viernes, 27 de noviembre de 2015

Elsa Morante (Roma, 1912 - 1985)

EL HOMBRE DE LOS ANTEOJOS



El tres de diciembre (era un jueves), el hombre salió de su sórdido estudio situado en la periferia de la ciudad. Sus cabellos estaban enmarañados, la barba larga y rígida por el frío, y las ojeras ponían en sus mejillas una sombra negra. Tuvo la sensación, vaga y casi extraña, de tambalearse, y el rechinar de la escalera de madera sonó como un estruendo muy cerca de sus oídos.
En la entrada de los estudios, la portera que quitaba la nieve con una pala se detuvo y lo miró.
—¿Qué hora es? —le preguntó.
—Son las nueve —contestó ella, y lo siguió curiosamente con sus ojos rojos—. ¿Ha estado usted fuera estos días? —preguntó al final.
—¿Qué días? —dijo él, fatigándose terriblemente al pronunciar las palabras—. No me he movido de la ciudad.
—Lo decía porque no lo he visto —explicó la portera.
El hombre habría querido recordarle que justo la tarde anterior había pasado por su chiribitil a retirar el correo, pero pensó que era inútil perder el tiempo con semejante bruja. Y prosiguió su camino por la calle helada, seguido por su mirada estúpida.
Eran las nueve; iría a la lechería a desayunar y después trataría de pasar de cualquier manera las horas hasta el momento de ir junto a ella. El día antes, por ser fiesta, no había podido verla. «Horrible domingo», pensó. Recordaba que había errado todo el día por las calles de la ciudad, bajo las casas altas y oscuras y por la nieve sucia, tratando de divisar en algún sitio aquellas redondas pantorríllas desnudas, aquellos graciosos ojos de pájaro. Quizá por ello se había despertado con los huesos rotos. Naturalmente, ayer había sido inútil todo su errar de loco; pero hoy, como de costumbre, la vería. Ante esta certeza una niebla cubrió sus pupilas, y la sangre corrió a su corazón, cortándole el aliento.
Caminaba por la blanda nieve sin mirar, hundiéndose a menudo en las negras pisadas de los caballos. Larguísimos árboles sin sombra sobresalían de las casas de tejado blanco. Ante la lechería, tres hombres habían encendido un fuego; se sentó en su sitio de siempre, dando la espalda al espejo empañado, y se quitó los anteojos. Presurosa, la lechera acudió junto a él; pero tenía la sensación de ver las caras que le rodeaban extrañamente retorcidas y encogidas, llenas de ojos, y sin labios. Una vez más, se sentía tambalear.
—¿El señor ha estado enfermo estos días? —preguntó la voz de la lechera.
—¡Claro que no! —contestó secamente—. Recordará usted que ayer vine por aquí y estaba perfectamente.
—¿Cómo? —exclamó la otra, asombrada—. Usted no viene por aquí desde el domingo.
—Y justamente ayer fue domingo —murmuró, agotado.
—¡Pero si hoy es jueves! —continuó la mujer.
Él sacudió la cabeza y calló, despreciativo. Nadie mejor que él podía recordar que el día antes era domingo; nadie conocía como él la excitada fiebre de los domingos, las continuas vueltas, las inútiles esperas. Ahora una incomprensible niebla se adensaba en torno suyo y experimentaba el oscuro temor de desmayarse en aquel lugar. «Mi frente chocará con el mármol de la mesa», pensó. Pero sintió que sus dientes penetraban en el pan fresco, y que su árida lengua se humedecía. Las manos le temblaban al partir el pan, y tragaba a duras penas; pero ahora, tras el cristal opaco, divisaba con claridad los árboles similares a grandes pájaros inmóviles. Creyó oír el silbido del viento, y salió a la calle; desde la tienda lo seguían unas miradas compasivas. «Es jueves —pensó—, y ayer era domingo. No es posible». Y se rió con sarcasmo de semejante absurdo.
—Veamos, chico, ¿qué día es hoy? —preguntó al guarda del establo, con pinta de borracho.
—Jueves —contestó el otro, mirándolo torvo, con desconfianza.
—¡Dios mío! —murmuró, y trató con esfuerzo de recordar, y volvió a ver sin lugar a dudas la tarde anterior, festiva, las tiendas cerradas, la muchedumbre, su ansia, y cómo se había encerrado en su estudio, por la noche, tras haber retirado el correo en portería.
Atravesó el puente de hierro, con barandilla de arabescos, en equilibrio sobre el río helado. El cielo estaba verduzco, pesado. Aparecieron las cúpulas de la ciudad, los campanarios puntiagudos. «¿Dónde se han metido estos tres días?», pensó oscuramente. Y se rió con fuerza, oyendo cómo su voz repercutía prolongadamente sobre el puente vacío.
—Pues no bebo nunca —dijo en voz alta, como justificándose.
Y de repente advirtió que se encontraba ya cerca de la escuela. El patio estaba cuidadosamente barrido, pero el tejado estaba cubierto de nieve. «Aún faltan dos horas para la salida», pensó aturdido, y caminó de arriba abajo por el patio, con los brazos caídos a los costados, como una marioneta. Por último salió del patio y echó a andar, inerte, por el prado, oyendo el angustioso crujido de la nieve bajo sus pies; se detuvo bajo un árbol no muy alto, de ramas finas y secas, y sonrió, pensando en que ahora sólo tenía que esperar allí y que la vería. Pero le pareció ver su propia sonrisa deformada, nueva, ante sí, en un espejo, y tuvo un sobresalto.
Por aquella calle no pasó nadie; en ciertos momentos oía el ruido amortiguado de un carro, las patas de los caballos que golpeaban en la nieve. Pero todo resultaba remotísimo. El frío y la inmovilidad lo dejaron inerte y su inercia lo espantaba; pero la idea de mover un miembro del cuerpo, aunque sólo fuera alzar una mano o pestañear, lo llenaba de un espanto aún mayor. Sentía que a duras penas se mantenía en equilibrio ante un enorme vacío, y que bastaría un mínimo gesto para hacerlo resbalar por el borde. «Ahora perderé la razón, me quedaré ciego y me caeré, no puedo impedirlo», pensó con repentina lucidez.
Pero en ese instante advirtió que sonaba la campana de la salida. Inmediatamente después oyó los gritos de las alumnas y vio correr fuera a las primeras, con sus impermeables y sus gorritos y las carteras colgando de las correas. Hablaban en voz alta, se apretaban entre sí y reían; le pareció ver relampaguear entre ellas aquella sonrisa, y le acometió un temblor convulso; pero se había equivocado. Ahora sentía un calor abrasador en todo el cuerpo, salvo en las manos, que estaban sudorosas y gélidas.
Por último, vio salir a su grupo. Reconoció en seguida a las tres chicas que salían todos los días con ella, pero hoy ella no estaba. Caminaban tranquilas, sin hablarse, y él reconoció desde lejos el abrigo marrón de la más alta y su orgulloso modo de andar, sacando la barbilla. Sentía que no podía soportar la espera y la duda un minuto más, pero no daba un paso. Vio entonces con claridad que una de las tres se apartaba del grupo y caminaba hacia él.
A medida que se acercaba, pudo distinguir mejor aquella adolescente robusta, su rostro redondo de ojos oscuros y vivos, las manos gordezuelas que sostenían la cartera. Llevaba un corto abrigo por el que asomaba un borde del delantal. No tenía, como las otras, las piernas desnudas, sino abrigadas con medias de lana. Se detuvo ante él y lo miró, dubitativa, moviendo apenas los labios. El sintió una voluntad desesperada de formular la pregunta, pero ningún sonido salió de su pecho.
—Murió ayer —dijo la chica, sin esperar la pregunta—, murió de repente, pero ya estaba enferma.
—¿Cómo? —dijo, y se espantó al oír su propia voz distinta y clara.
—El profesor habló de ella y todas nos pusimos de pie —continuó la otra—. También yo dije «presente» cuando en la lista pasaron su nombre.
Al hablar observaba al hombre, con atenta curiosidad. El estaba inmóvil contra el árbol y los anteojos empañados ocultaban su mirada; tenía extrañas hinchazones en las sienes y la frente, y la barba hacía grisácea su cara viscosa y enferma. Sus labios caídos, sin color, balbucieron débilmente, y el cuerpo sobre el cual aquellas ropas sórdidas parecían como pegadas se agitó convulso, mientras sus manos parecían aferrarse al vacío. Sin hablar, se volvió y la niña lo vio bajar por el sendero; con los brazos abandonados y los hombros inclinados, con una pesada torpeza, pareció desvanecerse en la niebla.
La niña retrocedió hacia la escuela; sus compañeras, seguramente cansadas de esperarla, se habían marchado, y las ventanas estaban cerradas; también la verja estaba cerrada, y ella se asombró de que la escuela, tan animada antes, se hubiera quedado desierta en pocos minutos. Le pareció que tenía ante sí un largo trecho de tiempo que no sabía en qué gastar. Una niebla inesperada, pesada, había recubierto la parte baja de la ciudad, pero las cúpulas y las cimas de las torres aún estaban visibles y parecían colgadas de lo alto. Desde la explanada ella veía las calles, el puente y el río, pero todo indistinto, sumergido. Caminó entre los árboles, y ya no se veía la escuela; recorría un sendero de nieve sin pisotear y se dio prisa, pensando: «Voy a verla».
El lugar al que llegó no le resultaba conocido; era vasto, anegado por la niebla, y en él se alzaban elevados edificios cuyas formas y colores no se distinguían bien. Una gente oscura se ajetreaba con una velocidad febril, sin chocar entre sí ni detenerse, y ella no conseguía distinguir las caras ni la forma de los trajes de esta multitud innumerable; todos se cruzaban y se adelantaban a su alrededor, y el sonido de sus pasos era continuo, similar a una lluvia, y como amortiguado por una inmensa distancia.
Entonces ella echó a correr.
—¡María! —llamó con fuerza; y un eco replicó a su voz, después otro eco, desde puntos lejanos.
—¡María! —repitió, deteniéndose confusa.
Una voz sofocada, huidiza, como cuando se juega al escondite, contestaba por último:
—¡Clara!
Y ella echó a andar sin dirección entre aquella muchedumbre presurosa, que la rozaba sin tocarla. Gritaba, corriendo, el nombre de su compañera, hasta que la vio inmóvil en medio de la gente, de pie. La distinguía con mayor claridad cada vez; sólo llevaba puesto su delantal de la escuela, y tenía los ojos fijos y desorbitados.
—¿No tienes frío? —le preguntó, y no obtuvo respuesta—. El viento te ha despeinado —le dijo.
Entonces la otra, con un gesto distraído, se pasó dos dedos entre los rizos.
—¿Sabes? ¡Lo he visto y le he hablado! —continuo Clara, en voz baja. Su amiga se apartó de ella con una mirada asustada, meneando la cabeza.
—No quería meterte miedo —se excusó Clara a toda prisa, y la asaltó una angustia penosa.
En el rostro de su compañera se habían formado unas arrugas, sus pupilas se volvían opacas y parecía mucho más flaca.
—Seguramente es su enfermedad —pensó Clara.
—Fue él quien me mató —dijo la otra de inmediato, con una voz tan aguda que ella se estremeció.
No era posible hacerse oír sin gritar; ahora toda aquella gente en fuga hacía nacer a su alrededor un viento fragoroso y era necesario apretarse el cuerpo con los brazos para sujetar los vestidos.
—¿Por qué quieres hablar en medio de tanta gente? —preguntó ella— ¿Por qué no nos retiramos a una esquina?
Pero no consiguió que oyese su pregunta, ni su acento de reproche.
María inclinó la cabeza, seria y absorta, como quien recuerda a duras penas. Cuando empezó a hablar de nuevo, bajó el tono de la voz, hasta el punto de que sus palabras se perdían en el silbido del aire y apenas se comprendían por el movimiento de los labios. Parecía no advertir la niebla y la fuga circundante, y hablaba ya de prisa ya despacio, como un pájaro perdido que bate las alas.
—Me esperaba todos los días junto al árbol —murmuró, mirando de soslayo a su alrededor.
—Todos los días, junto al árbol.
—Y cuando enfermé —prosiguió la otra, en secreto—, entró de repente en mi cuarto. El aire no era claro, y yo creía encontrarme con ustedes en la calle. Ustedes se reían de sus anteojos, y yo le grité que los echaran; pero después me acordé de que me había quedado en la cama con fiebre y de que aquél era mi cuarto. Él se agrandaba como una mancha negra, avanzando desde el fondo de la pared, y decía: «Aquí estoy, he venido». Sus dientes se entrechocaban, mientras trataba de sonreír. Yo grité: « ¡No te conozco! ¡Vete! » Entonces se quitó los anteojos para darse a conocer, y descubrí sus dos ojos inmóviles. «¿Por qué me miras como un ciego?» —pregunté. «Porque duermo —me contestó—, estoy cansado. Ayer fue vacación, tú tenías fiesta, y he vagado hasta la noche para encontrarte, olfateando la nieve como un perro para buscar las huellas de tus pies. Estoy cansado, los brazos me pesan, las rodillas se me doblan». «¡Vete! —le dije—. Este cuarto es mío. Tengo miedo.»
«Quiero darte miedo —contestó balbuciendo—. Pero aún no me atrevo a tocarte». Y yo comprendí que iba a matarme, por la forma en que agitaba las manos. Me daba vergüenza hablar de él a mí madre, que no lo veía, aunque él seguía de pie en un rincón. Durante todo el día y toda la noche se quedó allí, y yo lo miré sin poder dormir ni un minuto, porque el colchón quemaba y las mantas pesaban. Por la mañana me dijo: «Mañana», y repetía «mañana» cada vez más despacio. Me habría escapado a la calle, pero no tenía fuerzas en las piernas. Nadie me liberaba.
Todos caminaban de puntillas, y después empecé a gritar, porque la habitación se vació, y yo no vi a nadie, excepto a él. Estaba mal vestido, pálido, clavaba en mí los ojos, y se tambaleaba, apretando los puños y sonriéndome. Sentía que la nieve caía alrededor, y las paredes descendían replegándose sobre mí y sobre él. Entonces fue cuando mi madre dijo: «Incluso con tantas mantas tiene frío. Tiembla, la criatura. Hay que ponerle otro camisón, el de lana».
Acabada la segunda noche, el tercer día fue corto como un minuto, y yo sentí que él se reía con un rumor bajo. Su carcajada corría por el cuarto como un ratón, y yo no conseguía expulsarla, ni siquiera tapándome los oídos. Oía a lo lejos vuestras voces que hablaban de mí, y comprendía que errabais en torno a mi cama. «No es posible —pensé—, que le permitan acercarse». Y en cambio sentí un aliento en la cara. « ¡No! —grité—. ¡No quiero! » Él ya no hablaba y sus manos, cuando me mataron, quedaron flojas como trapos; echó a andar por una calle lejana, subió unos peldaños de madera, hasta una puerta, y sus ojos se cerraban de sueño. Entonces pude alejarme de él.
—Has gritado tanto, antes —observó, pensativa. Clara.
—Nadie lo comprendía —dijo la otra, con voz de llanto, airada; y volvió hacia su amiga una cara como envejecida, con ojos secos que parecían agrandados por un maquillaje.
—Ya no está —murmuró con un suspiro—. Se ha marchado.
En medio de aquellas casas altas e informes, ella parecía tan pequeña que a Clara le dio pena.
—Hoy —le anunció entonces en secreto— todas hemos contestado «presente», en la lista, cuando leyeron tu nombre.
María se sacudió y le dijo:
—Ven.
Las dos amigas se cogieron de la mano. María conducía a Clara y caminaba temerosa, empujando hacia adelante su nueva y pequeña cara marchita. El viento se debilitaba y la muchedumbre raleaba a su paso; cuando llegaron junto a un muro bajo, sobre el que crecía la hierba, la niebla se había vuelto transparente como un cristal.
—Ya no hay nadie —bisbisearon.
María se detuvo recelosa, aún jadeando. Después sacudió la cabeza y se arrimó al muro, con una ansiosa y extravagante sonrisa.
—¡Mira! —exclamó con un breve chillido de triunfo. Y despacio, con infinita trepidación y respeto, como quien descubre un misterio, se abrió el escote del delantal.
«No lleva nada debajo», pensó la otra.
E inclinadas, miraron juntas, conteniendo la respiración, asombradas. Se veía que el pecho empezaba a nacer; en la piel infantil, blanca, a los dos lados, despuntaban dos pequeñas cosas desnudas, parecidas a dos yemas nacientes de una flor.
Se rieron juntas, muy bajito.

jueves, 26 de noviembre de 2015

La perra de Fabio Morábito

La perra



Supe que nos robaría desde que abrí la puerta y la vi parada en el rellano de las escaleras con la bolsa del mandado doblada debajo del brazo.

-Soy Camelia, vengo de parte de la señora Guzmán

La hice pasar, la llevé a la cocina y ahí le di las instrucciones con un tono seco para desquitarme de antemano de los futuros robos que adiviné en sus ojos. Poco me faltó para que le dijera: “Ten cuidado, porque si yo o mi marido nos damos cuenta, no va a haber súplica que valga, ya una vez llamamos a la policía”.

La dejé en el living y regresé al cuarto, donde Alberto, tendido en la cama, fumaba un cigarro:

-¿Cómo es?

-Ratera, como todas.

Me quité la bata y Alberto aplastó el cigarro en el cenicero y me quitó el resto. Metió su pierna entre mis muslos y yo le dije:

-Tiene cara de mosquita muerta, nos va a robar todo lo que pueda, ahora mismo debe de estar viendo lo que le gustaría llevarse.

-¡La perra! -murmuró él.

Me besó los muslos mientras yo escuchaba los pasos de Camelia por la sala y el ruido de los objetos que movía de lugar.

-¿No oyes cómo husmea, cómo busca?

-¡Sí, la zorra!

Le dije a Camelia que viniera tres veces por semana.

Cuando se fue, repasé la casa a fondo para ver si faltaba alguna cosa. Vi que limpiaba mal, pero no peor que otras.

-¿Qué nos robó? -preguntó Alberto de vuelta de la oficina.

-La cabrona es fina, de las que roban una sola vez algo valioso y desaparecen, no chacharitas. Ahora estudia el terreno.

-¡ La perra!

Camelia llegaba entre ocho y ocho y media. Yo le abría en bata, le decía rápidamente lo que tenía que hacer y luego regresaba a la cama, donde Alberto me esperaba tenso, fumando. Me quitaba la bata y el camisón.

-Vieras lo bien que viene vestida.

-¡La zorra! ¿De dónde sacará la plata?

-No seas estúpido. De robar.

Me tiraba sobre la cama y él me besaba los muslos y las caderas zumbando en torno mío, afiebrándose. Lo dejaba hacer, sin moverme.

-¿No oyes cómo busca, cómo husmea?

-¡Sí, la perra!

Al irse él a la oficina, yo me quedaba en el estudio o salía de compras y, cuando Camelia se iba, revisaba cuarto por cuarto. Encontraba todo en su sitio; a lo mucho, algún objeto cambiado de lugar.

-¿Qué nos robó? -era la primera pregunta de Alberto cuando volvía a casa.

Le repetía enfadada que teníamos que habérnoslas con alguien astuto, no una pueblerina.

-Vas a ver que no es tan fina como dices -dijo él

Una mañana, y tomó tres billetes de diez mil, los enrolló y los ocultó en un rincón de la sala.

-¿Qué haces?

En eso tocaron a la puerta. Alberto, que estaba en pijama, se fue al cuarto. Le abría Camelia, nerviosa, luego volví a la recámara, donde Alberto fumaba apurado, sin gusto.

-¡La perra! -murmuró.

Nos quedamos acostados sin movernos, mirando el techo. Alberto fumó dos cigarros, uno tras otro, luego se levantó y se puso la bata y salió del cuarto. Cuando regresó, me bastó ver su cara para saber que el dinero seguía en su lugar. Se acostó dándome la espalda y encendió otro cigarro.

-A lo mejor todavía no limpia ahí -dije.

Oímos los escobazos secos sobre la alfombra de la sala. Diez o quince minutos después, aprovechando que Camelia se había metido en el baño, me puse la bata y caminé de puntas hasta el living. El dinero había desaparecido. Sentí una felicidad dura, caliente. Por las dudas, revisé a fondo. No encontré nada. Regresé al cuarto antes de que Camelia saliera del baño. Me temblaban las piernas. Algo me vio Alberto en la cara.

-¿Qué te pasa?

-¡La zorra! -murmuré, y empecé a desnudarme. Él pendía de mis labios, pero no abrí la boca.

-¿Me vas a decir o no? -casi gritó.

Todavía me di mi tiempo quitándome el brasier frente al espejo, sabiendo cómo lo enloquecen mis senos.

-Ve a ver -dije sin mirarlo, desnuda.

Aplastó el cigarro en el cenicero, se levantó y salió al pasillo sin hacer ruido. Volvió con el mismo disimulo. Los ojos le hervían.

-¡La perra, nos robó!

-¿Qué esperabas?

-Nos vio la cara.

-Y ahora debe de estar en el baño ocultándose el dinero en los calzones o en los zapatos. ¡Riéndose de nosotros!

Se quitó la bata, se arrodilló y me besó los tobillos, los dedos de los pies, las corvas, temblando.

-¡La zorra! -jadeó.

-Este es sólo el principio. Nos va a dejar sin nada. ¡Nos va a quitar todo lo que tenemos! iTodo!

Apenas alcanzó a gemir y me lamió las piernas, derritiéndose. Salió de casa cuando Camelia subió a la azotea del edificio a colgar la ropa y las sábanas. Era tardísimo, y yo me quedé en bata.

Entonces, entrando en la cocina, vi los tres billetes de diez mil sobre la mesa, cuidadosamente estirados debajo del cenicero de ónice. Los miré fijamente, sin tocarlos. Camelia los había desplegado como una bandera, como una feliz evidencia, con la jactancia que le daba el derecho de exigir nuestro agradecimiento. Tenía la soberbia de los animales humildes y pacientes. Me senté en la cocina a esperarla y, cuando regresó de la azotea, la recibí con una mirada de hielo:

-¿Qué hace ese dinero aquí?

-Lo encontré en la sala, señora -dijo sin alterarse.

Traía en la mano la cubeta de plástico, se veía cansada. Era una hormiga implacable. Odié su voz estridente y pueblerina, sus bondadosos ojos de telenovela.

Salí de la cocina, dejé los billetes sobre la mesa y fui a darme un regaderazo para cobrar valor. Se lo dije antes de salir de compras:

-Camelia, mi esposo y yo vamos a salir de viaje por seis meses. Aquí tienes tu liquidación -y puse en su mano los tres billetes de diez mil que estaban debajo del cenicero. Se me quedó viendo sin abrir la boca, con la mano abierta y el dinero apelotonado.

-Lo mandaron llamar de Guadalajara esta semana, por eso no te avisé antes.

No soportaba su estupor y su silencio, sólo quería que se fuera.

-Y puedes irte de una vez. No hace falta que sigas limpiando, vamos a hacer las maletas y no tiene caso.

-Sí, señora.

Fue a la cocina a coger la bolsa del mandado, la dobló debajo del brazo, le abrí la puerta, inclinó ligeramente la cabeza y olí su perfume barato. Salí de compras y no regresé hasta el mediodía. De vuelta a casa, cuando vi el tiradero de los cuartos y los trastes sucios, me arrepentí de no haber retenido a Camelia hasta su hora de salida. La maldije por la presteza con que me había obedecido. Traté de poner un poco de orden, pero no pude. ¡La perra! Alberto, de regreso, me encontró perdida en aquella revoltura.

-¿Qué pasó, qué tienes?

-Qué voy a tener. ¡La perra!

Vi cómo se alteraba, cómo se le subía la sangre.

-¡Huyó! ¡Echó a volar! Se le hizo fácil con el dinero que le dejaste atrás de las cortinas. ¡Y nos dejó hundidos en esta porquería!

Miro hipnotizado el revoltijo de la cocina y de la sala. Cuando habló le temblaba la voz:

-Se fue... ¿y nos dejó así... en esta inmundicia?

- Sí.

Dio un paso hacia la cocina, miró los trastes que se amontonaban en el fregadero, los restos del desayuno, el piso sucio. Hizo un gesto incrédulo con la mano:

-¿La perra? -preguntó.

-¡Sí, la perra! -dije.

Ayer, pasadas las seis de la tarde, me encontré casi de casualidad con el siguiente texto. El autor es Fabio Morábito. Un escritor que Nació en Egipto, pasó su infancia en Milán y el resto de su vida en México (en 2007, vivió ocho meses en Argentina). Publicó libros de poesía, ensayo y narrativa. En el 2009, en nuestro país, Eterna cadencia publicó La lenta furia, libro en el que se encuentra el presente cuento.