miércoles, 15 de mayo de 2013

Ricardo Zelarayán (Argentina, Entre Ríos, 1922-2010)

La gran salina

La locomotora ilumina la sal inmensa,
los bloques de sal de los costados,
los yuyos mezclados con sal que crecen entre las vías.
Yo vacilo…
y callo…
porque estoy pensando en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La palabra misterio hay que aplastarla
como se aplasta una pulga,
entre los dos pulgares.
La palabra misterio ya no explica nada.
(El misterio es nada y la nada no se explica por sí misma.)
Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este “poema”)
por lo que o siento cuando pienso en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La pera trepida en el plato.
La miel se despereza en el frasco cerrado,
para desesperación de las moscas que la acechan posadas en el vidrio.
Pero yo no me explico
y hasta ahora nadie ha podido explicarme
por qué me sorprendo pensando
en la Gran Salina.
El hombre de chaleco del salón comedor
se ha quitado los anteojos.
Los anteojos trepidan sobre el mantel de la mesa tendida.
Todo trepida,
todo se estremece,
en el tren que pasa a mediodía por la Gran Salina.
Yo me sorprendo mirando
la sombra del avión que pasa por la Gran Salina.
Pero eso no explica nada.
Es como una gota que se evapora enseguida.
Hay que distraerse, dicen.
Hay que distraerse mirando y recordando
para tapar el sueño
de la Gran Salina.
Un piano colgado como una araña del hilo
se ha detenido entre los pisos doce y trece…
Un camión pasa cargado de ventiladores de pie
que mueven alegremente sus hélices.
En 1948, en Salta,
fuimos de noche a cazar vizcachas y ranas,
y la conversación se apagó con el fuego del asado,
abrumados como estábamos por el cielo negro
y estrellado.
Nerviosamente encendíamos y apagábamos las linternas
hasta quedarnos sin pilas.
Tampoco puedo explicarme por qué sueño con pilas de linternas,
con pilas para radios a transistores.
Ni por qué sueño con lamparitas de luz,
delicadamente guardadas en sus cajas respectivas.
Ni por qué me sorprendo mirando el filamento roto
de una lamparita quemada.
Nunca he visto…
nunca he podido imaginarme
la lluvia cayendo sobre la Gran Salina.
Yo no tengo objetivos pero me gusta objetivar.
Desde chico intenté cortar una gota de agua en dos
(con una tijera).
Aún hoy intento,
apartando las cosas de la mesa
o ahuyentando amigos,
imitar, imaginarme, la lluvia sobre la Gran Salina.
Tomo una plancha caliente y le salpico gotas de agua.
pero aunque pueda imaginarme todo,
nunca podré imaginarme
el olor a salina mojada.
Anoche llegué a mi casa a las tres de la mañana.
En la oscuridad, tropecé con un mueble…
y allí nomás me quedé pensando
en lo que no quería pensar…
en lo que creía bien olvidado!
Pero en realidad me estaba escapando
del sueño estremecedor de la Gran Salina
y ahora me interrogo a mí mismo
como si estuviera preso y declarara:
“La Gran Salina o Salina Grande
está situada al norte de Córdoba,
cerca (o adentro, no recuerdo)
del límite con Santiago del Estero.”
Estoy mirando el mapa…
pero esto no explica nada.
La caja de fósforos queda vacía
a las cuatro de la mañana
y yo me palpo a mí mismo, desesperado,
con el cigarrillo en la boca…
Habría que inventar el fuego, pensarían algunos.
Yo en cambio pienso en los reflejos del tren
que pasa de noche junto al río Salado.
No puedo dormir cuando viajando de noche
sé que tengo a mi derecha
el río Salado.
Pero aún así sigo escapando del gran misterio…
del misterio de la sal inagotable de la Gran Salina.
Recuerdo cuando nos arrojábamos impunemente naranjas chupadas
Al espejo ciego y enceguecedor de La Gran Salina.
(A la siesta, cuando la resolana enceguece más que el sol.)
Esperábamos llegar a Tucumán a las siete
y a las dos de la tarde tuvimos que cambiar una rueda
junto a la Gran Salina.
Un diario volaba por el aire…
el sol calcinaba las arrugadas noticias del mundo
del diario que caía sobre la Gran Salina.
Y vi pasar varios trenes
y hasta un jet…
Los pasajeros de los Caravelle
o de los Bac One – Eleven,
no saben que esa mancha azulada,
que a lo mejor están viendo en este mismo momento,
desde ocho mil metros de altura,
esa mancha azulada que permanece durante escasos minutos,
es la Gran Salina,
la Salina Grande.
Pero el jet anda muy alto.
La Gran Salina no conoce su sombra que pasa.
Los pasajeros del jet duermen…
se sienten muy seguros.
En el jet no hay paracaídas
Los jets no caen. Explotan.
Hace unos años,
un avión que no era un jet volaba, creo, sobre Santa Fe.
De pronto se abrió una puerta
y una camarera tuvo que obedecer calladita
a las sagradas leyes de la física,
y demostrar su inequívoco apego a la ley de la gravedad.
Una ley dura como las piedras metidas en la boca de Demóstenes
que, según dicen, hablaba mucho.
Aquí hay que hacer un minuto de silencio.
Primero, por la dócil camarera sin cama del avión.
Después, por las palabras muertas,
muertas por no decir nada…
misterio, por ejemplo,
que sirve para no explicar lo inexplicable,
lo que yo siento cuando pienso en la Gran Salina,
lo que traté de no pensar un día que caminaba por la Gran Salina
tratando de distraerme y de no pensar dónde estaba,
escuchando una canción de Leo Dan
que pasaba LV12 Radio Aconquija
y el Concierto en sol de Ravel por la filial de Radio Nacional.
¿Qué pensaría Ravel, el finado,
si caminaría como yo en ese momento
por la Gran Salina.
Ravel, púdico sentimental,
te imagino tocando el piano que hoy vi colgado
entre el piso 12 y el piso 13.
Si, pobre Ravel de 1932
con un tumor en la cabeza que ya no lo dejaba componer.
Ravel tocando solo,
de noche (pero eso sí, absolutamente solo)
los “Valses nobles y sentimentales” en medio de la Gran Salina.
Estoy seguro que se hubiera interrumpido
Al escuchar el silbato lejano de la locomotora,
para ver el haz de luz a la distancia
y la penumbra sobre la Gran Salina.
Días pasados fui al Hospital.
Hace años o andaba por allí,
despreocupado y con el guardapolvo blanco.
Pero ahora, de simple paciente,
sentí el ruidito angustioso
¡Trank!
de la máquina de sacar radiografías.
¡Y que pase otro! gritó el enfermero.
Pero el otro no podrá explicarme
por qué tengo sed,
por qué voy detrás del agua cautiva de la botella
y de la sal capturada en el salero,
yo, tan luego yo,
capturado en el sueño de la Gran Salina.
Un amigo, alto funcionario estatal,
me ofreció su pase libre para viajar por todo el país.
Total, me dijo, es un pase innominado,
cualquiera lo puede usar…
si se lo presto.
El pase sin nombre me deslumbró
como la marca de la cubierta que leí y releí
cuando cambiábamos la rueda junto a la Gran Salina.
Pero después pensé en Tucumán
(mi segunda provincia)
y en las vértebras azules del Aconquija
horadando las nubes blancas.
Ahora me entero que mi amigo,
el del pase sin nombre,
se separó de la mujer.
Aquí me callo…
Pero el silencio me hace pensar ahora
en lo que no quise pensar cuando miré el pase sin nombre que me ofrecían,
en lo que dejé de pensar hace un momento…
cuando vi pasar el ascensor con una mujer silenciosa
que no me quiso llevar.
Olvidemos el ascensor perdido
y pensemos de nuevo, de frente, en la sal
(cloruro de sodio)
y en el misterio…
Pero como nada es misterio
hagamos una traducción de apuro:
miss Terio
o miss Tedio
o chica rodeada de teros asustados
o algo por el estilo.
Pero no hay distracción que valga.
El ayudante de cocina del vagón comedor
se rasca la cabeza de tanto en tanto
pero sigue pelando papas sin distraerse
en el tren que se acerca a la Gran Salina.
El ascensor perdido con la mujer silenciosa
sigue recorriendo kilómetros entre la planta baja
y el piso quince.
El sastre de enfrente que ya comió
se asoma a tomar aire con el metro colgado al cuello.
Yo pienso en comer, como se ve…
Son exactamente las 14 horas, 8 minutos, 30 segundos.
Y también, no sé por qué
pienso en el acorazado de bolsillo Graf Spee
que en los comienzos de la última guerra
se suicidó antes que su capitán
frente a Punta del Este.
El Graf Spee yace a treinta metros de profundidad.
Ya nadie se acuerda de él.
Ni siquiera los hombres-rana
que bajaron a explorar sus entrañas.
Pero hasta los hombres-rana
salen a comer a mediodía.
Y a veces, para comer,
sólo se quitan las antiparras y los tubos de oxígeno.
Todavía hay gente que se asombra viendo comer a esos hombres…
con patas de rana.
Los hombres rana reclaman al mozo la sal que se olvidó!
Dale!...Dale!
Hoy almuerzo con amigos
(si es que nos e fueron).
Miraré de costado la sal y pediré pimienta en vez,
porque tengo miedo de quedarme callado,
ya se sabe por qué.
No quiero quedarme callado
ni distraerme,
ya se sabe por qué.
En realidad no se sabe nada
del sueño de las pilas,
de la lluvia sobre la sal,
de la chica del ascensor,
del sastre asomado con el metro colgado
o del tren que pasa de noche indiferente
junto a lo que ya se sabe
y no se sabe.
……………………………………………..
……………………………………………..
……………………………………………..
Hace años creía
que “después del almuerzo es otra cosa” …
es decir que las cosas son otras
después del almuerzo.
Este poema (llamémoslo así),
partido en dos por el almuerzo
y reanudado después, me contradice.
No comí postre.
¡Siento la boca salada!
Pero no voy a insistir.
El domingo pasado,
en casa de un amigo poeta,
conocí un chileno novelista e izquierdista
que se fue a Pekín y que, posiblemente,
no vuelva a ver en mi vida.
Tímidamente, entre cinco porteños y un chileno izquierdista,
metí una frase de Lautréamont
que como buen franchute es uruguayo
y si es uruguayo es entrerriano.
Una frase (salada) para terminar (o interrumpir) este poema:
“Toda el agua del mar no bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual.”

Ricardo Zelarayán

lunes, 13 de mayo de 2013

Lydia Davis: La criada


La criada

Sé que guapa no soy. Llevo el pelo, negro, muy corto, y tengo tan poco que apenas si me oculta el cráneo. Mis pasos son atropellados y asimétricos, como si fuera coja de una pierna. Cuando me compré las gafas, creía que eran elegantes ─la montura es negra, en forma de alas de mariposa─, pero me he dado cuenta de que no me favorecen y no tengo más remedio que ponérmelas, porque no tengo dinero para comprarme unas nuevas. Tengo la piel color vientre de sapo y los labios finos. Pero no soy, ni por asomo, tan fea como mi madre, que es mucho más vieja. Tiene la cara pequeña y llena de arrugas, negra como una ciruela pasa, y la dentadura le baila en la boca. Apenas soporto sentarme frente a ella para cenar y me atrevo a decir por la expresión de su cara que a ella le pasa lo mismo conmigo.
Llevamos años viviendo juntas en el sótano. Ella es la cocinera; yo soy la criada. No somos buenas sirvientas, pero nadie puede despedirnos porque seguimos siendo mejores que la mayoría. El sueño de mi madre es ahorrar algún día lo suficiente para abandonarme y vivir en el campo. Mi sueño es prácticamente el mismo, salvo que cuando me siento irritada e infeliz miro, al otro lado de la mesa, sus manos como garras y espero que se ahogue con la comida y se muera. Nadie me impediría entonces registrarle el armario y romperle la hucha. Me pondría sus vestidos y sus sombreros, y abriría la ventana para que se fuera el mal olor.
Siempre que imagino esas cosas, sentada sola en la cocina a última hora de la noche, al día siguiente me pongo mala. Entonces me cuida mi madre, sí, humedeciéndome los labios y abanicándome con un cazamoscas, descuidando sus deberes en la cocina, y yo me esfuerzo para convencerme de que no está disfrutando en silencio mi debilidad.


No siempre han sido así las cosas. Cuando el señor Martin vivía en las habitaciones de arriba, éramos más felices, aunque rara vez nos dirigíamos la palabra. Yo no era más guapa que ahora, pero nunca me ponía las gafas en presencia del señor y procuraba mantenerme derecha y andar con gracia. Tropezaba a menudo, e incluso me caía de cara porque era incapaz de ver por dónde iba; sufría dolores durante toda la noche por intentar mantener el vientre metido al andar. Pero nada me frenaba en mi intento de ser una persona por la que el señor Martin pudiera sentir amor. Rompía muchas cosas más que ahora, porque era incapaz de ver donde ponía la mano cuando les quitaba el polvo a los jarrones del salón y limpiaba los espejos del comedor. Pero el señor Martin apenas lo notaba. Se levantaba automáticamente de su sillón ante la chimenea cuando el cristal se rompía y se quedaba mirando el techo con aire perplejo. Un momento después, mientras yo contenía la respiración junto a los trozos relucientes, se pasaba por la frente la mano enguantada de blanco y volvía a sentarse.
Jamás me dirigió la palabra, pero tampoco lo oí hablar jamás con nadie. Me imaginaba su voz cálida y un poco ronca. Probablemente tartamudeaba cuando se emocionaba. Tampoco le vi nunca la cara, porque la ocultaba detrás de una máscara. La máscara era pálida y de goma. Le cubría cada centímetro de la cabeza y desaparecía bajo el cuello de la camisa. Al principio la máscara me inquietaba; de hecho, la primera vez que la vi perdí los nervios y salí corriendo de la habitación. Me daba miedo todo: la boca abierta, las orejas pequeñas como albaricoques secos, las ondas inmóviles de pelo negro pintado torpemente sobre la coronilla, las cuencas vacías de los ojos. Aquello bastaba para llenar de horror los sueños de cualquiera, y al principio me tenía dando vueltas en la cama hasta que casi me ahogaban las sábanas.
Poco a poco me fui acostumbrando. Empecé a imaginarme cuál sería la verdadera expresión del señor Martin. Veía cómo el rubor se extendía por sus mejillas cuando lo sorprendía soñando despierto sobre su libro. Veía cómo le temblaban los labios de emoción ─piedad y admiración─ cuando me observaba durante mi trabajo. Yo le dedicaba una mirada especial y sacudía la cabeza, y su cara se iluminaba con una sonrisa.
Pero, de vez en cuando, cuando descubría sus ojos gris claro fijos en mí, tenía la sensación, desagradable, de haberme equivocado por completo, de que quizá jamás le había provocado la menor reacción, yo, una criada tonta e inepta; que, si un día otra chica entrara en la habitación y se pusiera a quitar el polvo, él sólo apartaría los ojos del libro para echar un vistazo y seguiría leyendo sin notar el cambio. Turbada por la duda, seguía barriendo y fregando con manos entumecidas, como si no hubiera pasado nada, y pronto la duda desaparecía.
Por el señor Martin me fui cargando de trabajo. Si al principio mandábamos su ropa sucia a la lavandería, empecé a lavarla yo, aunque lo hiciera peor. Sus sábanas perdieron blancura y sus pantalones estaban mal planchados, pero no se quejó. Mis manos se arrugaron e hincharon, pero no me importaba. Si antes veía un jardinero una vez a la semana para recortar los setos en verano y proteger los rosales con una lona durante el invierno, ahora asumí yo esas tareas, despidiendo yo misma al jardinero y trabajando día tras día en las peores condiciones atmosféricas. Al principio el jardín se resintió, pero con el tiempo volvió a la vida: flores silvestres de todos los colores acabaron con las rosas y una hierba áspera y verde destrozó los senderos de grava. Me volví fuerte y audaz y no me importaba que la cara se me llenara de ronchas ni que la piel de los dedos se me secase y agrietase, ni que tanto trabajo me dejara en los huesos, ni apestar como un caballo. Mi madre se quejaba, pero yo sentía que mi cuerpo suponía un sacrificio insignificante.
A veces me imaginaba que era hija del señor Martin, o su mujer, e incluso su perro. Olvidaba que sólo era una criada.
Mi madre ni siquiera vio nunca al señor, y eso volvía aún más misteriosa mi relación con él. Ella pasaba el día entre los vapores de la cocina, masticando nerviosamente sus encías y preparando la comida del señor Martin. Sólo a la caída de la tarde franqueaba la puerta, se envolvía en sus propios brazos junto a las lilas marchitas y miraba las nubes. A veces me preguntaba cómo podía seguir trabajando para un hombre al que nunca había visto, pero así era ella. Yo le entregaba mensualmente un sobre de dinero, ella lo cogía y lo escondía con el resto de sus ahorros. Nunca me preguntó cómo era él, y yo tampoco dije nada. Creo que no me preguntó nunca quién era él porque ni siquiera entendía quién era yo. Quizá creía que guisaba para su marido y su familia como otras mujeres, y que yo era su hermana menor. A veces hablaba de bajar la montaña, aunque no vivimos en una montaña, o de recoger las patatas, aunque no tenemos patatas en el huerto. Eso me inquietaba y trataba de devolverla a la realidad gritándole de pronto en la cara o enseñándole los dientes. Pero nada la impresionaba, y tenía que esperar a que por fin me llamara por mi nombre con naturalidad. Puesto que no demostraba ninguna curiosidad a propósito del señor Martin, yo podía ocuparme de él en paz y a mi gusto, merodear a su alrededor cuando salía de la casa para uno de sus raros paseos, demorarme detrás de la puerta  batiente del comedor y observarlo a través de la rendija, cepillarle el esmoquin, sacudir el polvo de la suela de sus zapatillas.
Pero la felicidad no duró eternamente. Me desperté muy temprano un domingo de verano y vi cómo la radiante luz del sol invadía el vestíbulo donde yo dormía. Me quedé en la cama un buen rato, oyendo a los reyezuelos que se posaban y cantaban en los arbustos, y observando a las golondrinas que entraban y salían por la ventana rota del final del pasillo. Me levanté y me lavé con la meticulosidad de siempre la cara y los dientes. Hacía calor. Me metí por la cabeza un vestido de verano limpio y me calcé mis zapatos de tacón bajo, de piel. Por última vez en mi vida ahogué mi propio olor en agua de rosas. Las campanas de la iglesia empezaron a dar las diez desaforadamente. Cuando subí las escaleras para servirle el desayuno en la mesa, el señor Martin no estaba. Esperé junto a su silla durante lo que me parecieron horas. Empecé a buscar por la casa. Tímidamente al principio, luego con una prisa frenética, como si se escabullera de las habitaciones en el momento preciso en que yo llegaba, lo busqué por todas partes. Sólo cuando vi que habían retirado la ropa de su armario y que la biblioteca estaba vacía, admití que se había ido. Incluso entonces, durante días, pensé que volvería. Una semana después, una señora mayor se presentó con tres o cuatro baúles andrajosos y empezó a colocar sus baratijas encima de la repisa de la chimenea. Entonces entendí que, sin explicaciones, sin una palabra, sin ninguna consideración hacia mis sentimientos, sin ni siquiera una propina, el señor Martin había hecho el equipaje y se había ido para siempre.


La casa es sólo una casa alquilada. Mi madre y yo estamos incluidas en la renta. La gente va y viene, y cada pocos años hay un nuevo inquilino. Tendría que haber previsto que también el señor Martin se iría algún día. Pero no lo preví. Estuve enferma mucho tiempo a partir de aquel día y mi madre, que me resultaba más aborrecible por momentos, se consumía llevándome el caldo y los pepinos fríos que le pedía con ansia. Después de la enfermedad parecía un cadáver. Me apestaba el aliento. Mi madre volvía la cabeza con asco. Los inquilinos se estremecían cuando yo entraba en la habitación con mis andares desgarbados, tropezando en el umbral a pesar de que mis gafas  volvían a posarse como una mariposa sobre el estrecho puente de mi nariz.

Nunca fui una buena criada, pero ahora, aunque me esfuerzo, soy tan descuidada que algunos inquilinos creen que no limpio las habitaciones o piensan que quiero indisponerlos con sus invitados. Pero, cuando me regañan, no respondo. Me limito a mirarlos con indiferencia y a continuar mi trabajo. Nunca han sufrido una decepción tan grande como la mía.


en Cuentos completos de Lydia Davis (Seix Barral, Barcelona, 2011)

domingo, 12 de mayo de 2013

Carson McCullers

Un dilema doméstico



El jueves, Martin Meadows salió de la oficina a tiempo de tmar el primer autobús directo para su casa. Era la hora en que el resplandor vio­leta del atardecer se extinguía en las calles fangosa, pero al dejar el auto­bús la parada del centro dela ciudad ya brillaba la gran noche ciudadana. Los jueves la criada tenía la tarde libre y a Martin le gustaba llegar a casa lo más pronto posible ahora que desde el año pasado su mujer no esta­ba... bien. Ese jueves estaba muy cansado y, con la esperanza de que nin­gún viajero habitual le escogiera para conversar, se enfrascó con atención en el periódico hasta que el autobús hubo cruzado el puente George Washington. Una vez en la carretera-9-W, Martin sentía siempre que el viaje estaba a la mitad; respiraba hondo incluso en invierno, cuando solamen­te estrías de corrientes cortaban el aire humoso del autobús, porque le parecía estar ya respirando el aire del campo. Solía ser en este punto cuando empezaba a descansar y pensaba con alegría en su casa. Pero en este último año la cercanía le traía sólo una sensación de tensión y no sentía prisa de terminar el viaje. Esa tarde, Martin pegaba la cara a la ven­tanilla y miraba los campos vacíos y las solitarias luces de los barcos del río. Había una luna pálida sobre la tierra oscura y manchas de nieve gas­tada y porosa; a Martin el campo le parecía esa noche vasto y desolado. Tomó el sombrero de la rejilla y se metió el periódico doblado en el bol­sillo del abrigo unos minutos antes de pulsar el timbre.
La casa estaba a una manzana de la parada del autobús junto al río, pero no directamente sobre la orilla; desde la ventana del cuarto de estar se podía ver el Hudson, mirando a través de la calle y del jardín de en­frente. La casa era moderna, casi demasiado blanca y nueva en el estre­cho trocito de terreno. Durante el verano la hierba era suave y fresca, y Martin había puesto con cariño un borde de flores y un enrejado de ro­sas. Pero durante los meses fríos y áridos, el terreno estaba vacío y la casa parecía desnuda. Esta noche había luces encendidas en todas las habitaciones de la casa y Martin se apresuró por el camino de entrada. Delante de la escalera se paró para quitar de en medio una carretilla.
Los niños estaban en el cuarto de estar tan metidos en sus juegos que al principio no oyeron abrirse la puerta. Martin se quedó mirando a sus pequeños, tan a salvo y tan graciosos. Habían abierto el último cajón del escritorio y habían sacado los adornos de Navidad. Andy se las había arreglado para sacar las luces del árbol, y las bombillitas verdes y rojas brillaban en la alfombra del cuarto de estar con una alegría a destiempo. ese momento estaba tratando de poner la ristra luminosa sobre el ca­ito de Marianne. Marianne estaba sentada en el suelo arrancando las a un ángel. Los niños le sobresaltaron con sus aullidos de acogida. tin se subió a los hombros a la niña pequeñita y gordinflona y Andy echó contra las piernas de su padre.
—¡Papaíto! ¡Papaíto! ¡Papaíto!
Martin dejó con cuidado a la pequeña y balanceó unas cuantas veces apio un péndulo a Andy. Luego recogió el cordón del árbol de Navidad. —¿Qué hace fuera todo esto? Ayudadme a ponerlo otra vez en el ca- No tenéis que hacer bromas con el enchufe de la luz. Recuerda que lo he dicho ya. En serio, Andy.
El pequeño de seis años asintió con la cabeza y cerró el cajón del es­orio. Martin le acarició el pelo rubio y suave, y su mano se demoró .ternura en la nuca del frágil cuello del niño.
—¿No habéis cenado, macaco?
—Hacía daño, el pan quemaba.
La niña se tambaleó en la alfombra y después del primer susto de la %ida empezó a llorar. Martin la cogió y la llevó sobre los hombros a cocina.
—Mira, papá —dijo Andy—. La tostada...
Emily había dejado la cena de los niños sobre la mesa esmaltada. Había dos platos con los restos de sopa de cereales y huevos, y unos vasos de plata que habían contenido leche. También había un plato de tostadas con canela, sin tocar, excepto la marca de los dientes de un mordisco. Martin olfateó el pedazo mordido y mordisqueó con cuidado. Luego tiró el pan al cubo de la basura.
—¡Uf ¿Qué diablos...?
Emily había confundido la lata de canela con la de pimienta.

—Casi me quemo —dijo Andy—. Bebí agua y me fui corriendo afuera y abrí la boca. Marianne no se comió ni nada.
—No comió nada —corrigió Martin. Estaba de pie, desolado, mi­rando en tornó de las paredes de la cocina—. ¡Vaya! Es eso, me figuro —dijo al fin—. ¿Dónde está ahora vuestra madre?
—Está arriba, en el cuarto vuestro.
Martin dejó a los niños en la cocina y subió a ver a su mujer. Delan­te de la puerta esperó un momento para calmar su furia. No llamó y una vez dentro cerró la puerta detrás de él.
Emily estaba sentada en la mecedora, junto a la ventana del cuarto acogedor. Estaba bebiendo algo de un vaso y al entrar él lo puso precipi­tadamente en el suelo detrás de la silla. En su acti&ud había confusión y culpabilidad, que trató de esconder con una denióstración de aparente vivacidad.
—¡Oh, Marty! ¡Ya estás en casa! ¡Cómo se me ha ido el tiempo! Iba a bajar ahora... —Corrió hacia él y le dio un beso con fuerte olor a jerez. Ante la impasibilidad de él retrocedió un poco y se rió nerviosa.
—Qué tienes, que estás ahí tieso como un palo? ¿Te pasa algo?
—¿Algo a mi? —Martin se agachó sobre la mecedora y cogió del sue­lo el vaso—. Si te pudieras dar cuenta de lo harto que estoy..., de lo malo que es esto para todos nosotros.
Emily habló con una voz falsa y trivial que Martin conocía de sobra. A veces, en ocasiones semejantes, afectaba un ligero acento británico, co­piando quizás a alguna actriz que admiraba:
—No tengo ni la más remota idea de lo que quieres decir. A no ser que te refieras al vaso que he usado para beber una gota de jerez. He be­bido un dedo de jerez, quizá dos. Pero, ¿qué hay de malo en ello? A ver, dime. Estoy muy bien. Muy bien.
—Sí, se ve a simple vista.
Mientras iba al cuarto de baño, Emily andaba con gravedad estudia­da. Abrió el agua fría y se echó un poco a la cara haciendo hueco con las manos. Luego se secó a golpecitos con la punta de la toalla. Su rostro era de rasgos delicados y joven, perfecto.
—Bajaba justamente ahora a preparar la cena. —Se tambaleó y guardó el equilibrio agarrándose al marco de la puerta.
—Yo me ocuparé de la cena. Tú quédate aquí. Ya la subiré.
—No haré nada de eso. ¿Por qué? ¿A quién se le ocurre semejante idea?
—Por favor —dijo Martin.
—Déjame. Estoy perfectamente. Iba a bajar ya...
—Escúchame.
—¡Que te escuche tu abuela!
Fue hacia la puerta, pero Martin la agarró de un brazo.
—No quiero que los niños te vean en este estado. Sé razonable.
—Qué estado? —De un tirón, Emily zafó su brazo. Su voz se alzó enfadada—: Qué, porque bebo un par de sorbos por la tarde estás tra­tando de hacerme creer que soy una borracha. ¡Qué estado! Ni siquiera toco el whisky. Lo sabes bien. No ando emborrachándome por los bares. Algo que tú mismo no podrías decir. Ni siquiera tomo un cóctel con la cena. Lo único que hago es beber de vez en cuando una copa de jerez. ¿Qué hay de malo en esto, pregunto yo? ¡Estado!
Martin buscó palabras con que calmar a su mujer.
—Cenaremos tranquilamente los dos solos, aquí arriba. ¡Así me gus­tan las buenas chicas!
Emily se sentó en el borde de la cama y él abrió la puerta para salir rápidamente.
—Vuelvo volando.
Mientras estaba ocupado con la cena, abajo, se preguntó una vez más lo de siempre: ¿cómo le había caído este problema en su casa? También a él le había gustado siempre una copa. Cuando todavía vivían en Alabama se servían cócteles y bebidas como si nada. Durante años habían bebido una o dos, quizá tres copas antes de cenar y a la hora de acostarse un vaso grande. Las vísperas de fiesta se alegraban quizás hasta llegar a atontarse un poco. Pero el alcohol nunca le había parecido un problema, solamen­te un gasto grande, que con el aumento de la familia difícilmente se po­dían permitir. Hasta que su compañía no le trasladó a Nueva York, Mar­tin no se dio cuenta de que realmente su mujer bebía demasiado. Poco o mucho, observó que estaba bebiendo durante todo el día.
Una vez visto el problema, trató de analizar la causa. El cambio de Alabama a Nueva York la había alterado, desde luego; acostumbrada al ca­lor perezoso de una pequeña ciudad del Sur, a la vida familiar, los parien­tes y amigos de la infancia, no había logrado encajar en las costumbres más estrictas y aisladas del Norte. Los deberes de la maternidad y de la casa le eran insoportables. Llena de nostalgia por Paris City, no había he­cho amistades en el ambiente suburbano. No leía más que revistas y novelas policíacas. Su vida interior era insuficiente sin el artificio del alcohol.
El descubrimiento de aquel vicio fue insidiosamente destruyendo en él la idea que se había formado de su mujer. A ratos, Emily era de una inexplicable maldad; había veces en que la bebida era causa de una ex­plosión de tremenda ira. Martin se dio cuenta de que en Emily había una rudeza latente, que desmentía su sencillez natural. Mentía sobre la bebi­da y le engañaba con estratagemas insospechadas.
Y luego pasó el accidente. Cuando volvía una noche del trabajo a casa, hacía un año aproximadamente, le sorprendieron los gritos desde el cuarto de los niños. Se encontró a Emily sosteniendo a la pequeñita, des­nuda y mojada del baño. Se le había caído la niña, su frágil cabecita se ha­bía dado contra el borde de la mesa y un hilo de sangre empapaba sus ca­bellos finísimos. Emily sollozaba borracha. Mientras Martin acunaba a la niña herida, infinitamente preciosa en aquel momento, tuvo una espe­luznante visión del futuro.
Al día siguiente Marianne estaba bien. Emily prometió que nunca más tocaría el alcohol y, durante unas semanas, fría y abatida, mantuvo la promesa. Después empezó poco a poco —ni whisky ni ginebra, pero sí cerveza, jerez o licores extraños: una vez dio con una sombrerera llena de botellas vacías de crema de menta. Martin encontró una buena criada que llevaba la casa de una manera competente. Virgie era también de Alabama y Martin nunca se había atrevido a decir a Emily los sueldos acostumbrados en Nueva York. La bebida de Emily era ahora comple­tamente secreta; lo hacía antes de que él llegara a casa. Generalmente los efectos eran casi imperceptibles: una dejadez en los movimientos o los ojos cargados. Los rastros de irresponsabilidad, como lo de las tostadas con pimienta en lugar de canela, eran raros, y Martin podía estar tran­quilo cuando Virgie estaba en casa. Sin embargo, la preocupación estaba siempre latente, como una amenaza de desastre inconcreto que socavaba sus días.
—¡Marianne! —llamó Martin, porque hasta el recuerdo de aquello le traía la necesidad de asegurarse. La pequeña, curada ya, pero no por ello menos preciosa para su padre, entró en la cocina con su hermano. Martin siguió preparando la cena. Abrió una lata de sopa y puso dos chu­letas en la sartén. Luego se sentó junto a la mesa y se subió a Marianne sobre las rodillas para hacer el caballito. Andy les miraba moviéndose con los dedos el diente que estaba para caerse desde hacia una semana.
—Andy el goloso —dijo Martin—. ¿Tienes todavía ese viejo chisme en la boca? Acércate; deja que papá lo mire.
—Tengo un cordel para arrancarlo. —El niño sacó del bolsillo un pedazo de hilo—. Virgie dijo que lo atara al diente y atara la otra pun- ta al picaporte y que cerrara la puerta fuerte, pero fuerte, y de un solo golpe.
Martin sacó un pañuelo limpio y tocó el diente con cuidado:
—Este diente va a salir de la boca de mi Andy esta noche: si no, temo que vamos a tener un árbol de dientes en la familia.
—Un qué?
—Un árbol de dientes —dijo Martin—. En cuanto muerdas algo, te lo tragarás, y ese diente echará raíces en la tripita de Andy y crecerá un árbol de dientes con dientecitos afilados en vez de hojas.
—Eh, papaíto —dijo Andy. Pero se agarraba el diente con fuerza en- tre el índice y el pulgar pringoso—: No hay ningún árbol así; yo no vi uno nunca.
—No hay ningún árbol así y nunca he visto ninguno —corrigió el padre.
Martin se puso de pronto en tensión. Emily bajaba por la escalera. Escuchó sus pasos vacilantes, mientras con el brazo sujetaba angustiado al niño. Cuando Emily entró en la habitación, sus movimientos y su cara enrojecida delataban que había bebido otra vez. Empezó a abrir cajones y a poner la mesa.
—¡Estado! —dijo con voz turbia—. Me hablas así. No creas que me olvido. Me acuerdo de todas esas cochinas mentiras que me dices. No creas ni por un momento que me olvido.
—¡Emily! —rogó—. Los niños...
—Los niños, sí. No creas que no veo a través de tus sucios planes y manejos. Aquí abajo tratando de volver a mis propios hijos en contra mía. No creas que no veo ni comprendo.
—Emily, por favor, vete arriba. hijos...
—Sí, para que puedas poner a mis hijos..., a mis propios
—Dos grandes lágrimas le rodaron por las mejillas—. Tratando de poner a mi hijo, a mi Andy, contra su propia madre.
Con el impulso de la borrachera, Emily se arrodilló en el suelo de­lante del perplejo niño; guardó el equilibrio con las manos s obre los hombros del pequeño:
—Oye, Andy..., no hagas caso de ninguna de las mentiras que te cuenta tu padre. No creas nada de lo que te diga. Escucha, Andy, ¿qué te estaba diciendo papá antes de que bajara? —Dudando, el niño buscó el rostro de su padre—. Dímelo. Mamá quiere saberlo.
—Lo del árbol de dientes.
—¿Qué?
El niño se lo volvió a decir y ella repitió las palabras como un eco, con terror, incrédula:
—¡El árbol de dientes! —Osciló y volvió a agarrarse en los hombros del niño—. No sé de qué hablas, pero escucha, Andy, mamá está muy bien, ¿verdad? —Le rodaban las lágrimas por las mejillas; Andy retroce­dió; estaba asustado. Agarrándose al borde de la mesa, Emily se puso en pie—. ¡Mira! Has puesto al niño en contra mía.
Marianne empezó a llorar y Martin la tomó en brazos.
—¡Muy bien! Puedes quedarte con tu niña. Desde el principio se te ha visto que la prefieres. No me importa, pero al menos puedes dejarme a mi hijo.
Andy se acercó a su padre y le agarró la pierna:
—Papaíto —sollozó.
Martin llevó a los niños al pie de la escalera:
—Andy, llévate a Marianne. Papá irá dentro de un momento.
—¿Y mamá? —preguntó el niño como en un susurro.
—Mamá se pondrá bien, no te apures.
Emily lloraba sobre la mesa de la cocina, con la cara tapada por el brazo. Martin sirvió una taza de caldo y se la puso delante. Sus sollozos roncos le pusieron nervioso; la vehemencia de su emoción, independien­temente de la causa, despertó en él un sentimiento de ternura. Sin que­rer, le puso la mano sobre el cabello oscuro:
—Siéntate y tómate la sopa.
Su cara, al levantar los ojos, estaba purificada e implorante. La huida del niño o el contacto de la mano de Martin habían cambiado su actitud. —Mar... Martin —sollozó—. Estoy tan avergonzada...
—Bébete el caldo.
Obedeciéndole, bebió entre suspiros entrecortados. Después de otra taza se dejó llevar por él hasta arriba, hasta su cuarto. Ahora era dócil y estaba más serena. Martin puso el camisón sobre la cama e iba a dejar el cuarto, cuando otra vez volvió la agitación del alcohol, una nueva oleada de la pena.
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—Me volvió la espalda, Andy me miró y se volvió.
Martin, a pesar de que la impaciencia y el cansancio le endurecían la voz, contestó amablemente:
—Olvidas que Andy es todavía un niño, no puede entender qué sig­nifican esas escenas.
—¿Hice una escena? Martin, ¿hice una escena delante de los niños? Su cara horrorizada le conmovió y le divirtió contra su voluntad. —Déjalo ya. Ponte el camisón y vete a dormir.
—Mi pequeño huyó de mí. Andy miró a su madre y retrocedió. Los niños...
Estaba presa en la tristeza rítmica del alcohol. Martin se fue del cuar­to diciendo:
—¡Por amor de Dios, vete a dormir! Los niños lo habrán olvidado mañana.
Mientras lo decía, pensó si sería verdad. ¿Desaparecería tan fácil­mente la escena de la memoria o echaría raíces en la inconsciencia para enconarse con los años? Martin no lo sabía y la última alternativa le ho­rrorizaba. Pensó en Emily, previó la humillación de la mañana siguiente; los trozos rotos de recuerdo, la lucidez que nace de la oscura ley de la ver­güenza. Llamaría a la oficina de Nueva York dos veces, posiblemente tres o cuatro. Martin previó su azoramiento pensando si los demás de la ofi­cina sospecharían. Creía que su secretaria había adivinado su preocupa­ción hacía tiempo y que le tenía lástima. Por un momento se rebeló con­tra su destino; odiaba a su mujer.
Una vez en el cuarto de los niños cerró la puerta y por primera vez aquella tarde se sintió seguro. Marianne se tiró al suelo y se levantó otra vez llamando:
—Papá, mírame. —Se tiró y se levantó, y continuó así el juego de ti­rarse y llamar para que la viera. Andy estaba sentado en la sillita baja mo­viéndose el diente. Martin abrió el grifo, se lavó las manos en el lavabo y llamó al niño al cuarto de baño.
—Vamos a ver otra vez ese diente.
Martin se sentó en el retrete sujetando a Andy entre las rodillas. La boca del niño estaba abierta y Martin agarró el diente. Un meneo, un ti­rón rápido y el blanco dientecito de leche estaba fuera. El rostro de Andy en el primer momento estaba entre aterrorizado, atónito y encantado. Tomó un sorbo de agua y escupió en el lavabo.
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—¡Mira, papá, es sangre! ¡Marianne!
A Martin le encantaba bañar a sus hijos. Le gustaban mucho sus cuerpos tiernos, desnudos, mientras estaban así, en el agua, inermes. No tenía razón Emily cuando decía que tenía preferencias. Mientras Martin jabonaba el cuerpo delicado de su hijo, sentía que más cariño era impo­sible. Sin embargo reconocía que su modo de querer a uno y a otra no era exactamente el mismo. El cariño por su hija era más grave, tocado de un poco de melancolía, de una dulzura que casi llegaba a pena. Sus mo­tes para el niño,eran las bobadas de la inspiración de cada día; a la niña la llamaba siempre Marianne y su voz al nombrarla era una caricia. Mar­tin secó a golpecitos la tripita gorda de la pequeña y el dulce, pequeño pliegue de la ingle. Los rostros limpios de los niños estaban radiantes como pétalos de flor, amados por igual.
—Voy a poner el diente debajo de la almohada. Me tienen que po­ner un cuarto de dólar.
—¿Y por qué?
—Tú lo sabes, papá. A Johnny le trajeron eso por su diente.
—¿Quién trae ese dinero? —preguntó Martin—. Yo creía que eran las hadas que lo dejaban por la noche. Aunque en mi tiempo eran diez centavos.
—Eso es lo que dicen en el parvulario.
—Y ¿quién lo pone?
—Los padres —dijo Andy—. Tú.
Martin estaba remetiendo la manta de la cama de Marianne. Su hija estaba ya dormida. Casi sin respirar, Martin se agachó y la besó en la frente, besó luego la manita que estaba con la palma hacia arriba, como sorprendida por el sueño junto a la cabeza.
—Buenas noches, Andy-grande.
La respuesta fue sólo un murmullo soñoliento. Al cabo de un momento, Martin sacó su portamonedas y deslizó un cuarto de dólar debajo de la almohada. Dejó la lamparita de noche encendida en la habitación.
Mientras Martin andaba por la cocina preparándose algo de comer, se dio cuenta de que los niños no habían hablado ni una sola vez de su madre, ni de la escena que les tenía que haber parecido incomprensible. Absorbidos por el momento —el diente, el baño, la moneda—, el paso
fluido de su tiempo de niños había arrastrado esos episodios ligeros como hojas en la corriente rápida de un arroyo poco profundo, mientras que el enigma adulto había quedado varado en la orilla. Martin dio gra­cias a Dios por ello.
Pero su propia ira, escondida y reprimida, se despertó otra vez. Su juventud estaba desperdiciada por una borracha; su hombría, minada su­tilmente. Y los niños, una vez pasada la inmunidad de la incompren­sión... ¿Qué pasaría dentro de un año? Con los codos sobre la mesa, co­mía los alimentos como un animal, sin saborearlos. No se podría encu­brir la verdad. Pronto habría chismorreo en la oficina y en la ciudad; su mujer era una mujer perdida. Perdida. Y él y sus hijos estaban envueltos en un futuro de degradación y ruina lenta.
Martin empujó la mesa y se fue al cuarto de estar. Siguió las líneas de un libro con los ojos, pero su mente conjuraba tristes imágenes: vio a sus hijos ahogados en un río, su mujer hecha una desgracia por la calle. A la hora de acostarse, la rabia, sorda y dura, era como un peso en su pe­cho, y arrastró los pies al subir la escalera.
El cuarto estaba oscuro, menos la rendija de luz de la puerta entrea­bierta del cuarto de baño. Martin se desnudó en silencio. Poco a poco, misteriosamente, ocurrió en él un cambio. Su mujer estaba dormida, su respiración tranquila se oía suavemente en la habitación. Los zapatos de tacón alto con las medias tiradas con descuido le llamaban en silencio. Su ropa interior estaba echada en desorden sobre la silla. Martin recogió la faja y el sostén de seda y los tuvo un momento en la mano. Por primera vez en la noche miró a su mujer. Sus ojos se posaron en la dulce frente, en el bello arco de las cejas. El arco que había heredado Marianne, con la curva al final de la nariz delicada. En su hijo podía rastrear los pómulos altos y la barbilla afilada. Emily tenía un cuerpo suave y ondulante, de pe­chos firmes. Mientras Martin contemplaba el sueño tranquilo de su mu­jer, el fantasma de la vieja ira se desvaneció. Todos los pensamientos de reproche o enfado estaban ahora lejos de él. Martin apagó la luz del cuar­to de baño y levantó la ventana. Con cuidado, para que Emily no se des­pertara, se deslizó en la cama. A la luz de la luna contempló por última vez a su mujer. Sus manos buscaron la carne inmediata y la pena igualó al deseo en la inmensa complejidad del amor.


Traducción de María Campuzano