lunes, 12 de agosto de 2013

Bruno Schulz ( Ucrania,1892-1942)

Agosto


I
En el mes de julio mi padre se iba a las termas y nos dejaba a los tres –mi madre, mi hermano mayor y yo– abandonados a las jornadas del verano, embriagadoras y blancas de fuego. Aturdidos por la luz, hojeábamos el gran libro de las vacaciones, cada una de cuyas páginas destellantes de sol conservaba en su fondo recóndito la pulpa de las peras doradas, azucarada hasta el éxtasis.
Durante esas luminosas mañanas, Adela, como una Pomona, volvía en ascuas del fuego del día y vaciaba su canasta repleta de coloreadas bellezas solares. Primero aparecían las brillantes cerezas, hinchadas de agua bajo su piel fina y transparente, las misteriosas guindas morenas, cuyo sabor no satisfacía, sin embargo, las promesas de su perfume; los damascos, en cuya pulpa dorada dormitaban largas y recalentadas tardes. A continuación, después de la pura poesía de los frutos, venían los enormes cuartos de carne, potentes y nutritivos, con sus teclados de costillas de ternera. Y por fin las legumbres, semejantes a plantas acuáticas, medusas muertas o cefalópodos. Todo ese material de comida todavía indeterminado y estéril, ingredientes vegetales y telúricos del futuro almuerzo, despedía un aroma salvaje y campestre.
El penumbroso apartamento del primer piso daba sobre la plaza del mercado, y cada día era atravesado de parte a parte por el gran verano: el silencio tembloroso de las corrientes de aire, los rectángulos de luz sumidos en un sueño febril sobre el piso encerado, una melodía de organillo arrancada a la napa dorada más profunda del día, dos o tres compases de un refrán tocado en algún piano y que vuelve sin cesar, para luego desvanecerse en el sol de las blancas veredas, perdiéndose en el fuego profundo del día.
Terminada la limpieza, Adela corría las cortinas de lino, sumiendo en las penumbras el apartamento. La intensidad de los colores disminuía entonces en una octava, las habitaciones se llenaban de obscuridad, como si se hundieran de pronto en la luz de las profundidades marinas reflejada por los verdes espejos del agua, y todo el calor tórrido de la jornada respiraba en las cortinas que se hinchaban ligeramente bajo los ensueños del mediodía.
Los sábados por la tarde mi madre me llevaba de paseo. De la penumbra del corredor se pasaba entonces, de sopetón, al baño solar del claro día. Los transeúntes, chapaleando en el oro, entrecerraban los ojos; sus párpados parecían untados de miel y sus belfos levantados dejaban al descubierto los dientes y las encías. Sus rostros exhibían esa mueca del calor como si el sol les hubiera impuesto una máscara de fraternidad solar, y cuando se cruzaban en la calle, jóvenes y viejos, mujeres y niños, se saludaban con esa máscara bárbara, insignia de un culto báquico, pintarrajeada con grandes trazos de oro sobre sus rostros.
La plaza del mercado estaba vacía, amarilla de fuego, y los vientos calientes la barrían como al desierto bíblico. Sólo las acacias espinosas desplegaban su claro follaje, maraña de filigrana verde finamente recortada, como la de los antiguos gobelinos. Llenos de afectación, esos árboles simulan el efecto del viento, desgreñando sus copas con gesto teatral, mostrando, en poses patéticas, la elegancia de sus abanicos de reverso plateado como las nobles pieles de los zorros. Sobre las viejas casas de muros pulidos por los vientos jugaban los reflejos de la atmósfera: ecos, recuerdos de tonos dispersos en el fondo del tiempo coloreado. Parecía como si generaciones enteras de jornadas estivales, rasqueteando los revoques mohosos de las viejas fachadas como pacientes albañiles, cascando su esmalte engañoso, hubieran desnudado su verdadero rostro, la fisonomía que su destino les había conformado desde el interior. Las ventanas, enceguecidas por la luz de la plaza vacía, dormían apaciblemente y los balcones confesaban al cielo su vacuidad. Los portones, totalmente abiertos, olían a frescura y a vino. Un grupito de niños harapientos, el único que había escapado, en un ángulo de la plaza, a la escoba tórrida del calor; atacaban a una pared con continuos disparos de botones y monedas, como si el oráculo de esos redondeles de metal pudiera revelarles la verdadera naturaleza de la pared, el sentido jeroglífico de sus fisuras y resquebrajaduras. Sólo esos niños quebraban el vacío de la plaza. Se podía esperar que, en cualquier instante, apareciera; saliendo de la sombra de las acacias, frente al portón del vinero atestado de barriles, el asno del Samaritano arrastrado por el freno, y que los servidores se precipitaran para traer al enfermo de la sala recalentada y lo llevaran por la fresca escalera hasta la planta baja, que olía a sabbath.
Así íbamos, mi madre y yo, bordeando la plaza, paseando nuestras sombras sobre los muros de las casas como sobre un teclado. Bajo nuestros arrastrados pasos el pavimento desfilaba lentamente, a veces de un tono rosa claro como el de la piel humana, a veces dorado o azul, muy liso, caliente, aterciopelado como un rostro solar, pisoteado por los transeúntes hasta el punto de hacerse irreconocible, dulcemente inexistente.
Y por fin, en la esquina de la calle Stryj, entrábamos en la sombra de la farmacia. Un gran recipiente lleno de jarabe de frambuesa simbolizaba, en la vitrina, el frescor de los bálsamos bienhechores. Unas casas más allá la calle perdía su decoro, como un paisano que, de retorno a su casa, se despoja, en el camino de toda su elegancia ciudadana para transformarse poco a poco, a medida que se acerca a su aldea, en un miserable rústico. Las casitas de los barrios apartados zozobraban en la verdura, enterradas hasta las ventanas en la floración exuberante y loca de los pequeños jardines. Olvidados por la luz del día, la hierba, los cardos y las flores se expandían profusamente, felices de esa pausa que usufructuaban, soñando al margen del tiempo, en los bordes del día infinito. En el extremo de su tallo, un girasol atacado de elefantiasis esperaba en su duelo amarillo el fin de sus días, doblegado bajo el peso de su monstruosa corpulencia. Pero las ingenuas campanillas de los suburbios, las simples florecillas de percal, no podían hacer nada y se quedaban muy tiesas en sus corolas rosas y blancas, insensibles al gran drama del girasol.

II
Una espesa maraña de hierbas y cardos arde, crepitando, en el fuego de la tarde. La siesta perezosa del jardín está poblada por el zumbido estrepitoso de las moscas. Los tallos dorados aúllan al sol como una bandada de langostas rojizas, los grillos se desgañitan en la lluvia de fuego, las silicuas llenas de granos estallan silenciosamente con un susurro de cigarras. Hacia los setos la gruesa capa de hierbas se abulta como si el jardín se hubiera dado vuelta en sueños y su pecho robusto respirara el silencio de la tierra. Aquí el mes de agosto, en su incontinencia de hembra en celo, ha cavado enormes embudos de bardanas, ha plantado inmensas plantas velludas, extendido odiosas lenguas de carne verde. Allá, esas primaveras exorbitadas, se hinchaban acurrucadas, a medias devoradas por sus faldas en furia. El jardín vende a vil precio, al primero que llega, todas sus mercaderías: el saúco, los llantenes que huelen a jabón, el alcohol salvaje de la menta, en fin, toda esa pacotilla del mes de agosto. Pero del otro lado de los setos, más allá de ese ombligo del verano donde la exuberante torpeza de la hierba gozaba a sus anchas, había un gran montón de basura donde sólo crecían los cardos. Nadie sabía que allí el mes de agosto había resuelto ese verano festejar su gran orgía. Sobre ese montón de basuras, apoyado contra el seto y hundido en el follaje espeso del saúco estaba el lecho de una joven idiota, Tonia. Así la llamaban. Sobre un montón de residuos, cascotes y detritus, de viejas pantuflas y cacerolas agujereadas, se levantaba su cama de metal pintada de verde. Cuatro ladrillos le servían de patas.
Sobre el conjunto, el aire bullía, irradiaba calor, estriado por los resplandores de los brillantes tábanos irritados por el sol que rechinaban como agitados por invisibles carracas. El aire invitaba a la locura.
Tonia estaba acurrucada entre sábanas amarillas y andrajos. Su cabezota estaba erizada de cabellos negros. Su rostro se movía como el fuelle de un acordeón. A cada instante una mueca dolorosa lo ajaba en mil pliegues diagonales; luego el asombro los estiraba de nuevo, los distendía, descubría las pequeñas hendeduras de los ojos y las encías húmedas, los dientes amarillos bajo los labios carnosos en forma de hocico. Tonia parlotea a media voz, dormita, refunfuña y gruñe. Las moscas cubren su forma inmóvil con una capa pegajosa y, de golpe, ese montón de viejas prendas, de harapos y jirones, comienza a moverse como si toda una carnada de ratas se debatiera. Las moscas, espantadas, levantan vuelo formando una gran nube negra, llena de furiosos zumbidos, fulgores y chispas. Y mientras que los guiñapos caen por tierra y se esparcen sobre los desperdicios como ratas que huyeran en todas direcciones, una forma se recorta lenta, penosamente, en el montón de basuras: una joven idiota, semejante a un dios pagano, se yergue sobre sus piernitas infantiles, y su cuello, inflado por la cólera, su rostro obscurecido por el furor, en el que se distinguen, como pinturas primitivas, los arabescos de las venas hinchadas de sangre, dejan escapar un grito ronco, animal, arrancado de los bronquios y los tubos de órgano de ese pecho a medias animal, a medias divino. Los cardos aúllan al sol, las bardanas se inflan y se envanecen de su carne impúdica, los grandes llantenes escupen una baba venenosa, mientras que la joven idiota, lanzando gritos ahogados, frota convulsivamente sus caderas carnosas contra el tronco del saúco, que cruje silenciosamente bajo los ataques de su concupiscencia débil, incitándolo imperiosamente a una fecundidad desnaturalizada.
La madre de Tonia hace la limpieza en las casas de la vecindad. Es una buena mujer, pequeñita, amarilla como el azafrán, y es también con azafrán con lo que impregna los pisos, las mesas y los bancos de madera de abeto que lava durante todo el día en las casas de los pobres. Una vez fuí con Adela a casa de María. Era por la mañana y entramos en una piecita pintada de azul. Sobre el piso de tierra apisonada se pavoneaba el sol, amarillo claro, en el silencio matinal medido por el horrible rechinar de un reloj aldeano. María la loca estaba acostada en un cajón lleno de paja, blanca como una hostia y silenciosa como un guante que la mano ha abandonado. Y, como para aprovechar su sueño, el silencio era inagotable, ese amarillo silencio malvado y vocinglero charlaba, criticaba, arengaba en alta voz, en un vulgar soliloquio de maniático. Y el tiempo de María, el tiempo aprisionado en su alma, la había abandonado, y galopaba, horriblemente real, a través de la pieza. Ruidoso, se derramaba a baldazos desde el molino del reloj como si fuera harina, mala harina, harina friable, esa harina estúpida de los locos.

III
En una de esas casitas, rodeada por un cerco obscuro, hundida en la verdura proliferante, vivía la tía Ágata. Atravesando el jardín se llegaba a la puerta de entrada, coronada por grandes bolas de vidrio suspendidas de espigas metálicas. En esas bolas verdes, rosas y violetas había mundos enteros de luces y colores, encerrados como las imágenes felices contenidas en la inaccesible perfección de las pompas de jabón.
En la penumbra del vestíbulo, cuyas paredes estaban tapizadas de imágenes populares a medias corroídas por la humedad y ciegas de vejez, reconocíamos un olor familiar. Este olor contenía, en su fórmula de asombrosa sencillez, toda la vida de esa gente, el misterio de su raza, de su sangre y de su destino, confundidos inextricablemente en el flujo cotidiano de su tiempo personal. La vieja y sabia puerta, cuyos apagados suspiros acompañaban al ir y venir de la gente, las entradas y salidas de la madre, de las hijas y del hijo, se había abierto a nuestro paso sin ruido, como la puerta de un armario, dejándonos penetrar en su vida. Estaban sentados a la sombra de su destino y no luchaban más; sus primeros gestos torpes traicionaban su secreto. Por otra parte ¿no éramos sus parientes, ligados a ellos por los mismos lazos de la sangre y de la suerte?
Las pesadas cortinas de terciopelo azul veteado de hilos dorados preservaban la obscuridad de la pieza, pero aún aquí el eco de la llameante luz diurna, aunque filtrada por la espesa verdura del jardín, jugaba con reflejos cobrizos sobre los marcos de los cuadros, las fallebas de las puertas y los vidrios de los tabiques. La tía Ágata se levantó de su sillón. Era alta, abundante de carnes, carnes blancas como roídas por el moho. Nos sentamos a su vera, haciendo un alto al borde de su vida, un poco embarazados por la pasividad con la cual ella y sus hijos se ofrecían a nuestras miradas. Bebimos jarabe de rosas con agua, bebida extraordinaria que me parecía reunir en su aroma y sabor la esencia misma de ese tórrido sábado.
La tía Ágata renegaba. Era el tono general de su conversación, la voz misma de esa carne blanca y fértil que parecía desbordarle del cuerpo y experimentar la más grande dificultad para mantenerse dentro de los límites de una forma individual, pronta a hacerse pedazos en cualquier instante, a brotar, a proliferar.
Hubiérase dicho que su femineidad podía privarse cómodamente de la fecundación y bastarle un aroma algo masculino, un vago olor de tabaco o una broma relativamente picante, para ponerse a proliferar lujuriosamente. Y, en realidad, sus continuas recriminaciones a su marido y sus domésticos, su solicitud cargosa hacia los niños, no eran más que caprichos de su fecundidad insatisfecha, prolongación natural de esa coquetería insoportable, arisca, lacrimosa, con la que ponía a prueba a su marido. El tío Marcos, pequeño, encogido, de rostro perfectamente asexuado, parecía reconciliado con su insuficiencia y permanecía en la sombra de un desprecio infinito que debía parecerle muy confortable. En sus ojos grises se incubaba la brisa lejana del jardín, tamizada por los vidrios de la ventana. De tanto en tanto trataba tímidamente de protestar, de enfrentar a su mujer, pero la marea de la omnipotencia femenina barría con ese gesto insignificante e iba más allá, triunfalmente, ahogando bajo su flujo impetuoso esos débiles sobresaltos viriles. Había algo de trágico en esa fecundidad sin freno: la miseria de una criatura que se debatía entre la nada y la muerte, el admirable coraje de la hembra triunfante sobre la insuficiencia del macho. Pero la progenitura estaba allí para probar lo bien fundado de ese pánico maternal, de esa furia por parir que se agotaba en productos defectuosos, en una generación de fantasmas exangües.
Lucía había entrado en la pieza. Su cuerpo aún infantil, de carne blanca y delicada, soportaba una cabeza prematuramente desarrollada. Me tendió su mano de muñequita y se ruborizó de inmediato. Disgustada por esos colores que traicionaban impúdicamente los secretos de sus reglas precoces, pestañeaba y enrojecía ante la pregunta más inocente, ya que ésta podía contener una alusión a su virginidad ultrasensible.
Emilio, el mayor de mis primos, lucía un bigotito rubio en su rostro deslavado e iba de un extremo a otro de la pieza con las manos hundidas en los amplios bolsillos de sus pantalones.
Su traje elegante y costoso era notoriamente exótico. Emilio acababa de llegar del extranjero. En su rostro confundido y mustio, que día a día parecía diluirse hasta semejar una blanca pared, una pálida red de venas dejaba transparentar aún, aquí y allá, los recuerdos de una vida tempestuosa y fracasada. Era un maestro en juegos de naipes, fumaba largas y elegantes pipas y olía a lejanas comarcas. Recorría sus recuerdos con la mirada ausente y contaba extrañas anécdotas cuyo hilo a veces extraviaba bruscamente, dejándolas inconclusas, disipadas en la ambigüedad.
Yo lo miraba ávidamente en la esperanza de distraer un poco su atención para que me ayudara a escapar del hastío de la siesta. Y me pareció, en efecto, que al salir de la pieza me había guiñado un ojo. Lo seguí, pues, a la habitación vecina. Se había sentado en un cosy-corner muy bajo y las rodillas le quedaban a la altura de la cabeza, calva como una bola de billar.
Aparentaba ser nada más que un traje amplio y arrugado, arrojado negligentemente sobre el apoyabrazos. Su rostro sólo era el aliento de un rostro, la huella que un desconocido, al pasar, hubiera dejado en el aire. Hurgaba en su billetera con sus manos de venas azules.
De la neblina de su cara emergió dificultosamente un ojo torvo que me hizo una seña de connivencia picaresca. Me sentí invadido por una desbordante simpatía hacia ese hombre. El me tomó en sus rodillas y, barajando con sus manos expertas las fotografías que había sacado de su billetera, me hizo admirar imágenes de hombres y mujeres en extrañas posturas. Estaba apoyado en él y miraba esos cuerpos humanos tan delicados, esos ojos lejanos que nada veían, cuando, de pronto, el fluido de la intensa turbación que había revuelto el aire me alcanzó y me hizo estremecer de inquietud, llevándome a una repentina comprensión. Mientras tanto, la bruma de esa sonrisa que se había dibujado bajo su indeciso bigote, el embrión del deseo que había alterado el latido de una vena de su sien, la tensión que había fijado por un instante los rasgos dispersos de su rostro, todo eso había desaparecido, y su rostro se hundió otra vez en la nada, se entregó, desapareció.

jueves, 1 de agosto de 2013

James Salter: Anochecer

Anochecer

La señora Chandler, vestida con un traje entallado, estaba sola junto al escaparate, casi delante del letrero de neón que, en letras pequeñas de color rojo, anunciaba: CARNES DE PRIMERA. Parecía estar mirando las cebollas; tenía una en la mano. No había nadie más en la tienda. Vera Pini permanecía sentada ante la caja registradora, con su bata blanca, mirando los coches que pasaban. Afuera estaba nublado y soplaba el viento. El tráfico circulaba en un flujo casi continuo.
─Hoy tenemos un Brie excelente ─comentó Vera, sin moverse─. Acabamos de traerlo.
─¿De veras es bueno?
─Muy bueno.
─Está bien, me llevaré un poco.
La señora Chandler era una clienta habitual. No recurría al supermercado de las afueras del pueblo. Era una de las mejores clientas. O lo había sido. Ahora ya no compraba gran cosa.
En el panel de cristal del escaparate impactaron las primeras gotas de lluvia.
─Mire eso ─dijo Vera─. Ya empieza.
La señora Chandler volvió la cabeza. Observó el paso de los coches y tuvo la sensación de que no era como años atrás. De pronto, por alguna razón, se puso a pensar en las muchas veces que había salido con el coche, o en tren, y que al llegar al campo, nada más pisar el largo y desnudo  andén en medio de la oscuridad, su esposo o uno de los chicos le salía al encuentro. Hacía calor. Los árboles eran enormes y negros. Hola, cariño. Hola, mami, ¿has tenido buen viaje?
El pequeño letrero de neón brillaba con intensidad sobre el fondo gris. Al otro lado de la calle estaban el cementerio y su propio coche, de una marca extrajera, muy limpio, aparcado cerca de la puerta, en contradirección. Siempre lo hacía. Era una mujer que había vivido de una manera particular. Sabía cómo organizar una cena para mucha gente, cuidar perros, entrar en los restaurantes. Tenía su propia forma de contestar a las invitaciones, de vestirse, de ser ella misma. Se los podría calificar de hábitos incomparables. Era una mujer que leía libros, jugaba al golf y asistía a bodas, cuyas piernas estaban en forma, que había capeado temporales, una mujer espléndida a la que ahora nadie quería.
La puerta se abrió y entró uno de los granjeros. Llevaba botas de goma.
─Hola, Vera ─saludó.
Ella me miró.
─¿Cómo? ¿No estás cazando?
─Demasiada humedad ─contestó él: era viejo y parco en palabras─. En muchos sitios, el agua ha subido casi medio metro.
─Mi marido ha salido.
─Haberme avisado con tiempo, mujer ─dijo el anciano maliciosamente; tenía el rostro como borrado por el tiempo; descolorido igual que un viejo grabado.
Era tiempo de caza, lluvioso y con poca visibilidad. La temporada acababa de empezar. Todo el día se habían oído los nada frecuentes estampidos de escopetas, y cerca del mediodía una bandada de seis gansos había pasado, en desorden, por encima de la casa. Ella estaba sentada en la cocina y había oído sus chillidos estúpidos y ruidosos. Los había visto a través de la ventana. Volaban muy bajo, justo por encima de los árboles.
La casa estaba en medio del campo. Desde el piso de arriba podían verse graneros y cercas. Era una casa bonita, que durante años había considerado única. El jardín estaba cuidado, la leña apilada, las puertas de tela metálica en buen estado. Y por dentro lo mismo, todo bien seleccionado, los sofás mullidos y blancos, las alfombras, los sillones, la cristalería de Suecia que tan agradable era al tacto, las lámparas. «La casa es mi alma», solía decir.
Recordó la mañana en que había descubierto el ganso sobre el césped, un ejemplar de gran tamaño, largo cuello negro y collar blanco, inmóvil a menos de cinco metros. Ella había corrido hacia la escalera.
─Brookie ─había susurrado.
─¿Qué?
─Baja. No hagas ruido. Se acercaron a la ventana y luego uno al otro, Mirando sin atreverse a respirar.
─¿Qué hará, tan cerca de la casa?
─No sé.
─Es grande, ¿verdad?
─Mucho.
─Pero no tanto como Dancer.
Dancer no puede volar.
Todo había desaparecido: caballo, ganso, muchacho… Recordaba aquella noche en que regresaban a casa después de cenar en casa de los Werner, donde habían conocido a una joven de rasgos muy puros, que había dejado a su marido para estudiar arquitectura. Rob Chandler no había hecho ningún comentario, se había limitado a escuchar, distraído, como si estuviera familiarizado con esa clase de noticias. A medianoche, en la cocina, nada más cerrar la puerta, se lo anunció. Le había dado la espalda para no mirarla, y estaba de cara a la mesa.
─¿Cómo? ─inquirió ella.
Su marido se disponía a repetirlo, pero le interrumpió.
─¿Cómo has dicho? ─preguntó paralizada.
Había conocido a otra.
─¿Qué has qué?
Ella se quedó con la casa. Había ido una sola vez al piso de la calle Ochenta y Dos, con sus grandes ventanales desde los que, si apretabas la mejilla contra el cristal, podías ver las escalinatas de la entrada al Museo Metropolitano de Bellas Artes. Un año después, él volvió a casarse. Durante un tiempo, ella había virado sin rumbo. Por las noches se sentaba en la sala de estar vacía, casi desvalida, sin preocuparse por comer, por hacer nada, acariciando la cabeza del perro y hablándole, acurrucada en el sofá a las dos de la madrugada y todavía sin desvestir. Un cansancio fatal se había apoderado de ella, pero después se serenó, empezó a ir a la iglesia y volvió a pintarse los labios.
Ahora, mientras regresaba a casa después de hacer la compra, las nubes enormes y plomizas se entremezclaban con la luz y se deslizaban por encima de los árboles. El viento soplaba a ráfagas. Cuando giró por el camino de la entrada, vio un coche aparcado allí. Por un momento se asustó, pero luego lo reconoció. La figura de un hombre se dirigía a su encuentro.
─Hola, Bill ─le saludó.
─Deja que te eche una mano. ─El hombre cogió del coche la bolsa de comestibles más grande y siguió a la mujer hacia la cocina.
─Déjala encima de la mesa ─dijo ella─ Eso es. Gracias. ¿Qué tal te ha ido?
El hombre llevaba una camisa blanca y una chaqueta deportiva, muy cara en su momento. Parecía hacer frío en la cocina. A lo lejos se oyó el débil estampido de las escopetas.
─Entra ─dijo ella─. Hace frío aquí.
─Sólo he venido para ver si hace falta reparar algo antes de que lleguen las heladas.
─Oh, entiendo… Bueno, está el baño de arriba. ¿Volverán a causar problemas?
─¿Te refieres a las cañerías?
─¿Se romperán otra vez este año?
─¿No pusimos aislamiento allí? ─preguntó él: había un ligero y elegante balbuceo en su forma de hablar, como si deslizara los sonidos por el borde de la lengua. Siempre lo había tenido─. El problema es que da al norte.
─Sí ─reconoció ella, mientras buscaba vagamente un cigarrillo─. ¿Por qué crees que lo colocarían allí?
─Bueno, ahí es donde siempre los ponen ─dijo él.
Tenía cuarenta años, pero aparentaba menos. Había algo sólido y desesperado en él, algo que le conservaba la juventud. Todo el verano en el campo de golf, y a veces hasta diciembre. Incluso allí parecía indiferente, con su cabello negro al viento… Incluso entre sus compañeros, como si estuviera matando el tiempo. Corrían un montón de rumores acerca de él. Era un ídolo caído. Su padre poseía una agencia inmobiliaria cerca de la autopista. Solares, granjas, tierras. Era una familia muy antigua en aquella región. Su apellido daba nombre a un camino vecinal.
─Hay un grifo estropeado. ¿Quieres echarle un vistazo?
─¿Qué le pasa?
─Gotea ─dijo ella─. Te lo enseño.
Le precedió escaleras arriba.
─Allí ─señaló hacia el baño─. ¿Lo oyes?
Con gestos espontáneos, Bill abrió y cerró varias veces el agua, tanteó debajo del grifo. Lo hacía sin acercarse, con un ligero movimiento de muñeca, como al descuido. Ella podía verle desde el dormitorio. Daba la sensación de que estuviera examinando otras cosas en la encimera.
Ella dio la luz y se sentó. Estaba a punto de anochecer, y de inmediato la habitación se torno acogedora. El papel de las paredes tenía un estampado azul y la moqueta era de un color blanco suave. La piedra pulimentada de la chimenea daba cierta sensación de orden. Afuera, los campos estaban desapareciendo. Era una hora serena, una hora que ella solía eludir. A veces, mirando hacia el océano, pensaba en su hijo, si bien aquello había ocurrido en el estrecho hacía mucho tiempo. Ya no lo recordaba todos los días. Aseguraban que con el tiempo el dolor se apagaba, pero que en realidad nunca se extinguía. Como ocurría con muchas otras cosas, en esto tenían razón. Él era el más joven y el más animado, aunque algo frágil. Todos los domingos rezaba por él en la iglesia. Su oración era muy sencilla: Oh, Señor, no lo desampares… Es muy pequeño… Tan sólo un chiquillo, añadía a veces. La visión de algo muerto, un pájaro aplastado en la carretera, las patas rígidas de un conejo, o incluso una serpiente muerta, la sobresaltaba.
─Creo que es la arandela de goma ─dijo él─. Voy a ver si te traigo una cuando vuelva.
─Bien… ¿Entonces pasará otro mes?
─Marian y yo volvemos a estar juntos. ¿Lo sabías?
─Oh, entiendo… ─Dejó escapar un ligero suspiro involuntario; se sentía extraña─. Yo, en… ─Qué debilidad, pensó luego─. ¿Y cuándo ha sido eso?
─Hace unas semanas.
Al cabo de un segundo, ella se levantó.
─¿Vamos abajo?
Percibió el reflejo de ambos al pasar ante la ventana de la escalera. Vio pasar su falda color albaricoque. El viento seguía soplando. Una rama desnuda frotaba contra el lateral de la casa. A menudo la oía por la noche.
─¿Tienes tiempo para una copa?
─Mejor que no.
Ella se sirvió un poco de whisky y fue a la cocina en busca de hielo de la nevera, luego añadió un poco de agua.
─Supongo que no te veré durante algún tiempo.
No había sucedido gran cosa. Algunas cenas en el Lanai, algunas noches inverosímiles. Era sólo la sensación de estar con alguien que te caía bien, alguien sencillo y contradictorio.
─Yo… ─Ella intentaba encontrar algo que decir.
─Desearías que no hubiese ocurrido.
─Algo por el estilo.
Él asintió. Seguía allí de pie. Su rostro había palidecido con la palidez del invierno.
─¿Y tú? ─preguntó ella.
─¡Oh, demonios! ─Nunca le había oído quejarse, sólo de ciertas personas─. Yo sólo soy un simple encargado de mantenimiento. Y ella es mi esposa. ¿Qué piensas hacer? ¿Ir a verla algún día y contárselo todo?
─Yo nunca haría una cosa así
─Espero que no ─dijo él.
Cuando la puerta se cerró, ella no se volvió. Oyó que, fuera, el coche arrancaba, y vio el reflejo de los faros. Se quedó frente al espejo, examinando su rostro con frialdad. Cuarenta y seis años. Estaban allí, en el cuello y bajo los ojos. Nunca sería tan joven. Debería haber suplicado, pensó. Tendría que haberle dicho todo lo que sentía, todo lo que de pronto le oprimía el corazón. L verano, con sus esperanzas y sus largos días, había concluido. Sintió el impulso de seguirle, de pasar con el coche por delante de su casa. Las luces estarían encendidas. Podría ver a alguien a través de las ventanas.
Esa noche oyó las ramas golpear contra la casa y resonar los bastidores de la ventana. Sentada a solas, pensó en los gansos, podía oírlos allí fuera. Había refrescado. El viento agitaba sus plumas. Vivían mucho tiempo, decía la gente; entre diez y quince años. El que habían visto en el césped tal vez siguiera con vida, acomodado en los campos junto con los demás, llegado del océano, de donde huían para ponerse a salvo, los supervivientes de las emboscadas sangrientas. En algún lugar de la hierba mojada, imaginó, habría uno de ellos, el oscuro pecho empapado, todavía erguido el gracioso cuello, las grandes alas pugnando por aletear, sangrientos sonidos expulsados por los agujeros del pico. Deambuló por la casa apagando las luces. La lluvia seguía cayendo, el mar chocaba con estrépito, un compañero yacía muerto en medio de los remolinos de la oscuridad.


en Anochecer(Muchnik Editores, Barcelona, 2002).