Cuando quedó claro que no le quedaban demasiados días, hubo que tomar la decisión de elegir una locación para su muerte, un escenario. Las opciones se reducían al hospital o a su casa. Entiendo que no es una instancia frecuente: las personas de pronto mueren, o en una sala de terapia intensiva de un hospital, en un accidente, o en una larga siesta de vejez, pero no deciden a dónde van a ir a morir.
Supongo que una serie de contingencias menores confabularon para que tuviéramos que tomar esa decisión. Tras algunos días de relativa calma médica, aparecieron los desmayos. Mi viejo estaba débil, muy débil, y por momentos se apagaba. Al principio esos eclipses eran impredecibles, y para mí eran escalofriantes. Pensaba, siempre, que ya se había muerto. Pero inmediatamente despertaba y la espera de la muerte volvía a ser ese goteo lento y agónico. Al parecer, esa irrupción del factor desmayo acortó notablemente los pronósticos de vida que manejaban los médicos. Un día se me acercó uno de ellos, un médico de mediana edad, alto y corpulento, al que terminé respetando mucho, y me dijo que era momento de tomar una decisión. Ellos no podían hacer mucho más. Si lo dejaba en el hospital, iba a morir en una cama de habitación compartida, posiblemente sólo, con un vaso de agua en la mesa de luz y todo lleno de cables y botones. Por el contrario, podíamos llevarlo a la casa, en donde no iba a tener las garantías de un equipo médico especializado ni iba a disponer de una infraestructura preparada, pero moriría en el lugar en donde vivió, acompañado por su familia. Cuando el médico leyó mi mudez como una respuesta, se permitió por única vez la primera persona. Si fuera mi padre yo lo llevaría a su casa, me dijo. Asentimos en silencio, como viejos amigos, y empezamos a hacer los trámites para el traslado.
Había que contratar una ambulancia, y asegurarse de que las condiciones de higiene en su departamento fuesen por lo menos dignas. Una vez resueltas las exigencias materiales del asunto, empezó un periplo que en su momento fue tortuoso pero que hoy se me antoja como un viaje rocambolesco, casi hilarante. Cuatro enfermeros gigantes, que podrían haber conseguido ese mismo día un trabajo como patovicas de una discoteca, levantaban ese cuerpo frágil y quebradizo para subirlo a una camilla. Mi viejo se desmayaba y lo recostaban de nuevo en la cama para que se recompusiera. Él mismo daba la aprobación para reemprender las tareas, pero apenas se modificaba su eje de apoyo, zas: venía el desmayo. La sucesión demasiado constante de desmayos me asustaba, y pensaba que no había cuerpo capaz de sobrevivir a una embestida de ese fuste. Sin embargo, mi viejo se reincorporaba y relativizaba mis temores con un chiste: “me hice el dormido, creo que se la creyeron”.
Cuando al fin lograron subirlo a la ambulancia, tuvo uno de los desmayos más prolongados –hacía semanas que no veía la calle, y fue la última vez que la vio– y dudamos seriamente de haber tomado la decisión correcta. Tal vez ese cuerpo, ya tan leve, no estaba preparado para un movimiento tan drástico. Me resultaba insoportable la idea de que muriera ahí, en una ambulancia de cabotaje, tratando de llegar a un lugar reconocible. Preferimos, sin embargo, seguir. Ese viaje en ambulancia fue lento, trabajoso, y yo pensaba que no lo íbamos a lograr. Cuando llegamos a la puerta de su edificio los enfermeros sacaron la camilla del auto, y de nuevo el desmayo. Aguantá un poco viejo, ya llegamos, le dije, y se despertó como un bebé al que lo consuelan de un llanto. Lo subimos por la escalera y por fin llegamos a su casa. Era media tarde, y un sol arisco, invernal, proyectaba sus últimos rayos contra la pared y la biblioteca. La luz y el clima eran perfectos. Era una postal de la muerte hermosa, muy dulce. Mi viejo había vuelto a la placenta, era un bebé que volvía al hogar, a los brazos maternos, para dejarse morir. En ese momento estuve seguro de que el viaje había valido la pena, y de que haberlo llevado a su casa había sido una decisión perfecta.
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Mi viejo murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo. Me acuerdo de ese momento con especial nitidez, porque unos segundos antes de que dejara de respirar supe que a la cuenta regresiva le había llegado, literalmente, su último suspiro. Fue un momento al mismo tiempo suave y dramático: yo arrodillado en el piso, él acostado en su cama, inconsciente hacía horas. Con mi tío y mi hermana le dábamos de tomar un líquido medicinal, hecho para suplir las proteínas de lo que hacía días ya no podía comer. La escena era terrible, porque el deterioro físico se imponía con toda su visualidad; estaba muy flaco, postrado, y tenía la mirada perdida. Y sin embargo, lo recuerdo todo con decoro y ternura, sin estridencias. Tomaba tragos cortos de un vaso de vidrio que nosotros inclinábamos en su boca: era un autómata en su último gesto de supervivencia. Tomá un poco más, tomá un poco más, le pedíamos nosotros, obstinados, repitiéndolo como una plegaria. El último trago le cortó al fin la respiración, que era ya un hilo tenue y frágil. Así lo vi morir, con la cabeza apoyada en la almohada y los ojos cerrados. Supongo que fue una linda forma de morir, entre sus libros y en su propia casa, donde en sus últimos años ya había estado muriéndose de a poco.