viernes, 26 de junio de 2015
FLANNERY O’CONNOR
Por qué se amotinan las gentes?
A Tilman le dio el ataque en la capital del estado, adonde había ido por negocios, y estuvo allí internado dos semanas en el hospital. No recordaba la llegada a su casa en ambulancia, pero su esposa sí. Se había pasado dos horas sentada en el asiento plegable, a los pies de su marido, con la vista clavada en su cara. Solo el ojo izquierdo de Tilman, desviado hacia dentro, parecía albergar su antigua personalidad. En él ardía la ira. Por lo demás, toda su cara estaba preparada para la muerte. La justicia era implacable y para ella era un placer cuando la encontraba. Quizá hacía falta esta desgracia para que Walter se diera cuenta.
De pura casualidad los dos hijos estaban en casa cuando ellos llegaron. Mary Maud regresaba en coche de la escuela, sin darse cuenta de que la ambulancia iba detrás de ella. Se bajó del coche, una mujer corpulenta de treinta años, con la cara redonda e infantil y un montón de cabello color zanahoria que le caía desde lo alto de la cabeza como una red invisible, besó a su madre, le echó una ojeada a Tilman y ahogó un grito de asombro; luego, con cara seria y desconcertada, siguió al enfermero que iba detrás, dándole a gritos una serie de instrucciones sobre cómo superar la curva de la escalera del frente llevando la camilla a cuestas. “Nada más ni nada menos que como una maestra de escuela”, pensó su madre. Maestra de escuela de la cabeza a los pies. Cuando el enfermero que iba delante llegó al balcón, Mary Maud gritó bruscamente, con el tono empleado para dominar a los niños:
-¡Levántate, Walter, y abre la puerta!
Walter estaba sentado en el borde de la silla, absorto en la operación, con el dedo metido en el libro que había estado leyendo antes de que llegara la ambulancia. Se levantó, aguantó la puerta mosquitera y, mientras los enfermeros cruzaban el balcón con la camilla, observaba con evidente fascinación la cara de su padre.
-Me alegro de verlo, mi capitán -dijo, levantó la mano y, de cualquier manera, le hizo el saludo militar.
Cargado de ira, el ojo izquierdo de Tilman pareció alcanzar al hijo aunque no dio señales de reconocerlo.
Roosevelt, que en adelante sería enfermero en lugar de peón, esperaba dentro, al lado de la puerta. Se había puesto la chaqueta blanca que reservaba para las grandes ocasiones. Escrutaba lo que iba en la camilla. Los ojos enrojecidos se le tornaron vidriosos. Y, de repente, se le llenaron de lágrimas que bañaron sus negras mejillas como si fueran sudor. Tilman hizo un gesto débil y brusco con el brazo sano, el único gesto de afecto que se había permitido hacerle a alguno de los presentes. El negro siguió a la camilla hasta el dormitorio de atrás, sorbiéndose los mocos como si acabaran de pegarle.
Mary Maud entró para dar instrucciones a los portadores de la camilla.
Walter y su madre se quedaron en el balcón.
-Cierra la puerta -le ordenó-, que entran las moscas.
Ella observaba a Walter desde que había entrado, buscaba en su cara grande y sosa alguna señal de que sentía la urgencia de la situación, alguna señal de que debía tomar las riendas, de que debía hacer algo, lo que fuese; para ella habría sido una alegría verlo cometer un error, incluso empantanar las cosas, si con eso al menos hacía algo, pero comprobó que nada había ocurrido. Walter le clavaba los ojitos, levemente brillantes detrás de las gafas. Había captado cada detalle de la cara de Tilman; había visto las lágrimas de Roosevelt, la confusión de Mary Maud, y ahora la estudiaba a ella para comprobar cómo reaccionaba. Se enderezó el sombrero de un manotazo cuando, por la forma en que la miraba su hijo, se percató de que se le había ido hacia atrás.
-Deberías llevarlo así -dijo él-. Te da un aire desenfadado, de despiste.
Ella endureció el gesto tanto como pudo.
-Ahora la responsabilidad es tuya -le dijo con tono severo, categórico.
Él siguió allí de pie, con aquella media sonrisa, en silencio. Como una masa absorbente que se queda con todo sin dar nada. Ella tuvo la impresión de estar ante un extraño con la misma cara de la familia. Tenía la misma sonrisa evasiva de abogado que su padre y su abuelo maternos, engastada en la misma mandíbula poderosa, bajo la misma nariz romana; su hijo tenía los mismos ojos, ni azules, ni verdes, ni grises; no tardaría en quedarse calvo como ellos. Ella endureció más el gesto.
-Tendrás que tomar las riendas de la casa y el negocio -le dijo, y se cruzó de brazos-, si quieres seguir aquí.
A él se le borró la sonrisa. La miró con fijeza, la expresión ausente, y luego paseó la vista por el prado, más allá de los cuatro robles y de la lejana y negra hilera de árboles, por el cielo despejado de la tarde.
-Creía que esta era mi casa -dijo él-, pero se ve que las suposiciones sirven de bien poco.
A ella se le encogió el corazón. De pronto le vino la imagen de su hijo desamparado. Desamparado allí, desamparado en todas partes.
-Por supuesto que es tu casa -dijo ella-, pero alguien debe tomar las riendas. Alguien tiene que encargarse de que estos negros trabajen.
-Yo no sé hacer trabajar a los negros -rezongó él-. Es lo último de lo que sería capaz.
-Yo te diré todo lo que tienes que hacer.
-¡Ja! -exclamó él-. Eso, seguro.
La miró y recuperó la media sonrisa.
-Señora mía -le dijo-, saldrás adelante. Naciste para tomar las riendas. Si al viejo le hubiera dado el ataque hace diez años, estaríamos todos mucho mejor. Habrías sido capaz de guiar una caravana de carretas a través de las comarcas deshabitadas. Eres capaz de detener a una turba. Eres la última del siglo diecinueve, eres…
-Walter -lo interrumpió ella-, tú eres hombre. Yo soy solo una mujer.
-Una mujer de tu generación -dijo Walter- vale más que un hombre de la mía.
Ella apretó los labios en un gesto de indignación y la cabeza la tembló imperceptiblemente.
-¡A mí me daría vergüenza decir eso! -susurró.
Walter se dejó caer en la silla en la que estaba sentado antes y abrió el libro. La cara se le tiñó de un rubor letárgico.
-La única virtud de los de mi generación es que no nos da vergüenza decir la verdad sobre nosotros mismos -dijo Walter, y se puso a leer otra vez. La entrevista con su madre había concluido.
Ella se quedó allí de pie, rígida, los ojos llenos de pasmado disgusto clavados en él. Su hijo. Su único hijo. Los ojos de Walter, su cabeza y su sonrisa eran los de la familia, pero por debajo se percibía un tipo de hombre distinto de cuantos ella había conocido. En él no había inocencia, ni rectitud, ni fe en el pecado o en la predestinación. El hombre que ella veía cultivaba con imparcialidad tanto el bien como el mal y a todas las cosas le veía tantos matices que era incapaz de actuar, incapaz de trabajar, incapaz incluso de hacer que los negros trabajaran. Ese vacío era terreno abonado para todo tipo de males. “¡Sabe Dios -pensó, y se quedó sin aliento-, sabe Dios lo que sería capaz de hacer!”
No había hecho nada. Tenía veintiocho años y, por lo que ella alcanzaba a ver, no se ocupaba más que de trivialidades. Tenía el aire de quien espera el gran acontecimiento y no es capaz de iniciar trabajo alguno por miedo a ser interrumpido. Como siempre estaba ocioso, a ella se le había ocurrido que tal vez su hijo quería ser artista, filósofo o algo así, pero no era el caso. No quería escribir nada que llevara su nombre. Se entretenía mandando cartas a gente que no conocía de nada y a los periódicos. Con distintos nombres y distintas personalidades, escribía a gente extraña. Era un pequeño vicio, peculiar y deleznable. Su padre y su abuelo habían sido hombres honestos que habrían despreciado los vicios pequeños más que los grandes. Sabían quiénes eran y cuál era su sitio. Era imposible decir qué era lo que sabía Walter ni cuáles eran sus puntos de vista sobre nada. Leía libros que no tenían nada que ver con nada de lo que importaba. Con frecuencia, le iba detrás y se encontraba con algún extraño pasaje subrayado en un libro que él había dejado en alguna parte, y, entonces, ella se pasaba días dándole vueltas. Un pasaje que encontró en un libro que Walter había dejado en el suelo del cuarto de baño de arriba la persiguió de un modo inquietante.
“El amor debe estar lleno de ira -comenzaba, y pensó: ‘Sí es así, el mío lo está’. Siempre estaba furiosa. Y seguía-: Y como has rechazado mi petición, quizá prestes oídos a mi advertencia. ¿Qué empresa te trae a la casa de tu padre, oh, soldado afeminado? ¿Dónde están tus murallas y tus trincheras, dónde el invierno pasado en las líneas del frente? ¡Escucha! Desde el cielo resuenan los clarines de guerra; ve a nuestro general marchar completamente armado, se acerca entre las nubes a conquistar el mundo entero. De la boca de nuestro rey sale una espada aguda de dos filos que corta cuanto halla a su paso. ¡Despierta al fin de tu sueño, ven al campo de batalla! Abandona la sombra y busca el sol.”
Le dio la vuelta al libro para comprobar qué leía. Era una carta de san Jerónimo a un tal Heliodoro, en la que lo reprendía por haber abandonado el desierto. Una nota al pie decía que Heliodoro era miembro del famoso grupo reunido en torno a Jerónimo en Aquilea, en el año 370. Había acompañado a Jerónimo a Oriente Próximo con la intención de llevar una vida de ermitaño. Se separaron cuando Heliodoro prosiguió viaje a Jerusalén. Finalmente, regresó a Italia, y en los años posteriores se convirtió en un distinguido eclesiástico como obispo de Altino.
Este era el tipo de cosas que leía… cosas que en el presente no tenían sentido. Entonces le vino a la mente, con un leve y desagradable sobresalto, que el general con la espada en la boca, que marchaba presto a la violencia, era Jesucristo.
viernes, 19 de junio de 2015
James Salter (E.E.U.U.,1925-2015)
Polvo
Billy estaba bajo la casa. Hacía fresco allí, olía a tierra que llevaba cincuenta años sin remover. Una especie de polvo rancio se filtró a través de las tablas del suelo y cayó como lluvia sobre su cara. Lo escupió. Ladeó la cabeza, subió el brazo con cuidado y con la manga de la camisa se limpió al- rededor de los ojos. Giró la cabeza hacia la franja de luz natural que delimitaba el borde de la casa. Podía ver las piernas de Harry expuestas al sol: éste, de vez en cuando, con un gruñido, se arrodillaba para inspeccionar cómo iba todo allí abajo.
Vertieron la mezcla en el lado de la casa que daba a la calle Tres, y luego empezaron por la parte de la fachada. Billy pensaba en ella bajo el sol que le bronceaba los brazos. Levantó la pesada carretilla y todo su cuerpo se endureció, como un cable al tensado. Cuando terminaron, al atardecer, Harry lo limpió todo con la manguera y metió la pala y la azada en el maletero del coche. Se sentó en el asiento de delante y dejó la puerta abierta. Sonrió como para sí. Se le- vantó la gorra y se alisó el cabello.Estaban nivelando el suelo de la vieja casa de Bryant. Como todas, carecía de cimientos, se apoyaba sobre pilotes. -El chico podría empezar por ahí -le gritó Harry. -¿Por ahí? -Eso es. Billy volvió a limpiarse con parsimonia el polvo de los ojos y empezó a montar el gato. Las viguetas estaban a sólo un palmo de su cara. Almorzaron sentados fuera. Hacía calor, un tiempo característico de la montaña. El sol era seco, el aire tan leve que apenas podía respirarse. Harry comía despacio. Tenía el cuello cubierto de arrugas, y una barba blanca de varios días a lo largo de la mandíbula. La muerte estaba próxima para Harry Mies. Yacería desposeído, coloreadas sus mejillas, los espléndidos oídos de anciano sin oír. No es posible adivinar la cantidad de cosas que él sabía. Estaba solo en las lejanas regiones de su vida. La lluvia le había mojado, pero él había aguantado. Hay animales que, al final, cuando les llega la hora, no se tumban a esperar. Él era de ésos. Cuando se arrodillaba, volvía a incorporarse poco a poco. Se apoyaba en una rodilla, hacía una pausa, y al final se balanceaba sobre ambos pies, como un caballo. -El chico está en la peluquería del pueblo... -comentó. Billy dejaba marcas de dedos sobre el pan. -¿En la peluquería? -¿Qué se supone que hace, sino? -Creo que es batería. -¿Batería? -En un grupo. -Pues algo tiene que hacer -concluyó Harry. Desenroscó la tapa de un termo y vertió en ella algo que parecía té. Se hallaban sentados bajo la quietud de los altos chopos, ni siquiera las hojas más ligeras se movían. Condujeron hasta el vertedero, el sol que se filtraba por el parabrisas les quemaba las rodillas. Había una vieja verja para encerrar el ganado, recuperada de algún lugar, tal vez un rancho que había quebrado. Estaba abierta, y Harry entró sin detenerse. Estaban en un terreno lleno de trastos y basura, al borde de un arroyo, un campo yermo siempre encendido. Del interior de una cabaña rodeada de viejos somiers salió un negro vestido con un mono. Era de hombros redondeados, corpulento como un toro. Había un viejo Chrysler de color verde aparcado en el extremo más apartado. -Buscamos algo de cañería, Al-dijo Harry. El hombre no contestó. Hizo una especie de gesto de indiferencia. Harry pasó y giró por un callejón de muebles viejos, cocinas, sillas de aluminio. Se percibía un olor ácido en el aire. Unas cuantas neveras, indestructibles, habían resbalado por la orilla y yacían medio hundidas en la corriente. Las cañerías estaban todas en un mismo sitio, la mayoría oxidadas. Billy movió a patadas algunos trozos, sin un objetivo claro. -Servirán -comentó Harry. Empezaron a trasladadas hasta el coche y las colocaron en el techo. Condujeron con lentitud, la cabeza del anciano algo inclinada hacia atrás. El coche oscilaba cada vez que entraba o salía de los baches. La cañería iba enrollada en la baca. -Un tipo bastante legal, ese Al -dijo Harry. Se acercaban a la cabaña y levantó una mano al pasar. No había nadie en ella. Billy tenía la mente en otras cosas. El camino de regreso al pueblo parecía muy largo. -Le han causado un montón de problemas -comentó Harry, mirando la carretera, la carretera desierta que conectaba todos aquellos pueblos. No tiene muy buen material allí –añadió -A veces intenta cobrar un poco a cambio. Pero la gente cree que debería poder llevárselo por nada. -A ti no te ha cobrado. -¿A mí? No, yo le traigo algo de vez en cuando -dijo Harry-. El viejo Al y yo somos amigos. Al cabo de un rato añadió: -Aseguran que éste es un país libre, yo no... Los vaqueros del bar de Gerhart le llamaban el Sueco, pero él nunca entraba en el local. Le veían pasar por delante, la piel apergaminada, los brazos oscilantes, la lentitud de la vejez al andar. Es posible que tuviera cierta semejanza con los suecos, ojos claros por las mañanas de inalterable blancura, mañanas en el gran suroeste, café espeso en su taza, el día por delante. En el bar, los ceniceros eran de plástico, y el reloj tenía impresa una marca de whisky en la esfera. Eran las cinco y media. Billy entró en el local. -Aquí lo tenemos. No les hizo caso. -¿Qué será, pues? -preguntó Gerhart. -Cerveza. En la pared había la cabeza disecada de un oso, con unas gafas apoyadas en la nariz y una lengua de yeso roja. Encima colgaba una bandera norteamericana, con un letrero que ponía: NO SE PERMITEN PERROS. En torno al mediodía acudían unas cuantas personas como Wayne Garrich, el de la agencia de seguros, que llevaban sombrero de paja estilo ranchero con las alas enrolladas en los lados. Luego llegaban los obreros de la construcción, con sus camisetas y sus gafas de sol, y los de la compañía del gas. Siempre estaba lleno después de las cinco. Los peones de los ranchos se sentaban juntos en las mesas, con las piernas estiradas. Llevaban cinturones con hebillas doradas en forma de cabeza de res. -Son treinta centavos -dijo Gerhart -. ¿Qué haces ahora? ¿Todavía trabajas para el viejo Harry? -Sí, bueno... -La voz de Billy se fue apagando. -¿Cuánto te paga? Le daba vergüenza decir la verdad. -A dos cincuenta la hora. -¡Jesús! -exclamó Gerhart-. Yo pago esto para que me barran los suelos. Billy asintió. Carecía de respuesta. El propio Harry cobraba tres dólares la hora. Era muy probable que hubiera gente en el pueblo que cobrara más, dijo, pero ésta era su tarifa. Por ese precio se comprometía a hacer los cimientos en tres semanas. No había habido ni un solo día de lluvia. El sol caía como una losa sobre sus espaldas. Harry sacó la pala y la azada del maletero del coche. Era un hombre alto, acarreaba las herramientas con una sola mano. Le dio la vuelta a la carretilla: los sacos de cemento estaban apilados debajo, encima de una tabla de contrachapado. Roció la carretilla con la manguera. Luego empezó a mezclar la primera carga de hormigón: cinco paladas de grava, tres de arena y una de cemento. De vez en cuando se detenía y sacaba una ramita o una brizna de hierba. El sol quemaba como una plancha al rojo vivo. Un sinfín de días como éste en Texas y sus alrededores. Revolvía la mezcla seca una y otra vez, y por último vertió el agua. Añadió más agua, y lo mezcló todo. La mezcla adquirió el intenso color gris de los ríos, la lisa superficie rota por la grava. Billy estaba a su lado, observando. -No la quiero demasiado clara -murmuró el anciano. Siempre daba la sensación de que hablaba para sí. Dejó la azada a un lado -Así ya está bien -dijo. Tenía los hombros encorvados, había en ellos la huella del trabajo. Cogió los brazos de la carretilla sin enderezarse. -Deja que la lleve yo -dijo Billy, estirando los brazos hacia la carretilla. -No pasa nada -murmuró Harry, y sus dientes silbaron al pronunciar la ese. Él mismo empujó la carretilla, la superficie ahora lisa oscilaba un poco de un lado a otro, y la dejó con una sacudida cerca de los moldes de madera que había montado. Billy había cavado la zanja. Después de revisar los moldes por última vez, inclinó la carretilla y el denso líquido cayó por la punta acanalada. Rascó la carretilla hasta vaciada, y luego recorrió el lateral de la zanja con la pala, clavándola para llenar los huecos. En el segundo viaje dejó que Billy empujara la carga, desnudo de cintura para arriba, el sol abrasándole los hombros y la espalda, los músculos le temblaban mientras sostenía en alto la carretilla. Al día siguiente dejó que él hiciera la mezcla. Billy vivía cerca de la iglesia católica, en una habitación de la planta baja. En ella había una ducha de metal. Dormía sin sábanas y por la mañana bebía la leche directamente del envase. Salía con una chica llamada Alma, que trabajaba de camarera en Daly's. Tenía las pantorrillas duras. No era muy habladora, pero su afabilidad le volvía loco. A veces estaba en el bar de Gerhart con alguien más, entre la confusión de voces y el estallido de alguna risa, los famosos pesos pesados colgando de la pared a sus espaldas. Había manchas de humedad cerca del techo. Y la puerta del aseo de caballeros no paraba de dar portazos. Solían hablar de ella. Se quedaban de pie en la barra para poderla ver con sólo ladearse un poco. Era una chica en un pueblo pequeño. En la televisión transmitían un partido de fútbol desde Grand Junction, y ellos pensaban en sus piernas mientras miraban el partido. Era como un animal que todos codiciaban. Alma fumaba mucho, pero sus dientes eran blancos. Tenía la cara achatada, como las de los boxeadores. Viviría en el aparcamiento para casas-remolque, le había dicho Billy. Sus chicos comerían pan blanco en los enormes paquetes blandos de Woody Creek Store. -Oh, ¿de veras? No le había dicho que no. Se limitó a mirar hacia otro lado. Como un animal. No importaba cuán puros fueran éstos, cuán hermosos. Los transportaban por la autopista con estrepitosos camiones pesados, y las briznas de paja salían volando al pasar. Observados por la mirada fría de los va- queros. Los introducían en el matadero, los golpes repentinos que les rompían la osamenta, sus gritos amortiguados... Billy no solía gastar mucho dinero en ella; estaba ahorrando. Pero Alma nunca se lo mencionaba. -Oye. -Había algo que deseaba decide. Bajó la mirada al suelo. ¿Alguna vez has estado en el Oeste? Tenía una historia de la California de los años treinta. Había muchos de ellos que iban de ciudad en ciudad, en busca de trabajo. Un día llegaron a un sitio, había olvidado su nombre, y entraron en un pequeño restaurante. En aquel entonces se podía conseguir una comida completa por treinta centavos, pero cuando fueron a pagar, el dueño les dijo que les costaría un dólar y medio a cada uno. Si no les gustaba, añadió, al final de la calle estaba el cuartelillo de la policía estatal. Después de esto, Harry cruzó la calle y entró en la barbería: su aspecto recordaba el del músico aquel, llevaba una larga melena... El barbero le puso el peinador alrededor del cuello. Cortar, le dijo Harry. Y luego, Oiga, espere un segundo. ¿Cuánto me costará? El barbero ya tenía las tijeras en la mano. Veo que ha comido en casa del griego, le dijo. Harry soltó una risa breve, casi tímida. A continuación se volvió hacia Billy, enseñando sus largos dientes. Todos eran suyos... Billy se estaba abrochando la camisa. Hacía calor por la noche. El verano más caluroso en muchos años, todo el mundo lo decía, el más caluroso de su vida. En el bar de Gerhart, todos llevaban botas enormes y polvorientas. -Joder, qué calor -se decían unos a otros. -Ya no puede hacer más. -¿Qué será, pues? -inquirió Gerhart. Su hijo tonto estaba aclarando vasos. -Cerveza. -Apetece con este calor, ¿eh? -preguntaba Gerhart, mientras servía la cerveza. Estaban en la barra, los brazos cubiertos de polvo. Al otro lado de la calle había un cine. Más arriba del desfiladero, la cantera de arena y grava. En los alrededores había ranchos, una fábrica de macadán, hombres como Wayne Garrich, que apenas hablaban, pues la amargura había penetrado en sus huesos. Eran hombres reflexivos, de hábitos pausados. Miraban a través de los cristales de las ventanas, grandes como los escaparates de las tiendas. -Por allí va Billy. -Sí, es él. -Bueno, ¿qué opináis? Exponían sus opiniones en voz baja, como si fueran apuestas. Sobre la barra, brazos del tamaño de troncos. -¿Va o viene del asunto?
Los cimientos se habían concluido a comienzos de septiembre. Quedaba algo de arena donde había estado el montón; unos pocos restos de grava. Las noches ya eran frías, la primera desertización del invierno, ni una luz en el pueblo... Los árboles estaban en silencio, intimidados. De repente habían empezado a cambiar, los más grandes sobrevivirían.
Harry murió hacia las tres de la mañana. Había tenido que apoyarse en el carrito del supermercado, detrás de las estanterías, luchando por respirar. Intentó beber un poco de té. Luego se sentó en su sillón. Estaba entre dormido y despierto, encendida la luz de la cocina. De repente sintió un dolor espantoso, como si fuera a reventar. La boca se le quedó abierta, secos los labios. Había dejado muy poco, unas cuantas prendas de vestir, el Chevrolet lleno de herramientas. Todo tenía un aspecto apagado, sin vida. El mango de su martillo estaba liso. Había trabajado por todas partes, en Galveston había construido buques durante la guerra. Encontraron fotos de cuando tendría veinte años, la misma nariz aguileña, el rostro duro de campesino. Parecía un faraón, allá en la funeraria. Le habían juntado las manos. Tenía las mejillas hundidas, los párpados como papel. Billy Amstel se marchó a México en un coche que él y Alma compraron por cuatrocientos dólares. Habían acordado compartir gastos. El sol pulía el parabrisas en su viaje hacia el sur. Ambos se contaron otros relatos de sus vidas.
tr: Antoni Puigros Jaume
Ed. Muchnik
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miércoles, 10 de junio de 2015
Pablo Ramos(Argentina,1966)
El alimento del futuro
El primero de Mayo de 1982 un día antes de cumplirse un mes de haber empezado la guerra de Malvinas, en mi casa se festejó el día del trabajador como se hacía todos los años, con asado, con vino pero, como durante todo el período de la última dictadura militar, sin la marcha peronista ni la mayoría de los amigos del sindicato. Antes de comer papá pidió un minuto de silencio por los trabajadores del mundo. Y mamá propuso una oración por los chicos del barrio que teníamos en la guerra, así dijo mamá “los chicos que tenemos en la guerra”, como si fueran sus hijos, como si fueran nuestros hermanos. En realidad de los cuatro chicos del barrio que habían ido a la guerra sólo uno de ellos era de nuestra cuadra, de la barra de los pibes más grandes. Se llamaba igual que yo, Gabriel y le decían como hoy me dicen a mí, el Gaby. A mí en esa época me decían Gavilán.
Como dije, papá estaba mal por la guerra. Decía que por dos razones; una, porque la consideraba inútil, aunque creo que alguna vez dijo que al menos era justa. Y otra, porque de “salirles bien”, a los milicos no los iba a sacar nadie de la rosada. Pero yo, y mi hermano, y casi todos mis amigos, estábamos contentos. Los ingleses eran una porquería que se creían los dueños del mundo y hacerles la guerra, pensábamos, estaba bien.
La guerra para nosotros era como en las películas. Y en las películas siempre ganaban los débiles o los menos dotados. Y para nosotros esa era otra película. Sucedía lejos y no suponía, al menos eso era lo que flotaba en el aire, un riesgo mayor que el de ganar o perder unas islas que un año atrás ni siquiera sabíamos que existían. Supongo que, al menos en un principio, mis amigos y yo vivimos las noticias de esa guerra, lejana pero con bandera celeste y blanca, como un mundial de fútbol. Le dimos a uno, nos dieron a dos. Vamos empatando, los definimos con la aviación porque los aviones Pucará son los mejores del mundo. Y cosas por el estilo. Cosas de las cuales sabíamos poco y nada. Tal vez hablábamos así porque las personas mayores hablaban así, y salían y gritaban como en el mundial 78: Argentina-Argentina, Argentina-Argentina, y salían con banderas y se saludaban, se sentían unidos, y todos los que yo conocía se querían anotar como voluntarios. Mi hermano Alejandro a la cabeza, y yo también, aunque en el fondo rogaba que esa oportunidad no se presentase nunca.
Para ese entonces hacía mucho tiempo que mis amigos y yo no nos reuníamos en la esquina de la infancia. Tal vez más de cuatro años, desde que la mayoría había empezado la secundaria o algún trabajo, bastante después del cierre del taller de papá. Pero esa vez casi sin darnos cuenta, fuimos llegando a la esquina de Armando, de a poco, como antes, como cada vez que en los buenos tiempos nos encontramos frente a una encrucijada. Ahora teníamos entre quince y diecisiete años, y alguno que otro faltaba. Mariza, por ejemplo, estaba en Bariloche, lugar al cual más tarde se iba a ir a vivir. No estaba de viaje de egresados, no, estaba en una comisión de alumnos notables que habían ido a estudiar el hábitat del zorro gris argentino. Esto le estaba contando yo a el Rata, mientras compartíamos una coca de litro, cuando llegó Percha.
-Y por que no se fue al cruce Varela, si ahí está lleno de zorros grises –dijo y se largó una carcajada. El Rata y yo nos reímos también. Es que nosotros siempre le decíamos zorro gris al inspector de transito, porque el uniforme era gris y se escondía detrás de los árboles para hacerle la boleta a nuestros padres.
Llegó mi hermano Alejandro y le dimos lo último de la coca. Enseguida llegó el Chino y dijo que no tenía tiempo para reuniones porque tenía que ensayar con la guitarra para la prenda “Yo sé” del programa Feliz Domingo.
-¿Si no tenés tiempo para qué viniste? –le dijo Alejandro.
-Vine para decirles que no tengo tiempo.
-Bueno, chau –dijo el Rata, pero el Chino no se movió.
-¿Qué vas a tocar? -pregunté.
-Zorba el griego –dijo el Chino y el Rata y Percha se empezaron a matar de la risa
-¿De qué se ríen infradotados?
-De esa canción… el griego que te la zorba ¿cómo es? –y meta matarse de risa, pero yo me calenté.
-No ven que son unos ignorantes… –dije– Parece que todavía tuvieran diez años, loco. Zorba es el nombre del griego y es una película y la canción hay que tocarla a los pedos y para tocarla hay que ser un genio como el Chino y no unos ignorantes mira fútbol como ustedes, ¿entendieron?
El Rata se calentó un poco.
–Che, qué te la agarrás con el fulbol
-Se dice Fútbol, Rata
-¿Y qué el chino no mira fúlbol?
-No, miro básquet. Bueno, miro fútbol también, pero fulbol no miro
Y ahí se quedaron todos callados, porque el basquet es un deporte distinto, como más fino, no sé. O eso habrán pensado ellos, aunque a decir verdad, yo pensaba que es más fácil jugar a la pelota con la mano que con el pie. Aún lo creo, aunque no practico ningún deporte.
El Chino se fue a practicar a la casa y nos pusimos a hablar de la guerra.
-Che, me dijo el Jaro que le dijo el hermano que le dijo un amigo que tiene un hermano que estamos haciendo un túnel desde Quilmes hasta las Malvinas –dijo el Rata.
-¿Y quién lo está haciendo? –pregunté.
-Los voluntarios, son un ejemplo –dijo el Rata.
-Un ejemplo de estupidez –le contestó Percha–, eso sos vos. ¿Cómo van a hacer un túnel tan largo? ¿Te falla la cabeza? Ni Perón hizo una obra tan grande.
-A vos lo único que te interesa es Perón, Percha –le dije un poco molesto.
-El Gaby tiene dos años más que yo y está en el General Belgrano –dijo Alejandro– A mí los voluntarios me parecen un ejemplo, el Rata tiene razón, bueno, al menso en eso.
-Pero si el Gaby no es voluntario, lo mandaron porque le tocó marina, y ese barco no va a entrar en la guerra porque es un buque escuela –dijo Percha.
-¿Y vos cómo sabés? –le preguntó Alejandro.
-Se lo dijo un milico a mi viejo, ni ellos creen que esta guerra pueda durar más de tres meses.
Siempre que Percha decía algo nos dejaba pensando a todos y generalmente no le podíamos responder.
-Si viene el principito se lo mandamos a la reina envuelto en una bandera argentina –se envalentonó El Rata, pero no causó risa sino un poco más del pesar que había causado, indirectamente, mi hermano Alejandro.
¿Se sentía mal Alejandro por no estar en la guerra? ¿Si uno tenía la edad suficiente, y la guerra era una guerra justa, debía anotarse como voluntario? Pensé en esas cosas pero lejos de decir algo al respecto le contesté al Percha.
-Mirá, sea o no sea inglés, sea o no sea el principito, con el amor de una madre no se juega –dije– y la reina esa es también una madre. Y lo peor para una madre es que le maten a un hijo.
-La reina es una imperialista, no es una madre, además, ¿vos que te pensabas, una guerra sin muertos?
-Bueno, con muertos, sí, pero con respeto. ¿Ustedes saben que las guerras tienen sus reglas también?
-Sí, matar antes de que te maten es la regla. Y después robarle todo al muerto: la casa, la mujer, las hijas, el dinero y los animales. Sos dueño de todo porque lo mataste –me contestó Percha con ese sarcasmo que siempre tenía–
-No es así –dijo Alejandro–, eso es inmoral, eso es salvajismo, la guerra es un conflicto de personas civilizadas, y tiene sus reglas.
-¿Y en la bomba atómica qué regla ves? La regla de que no quede ni el loro, ni los pibes chiquitos quedaron.
-Eso es otra cosa, pero si queda alguien se lo respeta, y al que muere se lo respeta también –dijo Alejandro.
-¿Ustedes sabían que un tripulante del avión que tiró la bomba en Hiroshima, vive acá en azul?
-Callate Percha, ya sé, y lo trajo Perón.
-No, loco, posta, vive acá, se hizo monje, está re loco y no habla con nadie
-Y bueno, se lo merece, mató cientos de miles de personas
-¿Ustedes sabían que las personas aún hoy siguen muriendo en Iroshima?
-No, acá el único que sabe las cosas sos vos
-Eso es verdad –dijo Percha–, y el avión se llamaba Enola Gay.
El Percha sabía de verdad, eso era algo que nunca se le podía negar. Cuando éramos chicos eso me daba bronca pero él sabía. Yo había visto fotos de Iroshima, y eran monstruosas. De golpe se me vinieron esas imágenes a la cabeza. Era como si hasta ese momento no hubiera relacionado “guerra” con bomba atómica o sencillamente guerra con muerte, con dolor, con tragedia. Todo eso me cayó de golpe en la cabeza gracias a las palabras de Percha. Inmediatamente me di cuenta de que no iba a ser voluntario en las Malvinas.
-Yo no quiero quedar todo quemado –dije.
-¿Y a vos qué bicho te picó? –me dijo Alejandro.
-Me picó que si bombardean el Viaducto los ingleses nos hacen mierda.
-¿No ves que no pueden bombardear el Viaducto? –me contestó Alejandro–, la guerra está dada allá, se gana o se pierde en las islas.
-¿Y a vos quién te garantiza eso? –dijo Percha–, ¿en qué libro leíste que los ingleses se queden con las ganas de algo? Para ellos es una cuestión de poder y si tienen que bombardear medio mundo lo hacen y listo.
-Yo ni loco me anoto de voluntario –dijo el Rata.
-Yo sé lo que estás pensando Alejandro –dije–, y yo no me voy a anotar de voluntario ni en esta ni en ninguna otra guerra.
-Che, ¿Y no sería mejor pedir las islas de buena onda? –dijo el Rata.
-Sí, y te las van a dar, con todo el pescado y el petróleo que tienen –contestó Percha con toda su sapiencia peronista.
-El mar de las Malvinas está lleno de plancton, el alimento del futuro –dije yo.
-¿Y eso cómo se come? -preguntó el Rata.
-No se come, no ves que es del futuro: se va a comer, Rata, sos tan ignorante que sos insoportable–dijo Alejandro pero el fastidio de su cara tenía más que ver con otra cosa que con las preguntas estúpidas a las que de hecho el Rata nos tenía acostumbrados.
De ahí en más todo se fue haciendo cada vez más delirante. La discusión se hizo cada vez más fanática, cada vez más futbolera. Caminé hasta la casa de Fonta, la abuela de Chino, y lo escuché tocar Zorba el Griego. Lo tocaba mejor que en el disco original. El Chino iba a ser el genio que saliera del barrio, eso yo lo sabía bien. Tenía un don para la guitarra. Yo lo sabía porque también había empezado a practicar guitarra. Hasta había sacado unos temas del flaco Spinetta, pero nunca se lo mostré al Chino porque me habría dado vergüenza. Escuché a mi amigo tocar y luego de un descanso empezó con Help. En la radio se habían prohibido los Beatles, pero los Beatles eran en mi barrio, para los pibes de mi barrio, quiero decir, tan importantes como Charly o el flaco Spinetta. Así que no me pereció tan mal.
Terminaba de dar la vuelta a la manzana cuando empezaba a oscurecer. Serían las siete de la tarde cuando llegó la noticia. Los ingleses habían disparado contra el General Belgrano, el buque en donde estaba El Gaby, el buque que se suponía no iba a entrar en la guerra.
Llegó la noticia quiere decir que todo el barrio se conmocionó y empezó a salir a la calle espontáneamente para terminar en una especie de procesión frente a la casa de la familia de nuestro amigo. De golpe la gente se juntaba en silencio y sin bandera sin cantar nada y con unas caras de algo que a mí me pareció en un principio sólo preocupación y que después entendí como preocupación y culpa. Alguien real, alguien a quien solíamos ver todos los días del año, flotaba ahora perdido, vivo o muerto, en el mar helado del sur. No era una noticia en el diario, no era un número anónimo y lejano, era “el Gaby”, el que me había puesto de titular en un partido contra Dock Sud. El que lloró cuando en el sorteo de la colimba le tocó la Marina, no por tener que hacer la conscripción, sino porque iba a tener que cortarse el pelo. El Gaby, hundido en un barco escuela, el Gaby lejos del Viaducto, del vino de la costa, de las tardes esquineras repletas de sol, de fútbol, de Aquellarre, Pescado Rabioso y Yes, que eran sus grupos preferidos.
Al otro día llegó la noticia de que estaba en la lista de sobrevivientes y había que ir a esperarlo a Bahía Blanca. Fue mi papá quien acompañó a la madre del Gaby hasta. Volaron en un avión Hércules, un avión a hélices pero tan grande que era capaz de llevar autos, camionetas y hasta tanques de guerra en su enorme panza de lata. Siempre, desde esa vez que acompañé a mi papá hasta el aeropuerto de San Fernando y vi el avión lo comparé con el dibujo de la serpiente constrictora que se come un elefante entero y que yo había visto en el mejor de todos los libros del mundo: El Principito.
Llegaron el jueves 7 de Mayo y por más que los vecinos se habían agolpado en la puerta para recibirlo con todos los honores, el Gaby bajó del auto militar que lo había traído, irreconocible, como viejo, porque tenía una barba muy oscura en la cara de muerto y en vez de tener 19 años parecía tener muchos más que mi papá o que el papá de cualquiera.
-Está arrasado –le dijo papá a mamá, luego, en casa– y encima estos estúpidos lo tratan al pibe como si hubiese sido una víctima. Es un héroe de guerra. Los que lo mandaron a la guerra son unos asesinos y los Ingleses, ya lo sabemos, la peor de todas las basuras de esta tierra. Pero ese chico es un héroe.
-Pero dispararle a ese barco tiene que ser juzgado como un crimen de guerra, y entonces él pasaría a ser una víctima de crímenes contra la humanidad.
-Eso está bien, nena, pero sentime, no lo hace Héroe haber recibido dos torpedazos y sobrevivir 48 horas en el mar. Lo hace un héroe su comportamiento en esa emergencia. ¿Entendés nena? Está quemado en el 60 por ciento del cuerpo y tiene la espalda rota. Ya no va a caminar ni a tocar la guitarra ni nada de lo que le gustó toda la vida. Y eso, porque se metió una y otra vez, entre el fuego y los fierros al rojo, para rescatar a sus compañeros.
Eso fue lo que le dijo papá a mamá. Eso: la definición exacta de lo que es un héroe. Pero iba a ser el propio Gaby, una semana después, quién nos iba a dar la lección más perfecta que jamás me hayan dado.
Es que no más se recompuso decidió, por alguna razón que jamás le confesó a nadie, citar de tres en tres a todos los pibes de la cuadra. Los primeros en ir fuimos el Percha, el Chino y yo. El Chino con la guitarra porque el Gaby así lo había pedido. Nos acompañó papá pero una vez adentro, junto a la madre y tres tazas de chocolate, antes quiero decir de que lo viéramos al Gaby, se volvió para mi casa. Pasaron unos minutos incómodos y tensos. Ninguno de los tres ni siquiera amagábamos a sorber el chocolate. Hasta que el Gaby apareció. Pelado, vendado a medias como una momia descuidada, en una silla de ruedas que alguna vez había estado pintada de blanco. Se acercó a la mesa y su madre le puso una taza de té con una bombilla.
Nosotros no dijimos nada, tan solo verlo y escucharlo sorber con dificultad fue suficiente para sentir el cuerpo dormido y paralizado. Yo hacía un esfuerzo para no llorar y mirando de reojo hacia el costado pude ver que mis amigos estaban igual que yo. Gaby le pidió al Chino, con la voz muy finita, que tocara algo y el Chino le tocó la tocó la canción de Zorba el Griego. Después le tocó Tristeza por un día, del guitarrista de Yes. El Gaby puso una cara como de emocionarse pero en realidad no dijo nada. Por fin volvió, pero no para decir algo revelador, sino para pedirle a la madre más galletitas. Percha aprovechó para decir algo.
-¿Comiste el alimento del futuro?
Gaby soltó un bufidito tipo risa, y dijo que no, con la cabeza, luego preguntó qué era eso.
-Plancton –dije yo– es por lo que los ingleses quieren las islas, porque es lo que se va a comer cuando no haya más comida.
-La comida del futuro es Pumper Nic, o los panchos de la cancha –dijo el Gaby, pero lo dijo serio, aunque a mí me pareció broma– no sean boludos, no miren televisión. O miren, pero no crean en lo que ven.
Y todo volvió al silencio, y yo, nosotros, quiero decir, sin entender para qué nos había llamado.
Y sin siquiera tocar la merienda. El Gaby intentó agarrar una galletita, tres veces lo intentó, hasta que, al fin, muy aparatosamente y de manera desagradable, logró llevársela la boca.
-Las manos apenas me sirven –dijo–. Igual coma lo que coma, todo tiene gusto a tierra y pólvora, y huele a quemado. Todo huele a quemado acá ¿no es cierto?
Después de eso llamó la madre, ella vino y le inyectó algo en el brazo, una ampolla blanca con una jeringa chiquita. Nos quedamos un poco más y vimos cómo el Gaby se adormecía en la silla. Algo dijimos cada uno, algo tonto, y el Gaby intentó un risa cuando Percha dijo, casi al momento en que nos íbamos, que a igualmente él, ni borracho, comería lo que comen las ballenas.
El Gaby murió cinco años después, en la misma casa donde nació y se crió, en la misma casa en que nos dio aquella lección casi sin palabras. Porque luego de eso, luego de que se lo contamos a todos los pibes de la barra, nadie habló jamás de ser voluntario en la guerra. Nadie habló ni siquiera de la guerra, ni de esa ni de ninguna otra, y festejamos cuando terminó, aunque la hubiésemos perdido. Siempre recuerdo aquella tarde como la única vez en la cual, tres chicos de mi barrio, dejamos enfriar un chocolate en la taza.
El primero de Mayo de 1982 un día antes de cumplirse un mes de haber empezado la guerra de Malvinas, en mi casa se festejó el día del trabajador como se hacía todos los años, con asado, con vino pero, como durante todo el período de la última dictadura militar, sin la marcha peronista ni la mayoría de los amigos del sindicato. Antes de comer papá pidió un minuto de silencio por los trabajadores del mundo. Y mamá propuso una oración por los chicos del barrio que teníamos en la guerra, así dijo mamá “los chicos que tenemos en la guerra”, como si fueran sus hijos, como si fueran nuestros hermanos. En realidad de los cuatro chicos del barrio que habían ido a la guerra sólo uno de ellos era de nuestra cuadra, de la barra de los pibes más grandes. Se llamaba igual que yo, Gabriel y le decían como hoy me dicen a mí, el Gaby. A mí en esa época me decían Gavilán.
Como dije, papá estaba mal por la guerra. Decía que por dos razones; una, porque la consideraba inútil, aunque creo que alguna vez dijo que al menos era justa. Y otra, porque de “salirles bien”, a los milicos no los iba a sacar nadie de la rosada. Pero yo, y mi hermano, y casi todos mis amigos, estábamos contentos. Los ingleses eran una porquería que se creían los dueños del mundo y hacerles la guerra, pensábamos, estaba bien.
La guerra para nosotros era como en las películas. Y en las películas siempre ganaban los débiles o los menos dotados. Y para nosotros esa era otra película. Sucedía lejos y no suponía, al menos eso era lo que flotaba en el aire, un riesgo mayor que el de ganar o perder unas islas que un año atrás ni siquiera sabíamos que existían. Supongo que, al menos en un principio, mis amigos y yo vivimos las noticias de esa guerra, lejana pero con bandera celeste y blanca, como un mundial de fútbol. Le dimos a uno, nos dieron a dos. Vamos empatando, los definimos con la aviación porque los aviones Pucará son los mejores del mundo. Y cosas por el estilo. Cosas de las cuales sabíamos poco y nada. Tal vez hablábamos así porque las personas mayores hablaban así, y salían y gritaban como en el mundial 78: Argentina-Argentina, Argentina-Argentina, y salían con banderas y se saludaban, se sentían unidos, y todos los que yo conocía se querían anotar como voluntarios. Mi hermano Alejandro a la cabeza, y yo también, aunque en el fondo rogaba que esa oportunidad no se presentase nunca.
Para ese entonces hacía mucho tiempo que mis amigos y yo no nos reuníamos en la esquina de la infancia. Tal vez más de cuatro años, desde que la mayoría había empezado la secundaria o algún trabajo, bastante después del cierre del taller de papá. Pero esa vez casi sin darnos cuenta, fuimos llegando a la esquina de Armando, de a poco, como antes, como cada vez que en los buenos tiempos nos encontramos frente a una encrucijada. Ahora teníamos entre quince y diecisiete años, y alguno que otro faltaba. Mariza, por ejemplo, estaba en Bariloche, lugar al cual más tarde se iba a ir a vivir. No estaba de viaje de egresados, no, estaba en una comisión de alumnos notables que habían ido a estudiar el hábitat del zorro gris argentino. Esto le estaba contando yo a el Rata, mientras compartíamos una coca de litro, cuando llegó Percha.
-Y por que no se fue al cruce Varela, si ahí está lleno de zorros grises –dijo y se largó una carcajada. El Rata y yo nos reímos también. Es que nosotros siempre le decíamos zorro gris al inspector de transito, porque el uniforme era gris y se escondía detrás de los árboles para hacerle la boleta a nuestros padres.
Llegó mi hermano Alejandro y le dimos lo último de la coca. Enseguida llegó el Chino y dijo que no tenía tiempo para reuniones porque tenía que ensayar con la guitarra para la prenda “Yo sé” del programa Feliz Domingo.
-¿Si no tenés tiempo para qué viniste? –le dijo Alejandro.
-Vine para decirles que no tengo tiempo.
-Bueno, chau –dijo el Rata, pero el Chino no se movió.
-¿Qué vas a tocar? -pregunté.
-Zorba el griego –dijo el Chino y el Rata y Percha se empezaron a matar de la risa
-¿De qué se ríen infradotados?
-De esa canción… el griego que te la zorba ¿cómo es? –y meta matarse de risa, pero yo me calenté.
-No ven que son unos ignorantes… –dije– Parece que todavía tuvieran diez años, loco. Zorba es el nombre del griego y es una película y la canción hay que tocarla a los pedos y para tocarla hay que ser un genio como el Chino y no unos ignorantes mira fútbol como ustedes, ¿entendieron?
El Rata se calentó un poco.
–Che, qué te la agarrás con el fulbol
-Se dice Fútbol, Rata
-¿Y qué el chino no mira fúlbol?
-No, miro básquet. Bueno, miro fútbol también, pero fulbol no miro
Y ahí se quedaron todos callados, porque el basquet es un deporte distinto, como más fino, no sé. O eso habrán pensado ellos, aunque a decir verdad, yo pensaba que es más fácil jugar a la pelota con la mano que con el pie. Aún lo creo, aunque no practico ningún deporte.
El Chino se fue a practicar a la casa y nos pusimos a hablar de la guerra.
-Che, me dijo el Jaro que le dijo el hermano que le dijo un amigo que tiene un hermano que estamos haciendo un túnel desde Quilmes hasta las Malvinas –dijo el Rata.
-¿Y quién lo está haciendo? –pregunté.
-Los voluntarios, son un ejemplo –dijo el Rata.
-Un ejemplo de estupidez –le contestó Percha–, eso sos vos. ¿Cómo van a hacer un túnel tan largo? ¿Te falla la cabeza? Ni Perón hizo una obra tan grande.
-A vos lo único que te interesa es Perón, Percha –le dije un poco molesto.
-El Gaby tiene dos años más que yo y está en el General Belgrano –dijo Alejandro– A mí los voluntarios me parecen un ejemplo, el Rata tiene razón, bueno, al menso en eso.
-Pero si el Gaby no es voluntario, lo mandaron porque le tocó marina, y ese barco no va a entrar en la guerra porque es un buque escuela –dijo Percha.
-¿Y vos cómo sabés? –le preguntó Alejandro.
-Se lo dijo un milico a mi viejo, ni ellos creen que esta guerra pueda durar más de tres meses.
Siempre que Percha decía algo nos dejaba pensando a todos y generalmente no le podíamos responder.
-Si viene el principito se lo mandamos a la reina envuelto en una bandera argentina –se envalentonó El Rata, pero no causó risa sino un poco más del pesar que había causado, indirectamente, mi hermano Alejandro.
¿Se sentía mal Alejandro por no estar en la guerra? ¿Si uno tenía la edad suficiente, y la guerra era una guerra justa, debía anotarse como voluntario? Pensé en esas cosas pero lejos de decir algo al respecto le contesté al Percha.
-Mirá, sea o no sea inglés, sea o no sea el principito, con el amor de una madre no se juega –dije– y la reina esa es también una madre. Y lo peor para una madre es que le maten a un hijo.
-La reina es una imperialista, no es una madre, además, ¿vos que te pensabas, una guerra sin muertos?
-Bueno, con muertos, sí, pero con respeto. ¿Ustedes saben que las guerras tienen sus reglas también?
-Sí, matar antes de que te maten es la regla. Y después robarle todo al muerto: la casa, la mujer, las hijas, el dinero y los animales. Sos dueño de todo porque lo mataste –me contestó Percha con ese sarcasmo que siempre tenía–
-No es así –dijo Alejandro–, eso es inmoral, eso es salvajismo, la guerra es un conflicto de personas civilizadas, y tiene sus reglas.
-¿Y en la bomba atómica qué regla ves? La regla de que no quede ni el loro, ni los pibes chiquitos quedaron.
-Eso es otra cosa, pero si queda alguien se lo respeta, y al que muere se lo respeta también –dijo Alejandro.
-¿Ustedes sabían que un tripulante del avión que tiró la bomba en Hiroshima, vive acá en azul?
-Callate Percha, ya sé, y lo trajo Perón.
-No, loco, posta, vive acá, se hizo monje, está re loco y no habla con nadie
-Y bueno, se lo merece, mató cientos de miles de personas
-¿Ustedes sabían que las personas aún hoy siguen muriendo en Iroshima?
-No, acá el único que sabe las cosas sos vos
-Eso es verdad –dijo Percha–, y el avión se llamaba Enola Gay.
El Percha sabía de verdad, eso era algo que nunca se le podía negar. Cuando éramos chicos eso me daba bronca pero él sabía. Yo había visto fotos de Iroshima, y eran monstruosas. De golpe se me vinieron esas imágenes a la cabeza. Era como si hasta ese momento no hubiera relacionado “guerra” con bomba atómica o sencillamente guerra con muerte, con dolor, con tragedia. Todo eso me cayó de golpe en la cabeza gracias a las palabras de Percha. Inmediatamente me di cuenta de que no iba a ser voluntario en las Malvinas.
-Yo no quiero quedar todo quemado –dije.
-¿Y a vos qué bicho te picó? –me dijo Alejandro.
-Me picó que si bombardean el Viaducto los ingleses nos hacen mierda.
-¿No ves que no pueden bombardear el Viaducto? –me contestó Alejandro–, la guerra está dada allá, se gana o se pierde en las islas.
-¿Y a vos quién te garantiza eso? –dijo Percha–, ¿en qué libro leíste que los ingleses se queden con las ganas de algo? Para ellos es una cuestión de poder y si tienen que bombardear medio mundo lo hacen y listo.
-Yo ni loco me anoto de voluntario –dijo el Rata.
-Yo sé lo que estás pensando Alejandro –dije–, y yo no me voy a anotar de voluntario ni en esta ni en ninguna otra guerra.
-Che, ¿Y no sería mejor pedir las islas de buena onda? –dijo el Rata.
-Sí, y te las van a dar, con todo el pescado y el petróleo que tienen –contestó Percha con toda su sapiencia peronista.
-El mar de las Malvinas está lleno de plancton, el alimento del futuro –dije yo.
-¿Y eso cómo se come? -preguntó el Rata.
-No se come, no ves que es del futuro: se va a comer, Rata, sos tan ignorante que sos insoportable–dijo Alejandro pero el fastidio de su cara tenía más que ver con otra cosa que con las preguntas estúpidas a las que de hecho el Rata nos tenía acostumbrados.
De ahí en más todo se fue haciendo cada vez más delirante. La discusión se hizo cada vez más fanática, cada vez más futbolera. Caminé hasta la casa de Fonta, la abuela de Chino, y lo escuché tocar Zorba el Griego. Lo tocaba mejor que en el disco original. El Chino iba a ser el genio que saliera del barrio, eso yo lo sabía bien. Tenía un don para la guitarra. Yo lo sabía porque también había empezado a practicar guitarra. Hasta había sacado unos temas del flaco Spinetta, pero nunca se lo mostré al Chino porque me habría dado vergüenza. Escuché a mi amigo tocar y luego de un descanso empezó con Help. En la radio se habían prohibido los Beatles, pero los Beatles eran en mi barrio, para los pibes de mi barrio, quiero decir, tan importantes como Charly o el flaco Spinetta. Así que no me pereció tan mal.
Terminaba de dar la vuelta a la manzana cuando empezaba a oscurecer. Serían las siete de la tarde cuando llegó la noticia. Los ingleses habían disparado contra el General Belgrano, el buque en donde estaba El Gaby, el buque que se suponía no iba a entrar en la guerra.
Llegó la noticia quiere decir que todo el barrio se conmocionó y empezó a salir a la calle espontáneamente para terminar en una especie de procesión frente a la casa de la familia de nuestro amigo. De golpe la gente se juntaba en silencio y sin bandera sin cantar nada y con unas caras de algo que a mí me pareció en un principio sólo preocupación y que después entendí como preocupación y culpa. Alguien real, alguien a quien solíamos ver todos los días del año, flotaba ahora perdido, vivo o muerto, en el mar helado del sur. No era una noticia en el diario, no era un número anónimo y lejano, era “el Gaby”, el que me había puesto de titular en un partido contra Dock Sud. El que lloró cuando en el sorteo de la colimba le tocó la Marina, no por tener que hacer la conscripción, sino porque iba a tener que cortarse el pelo. El Gaby, hundido en un barco escuela, el Gaby lejos del Viaducto, del vino de la costa, de las tardes esquineras repletas de sol, de fútbol, de Aquellarre, Pescado Rabioso y Yes, que eran sus grupos preferidos.
Al otro día llegó la noticia de que estaba en la lista de sobrevivientes y había que ir a esperarlo a Bahía Blanca. Fue mi papá quien acompañó a la madre del Gaby hasta. Volaron en un avión Hércules, un avión a hélices pero tan grande que era capaz de llevar autos, camionetas y hasta tanques de guerra en su enorme panza de lata. Siempre, desde esa vez que acompañé a mi papá hasta el aeropuerto de San Fernando y vi el avión lo comparé con el dibujo de la serpiente constrictora que se come un elefante entero y que yo había visto en el mejor de todos los libros del mundo: El Principito.
Llegaron el jueves 7 de Mayo y por más que los vecinos se habían agolpado en la puerta para recibirlo con todos los honores, el Gaby bajó del auto militar que lo había traído, irreconocible, como viejo, porque tenía una barba muy oscura en la cara de muerto y en vez de tener 19 años parecía tener muchos más que mi papá o que el papá de cualquiera.
-Está arrasado –le dijo papá a mamá, luego, en casa– y encima estos estúpidos lo tratan al pibe como si hubiese sido una víctima. Es un héroe de guerra. Los que lo mandaron a la guerra son unos asesinos y los Ingleses, ya lo sabemos, la peor de todas las basuras de esta tierra. Pero ese chico es un héroe.
-Pero dispararle a ese barco tiene que ser juzgado como un crimen de guerra, y entonces él pasaría a ser una víctima de crímenes contra la humanidad.
-Eso está bien, nena, pero sentime, no lo hace Héroe haber recibido dos torpedazos y sobrevivir 48 horas en el mar. Lo hace un héroe su comportamiento en esa emergencia. ¿Entendés nena? Está quemado en el 60 por ciento del cuerpo y tiene la espalda rota. Ya no va a caminar ni a tocar la guitarra ni nada de lo que le gustó toda la vida. Y eso, porque se metió una y otra vez, entre el fuego y los fierros al rojo, para rescatar a sus compañeros.
Eso fue lo que le dijo papá a mamá. Eso: la definición exacta de lo que es un héroe. Pero iba a ser el propio Gaby, una semana después, quién nos iba a dar la lección más perfecta que jamás me hayan dado.
Es que no más se recompuso decidió, por alguna razón que jamás le confesó a nadie, citar de tres en tres a todos los pibes de la cuadra. Los primeros en ir fuimos el Percha, el Chino y yo. El Chino con la guitarra porque el Gaby así lo había pedido. Nos acompañó papá pero una vez adentro, junto a la madre y tres tazas de chocolate, antes quiero decir de que lo viéramos al Gaby, se volvió para mi casa. Pasaron unos minutos incómodos y tensos. Ninguno de los tres ni siquiera amagábamos a sorber el chocolate. Hasta que el Gaby apareció. Pelado, vendado a medias como una momia descuidada, en una silla de ruedas que alguna vez había estado pintada de blanco. Se acercó a la mesa y su madre le puso una taza de té con una bombilla.
Nosotros no dijimos nada, tan solo verlo y escucharlo sorber con dificultad fue suficiente para sentir el cuerpo dormido y paralizado. Yo hacía un esfuerzo para no llorar y mirando de reojo hacia el costado pude ver que mis amigos estaban igual que yo. Gaby le pidió al Chino, con la voz muy finita, que tocara algo y el Chino le tocó la tocó la canción de Zorba el Griego. Después le tocó Tristeza por un día, del guitarrista de Yes. El Gaby puso una cara como de emocionarse pero en realidad no dijo nada. Por fin volvió, pero no para decir algo revelador, sino para pedirle a la madre más galletitas. Percha aprovechó para decir algo.
-¿Comiste el alimento del futuro?
Gaby soltó un bufidito tipo risa, y dijo que no, con la cabeza, luego preguntó qué era eso.
-Plancton –dije yo– es por lo que los ingleses quieren las islas, porque es lo que se va a comer cuando no haya más comida.
-La comida del futuro es Pumper Nic, o los panchos de la cancha –dijo el Gaby, pero lo dijo serio, aunque a mí me pareció broma– no sean boludos, no miren televisión. O miren, pero no crean en lo que ven.
Y todo volvió al silencio, y yo, nosotros, quiero decir, sin entender para qué nos había llamado.
Y sin siquiera tocar la merienda. El Gaby intentó agarrar una galletita, tres veces lo intentó, hasta que, al fin, muy aparatosamente y de manera desagradable, logró llevársela la boca.
-Las manos apenas me sirven –dijo–. Igual coma lo que coma, todo tiene gusto a tierra y pólvora, y huele a quemado. Todo huele a quemado acá ¿no es cierto?
Después de eso llamó la madre, ella vino y le inyectó algo en el brazo, una ampolla blanca con una jeringa chiquita. Nos quedamos un poco más y vimos cómo el Gaby se adormecía en la silla. Algo dijimos cada uno, algo tonto, y el Gaby intentó un risa cuando Percha dijo, casi al momento en que nos íbamos, que a igualmente él, ni borracho, comería lo que comen las ballenas.
El Gaby murió cinco años después, en la misma casa donde nació y se crió, en la misma casa en que nos dio aquella lección casi sin palabras. Porque luego de eso, luego de que se lo contamos a todos los pibes de la barra, nadie habló jamás de ser voluntario en la guerra. Nadie habló ni siquiera de la guerra, ni de esa ni de ninguna otra, y festejamos cuando terminó, aunque la hubiésemos perdido. Siempre recuerdo aquella tarde como la única vez en la cual, tres chicos de mi barrio, dejamos enfriar un chocolate en la taza.
martes, 9 de junio de 2015
Liliana Bodoc
"Amigos por el viento"
A veces, la vida se comporta como un viento: desordena y arrasa. Algo susurra pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta lo que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojo con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve mas rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresara la calma.
Así ocurrio el día que se papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detras de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.
- Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
- Me parece bien - mentí.
Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:
- No me lo estás diciendo muy convencida...
- Yo no tengo que estar convencida.
- ¿Y eso que significa? - preguntó la mujer que más preguntas me hizo en mi vida.
Me vi obligada a levantar los ojos del libro:
- Significa que es tu cumpleaños, y no el mio - respondí.
La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.
- Se van a entender bien - dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.
La gata, único ser que entendía mi desolación, salto sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de pedacitos de cristal. "Se me acaba de romper una copa", inventaba mamá, que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.
Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.
- Me voy a arreglar un poco - dijo mamá mirándose las manos. - Lo u´único que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
- ¿Qué te vas a poner? - le pregunté en un supremo esfuerzo de amor.
- El vestido azul.
Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con tal de desmerecer a mi gata.
Pude verlo por mi casa transitando con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.
- ¡Mamá! - grité pegada a la puerta del baño.
- ¿Que pasa? - me respondió desde la ducha.
- ¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?
El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.
- ¿Palabras que parecen ruidos? - repitió.
- Sí. - Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg...
¡Ring!
- Por favor - dijo mamá -, estan llamando.
No tuve más remedio que abrir la puerta.
- ¡Hola! - dijeron las rosas que traía Ricardo.
- ¡Hola! - dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.
Yo mira a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.
- Podrían ir a escuchar música a tu habitación - sugirió la mujer que cumplía años, deseperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojo con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve mas rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresara la calma.
Así ocurrio el día que se papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detras de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.
- Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
- Me parece bien - mentí.
Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:
- No me lo estás diciendo muy convencida...
- Yo no tengo que estar convencida.
- ¿Y eso que significa? - preguntó la mujer que más preguntas me hizo en mi vida.
Me vi obligada a levantar los ojos del libro:
- Significa que es tu cumpleaños, y no el mio - respondí.
La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.
- Se van a entender bien - dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.
La gata, único ser que entendía mi desolación, salto sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de pedacitos de cristal. "Se me acaba de romper una copa", inventaba mamá, que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.
- Me voy a arreglar un poco - dijo mamá mirándose las manos. - Lo u´único que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
- ¿Qué te vas a poner? - le pregunté en un supremo esfuerzo de amor.
- El vestido azul.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con tal de desmerecer a mi gata.
Pude verlo por mi casa transitando con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.
- ¡Mamá! - grité pegada a la puerta del baño.
- ¿Que pasa? - me respondió desde la ducha.
- ¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?
El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.
- ¿Palabras que parecen ruidos? - repitió.
- Sí. - Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg...
¡Ring!
- Por favor - dijo mamá -, estan llamando.
No tuve más remedio que abrir la puerta.
- ¡Hola! - dijeron las rosas que traía Ricardo.
- ¡Hola! - dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.
Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:
- ¿Cuánto hace que se murió tu mamá?
Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.
- Cuatro años - contestó.
Pero mi rabia no se conformó con eso:
- ¿Y cómo fue? - volví a preguntar.
Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.
- Fue... fue como un viento - dijo.
Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?
- ¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? - pregunté.
- Sí, es ese.
- ¿Y también susurra...?
- Mi viento susurraba - dijo Juanjo -. Pero no entendí lo que decía.
- Yo tampoco entendí. - Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.
Pasó un silencio.
- Un viento tan fuerte que movió los edificios - dijo él -. Y éso que los edificios tienen raíces...
Pasó una respiración.
- A mí se me ensuciaron los ojos - dije.
Pasaron dos.
- A mí también.
- ¿Tu papá cerró las ventanas? - pregunté.
- Sí.
- Mi mamá también.
- ¿ Por qué lo habrán echo? - Juanjo parecía asustado.
- Debe de haber sido para que algo quedara en su sitio.
- Si querés vamos a comer cocadas - le dije.
Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizá ya era tiempo de abrir las ventanas.
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