Samuel, el dueño de la Funeraria La Comodidad, está disfrazado de médico: con largo y roído saco negro; gafas sin vidrios; un tubo de caucho; unas tijeras y un serrucho, sentado frente a los ataúdes, corta y remienda, incansablemente, el abultado vientre de un muñeco de aserrín. De vez en cuando, bebe un sorbo de ron blanco, gritando: "Vengan los enfermos, los cojos, los ciegos, los que tienen un dolor, que yo los curaré". !En tanto, el hijo del propietario del bar-café El Torbellino, vestido de "muerte", siembra el pánico por las calles, atrapando con su guadaña a los transeúntes. Yuspeppies músico: con una totuma que tiene por cuerdas un alambre, toca imaginarias sinfonías ante el mudo auditorio de los zapatos viejos que le escuchan desde las butacas de los armarios, mostrando las lenguas de las suelas desprendidas. La comadrona es Cleopatra. Y el Profe Moya, convertido en Napoleón, imparte órdenes marciales de derecha a izquierda.
Por obra y gracia del carnaval impera la mentira y todos realizan aquello que alguna vez han soñado. Las niñas son señoritas de alto mundo, princesas, artistas de cine. Las viejas, niñas. Algunos hombres –fenómenos del subconsciente– son señoritas. Hay mariposas, gitanos, árabes, pendencieros, bailarines, Pierrots y Colombinas. Ladran los perros de dos patas... Rugen los tigres... Embisten los toros. .. Las danzas de pájaros y de diablos giran sobre sí, entre cantos y coplas. Y todos rinden pleitesía a Su Majestad Lastenia Primera, la reina electa en votación popular. En la puerta de su casa, hoy Palacio Real, Lastenia Primera, bajo un arco de palmas secas, vestida de tul blanco, con un manto rojo de tela barata, con corona de latón, los dedos y brazos repletos de joyas falsas, ríe feliz entre su cortejo de pajes y princesas.
II
Al final del barrio, medio escondida por las "bellísimas" y "flor de la Habana", está una casita recién pintada, con la puerta y la ventana cerradas. Dentro de la casita, silenciosos se encuentran el marido y la mujer. Hace más de una hora llegó él y permanece sentado en una vieja mecedora de bejuco, con la cabeza recostada contra el espaldar, las manos cruzadas encima de las piernas. Próxima a él, la mujer va y viene, arreglando una cosa, cambiando de lugar otra, pendiente del menor movimiento de su hombre. Los minutos pasan lentos, pesados, angustiosos. La mujer revuelve en su cabeza las frases y palabras, en busca de alguna oportuna que disipe la preocupación del compañero. No la encuentra y al fin piensa: "Antes que oscurezca tengo que hablarle. No puedo acostarme en esta incertidumbre..." y resuelta, avanza hasta él, insinuando cariñosa:
–¿Quieres comer algo?... Te he preparado arroz... Conseguí un poco...
–¡No!– responde seco el marido.
La mujer se dirige entonces a la hornilla. Destapa la olla y revuelve el arroz, desganadamente. Las comadres del barrio le recomendaron a un nuevo santo milagroso y en él, cuyo nombre no recuerda bien, tiene puestas sus esperanzas. Lo invoca mentalmente, y observando hacia atrás, de reojo, habla en voz baja:
–¿Sabes mijo? He descubierto otra cueva de ratones... –Se agacha haciéndose la interesada en lo que dice y prosigue–. La niña Merce me prestó una trampa... ¿Quieres ver la cueva?
Se volvió de frente al hacer la pregunta. Pero el marido ni ve ni oye. Hundido en sí mismo, permanece inmóvil, tieso, como ausente. La mujer se limpia las manos con el borde de la falda y acercándose a la ventana, la entreabre lo suficiente para mirar fuera. Sonriendo dice:
–¿Te has dado cuenta, mijo, del entusiasmo de este año?... ¿La Reina es muy alegre, verdad?... ¡Y qué cantidad de danzas!... Dicen que la del Congo Grande ganará el primer premio. ¿No saldremos un ratico por ahí, Carmelo?... Vale la pena echar una miradita... Los...
–¡Cállate!– ruge Carmelo incorporándose. En pie, como animal en asecho observa de uno a otro lado y se desploma de nuevo en la mecedora de bejuco.
La mujer cierra la ventana. Sus movimientos son lentos y pausados. Las lágrimas le nublan la mirada.
Se encamina a la hornilla, y con los labios apretados revuelve, otra vez, la olla del arroz. Carmelo en silencio, en tanto, recuerda la escena...
Jugando con el sombrero llegó esa mañana donde el Patrón. Para disimular su complejo jugaba con el sombrero. Ocurría que cuando tenía que hablarle y sentía sobre sí su mirada dura y fría, no sabía qué hacer con sus manos ni con sus ojos. Se empequeñecía. Perdía toda noción de su condición humana. Tenía la evidencia que el Patrón podría ocasionarle nuevo trabajo. Y por ello fue a hablarle, a pesar de su miedo, de esa especie de compasión que le inspiraba su propia inferioridad, su ruego, su forma mendicante. Pero era preciso hacerlo y lo había hecho. ¡Cuánto había rogado! Como si fuese una mujer exhibió su miseria con la repugnancia de si mostrase una llaga. "Señor don Roberto... –había dicho– ¿cree usted que no cuesta rogar? ¡Da vergüenza! Pero hágalo por su madrecita... ¡Por los clavos de Cristo!... El se lo pagará... Escúcheme usted: mi mujer... "
El Patrón no lo dejó acabar. ¿Qué sabe el rico del dolor del pobre? ¿Qué comprende el feliz de la angustia del que sufre? ¿El que ríe de quien llora? ¿El harto de quien tiene hambre?... Le respondió que no podía dar a todos lo que pedían, porque él quedaría sin nada. ¿Empleo?... No había. ¿Préstamos?... ¡Bah!... ¿Con cuáles garantías? ¿Iba él a exponer su dinero? Por último lo mandó a salir diciéndole que estaba ocupado...
–¡Maldito!... ¡Maldito!... – dice en voz alta. poniéndose de pies.
La mujer que adivina, que sabe cuánto ocurre en el mundo interior de su marido, le pregunta ansiosamente, sin ocultar ya sus pensamientos:
–¿Visitaste a don Roberto?... ¿Te ofreció empleo?... ¿Te prestó algo?–
–¡Nada mija, nada!... –responde el hombre, rabiosamente–. Esos malditos tienen el corazón como la piedra. Me dijo lo mismo: ¡no hay empleo!... No tiene para prestarme!... ¡Será morirnos de hambre, mija!... ¿Qué otra cosa podemos hacer?... –y entre sollozos largos y hondos añadió–. ¡Malditos! Malditos ellos...
Salió, curvado por el peso de su angustia. La mujer, empequeñecida, vencida, tapó la olla del arroz. Por la calle bailaban alegremente las comparsas y las danzas.
–¿Quieres comer algo?... Te he preparado arroz... Conseguí un poco...
–¡No!– responde seco el marido.
La mujer se dirige entonces a la hornilla. Destapa la olla y revuelve el arroz, desganadamente. Las comadres del barrio le recomendaron a un nuevo santo milagroso y en él, cuyo nombre no recuerda bien, tiene puestas sus esperanzas. Lo invoca mentalmente, y observando hacia atrás, de reojo, habla en voz baja:
–¿Sabes mijo? He descubierto otra cueva de ratones... –Se agacha haciéndose la interesada en lo que dice y prosigue–. La niña Merce me prestó una trampa... ¿Quieres ver la cueva?
Se volvió de frente al hacer la pregunta. Pero el marido ni ve ni oye. Hundido en sí mismo, permanece inmóvil, tieso, como ausente. La mujer se limpia las manos con el borde de la falda y acercándose a la ventana, la entreabre lo suficiente para mirar fuera. Sonriendo dice:
–¿Te has dado cuenta, mijo, del entusiasmo de este año?... ¿La Reina es muy alegre, verdad?... ¡Y qué cantidad de danzas!... Dicen que la del Congo Grande ganará el primer premio. ¿No saldremos un ratico por ahí, Carmelo?... Vale la pena echar una miradita... Los...
–¡Cállate!– ruge Carmelo incorporándose. En pie, como animal en asecho observa de uno a otro lado y se desploma de nuevo en la mecedora de bejuco.
La mujer cierra la ventana. Sus movimientos son lentos y pausados. Las lágrimas le nublan la mirada.
Se encamina a la hornilla, y con los labios apretados revuelve, otra vez, la olla del arroz. Carmelo en silencio, en tanto, recuerda la escena...
Jugando con el sombrero llegó esa mañana donde el Patrón. Para disimular su complejo jugaba con el sombrero. Ocurría que cuando tenía que hablarle y sentía sobre sí su mirada dura y fría, no sabía qué hacer con sus manos ni con sus ojos. Se empequeñecía. Perdía toda noción de su condición humana. Tenía la evidencia que el Patrón podría ocasionarle nuevo trabajo. Y por ello fue a hablarle, a pesar de su miedo, de esa especie de compasión que le inspiraba su propia inferioridad, su ruego, su forma mendicante. Pero era preciso hacerlo y lo había hecho. ¡Cuánto había rogado! Como si fuese una mujer exhibió su miseria con la repugnancia de si mostrase una llaga. "Señor don Roberto... –había dicho– ¿cree usted que no cuesta rogar? ¡Da vergüenza! Pero hágalo por su madrecita... ¡Por los clavos de Cristo!... El se lo pagará... Escúcheme usted: mi mujer... "
El Patrón no lo dejó acabar. ¿Qué sabe el rico del dolor del pobre? ¿Qué comprende el feliz de la angustia del que sufre? ¿El que ríe de quien llora? ¿El harto de quien tiene hambre?... Le respondió que no podía dar a todos lo que pedían, porque él quedaría sin nada. ¿Empleo?... No había. ¿Préstamos?... ¡Bah!... ¿Con cuáles garantías? ¿Iba él a exponer su dinero? Por último lo mandó a salir diciéndole que estaba ocupado...
–¡Maldito!... ¡Maldito!... – dice en voz alta. poniéndose de pies.
La mujer que adivina, que sabe cuánto ocurre en el mundo interior de su marido, le pregunta ansiosamente, sin ocultar ya sus pensamientos:
–¿Visitaste a don Roberto?... ¿Te ofreció empleo?... ¿Te prestó algo?–
–¡Nada mija, nada!... –responde el hombre, rabiosamente–. Esos malditos tienen el corazón como la piedra. Me dijo lo mismo: ¡no hay empleo!... No tiene para prestarme!... ¡Será morirnos de hambre, mija!... ¿Qué otra cosa podemos hacer?... –y entre sollozos largos y hondos añadió–. ¡Malditos! Malditos ellos...
Salió, curvado por el peso de su angustia. La mujer, empequeñecida, vencida, tapó la olla del arroz. Por la calle bailaban alegremente las comparsas y las danzas.
III
Al día siguiente, como a las diez, se lo trajeron muerto. La mujer había pasado la noche en vela en espera del regreso de Carmelo. Llegaron dos agentes de policía en un carro de ambulancia. Rodeaban el carro el propietario de la agencia funeraria; el hijo del dueño de El Torbellino; Yuspeppi; Carmelina, el Profe Moya y la niña Juana. Tras de ellos, como un río manso, avanzaban los vecinos cabizbajos... Sobre los rostros pintarrajeados, marchitos de trasnocho y sudor, se asomaba el espanto. Seguían al muerto los comentarios:
–Pobrecito Carmelo... buena persona sí era...
–Dios lo perdone...
El mismo se arrojó al río. Traía la nariz rota, llena de sangre coagulada. El rostro amoratado y las ropas empapadas. A la hora del entierro la mujer se abrazó al ataúd, una caja sin pintar ni pulir, burdamente forrada en tela. Mirando al marido muerto, dice:
–Ya nos quitaron la casita... Ahora se me va él, ¿para dónde cojo yo?...
En las entrañas de la mujer se remece el hijo en tanto que desde la calle suben los gritos alegres de los disfrazados y, más lejos aún, los tambores y las gaitas anuncian que es martes de carnaval.
–Pobrecito Carmelo... buena persona sí era...
–Dios lo perdone...
El mismo se arrojó al río. Traía la nariz rota, llena de sangre coagulada. El rostro amoratado y las ropas empapadas. A la hora del entierro la mujer se abrazó al ataúd, una caja sin pintar ni pulir, burdamente forrada en tela. Mirando al marido muerto, dice:
–Ya nos quitaron la casita... Ahora se me va él, ¿para dónde cojo yo?...
En las entrañas de la mujer se remece el hijo en tanto que desde la calle suben los gritos alegres de los disfrazados y, más lejos aún, los tambores y las gaitas anuncian que es martes de carnaval.