miércoles, 14 de octubre de 2015

Ezequiel Martínez Estrada


Frente a la política, el arte queda como una manifestación esporádica y subsidiaria, como un fenómeno restrictivamente porteño dentro del otro metropolitano. Las inquietudes espirituales dan su brote, su flor y su hoja amarilla en Buenos Aires; y ha de considerarse la cultura como un caso particular de urbanismo. Al talento no le queda otro camino que aquel de los productos en desagüe de la periferia al centro y del centro onfálico al exterior. Fuera de la capital arrastra su existencia parasitaria de lo que aquí se produce, emigra o sucumbe. Sin embargo, el talento no es oriundo de la metrópoli, también como en los buenos tiempos de Roma. En provincias no se escribe ni se lee; la llanura inmensa es refractaria a la intensidad de cualquier cultivo y los artistas que fatídicamente nacen en ella, tienen implicado el trágico destino de ser una negación en diversas formas, de la llanura; de no aclimatarse ni acá ni allá. Diarios, periódicos y libros se imprimen en Buenos Aires, con vistas al consumo rural. Los que se editan en el interior cabestrean su existencia baladí de pordioseros del gobierno comunal o provincial, con sus eternas cuatro u ocho páginas de avisos interpolados de las clásicas cursilerías y lugares comunes del periodismo y la tipografía de campaña.
Pueden llamarse los órganos paródicos del periodismo, aunque como ninguna otra forma de publicidad expresa con ingenua pretensión, la fusión simbiótica de la política y la literatura, del alfabetismo y de las artes gráficas. Aquello mismo que los periódicos de campaña revelan sin saberlo, puede aplicarse a la gran ciudad, y bastaría buscar, como en el gaucho urbano, cuáles son las transformaciones que ha experimentado al crecer en tamaño y número de ejemplares. Cultura y política son una misma cosa; gobernante y pedagogo, institución artística o científica y autores que entran en una coordinada acción de recíprocos derechos y deberes. Un gobierno quiso caracterizarse por cierto filisteísmo augusteo, precisamente porque era oriundo de la masa refractaria a la cultura, e incurrió en actos teatrales de mecenismo. Hizo repartir, por ejemplo, entre los campesinos una traducción de las Geórgicas. La transfiguración de elementos de la cultura más auténtica en ese renacimiento, sirvió para corroborar un plan de urbanismo romántico y como el autor de la Novela Cómica, dio su Virgile travesti. Llévese, si se quiere el caso a las sociedades artísticas y turfísticas que protegen las artes y las letras, como órganos representativos de la ganadería y del pensamiento. Ésa es la suerte de la inteligencia que huye de la llanura y es en pleno centro recapturada por las fuerzas eternas de la pampa.
Ningún órgano que en la ciudad dé forma para negar la realidad del campo niega la realidad del campo. Más que el gobierno paladinamente oriundo de la masa refractaria de la cultura, el gobierno nacido de la negación de ese tabú político quiso consumar la obra devastadora de la pampa; negó al intelectual, prescindió ostentosamente de él y además lo persiguió hasta donde pudo. Privando al intelectual de sus legítimos derechos, acorralándolo en un brete sin salida, completó aquel programa. Y sin embargo, Buenos Aires, la obra más extraordinaria de la política argentina, atrae al artista, lo seduce y lo corrompe.
Es verdad que en Buenos Aires hay lo que podría llamarse estructuras concretas de ciencia, de arte, de profesores liberales, pero no son autónomas de la ciudad y obedecen a la política que hizo a la ciudad, dependiendo indirectamente del erario. Todos ellos son fenómenos municipales, patrocinados o subvencionados en última instancia por la comuna o el gobierno, un poco en secreto. Para abrirse paso en la maraña de los intereses que monopoliza la política, ha de ofrecer su talento a los dos únicos postores: el periodismo o la administración pública. Sin poder sacar provecho ni regocijo de su obra, que nadie lee, reclama el subsidio y ya está vencido; ya no es él sino un colaborador de las fuerzas de la llanura que se refugiaron en la aldea. Simulacros de escritores, de artistas, de sabios han ocupado mediante la entrega condicional de su persona los altos puestos. Enseñoreados de los diarios, las cátedras y los cenáculos, defienden con uñas y dientes su empleo. Aquellos apóstatas que claudicaron en su fe son los apóstoles de ese ideal urbano, los herejes sublimados del contraideal. Diarios, universidades y salones se sostienen por un complejo sistema de intereses cruzados; unos amparan a los otros y a lo largo de los personajes encadenados circula una sola sangre y un solo fluido vital: la política. El método de la "cadena" descubierto por los tahures de comité es antiguo y continental. Ese sistema de la "cadena", de la complicación en serie, es el esquema de las actividades lícitas que se basan en la política y lo practican sin saberlo todos los que anhelan por encima de sus fuerzas. El artista honesto está predestinado a sucumbir porque está solo, y su rebeldía o su renuncia contrasta con el canevá de los intereses en juego. No tiene compromisos recíprocos; es un eslabón suelto.
La ciudad es de una textura homogénea aunque parezca abigarrada y cosmopolita; tiene el alma en bloque. Los trabajadores solitarios son hijos de la soledad; y veinte hombres libres son los que levan sobre sus espaldas el prestigio de la Nación. Si murieran de pronto, la Nación caería por su propio peso en las tinieblas australes a un nivel a ras de toda la latitud sudamericana. La ciencia se recluye en gabinetes y laboratorios; la literatura se ofrece al periódico y la revista para morir finalmente en el libro. El Estado que no cree sino en el peligro, concluye adquiriendo los libros y los cuadros que nadie compra y los distribuye en las bibliotecas y los museos que nadie visita. La vocación del artista y del sabio es un contrasentido con la realidad profunda, y el crítico que pasa en silencio las obras de enjundia y trompetea alrededor de las mistificaciones, está inconscientemente al servicio de las fuerzas oscuras de la pampa. Sobre los que se mantienen en pie trepa la hiedra de los que han fracasado hasta que los cubre el pasto. Los muertos matan a los vivos, como en el palacio de los Atridas. Formas abortivas y monstruosas, nacidas de cópulas gubernamentales, engendradas con los logos espermáticos de la política, se multiplican por sí mismas en pululación de bacterias, en obras completas de treinta títulos. El Congreso vota fondos para que se escriban obras o para adquirirlas. Son fantasmas a la rústica. Las plazas están llenas de simulacros de bronce y de mármol; los museos atestados de simulacros; los programas sinfónicos mechados de fantasmas. Todo ese mundo de los abortos inmortales nace de la política y es hijo de las cámaras, de los gabinetes y de los comités. El público está complicado en el sistema de la cadena y aplaude; llena los teatros y repite los gloriosos nombres de los espectros. Pero con socarrona picardía guiña un ojo; porque miente mucho más que se equivoca. Espera la muerte verdadera y olvida. Dramaturgos, poetas, músicos y pintores: todos amortajados en la misma tumba continental del olvido, han muerto. Los muertos de ayer parecen antiguos y distantes. Es la política, que empuja con todas sus fuerzas hacia delante, que teje de día sus telas y las desteje de noche. Mientras vive el defensor de sus intereses, mientras pueda hacer daño o bien, es respetado, como el político en auge; cae y se le olvida. En esa nefanda obra de cremación y aventamiento de las cenizas están complicados el gobierno y el pueblo, que prefieren al impostor vivo y no al talento muerto. Los monederos falsos de la cultura se nutren de cadáveres; aquel olvido es este renombre.
La falta de estados verdaderos de cultura se suplanta con estados ficticios de cultura; empresas poderosas de publicidad y de noticias sostienen la política de la literatura estándar. Si el periodista tiene las ideas de la administración, ésta tiene las ideas de los anunciadores de página entera, que casi siempre coincide con el mismo universal sistema de la cadena, con lo que se lleva y se consume con mayor cantidad. Centenares de cerebros trabajan diariamente en la misma tarea, modelando y puliendo con arreglo a un canon periodístico del mayor consumo. La personalidad del autor, incluso cuando le permiten que firme, se disuelve en una liga de plomo fundente, y toda la redacción es una masa gris de ideas y de renglones de linotipo. No tener qué comer es peor.
La suerte del escritor es todavía más triste que la del periodista; tiene que transigir con el lector de diarios, o tener fortuna. Los mejores son pobres y viven de otras cosas. Persisten en su trabajo porque Dios lo quiere así. Los intelectuales libres de la política de las empresas de prensa son destruidos de cuajo. Quien tiene dinero tiene fama; sus libros circulan al amparo de una firma bancaria de reconocida solvencia, y entonces puede cometer las mayores indignidades sin que se afecte su prestigio. La reputación es una incansable paciencia. El mismo lector que se pasma del éxito de su novelista predilecto, gusta pecaminosamente de las ediciones clandestinas, como si realmente estuvieran prohibidas.
No menos tiránico que la prensa, el comité político-literario y la administración pública acogen con reservas al hombre de acción fracasado y al idealista a ultranza. El autor costea la impresión de su obra con el sueldo que le paga el Estado y el Estado le compra el libro, devolviéndole su dinero. Devuelve el costo y recupera las ideas, retirándolas de circulación. Una vez hecha la fama se respeta hasta que la muerte barre con todo. La cadena queda soldada entre autores, impresores y consumidores.
Lograda una buena posición, ahí termina toda inquietud, se echa vientre y se espera la jubilación o las palmas académicas. Y entonces con la muerte llega la inmortalidad mientras se vive.

Del libro Radiografía de la Pampa,  (Losada, Buenos Aires 1983)

miércoles, 7 de octubre de 2015

Carson McCullers (EE.UU, 1917-1967)



El transeúnte


Esa mañana, la frontera crepuscular entre el sueño y la vigilia era romana: fuentes salpicando y calles estrechas con arcos. La dorada y pródiga ciudad de flores y piedra pulida por los años. A veces, en su semiinconsciencia estaba otra vez en París, o entre escombros de guerra alemanes, o esquiando en Suiza y en un hotel en la nieve. Algunas veces también era un barbero de Georgia en una madrugada de caza. Era Roma esta mañana, en la región sin tiempo de los sueños.
John Ferris se despertaba en una habitación de un hotel en Nueva York. Tenía la sensación de que algo desagradable le esperaba; qué podría ser, no sabía. La sensación, sumergida en las exigencias mañaneras, se prolongó aun después de haberse vestido y haber bajado. Era un día de otoño despejado y un sol pálido, en rebanadas, se metía entre los rascacielos color pastel. Ferris entró en la cafetería de al lado y se sentó en el compartimiento del fondo junto al ventanal que daba a la acera. Pidió un desayuno a la americana de huevos revueltos y salchichas.
Ferris había venido de París al entierro de su padre, que había sido la semana anterior en su pueblo, en Georgia. El choque de la muerte le había hecho darse cuenta de que la juventud había ya pasado. Se le caía el pelo y las venas de sus ya desnudas sienes quedaban salientes latiendo; su cuerpo se conservaba bien, a no ser por una panza incipiente. Ferris había querido mucho a su padre y la unión entre ellos había sido antes muy fuerte, pero los años habían debilitado algo esta devoción filial; la muerte, aguardada durante mucho tiempo, le había dejado con una consternación imprevista. Había alargado lo posible su estancia en casa, junto a su madre y sus hermanos. Su avión para París salía a la mañana siguiente.
Ferris sacó la agenda de direcciones para confirmar un número. Iba volviendo las páginas con interés creciente. Nombres y direcciones de Nueva York, de capitales de Europa, unas pocas borrosas de su estado del Sur. Nombres borrosos en letras de molde, nombres borrachos, garrapateados. Betty Wills: un amor pasajero, ahora casada. Charlie Williams: herido en la selva de Hürtgen, paradero desconocido desde entonces. El gran viejo Williams… ¿vivía o había muerto? Don Walket: trabajando en la televisión y haciéndose rico. Henry Green: se chifló después de la guerra, ahora en un sanatorio, decían. Cozie Hall: había oído que había muerto. La atolondrada, la alegre Cozie… era extraño pensar que ella también, tan boba, podía morir. Al cerrar el cuaderno, Ferris padecía una impresión de azar, de tránsito, casi de miedo.
Fue entonces cuando su cuerpo dio una sacudida repentina. Miraba por la ventana cuando allí mismo, pasando por la acera, vio a su antigua mujer. Elizabeth pasaba muy cerca de él, andando despacio. Ferris no pudo comprender el estremecimiento salvaje de su corazón ni la sensación inmediata de desahogo y de gracia que le quedaron cuando ella hubo pasado.
Ferris pagó deprisa y salió corriendo a la calle. Elizabeth estaba en la esquina esperando para cruzar la Quinta Avenida. Corrió hacia ella pensando en hablarle, pero cambiaron las luces y ella cruzó la calle antes de que la alcanzara. Ferris la siguió. Al otro lado podría muy bien haberla alcanzado, pero se sorprendió rezagándose sin saber por qué. Llevaba el cabello castaño claro recogido con sencillez, y, mientras la observaba, se acordó Ferris de que su padre había dicho una vez que Elizabeth tenía “buenos andares”. Elizabeth dobló la esquina siguiente y Ferris la siguió, aunque su intención de abordarla había desaparecido ya. Ferris se preguntó el porqué de la agitación de su cuerpo a la vista de Elizabeth, el sudor de sus manos, los fuertes latidos de su corazón.
Hacia ocho años que Ferris no había visto a su antigua mujer. Sabía que se había casado otra vez hacía mucho tiempo. Y tenía niños. Durante los últimos años raramente había pensado en ella. Pero al principio, después del divorcio, la pérdida casi le había derrumbado. Luego, calmado por la acción del tiempo, había amado otra vez, y luego otra. Ahora era Jeannine. Desde luego, el amor por su antigua mujer había pasado hacía tiempo. ¿Por qué entonces el desasosiego de su cuerpo y la mente sacudida? Sólo sabía que su corazón nublado estaba extrañamente en disonancia con el día de otoño soleado y claro. Ferris dio la vuelta de repente y, andando a grandes zancadas, casi corriendo, volvió deprisa al hotel.
Ferris se sirvió de beber, aunque no eran aun las once. Tumbado en una butaca como una persona exhausta, se puso a contemplar su vaso de whisky. Tenía un día entero por delante, y se iba en avión a la mañana siguiente. Repasó sus obligaciones: llevar su equipaje a la Air France, almorzar con su jefe, comprarse unos zapatos y un abrigo… ¿No había algo más? Ferris terminó la bebida y abrió la guía de teléfonos.
La decisión de llamar a su antigua mujer fue impulsiva. El número venía en Bailey, el nombre del marido, y Ferris lo marcó sin tomarse tiempo para pensarlo. Elizabeth y él se habían intercambiado felicitaciones en Navidad, y Ferris le había mandado un juego de trinchar cuando recibió la participación de boda. No había razón para no llamar. Pero mientras esperaba, oyendo la llamada al otro lado, la duda empezó a inquietarle.
Elizabeth contestó; su voz familiar fue para él un nuevo choque. Tuvo que repetir su nombre dos veces, pero cuando fue identificado ella pareció alegrarse. Le dijo que estaba en la ciudad sólo por un día. Ellos tenían un compromiso para ir al teatro, dijo ella, pero a ver si podía venir a cenar temprano. Ferris dijo que le encantaría.
Mientras iba de una cosa a otra, estaba aun molesto a ratos con la sensación de que algo importante se le olvidaba. Ferris se bañó y se cambió a última hora de la tarde, pensando a menudo en Jeannine: estaría con ella la próxima noche. “Jeannine”, diría, “me encontré por casualidad con mi antigua mujer cuando estaba en Nueva York. Cené con ella y su marido, claro. Fue extraño verla después de todos estos años.”
Elizabeth vivía en una Avenida Cincuenta y tantos Este, y, mientras Ferris iba en taxi desde el centro, vislumbraba en los cruces el ocaso prolongado, pero al llegar a su destino era ya noche otoñal. El lugar era un edificio con marquesina y portero: el apartamento de ella estaba en el séptimo piso.
- Entre, señor Ferris.
Preparado para Elizabeth, o hasta para el marido no imaginado, Ferris se quedó asombrado ante el chico pelirrojo y pecoso; sabía lo de los niños, pero su pensamiento no había sido capaz de imaginárselo de alguna manera. La sorpresa le hizo dar un paso atrás torpemente.
- Éste es nuestro apartamento –dijo el niño respetuoso-. ¿No es usted el señor Ferris? Soy Bill, entre.
En el cuarto de estar, al otro lado del vestíbulo, el marido le dio otra sorpresa. Tampoco para él estaba preparado emocionalmente. Bailey era un hombre macizo, de cabello rojo, con ademanes decididos. Se levantó y le tendió la mano.
- Soy Bill Bailey. Encantado de conocerle. Elizabeth vendrá en seguida… Está terminando de vestirse.
Las últimas palabras despertaron una serie fluida de vibraciones, recuerdos de otros años. Elizabeth, clara, rosada y desnuda antes del baño. A medio vestir delante del espejo de su tocador, cepillándose el fino cabello castaño. Dulce intimidad casual, la amabilidad de la carne suave poseída sin discusión. Ferris alejó de sí los recuerdos indeseados y se obligó a encontrar la mirada de Bill Bailey.
- Bill, ¿quieres traer esa bandeja de bebidas que hay en la mesa de la cocina?
El niño obedeció con prontitud y, cuando se hubo ido, Ferris dijo:
- ¡Qué chico más guapo tienen!
- Nosotros, por lo menos, lo creemos así.
Se hizo silencio hasta que el niño volvió con una bandeja de vasos y la coctelera con martinis. Con el estímulo de la bebida fueron sacando a flote la conversación: hablaron de Rusia y de la lluvia artificial en Nueva York, y del problema de los pisos en Manhatan y París.
- El señor Ferris volará mañana a través de todo el océano –le dijo Bailey al niño, que estaba encaramado en el brazo de su butaca, tranquilo y bien educado-. Apuesto a que te irías de polizón en su maleta.
Billy se echó para atrás sus lacios mechones de pelo:
- Yo quiero volar en un avión y ser periodista como el señor Ferris. –Y añadió con seguridad repentina-: Esto es lo que quiero ser cuando sea mayor.
Bailey dijo:
- Yo creí que querías ser médico.
- ¡Sí! –dijo Billy-. Seré las dos cosas. También quiero ser un sabio de bombas atómicas.
Elizabeth entró llevando en brazos una niña.
- ¡Oh, John! –dijo. Y colocó a la niña en el regazo de su padre-. Es tan estupendo volver a verte… Me alegro tanto de que hayas podido venir…
La pequeña estaba sentada mimosamente en las rodillas de Bailey. Llevaba un trajecito de crepé rosa pálido cogido en los hombros con un lazo y una cinta de seda del mismo color sujetándole los suaves rizos pálidos. Tenía la piel tostada del verano y sus ojos castaños; estaban moteados de oro. Cuando alcanzó y señaló con el dedo las gafas de concha de su padre, éste se las quitó y la dejó mirar un poco con ellas.
- ¿Cómo está mi bomboncito?
Elizabeth estaba muy hermosa, más hermosa quizá de lo que Ferris la había visto jamás. Su cabello limpio y liso brillaba. Su rostro era más suave, brillante y sereno. Era una belleza de Madonna, que se avenía bien con el ambiente familiar.
- No has cambiado nada –dijo Elizabeth-. Pero ha pasado mucho tiempo.
- Ocho años.-Casi inconscientemente se llevó la mano al pelo que ya le clareaba, mientras se intercambiaban otras vaguedades.
Ferris se sintió de pronto un espectador, un intruso entre los Bailey. ¿Por qué había venido? Estaba sufriendo. Su propia vida le parecía tan solitaria, una columna frágil sin nada que soportar en medio del naufragio de los años. Sentía que no podría seguir mucho tiempo en la habitación familiar.
Miró el reloj.
- ¿Vosotros vais al teatro?
- Es una pena –dijo Elizabeth-, pero teníamos este compromiso desde hace más de un mes. Pero, John, seguro que cualquier día de éstos te quedarás aquí. ¿No vas a ser un expatriado, no?
- Expatriado –repitió Ferris-. No me gusta mucho esa palabra.
- ¿Qué palabra hay mejor? –preguntó ella.
Él pensó un momento:
- Transeúnte, quizá.
Ferris miró otra vez su reloj y Elizabeth se excusó:
- Si lo hubiera sabido con tiempo…
- Sólo paso este día en la ciudad. Tuve que ir a casa inesperadamente. ¿Sabes? Papá murió la semana pasada.
- ¿Papá Ferris ha muerto?
- Sí, en el Johns Hopkins. Estuvo enfermo allí casi un año. El entierro fue en casa, en Georgia.
- Cuánto lo siento, John. Papá Ferris fue siempre una de mis personas predilectas.
El niño se levantó por detrás de la butaca de modo que pudiera mirar el rostro de su madre. Preguntó:
- ¿Quién se ha muerto?
Ferris estaba muy olvidadizo para comprender; pensaba en la muerto de su padre. Vio otra vez el cadáver, tendido en la seda dorada dentro del ataúd. Le habían maquillado la cara de una manera grotesca y aquellas manos familiares yacían unidas y pesadas sobre un desbordamiento de rosas. El recuerdo se cerró y Ferris se despertó a la voz tranquila de Elizabeth.
- El padre del señor Ferris, Bill. Una gran persona; alguien a quien tú no conocías.
- Pero, ¿por qué le llamas Papá Ferris?
Bailey y Elizabeth intercambiaron una mirada furtiva. Fue Bailey el que contestó al niño:
- Hace mucho tiempo –dijo-, tu madre y el señor Ferris estuvieron casados. Pero antes de que nacieras, hace mucho tiempo.
- ¿El señor Ferris?
El pequeño se quedó mirando a Ferris incrédulo y desconcertado. Y los ojos de Ferris, al devolverle la mirada, eran también algo incrédulos. ¿Sería verdaderamente cierto que una vez había llamado a esta extraña, a Elizabeth, “patito mío” durante noches de amor, que habían vivido juntos, habían soportado juntos, en medio de la tristeza de la soledad repentina, la pena de ver destruirse poco a poco (celos, alcohol y discusiones por dinero) el edificio del amor conyugal?
Bailey dijo a los niños:
- A alguien le toca cenar. ¡Hala, vamos!
- ¡Pero, papá! Mamá y el señor Ferris… Yo…
La mirada insistente de Bill, perpleja y con un brillo de hostilidad, le recordó a Ferris la mirada de otro niño. El hijo de Jeannine, un niño de siete años, de carita ensombrecida y rodillas huesudas al que Ferris evitaba y olvidaba con frecuencia.
- ¡De frente, marchen! –Bailey llevó suavemente a Billy hacia la puerta.
- Di buenas noches, hijo.
- Buenas noches, señor Ferris. –Añadió con resentimiento-: Creí que me iba a quedar para la tarta.
- Puedes venir luego por la tarta –dijo Elizabeth-. Corre ahora con papá a cenar.
Ferris y Elizabeth estaban solos. El peso de la situación gravitó sobre aquellos primeros momentos de silencio. Ferris pidió permiso para servirse otro cóctel y Elizabeth le puso la coctelera en la mesa a su lado. Miró el piano y observó la música en el atril.
- ¿Tocas todavía tan bien como antes?
- Todavía disfruto tocando.
- Toca, por favor, Elizabeth.
Elizabeth se levantó inmediatamente. Su prontitud para tocar cuando se lo pedían había sido siempre una de sus amabilidades. Nunca se hacía rogar, excusándose. Ahora, mientras se acercaba al piano, había en ella, además, la prontitud del alivio.
Empezó con un preludio y fuga de Bach. El preludio era alegremente irisado, como un prisma en una habitación por la mañana. La primera voz de la fuga, un anuncio puro y solitario, se repitió entremezclada con una segunda voz y repetida otra vez dentro deun marco elaborado; la música múltiple, horizontal y serena, fluía con majestad, sin apresuramiento. La melodía principal se trenzaba con otras dos voces, embellecida con un sinfín de ingeniosidades, dominante unas veces, sumergidas otras, con la sublimidad de una cosa única que no teme rendirse al conjunto. Hacia el final, la densidad del material se reunió para la última insistencia, enriquecida sobre el primer motivo dominante, y la fuga terminó en un acorde, como una afirmación final. Ferris descansaba la cabeza sobre el respaldo de la butaca y cerró los ojos. En el silencio que siguió, una voz alta y clara vino de la habitación del otro lado del vestíbulo, “Papá, pero cómo podían mamá y el señor Ferris…” Luego se oyó cerrar una puerta.
El piano empezó otra vez. ¿Qué música era ésa? Sin lugar, familiar, la melodía límpida llevaba mucho tiempo dormida en su corazón. Ahora le hablaba de otro tiempo, otro lugar; era la música que Elizabeth solía tocar. La melodía suave evocó un bosque de recuerdos. Ferris se perdió en el tumulto de anhelos pasados, conflictos, deseos ambivalentes. Era extraño que la música, ocasión de esta anarquía tumultuosa, fuera tan clara y serena. La melodía principal quedó rota por la aparición de la criada.
- Señora, la cena está servida.
Todavía, después que se sentó a la mesa entre sus anfitriones, la música interrumpida le oscurecía el humor. Estaba algo borracho.
L’improvisation de la vie humaine –dijo-. No hay nada que te haga darte cuenta de la improvisación de la existencia humana como una canción sin terminar, o un viejo cuaderno de direcciones.
- ¿Un cuaderno de recuerdos? –repitió Bailey. Luego se calló prudente.
- Sigues siendo el mismo, Joh –dijo Elizabeth con algo de la antigua ternura.
La cena de aquella noche era al estilo del Sur, y los platos eran de lo que a él le gustaban: pollo frito y pastel de maíz y batatas en dulce. Durante la comida, Elizabeth mantuvo viva la conversación cuando los silencios se hacían demasiado largos. Y así Ferris tuvo ocasión de hablar de Jeannine.
- La conocí el otoño pasado, hacia esta época, en Italia. Es cantante y tenía un contrato en Roma. Creo que nos casaremos pronto.
Las palabras parecían tan verdaderas, inevitables, que Ferris no se dio al principio cuenta de que mentía. Él y Jeannine no habían hablado nunca de matrimonio en todo el año. Y en realidad ella seguía casada con un ruso blanco, agente de bolsa en París, del que llevaba separada cinco años. Pero era demasiado tarde para corregir la mentira. Elizabeth ya estaba diciendo: “Me alegra mucho saberlo. Enhorabuena, Johnny”.
Trató de compensarlo con cosas verdaderas:
- El otoño romano es tan bonito… Suave y florido. –Añadió-: Jeannine tiene un niño de seis años. Un chico curioso con tres idiomas; le llevo algunas veces a las Tullerías.
Mentira otra vez. Había llevado sólo una vez al pequeño a los jardines. El pálido niño extranjero, con los pantaloncitos cortos que dejaban al descubierto las piernas huesudas, había echado su barco en el estanque de cemento y había montado en un caballito. El niño había querido entrar en el guiñol. Pero no había habido tiempo porque Ferris tenía un compromiso en el Hotel Scribe. Le había prometido que irían al guiñol otra tarde. Solamente había llevado una vez a Valentin a las Tullerías.
Hubo un revuelo. La criada trajo una tarta blanca con velas rojas.
Los niños entraron en pijama. Ferris no comprendía aun.
- Felicidades, John –dijo Elizabeth-. Sopla las velas.
Ferris se acordó de que era el día de su cumpleaños. Las velas se fueron apagando despacio y olía a cera quemada. Ferris tenía treinta y ocho años. Las venas de sus sienes se oscurecieron y latieron de una manera visible.
- Es hora de ir al teatro.
Ferris agradeció a Elizabeth la cena de cumpleaños y dijo los adioses apropiados. La familia entera le despidió en la puerta.
Una luna alta, fina, brillaba sobre los oscuros rascacielos mellados.
En las calles hacía viento y frío. Ferris fue deprisa a la Tercera Avenida y llamó un taxi. Miraba la ciudad nocturna con la atención deliberada de la partida y quizá de despedida. Estaba solo. Deseó que llegara pronto la hora del vuelo y el viaje.
Al día siguiente miró la ciudad desde el cielo, bruñida al sol, de juguete, precisa. Luego, América se quedó atrás y sólo estaba el Atlántico y la distante costa europea. El océano tenía un color lechoso, pálido, plácido bajo las nubes. Ferris dormitó casi todo el día. Hacia el atardecer pensaba en Elizabeth y en la vista de la tarde anterior. Pensó en Elizabeth entre su familia, con deseo, con envidia y una pena inexplicable. Buscó la melodía, la frase sin terminar que le había emocionado tanto. La cadencia, algunos sonidos dispersos, era todo lo que le quedaba; la melodía misma había huido. Había encontrado, en cambio, la primera voz de la fuga que Elizabeth había tocado, irónicamente invertida y en tono menor. Colgado sobre el océano, las preocupaciones por su soledad y por lo transitorio de las cosas dejaron de acongojarle y pensó en la muerte de su padre con ecuanimidad. A la hora de cenar, el avión llegó a la costa francesa.
A medianoche, Ferris cruzaba París en un taxi. El cielo estaba cubierto y la neblina ponía halos a las luces de la plaza de la Concordia. Los bistrós nocturnos brillaban en los pavimentos húmedos. Como siempre después de un vuelo transoceánico, el cambio de continentes era demasiado repentino. Nueva York por la mañana, esta noche París. Ferris entrevió el desorden de su vida; la sucesión de ciudades, de amores transitorios; y el tiempo, el siniestro deslizarse de los años, siempre el tiempo.
Vite, vite! –llamó con terror-. Dépêchez-vous.
Valentin le abrió la puerta. El niño estaba en pijama, con una bata roja que le venía grande. Sus ojos grises estaban ensombrecidos y, al entrar Ferris en el piso, chispearon momentáneamente.
J’attends, mamam.
Jeannine cantaba en un club nocturno. No estaría en casa hasta dentro de una hora. Valentin volvió a un dibujo que estaba haciendo, acurrucándose con sus lápices sobre un papel extendido en el suelo. Ferris miró el dibujo: era uno que tocaba el banjo con las notas y las líneas onduladas saliéndole en un globito, como las historietas.
- Volveremos otra vez a las Tullerías.
El niño levantó la cabeza y Ferris se lo acercó a las rodillas. La melodía, la música sin terminar que Elizabeth había tocado le vino de repente a la memoria. Sin pedírselo, la memoria desembarcaba en él su carga; esta vez trayendo sólo reconocimiento y súbita alegría.
- Monsieur Jean –dijo el niño-. ¿Le vio usted?
Confuso, Ferris pensó solamente en otro niño, el niño pecoso, mimado por su familia.
- ¿A quién, Valentin?
- A su papá, en Georgia. –El niño añadió-: ¿Estaba bien?
Ferris se apresuró a decir:
- Iremos a las Tullerías a menudo, a montar en el caballito y ver el guiñol. Lo veremos y no tendremos prisa nunca más.
- Monsieur Jean –dijo el niño-. El guiñol está cerrado ahora.
Otra vez el terror, la comprensión de años desperdiciados, y la muerte. Valentin, impulsivo y confiado, se acurrucaba entre sus brazos. Su mejilla tocó la mejilla suave y sintió el roce de las pestañas delicadas. Con íntima desesperación estrechó al niño como si una emoción tan cambiante como su amor pudiera dominar el pulso del tiempo.


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