lunes, 29 de julio de 2013

mauro libertella



Cuando quedó claro que no le quedaban demasiados días, hubo que tomar la decisión de elegir una locación para su muerte, un escenario. Las opciones se reducían al hospital o a su casa. Entiendo que no es una instancia frecuente: las personas de pronto mueren, o en una sala de terapia intensiva de un hospital, en un accidente, o en una larga siesta de vejez, pero no deciden a dónde van a ir a morir.
Supongo que una serie de contingencias menores confabularon para que tuviéramos que tomar esa decisión. Tras algunos días de relativa calma médica, aparecieron los desmayos. Mi viejo estaba débil, muy débil, y por momentos se apagaba. Al principio esos eclipses eran impredecibles, y para mí eran escalofriantes. Pensaba, siempre, que ya se había muerto. Pero inmediatamente despertaba y la espera de la muerte volvía a ser ese goteo lento y agónico. Al parecer, esa irrupción del factor desmayo acortó notablemente los pronósticos de vida que manejaban los médicos. Un día se me acercó uno de ellos, un médico de mediana edad, alto y corpulento, al que terminé respetando mucho, y me dijo que era momento de tomar una decisión. Ellos no podían hacer mucho más. Si lo dejaba en el hospital, iba a morir en una cama de habitación compartida, posiblemente sólo, con un vaso de agua en la mesa de luz y todo lleno de cables y botones. Por el contrario, podíamos llevarlo a la casa, en donde no iba a tener las garantías de un equipo médico especializado ni iba a disponer de una infraestructura preparada, pero moriría en el lugar en donde vivió, acompañado por su familia. Cuando el médico leyó mi mudez como una respuesta, se permitió por única vez la primera persona. Si fuera mi padre yo lo llevaría a su casa, me dijo. Asentimos en silencio, como viejos amigos, y empezamos a hacer los trámites para el traslado.
Había que contratar una ambulancia, y asegurarse de que las condiciones de higiene en su departamento fuesen por lo menos dignas. Una vez resueltas las exigencias materiales del asunto, empezó un periplo que en su momento fue tortuoso pero que hoy se me antoja como un viaje rocambolesco, casi hilarante. Cuatro enfermeros gigantes, que podrían haber conseguido ese mismo día un trabajo como patovicas de una discoteca, levantaban ese cuerpo frágil y quebradizo para subirlo a una camilla. Mi viejo se desmayaba y lo recostaban de nuevo en la cama para que se recompusiera. Él mismo daba la aprobación para reemprender las tareas, pero apenas se modificaba su eje de apoyo, zas: venía el desmayo. La sucesión demasiado constante de desmayos me asustaba, y pensaba que no había cuerpo capaz de sobrevivir a una embestida de ese fuste. Sin embargo, mi viejo se reincorporaba y relativizaba mis temores con un chiste: “me hice el dormido, creo que se la creyeron”.
Cuando al fin lograron subirlo a la ambulancia, tuvo uno de los desmayos más prolongados –hacía semanas que no veía la calle, y fue la última vez que la vio– y dudamos seriamente de haber tomado la decisión correcta. Tal vez ese cuerpo, ya tan leve, no estaba preparado para un movimiento tan drástico. Me resultaba insoportable la idea de que muriera ahí, en una ambulancia de cabotaje, tratando de llegar a un lugar reconocible. Preferimos, sin embargo, seguir. Ese viaje en ambulancia fue lento, trabajoso, y yo pensaba que no lo íbamos a lograr. Cuando llegamos a la puerta de su edificio los enfermeros sacaron la camilla del auto, y de nuevo el desmayo. Aguantá un poco viejo, ya llegamos, le dije, y se despertó como un bebé al que lo consuelan de un llanto. Lo subimos por la escalera y por fin llegamos a su casa. Era media tarde, y un sol arisco, invernal, proyectaba sus últimos rayos contra la pared y la biblioteca. La luz y el clima eran perfectos. Era una postal de la muerte hermosa, muy dulce. Mi viejo había vuelto a la placenta, era un bebé que volvía al hogar, a los brazos maternos, para dejarse morir. En ese momento estuve seguro de que el viaje había valido la pena, y de que haberlo llevado a su casa había sido una decisión perfecta. 


*


Mi viejo murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo. Me acuerdo de ese momento con especial nitidez, porque unos segundos antes de que dejara de respirar supe que a la cuenta regresiva le había llegado, literalmente, su último suspiro. Fue un momento al mismo tiempo suave y dramático: yo arrodillado en el piso, él acostado en su cama, inconsciente hacía horas. Con mi tío y mi hermana le dábamos de tomar un líquido medicinal, hecho para suplir las proteínas de lo que hacía días ya no podía comer. La escena era terrible, porque el deterioro físico se imponía con toda su visualidad; estaba muy flaco, postrado, y tenía la mirada perdida. Y sin embargo, lo recuerdo todo con decoro y ternura, sin estridencias. Tomaba tragos cortos de un vaso de vidrio que nosotros inclinábamos en su boca: era un autómata en su último gesto de supervivencia. Tomá un poco más, tomá un poco más, le pedíamos nosotros, obstinados, repitiéndolo como una plegaria. El último trago le cortó al fin la respiración, que era ya un hilo tenue y frágil. Así lo vi morir, con la cabeza apoyada en la almohada y los ojos cerrados. Supongo que fue una linda forma de morir, entre sus libros y en su propia casa, donde en sus últimos años ya había estado muriéndose de a poco.



de Mi libro enterrado (Mansalva)

sábado, 13 de julio de 2013

Josè Saramago

Eso a quién le importa

Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo...
¡Qué importa éso! Tengo la edad que quiero y siento.
La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.
Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo! No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte. Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen porqué decir: Eres muy joven... no lo lograrás. Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada. Y otras un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas...
Valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta! Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos. Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa! Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.

viernes, 5 de julio de 2013

ALBERT CAMUS

ALBERT CAMUS 

 EL MITO DE SÍSIFO


Henri Cartier-Bresson A Camus
Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes.
Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal.
Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.
Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia.
¿ En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.
Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní.
Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe.
Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: “A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien”. El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. ” Eh, cómo!. ¿ Por caminos tan estrechos…?”. Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. “Juzgo que todo está bien”, dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado.
Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores inútiles.
Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.
En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.
Tiziano - Sísifo