viernes, 22 de abril de 2011

Juan L. Ortiz (Argentina, Entre Rios, 1896-1977)



Miro por la ventana la luz última
de lámparas bajo algas profundas, y quisiera
a la orilla del río estar y de los campos:
qué olas vendrán del este, tímidas y fosfóricas
con esquilas perdidas sobre vagas espumas?

de El ángel inclinado

viernes, 8 de abril de 2011

Anatoly Dneprov (Rusia,1919-1975)


Los cangrejos caminan sobre la isla - ¡Eh! ¡Vayan con cuidado! - les gritó Cookling a los marineros. Estos estaban con el agua hasta la cintura, y después de haber metido por la borda de la barca un pequeño cajón de madera, intentaban arrastrarlo a lo largo de la borda. Era el último cajón de los diez que había traído el ingeniero a la isla. - ¡Vaya calor! Es un infierno - se lamentó Cookling secándose el rollizo y rojo cuello con un pañuelo de colores. Después se quitó la camisa empapada de sudor y la echó sobre la arena -. Desnúdese, Bad, aquí no hay ninguna civilización. Yo miré melancólicamente la ligera goleta, que se mecía lentamente en las olas a unos dos kilómetros de la costa. Debería volver por nosotros al cabo de veinte días. - ¿Para qué demonios nos hemos metido con sus máquinas en este infierno solar? - le dije a Cookling cuando me quitaba la ropa -. Con este sol, mañana se podrá liar tabaco con su piel. - No importa. El sol nos hace mucha falta. A propósito, mire, ahora es exactamente mediodía y lo tenemos verticalmente sobre la cabeza. - En el ecuador siempre es así - mascullé sin apartar los ojos de la «Paloma» -, según lo describen todos los libros de geografía. Se acercaron los marineros y se pararon en silencio ante el ingeniero. Este, pausadamente, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes. - ¿Basta? - preguntó alargándoles unos cuantos. Uno de ellos asintió con la cabeza. - En este caso, están libres. Pueden regresar a la nave. Recuérdenle al capitán Gale que lo esperamos dentro de veinte días. - Manos a la obra, Bad - me dijo Cookling -. Estoy muy impaciente por empezar. Yo lo miré fijamente. - Hablando claramente, no sé para qué hemos venido aquí. Comprendo que allá en el Almirantazgo usted quizá tuviese ciertos reparos en decírmelo todo. Ahora creo que lo puede hacer. El rostro de Cookling se contrajo en una mueca y miró al suelo. - Claro que se puede... Y allá se lo habría dicho, de tener tiempo. Presentí que mentía, pero no dije nada. Mientras tanto Cookling, de pie, se frotaba el cuello rojo púrpura con la rolliza palma de la mano. Sabía que cuando él iba a mentir, siempre hacía esto. Ahora me lo confirmaba. - Vea usted, Bad, se trata de un divertido experimento para verificar la teoría de ese, cómo se llama... - se interrumpió y clavó sus ojos en los míos con mirada penetrante. - ¿De quién? - De sabio inglés... Caramba, se me ha ido de la cabeza su apellido... ¡Ah, lo recuerdo! de Charles Darwin. Me acerqué a él hasta tocarlo y le puse la mano en el hombro desnudo. - Oiga, Cookling. Usted seguramente cree que soy un idiota de remate y que no sé quién es Charles Darwin. Déjese de mentiras y dígame claramente para qué hemos desembarcado en esta parcela de arena ardiente en medio del océano. Y le ruego que no me mencione más a Darwin. Cookling soltó una carcajada, abriendo la boca y mostrando sus dientes postizos. Se separó unos cinco pasos y dijo: - Y a pesar de todo usted es un estúpido, Bad. Precisamente vamos a comprobar aquí la teoría de Darwin. - ¿Y para ello ha traído aquí diez cajones llenos de hierro? - le pregunté acercándome de nuevo a él. Me quemaba la sangre el odio hacia este gordiflón reluciente de sudor. - Sí - dijo cesando de sonreír -. Y en lo que se refiere a sus obligaciones, antes que nada tiene que abrir el cajón número uno y sacar la tienda de campaña, el agua, las conservas y los instrumentos necesarios para abrir los demás cajones. Cookling me habló como lo hizo en el polígono cuando me presentaron a él. Entonces iba de uniforme militar y yo también. - Está bien - musité entre dientes y me acerqué al cajón número uno. En dos horas levantamos allí mismo, a la orilla, la tienda de campaña. Introdujimos en ella la pala, la barra, el martillo, varios destornilladores, un punzón y otros instrumentos de herrería. Allí mismo colocamos cerca de un centenar de latas de diferentes conservas y los recipientes con agua dulce. A pesar de ser jefe, Cookling trabajaba como un buey. En verdad estaba impaciente por empezar. Trabajando no advertimos cómo la «Paloma» levó anclas y desapareció tras el horizonte. Después de cenar la emprendimos con el cajón número dos. En él había una carretilla común de dos ruedas parecida a las que se usan en los andenes de las estaciones ferroviarias para transportar el equipaje. Me acerqué al tercer cajón, pero Cookling me detuvo: - Examinemos primeramente el mapa. Tendremos que distribuir y llevar a diferentes sitios el resto de la carga. Yo lo miré con asombro. - Es necesario para el experimento - me explicó. La isla era circular, como un plato vuelto hacia abajo, con una pequeña bahía en el norte, precisamente donde desembarcamos. La bordeaba una playa de arena de unos cincuenta metros de ancho. A continuación de la franja de arena empezaba una meseta de poca altura con un matorral bajo y reseco por el calor. El diámetro de la isla no pasaba de tres kilómetros. En el mapa había unas señales con lápiz rojo: unas a lo largo de la playa, otras en el interior. - Lo que vamos a sacar ahora tenemos que distribuirlo por estos lugares - dijo Cookling. - ¿Qué es esto? ¿Instrumentos de medición? - No - dijo el ingeniero y se echó a reír. Tenía la exasperante costumbre de reírse cuando alguien ignoraba lo que él sabía. El tercer cajón pesaba terriblemente. Supuse que contenía una maciza máquina. Cuando saltaron las primeras tablas, poco me faltó para gritar de asombro. Del mismo se deslizaron y cayeron planchas y barras metálicas de diversas dimensiones y formas. El cajón estaba repleto de piezas metálicas. - ¡Como si tuviéramos que jugar al rompecabezas de cubos! - exclamé sacando los pesados lingotes: paralelepipédicos, cúbicos, circulares y esféricos. - ¡Quiá! - contestó Cookling y la emprendió con el siguiente cajón. El cajón número cuatro y todos los siguientes, hasta el noveno inclusive, estaban llenos de lo mismo: piezas metálicas. Estas piezas eran de tres clases: grises, rojas y plateadas. Sin dificultad determiné que eran de hierro, cobre y zinc. Cuando iba a emprenderla con el décimo y último cajón Cookling dijo: - Este lo abriremos cuando hayamos distribuido las piezas por la isla. Los tres días siguientes los invertimos en distribuir el metal por la isla. Las piezas las poníamos en pequeños montones. Unos, sobre la arena, otros, por indicación del ingeniero, los enterrábamos. En unos montones había barras metálicas de todas clases, en otros, sólo de una clase. Cuando terminamos con todo esto, volvimos a la tienda de campaña y nos acercamos al cajón número diez. - Ábralo, pero con cuidado - ordenó Cookling. Este cajón era mucho más ligero que los otros y de menor dimensión. En él había serrín bien apisonado y, en medio, un paquete envuelto en fieltro y en papel encerado. Desenvolvimos el paquete. Lo que apareció ante nosotros era un aparato de forma rara. A primera vista parecía un gran juguete metálico para niños, semejante a un cangrejo de mar. Sin embargo esto no era un cangrejo común y corriente. Además de las seis patas articuladas, llevaba delante dos pares más de finos brazos-tentáculos, cuyos extremos estaban escondidos en el entreabierto «hocico» del horroroso animal. En una concavidad del dorso del cangrejo brillaba un pequeño espejo parabólico de metal pulido con un cristal rojo oscuro en el centro. A diferencia de los cangrejos, éste tenía dos pares de ojos, uno delante y otro detrás. Durante largo rato estuve mirando perplejo este bicho. - ¿Le gusta? - me preguntó Cookling después de un largo silencio. Yo me encogí de hombros. - Parece que en realidad no hemos venido aquí más que a jugar con rompecabezas de cubos y juguetes de niños. - Esto es un juguete peligroso - pronunció con presunción Cookling -. Ahora lo va a ver. Levántelo y póngalo en la arena. El cangrejo resultó ligero, de no más de tres kilogramos. En la arena se mantuvo con bastante estabilidad. - Bueno, ¿y qué más? - le pregunté irónicamente al ingeniero. - Esperemos un poco, que se caliente. Nos sentamos en la arena y nos pusimos a observar el monstruo metálico. Al cabo de unos dos minutos observé que el espejito de la espalda giraba lentamente hacia el sol. - ¡Oh, parece que se anima! - exclamé y me levanté. Cuando me puse de pie, mi sombra cayó casualmente en el mecanismo y el cangrejo, de súbito, empezó a caminar con sus patas y salió otra vez al sol. De lo inesperado que fue, di un enorme brinco echándome a un lado. - ¡Vaya con el juguete! - rió a carcajadas Cookling -. ¿Qué, se ha asustado? Yo me sequé el sudor de la frente. - Dígame, por favor, Cookling, ¿qué vamos a hacer aquí? ¿Para qué hemos venido? Cookling también se levantó y acercándoseme dijo ya seriamente: - A comprobar la teoría de Darwin. - Pero, si eso es una teoría biológica, teoría de la selección natural, de la evolución, etc... - musité. - Precisamente. A propósito, mire, nuestro héroe va a beber agua. Yo estaba anonadado. El juguete se acercó a la orilla y dejando caer una pequeña trampa absorbía agua. Una vez saciado, volvió otra vez al sol y se quedó inmóvil. Miré esta pequeña máquina y sentí una mezcla de repugnancia y miedo hacia ella. Por un instante me pareció que el torpe cangrejo recordaba en algo al mismo Cookling. Después de cierta pausa le pregunté al ingeniero: - ¿Esto lo ha inventado usted? - Ajá - casi mugió asintiendo, y se echó en la arena. Yo también me eché y, callado, clavé la mirada en el extraño aparato, que parecía inanimado. Me arrastré de bruces hacia el aparato y empecé a observarlo. El dorso del cangrejo era la superficie de un semicilindro de bases planas, por delante y por detrás. En cada una de estas había dos agujeros de lejano parecido con los ojos. Esta impresión la acentuaba el brillo de unos cristales que había en el interior del cuerpo. Debajo del cuerpo se veía una plataforma plana: la panza. Un poco más arriba del nivel de la plataforma, y del interior del cuerpo, salían tres pares grandes y dos pares pequeños de tentáculos con pinzas. El interior del cangrejo no se podía ver. Mirando este juguete, yo intentaba comprender por qué el Almirantazgo le concedía tanta importancia, hasta el extremo de equipar una nave especial para su traslado a la isla. Cookling y yo seguimos echados en la arena hasta que el sol hubo bajado tanto en el horizonte que la sombra de los arbustos que crecían a lo lejos llegó a cubrir un poco el cangrejo metálico. En cuanto esto sucedió, éste empezó a moverse ligeramente y de nuevo se puso al sol. Pero la sombra lo alcanzó allí también. Entonces el cangrejo se arrastró a lo largo de la costa, acercándose cada vez más agua, que aún seguía iluminada por el sol. Parecía que el calor de los rayos solares le era Imprescindible. Nosotros nos levantamos y lentamente fuimos tras la máquina. Así, poco a poco, fuimos dando la vuelta a la isla hasta que aparecimos en la parte occidental de la misma. Aquí, junto a la orilla, había uno de los montones de barras metálicas. Cuando el cangrejo se halló a unos diez metros del montón, de súbito, y olvidándose del sol, se lanzó precipitadamente hacia aquél y se quedó inmóvil junto a una de las barras de cobre. Cookling me dio en el brazo y dijo: - Ahora vamos a la tienda de campaña. Lo interesante será mañana por la mañana. En la tienda de campaña cenamos callados y nos envolvimos cada uno en una ligera manta de franela. Me pareció que Cookling estaba satisfecho de que yo no le hiciera preguntas. Antes de dormirme oí que se volvía de un costado a otro, y a veces se reía. El sabía algo que nadie conocía. Al día siguiente, por la mañana temprano, fui a bañarme. El agua estaba templada y nadé largo rato en el mar, contemplando cómo en el oriente, sobre la llanura de agua apenas alterada por las olas, se encendía la purpúrea aurora. Cuando volví a nuestro refugio y entré en la tienda, el ingeniero militar ya no estaba allí. «Se habrá marchado a contemplar a su monstruo mecánico», pensé y abrí una lata de piña. No bien me hube comido tres trocitos, cuando se oyó a lo lejos, débilmente al principio, y después cada vez más potente, la voz del ingeniero: - ¡Teniente, venga corriendo! ¡De prisa! ¡Ha empezado! ¡Corra aquí! Salí de la tienda y vi a Cookling que, de pie, entre las matas, agitaba la mano. - ¡Vamos! - me dijo resollando como una locomotora -. Vamos de prisa. - ¿Adónde, ingeniero? - Adonde dejamos ayer a nuestro buen mozo. El sol ya estaba bastante alto cuando llegamos al montón de las barras metálicas. Estas resplandecían vivamente y al principio no pude percibir nada. Sólo cuando no faltaban más de dos pasos para llegar junto al montón, percibí hilitos finos de humo azulado que se elevaban, Y después... Me detuve corno paralizado. Me restregué los ojos, pero la visión no desapareció. Junto al montón de metal había dos cangrejos exactamente iguales al que sacamos el día anterior del cajón. - ¿Será posible que uno de ellos estuviese enterrado en la chatarra metálica? - exclamé. Cookling se puso varias veces en cuclillas y se rió frotándose las manos. - ¡Deje ya de una vez de hacerse el idiota! - le grité -. ¿De dónde ha surgido el segundo cangrejo? - ¡Ha nacido! ¡Ha nacido esta noche! Yo me mordí el labio y sin decir palabra me acerqué a los cangrejos de cuyos dorsos se elevaban finos hilos de humo. Al Principio me pareció que tenía alucinaciones: ¡los dos cangrejos trabajaban con celo! Sí, trabajaban, así como se dice, eligiendo el material con movimientos rápidos de sus finos tentáculos anteriores. Los tentáculos anteriores tocaban las barras metálicas Y, creando en sus superficies un arco voltaico, como en la soldadura eléctrica, fundían trozos de metal. Los cangrejos se metían el metal en sus anchas bocas. En el interior de estos bichos metálicos ronroneaba algo. A veces salía crepitando de las fauces un haz de chispas, después, el segundo par de tentáculos sacaba del interior las piezas elaboradas. Estas piezas, en determinado orden, se montaban en la pequeña plataforma que iba saliendo poco a poco por debajo del cangrejo. En la plataforma de uno de los cangrejos ya estaba casi montada la copia acabada del tercer cangrejo, mientras que en la del segundo cangrejo apenas empezaban a perfilarse los contornos del mecanismo. Estaba terriblemente asombrado ante lo que veía. - ¡Pero si estos bichos construyen otros semejantes a sí mismos! - exclamé. - Exactamente. El único objetivo de esta máquina es construir otras semejantes - dijo Cookling. - Pero, ¿es posible eso? - pregunté sin poder comprender ya nada. - ¿Por qué no? Cualquier máquina, por ejemplo el torno, puede elaborar piezas para otro torno igual que él. Y se me ha ocurrido hacer una máquina-autómata que pueda reconstruirse desde el principio hasta el fin. El modelo de esta máquina es mi cangrejo. Yo me quedé pensativo, procurando comprender lo que me había dicho el ingeniero. En este momento, las fauces del primer cangrejo se abrieron y de allí se deslizó una cinta metálica ancha. Esta cinta envolvió todo el mecanismo montado en la plataforma, formando de tal manera el dorso del tercer autómata. Cuando el dorso estuvo montado, las rápidas patas anteriores soldaron las paredes anterior y posterior con los orificios y el nuevo cangrejo ya estaba listo. Como en sus hermanos, en una oquedad de la espalda brillaba el espejo metálico con el cristal rojo en el centro. El cangrejo productor retiró la plataforma bajo la panza y su «hijo» se plantó con sus patas en la arena. Yo noté que el espejo del dorso empezó a girar lentamente en busca del sol. Un poco después, el cangrejo se fue a la orilla y sació su sed. Luego se puso al sol, inmóvil, a calentarse. Pensé que todo era un sueño. Estaba yo observando al recién nacido cuando Cookling dijo: - Ya está listo el cuarto. Torné la cabeza y vi que «había nacido» el cuarto cangrejo. Mientras tanto, los dos primeros seguían como si tal cosa en el montón de metal, cortándolo y tragándoselo, repitiendo lo que ya habían hecho antes. El cuarto cangrejo también fue a beber agua. - ¿Para qué demonios beben agua? - pregunté. - Para cargar de electrólitos el acumulador. Mientras alumbra el sol, su energía se transforma en electricidad mediante el espejo del dorso y la batería de silicio. Con esta energía basta para el trabajo del día y para recargar el acumulador. De noche el autómata se alimenta de la energía almacenada en el acumulador durante el día. - Entonces, ¿estos bichos trabajan día y noche? - Sí, día y noche, sin descansar. El tercer cangrejo empezó a agitarse y también se arrastró al montón de metal. Trabajaban ya tres autómatas, mientras el cuarto se cargaba de energía solar. - Pero si no hay material para las baterías de silicio en estos montones de metal... - le objeté procurando llegar a comprender la tecnología de esta monstruosa autoproducción de mecanismos. - Ni falta que hace. Aquí hay cuanto se quiera - Cookling lanzó torpemente con el pie un poco de arena -. La arena es un óxido de silicio. En el interior del cangrejo, debido a la acción del arco eléctrico, se consigue obtener silicio puro. Regresamos por la tarde a la tienda de campaña, cuando en el montón del metal ya estaban trabajando seis autómatas y dos se calentaban al sol. - ¿Para qué todo esto? - le pregunté a Cookling durante la cena. - Para la guerra. Estos cangrejos son una horrible arma de sabotaje - me dijo sinceramente. - No comprendo, ingeniero. Cookling terminó de masticar el estofado y, sin prisa explicó: - Figúrese usted qué ocurriría si estos aparatos se dejasen subrepticiamente en territorio enemigo. - Bueno, ¿y qué? - pregunté dejando de comer. - ¿Sabe usted lo que es progresión? - Supongamos que lo sé. - Nosotros empezamos ayer con un cangrejo, ahora ya hay ocho. Mañana habrá sesenta y cuatro, pasado mañana, quinientos doce, y así sucesivamente. Dentro de diez días habrá más de diez millones. Para ello hacen falta treinta mil toneladas de metal. Al oír estas cifras quedé mudo de asombro - Sí, pero... - Estos cangrejos en un corto espacio de tiempo pueden comerse todo el metal del enemigo, todos sus carros blindados, cañones, aviones, etc. Todas las máquinas, mecanismos, instalaciones. Todo el metal de su territorio. Al cabo de un mes no queda ni un gramo de metal en toda la esfera terrestre. Todo el metal se invierte en la producción de estos cangrejos. Tenga en cuenta que, durante la guerra, el metal es el material estratégico más importante. - ¡Ahora comprendo por qué el Almirantazgo está tan interesado en su juguete!... - murmuré. - Exactamente. Pero éste es solamente el primer modelo. Quiero simplificarlo considerablemente y con ello acelerar el proceso de reproducción de autómatas. Acelerarlo, digamos, en dos o tres veces. Hacer una construcción más estable y rígida. Hacerlos más móviles. Elevar la sensibilidad de los localizadores del metal. Entonces, durante la guerra, mis autómatas serán peor que la peste. Quiero que el enemigo pierda todo el potencial metálico en dos o tres días. - Bien, pero cuando estos autómatas se traguen todo el metal del territorio enemigo, ¡se arrastrarán hacia nuestro propio territorio! - exclamé. - Esto ya es otra cuestión. El trabajo de los autómatas se puede codificar y, sabiendo la clave, interrumpirlo en cuanto aparezcan en nuestro territorio. A propósito, de esta manera se pueden traer a nuestro territorio todas las reservas de metal del enemigo. ...Esa noche yo tuve unos sueños horribles. Avanzaban arrastrándose hacia mí legiones de cangrejos metálicos, haciendo ruido con sus tentáculos y con finas columnas de humo azul elevándose de sus cuerpos. Los autómatas del ingeniero Cookling, al cabo de cuatro días, poblaron toda la isla. De creer en sus cálculos, había más de cuatro mil. Sus cuerpos relucientes al sol se veían por doquier. Cuando se terminaba el metal de un montón, empezaban a buscar por la isla y encontraban nuevos montones. Al quinto día, ante la puesta del sol, fui testigo de una horrorosa escena: dos cangrejos riñeron por un trozo de cinc. Esto fue en la parte sur de la isla, donde habíamos enterrado unas cuantas barras de cinc. Los cangrejos, que trabajaban en distintos lugares, iban periódicamente allí para elaborar la pieza de cinc correspondiente. Y ocurrió que acudieron al hoyo de cinc al mismo tiempo unas dos docenas de cangrejos y empezó un verdadero tumulto. Los mecanismos se arremetían mutuamente. Sobre todos se destacó un cangrejo más ágil que los otros y, según me pareció, más agresivo y fuerte. Empujando a sus hermanos y arrastrándose por encima de ellos, intentaba coger del fondo del hoyo un trozo de metal. Cuando ya había alcanzado la meta, otro cangrejo se agarró del mismo trozo con sus pinzas. Ambos mecanismos tiraban para su lado. El que, según me pareció, era más ágil, le arrancó por fin el trozo a su adversario; sin embargo éste no se avino a ceder su trofeo y, corriendo detrás del otro, se sentó encima y le metió sus finos tentáculos en la boca. Los tentáculos del primero y del segundo autómatas se enredaron y con descomunal fuerza empezaron a destrozarse. Ningún mecanismo de alrededor prestó atención a aquello. Sin embargo, entre estos dos se libró una lucha a muerte. Vi que el cangrejo que estaba encima de repente cayó de espaldas y la plataforma de hierro se deslizó hacia abajo dejando al descubierto las entrañas. En este momento su enemigo empezó a cortarle el cuerpo con el arco eléctrico. Cuando el cuerpo de la víctima se deshizo en partes, el vencedor empezó a arrancarle las palancas, piñones, conductores y a metérselos rápidamente en la boca. A medida que las piezas conseguidas de esta manera iban a parar al interior del rapiñador, su plataforma empezó a desplazarse rápidamente hacia adelante, realizándose en ella un febril montaje de un nuevo mecanismo. Unos minutos después se deslizó de la plataforma a la arena el nuevo cangrejo. Cuando le relaté a Cookling todo lo que había visto. éste se limitó a soltar su risita. - Esto es precisamente lo que hace falta - dijo. - ¿Para qué? - Ya le he dicho que quiero perfeccionar mis autómatas. - Bueno, ¿y qué? Coja los planos y piense cómo rehacerlos. ¿Para qué esta guerra civil? Así, van a comerse unos a otros. - ¡Eso es! Y sobrevivirán los más perfectos. Después de pensarlo objeté: - ¿Qué quiere decir con los más perfectos? Si todos son iguales. Según tengo entendido, se reproducen a sí mismos. - ¿Qué piensa usted? ¿Que se puede elaborar una copia absolutamente igual al original? Usted, seguramente debe saber que incluso en la producción de bolas para los cojinetes no se pueden hacer dos bolas exactamente iguales. Sin embargo, allí es más fácil de conseguirlo. Aquí el autómata productor tiene un sistema comparador, el cual compara la copia a hacer con su propia construcción. ¿Usted se figura qué va a resultar si cada copia siguiente se elabora según la copia anterior y no según el original? Al fin y al cabo puede resultar un mecanismo distinto del original. - Pero si no se parece al original, no cumplirá su función fundamental de reproducirse - le repuse. - Bueno, ¿y qué? de su cadáver otro autómata hará copias más acertadas. Las copias acertadas serán precisamente aquellas en que, de manera estrictamente casual, se acumulen las particularidades constructivas que las hagan más vitales. Así deben surgir las copias más fuertes, más rápidas y más simples. He aquí por qué no pienso romperme la cabeza con los planos. Sólo me queda esperar a que los autómatas se traguen todo el metal y empiecen la guerra entre ellos, tragándose mutuamente y reproduciéndose. Así surgirán los autómatas que me hacen falta. Esa noche estuve largo rato sentado en la arena ante la tienda, mirando al mar y fumando. ¿Será posible que Cookling realmente haya acometido una empresa de graves consecuencias para la humanidad? ¿Será posible que en esta pequeña isla perdida en el océano hayamos cultivado una terrible peste capaz de tragarse todo el metal de la esfera terrestre? Mientras yo estaba sentado pensando en todo este pasaron junto a mí varios bichos metálicos. Caminaban sin cesar de trabajar incansablemente con el chirriar de los mecanismos. Uno de los cangrejos tropezó conmigo, y yo, con repugnancia le di un puntapié. El cangrejo volcó y quedó impotente panza arriba. Casi instantáneamente se lanzaron sobre él otros dos cangrejos, y en la oscuridad relucieron cegadoras chispas eléctricas. ¡Al infeliz lo cortaban en trozos eléctricamente! Para mí aquello era el colmo. Me dirigí rápidamente a la tienda de campaña y saqué una barra del cajón. Cookling ya estaba roncando. Me acerqué cautelosamente al grupo de cangrejos y con todas mis fuerzas le di con la barra a uno de ellos. No sé por qué me había figurado que esto espantaría a los demás pero no ocurrió nada parecido. Sobre el cangrejo que yo había destrozado se lanzaron otros, y de nuevo refulgieron las chispas. Yo repartí unos cuantos golpes más, pero eso sólo aumentó la cantidad de chispas eléctricas. Del interior de la isla acudieron unos cuantos bichos más. En la oscuridad sólo veía los contornos de los mecanismos y en este tumulto me pareció que uno de ellos era de dimensiones particularmente grandes. Lo hice mi blanco. Sin embargo, cuando mi barra tocó su espalda, di un grito y salté a un lado: ¡había recibido una descarga eléctrica a través de la barra! El cuerpo de este bicho no sé de qué manera tenía un potencial eléctrico. «Protección originada por la evolución», cruzó por mi mente. Con el cuerpo temblando me acerqué al ruidoso grupo de mecanismos para recobrar mi barra. ¡Eso era lo que yo pensaba! En la oscuridad, a la luz irregular de muchos arcos eléctricos, vi como cortaban en partes mi barra. El que con más porfía lo hacía era el autómata más grande, el que yo quería destruir. Regresé a la tienda de campana y me eché en la cama. Durante cierto tiempo logré caer en un pesado sueño. Esto, al parecer, no duró mucho. El despertar fue repentino: sentía que por mi cuerpo se arrastraba algo frío y pesado. Me levanté de un salto. El cangrejo (en el primer momento no había caído en ello) desapareció en el interior de la tienda. Al cabo de unos segundos vi una deslumbrante chispa eléctrica. El maldito cangrejo había venido adonde estábamos nosotros en busca de metal. Su electrodo estaba cortando la lata de agua dulce. Sacudiendo rápidamente a Cookling lo desperté, y le expliqué desconcertadamente el caso. - ¡Todas las latas al mar! ¡Las provisiones y el agua al mar!- ordenó. Empezamos a transportar las latas al mar y a colocarlas en el fondo arenoso donde el agua nos llegaba a la cintura. Allá llevamos también todos nuestros instrumentos. Empapados y sin fuerzas, permanecimos sentados a la orilla, sin dormir hasta el amanecer. Cookling resollaba con dificultad, y yo, para mis adentros, me alegré de que a él le hubiese tocado sufrir las consecuencias de su empresa. En aquel momento yo lo odiaba y le deseaba con ansia un castigo mayor. No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde que llegamos a la isla, sólo sé que un magnífico día Cookling declaró solemnemente: - Lo más interesante empieza ahora. Todo el metal se ha consumido. Efectivamente, recorrimos todos los sitios donde antes estaba el material metálico y allí no quedaba nada. A lo largo de la costa y entre los matorrales se veían los hoyos vacíos. Los cubos, lingotes y barras metálicas se habían convertido en mecanismos que en gran cantidad corrían de un lado a otro de la isla. Sus movimientos ya eran rápidos e impetuosos; los acumuladores estaban cargados a más no poder, y ya no gastaban energía en el trabajo. Estúpidamente corrían buscando por la costa, se arrastraban entre los matorrales de la meseta, chocaban unos con otros y, frecuentemente, con nosotros. Observándolos me convencí de que Cookling tenía razón. Los cangrejos efectivamente eran diferentes. Se diferenciaban por sus dimensiones, por la magnitud de las pinzas, por el volumen de su boca-taller. Unos eran más ágiles, otros menos. Por lo visto había grandes diferencias en el mecanismo interno. - Bueno, pues - dijo Cookling - ya es hora de que empiecen a luchar. - ¿Lo dice en serio? - le pregunté. - Claro. Para ello es suficiente darles a probar un trozo de cobalto. El mecanismo está construido de tal manera que si se introduce en él aunque sea una cantidad insignificante de este metal, aplasta, si se puede decir así, el respeto mutuo. A la mañana siguiente Cookling y yo nos dirigimos a nuestro «almacén marino». Del fondo sacamos la correspondiente porción de conservas, agua y cuatro barras grises y pesadas de cobalto, reservadas especialmente por el ingeniero para la etapa decisiva del experimento. Cuando Cookling salió a la playa, llevando en alto las barras de cobalto, lo rodearon inmediatamente varios cangrejos. Estos no pasaban el límite de la sombra del ingeniero, pero se notaba que la aparición del nuevo metal los había intranquilizado. Yo estaba a unos pasos del ingeniero y observaba con asombro cómo algunos mecanismos intentaban torpemente saltar. - ¡Vea usted qué variedad de movimientos! Cómo no se parecen unos a otros. Y en esta guerra civil a que los vamos a obligar, van a sobrevivir los más fuertes y aptos. Estos darán una generación más perfecta. Con estas palabras, Cookling lanzó uno tras otro los trozos de cobalto hacia los arbustos. Lo que siguió a ello es difícil de describir. Sobre el metal cayeron al mismo tiempo varios mecanismos y, empujándose mutuamente, empezaron a cortarlos eléctricamente. Otros se agolpaban inútilmente detrás, intentando atrapar un trozo de metal. Varios se encaramaron sobre las espaldas de sus compañeros y se arrastraron intentando llegar al centro. - ¡Mire, ahí tiene la primera batalla! - exclamó alegremente el ingeniero militar, aplaudiendo. Al cabo de unos minutos, el lugar adonde había echado Cookling las barras metálicas se convirtió en arena de una horrible batalla, hacia la cual acudían corriendo nuevos y nuevos autómatas. A medida que las partes cortadas de los mecanismos y el cobalto iban a parar a las tragaderas de nuevas y nuevas máquinas, éstas se iban transformando en salvajes e intrépidas fieras e inmediatamente se arrojaban sobre sus «parientes». En la primera fase de esta batalla, los atacantes fueron los que habían probado el cobalto. Estos cortaban en partes a los autómatas que acudieron de todas partes con la esperanza de adquirir el metal necesario. Sin embargo, a medida que el cobalto lo probaban más y más cangrejos, la batalla se hacía más feroz. En este momento empezaron a tomar parte en el juego los recién «nacidos», creados en esta reyerta. ¡Era una generación de autómatas asombrosa! Eran de menor tamaño y poseían una velocidad colosal. Me asombró que no necesitasen cargar el acumulador. Les era suficiente la energía solar captada por los espejos del dorso, mucho mayores que los corrientes. Su acometividad era sorprendente. Atacaban al mismo tiempo a varios cangrejos y cortaban a dos o tres a la vez. Cookling estaba de pie en el agua y su fisonomía expresaba una satisfacción sin límites. Se frotaba las manos y profería: - ¡Bien, muy bien! ¡Me figuro lo que viene detrás! En lo que se refiere a mí, miraba esta lucha de mecanismos con gran repugnancia y horror. ¿Qué va surgir como resultado de esta lucha? Hacia el mediodía, la zona de la playa junto a nuestra tienda de campaña se había convertido en un enorme campo de batalla. Aquí habían acudido los autómatas de toda la isla. La guerra transcurría en silencio, sin gritos ni gemidos, sin estruendos ni estampidos de cañones. El chisporroteo de los numerosos electrodos, zumbido y chirrido de los cuerpos metálicos de las máquinas acompañaban a esta matanza descomunal. La mayor parte de la generación que había surgido entonces era de poca estatura y muy ágil, pero ya empezaban a surgir nuevas especies de autómatas. Estos superaban considerablemente a los demás, por sus dimensiones. Sus movimientos eran lentos, pero se percibía una gran fuerza en ellos, y se defendían con éxito de los autómatas enanos. Cuando el sol empezó a declinar, en los movimientos de los mecanismos pequeños se inició de repente un brusco cambio: todos se agruparon en la parte occidental y empezaron a moverse con más lentitud. - ¡Caramba, toda esta compañía está sentenciada! - dijo Cookling con voz ronca -. ¡Pero si no tienen acumuladores! En cuanto se ponga el sol, sucumbirán. Efectivamente, en cuanto la sombra de los arbustos se alargó lo suficiente para cubrir la gran multitud de los pequeños autómatas, se quedaron inmóviles en el acto. Ya no era un ejército de pequeños rapiñadores agresivos, sino un enorme almacén de trastos metálicos. Sin apresurarse se acercaron a ellos los enormes cangrejos, de más de medio metro de altura, y empezaron a tragárselos uno tras otro. En las plataformas de los gigantes se vislumbraban los contemos de una generación de dimensiones todavía mayores. Cookling frunció el ceño. Estaba claro que esa evolución no le sentaba bien. Lentos cangrejos autómatas de gran tamaño eran un instrumento muy deficiente para el sabotaje en la retaguardia enemiga. Mientras los cangrejos gigantes deshacían a la pequeña generación, en la playa se restableció temporalmente la tranquilidad. Salí del agua y me siguió, callado, el ingeniero. Fuimos a la parte oriental de la isla para descansar un poco. Yo estaba muy cansado y me dormí casi inmediatamente de echarme cuan largo era en la calentita y blanda arena. A media noche me despertó un grito escalofriante. Cuando me puse en pie de un salto, no vi nada más que la franja gris de la playa arenosa y el mar que se unía al cielo negro sembrado de estrellas. El grito se repitió por el lado de los matorrales, pero más débil. Sólo entonces me di cuenta de que Cookling no estaba a mi lado. Eché a correr hacia donde me parecía haber oído su voz. El mar, como siempre, estaba muy tranquilo, y las pequeñas olas solamente de tarde en tarde, con un chapoteo apenas perceptible, se deslizaban por la arena. Sin embargo me pareció que la superficie del mar en donde habíamos dejado en el fondo las reservas de víveres y los recipientes de agua dulce, se agitaba. Algo se chapuzaba y chapoteaba allí. Decidí que allí estaba Cookling ocupado en algo. - Señor ingeniero, ¿qué hace ahí? - grité, acercándome a nuestro almacén submarino. - ¡Yo estoy aquí! - oí inesperadamente que la voz venía de la derecha. - ¡Dios mío!, ¿dónde está usted? - Aquí - oí de nuevo la voz del ingeniero -. Estoy en el agua hasta el cuello, venga aquí. Me metí en el agua y tropecé con algo duro. Era un enorme cangrejo que se había adentrado bastante en el agua y estaba de pie en sus largas patas. - ¿Por qué se ha metido tan adentro? ¿Qué hace ahí? - le pregunté. - Me perseguían y me han obligado a meterme aquí - chilló lastimosamente el gordiflón. - ¿Lo perseguían? ¿Quiénes? - Los cangrejos. - ¡No puede ser! Pero si a mí no me persiguen. De nuevo tropecé en el agua con un autómata, di un pequeño rodeo evitándolo y por fin me puse junto al ingeniero. Efectivamente estaba con el agua al cuello. - Dígame qué ha pasado. - Ni yo mismo lo entiendo - pronunció con voz temblorosa -. Cuando estaba durmiendo, uno de los autómatas, inesperadamente, me atacó. Yo creía que había sido una casualidad, y me aparté, pero de nuevo empezó a acercarse y me tocó la cara con su pinza... Entonces me levanté y aparté a un lado. El detrás... Eché a correr... El cangrejo, detrás. Se le unió otro... después otro... Un pelotón... Y me han acorralado aquí... - Es raro. Hasta ahora no ha habido nada parecido - dije -. En todo caso, si como resultado de la evolución se les ha elaborado el instinto antihumano, no me perdonarían a mí. - No sé - gimió Cookling -. Pero temo salir a la orilla... - Tonterías - le dije cogiéndolo de la mano -. Vamos hacia oriente paralelamente a la costa. Yo lo defenderé. - ¿Cómo? - Ahora nos acercamos al almacén y yo cojo cualquier objeto pesado, por ejemplo, un martillo... - ¡Guárdese de que sea metálico! - gimió el ingeniero -. Es mejor que coja una tabla de un cajón o algo de madera. Nos deslizamos lentamente a lo largo de la costa. Cuando llegamos al almacén, dejé al ingeniero solo y me acerqué a la orilla. Se oía un gran chapoteo en el agua y el conocido chirriar de los mecanismos. Los bichos metálicos habían despachurrado las latas de conserva. Habían alcanzado nuestro almacén submarino. - ¡Cookling, estamos perdidos! - grité -. Se han tragado todas nuestras latas de conserva. - ¿Sí? - pronunció lastimosamente -. ¿Qué vamos a hacer ahora? - Eso corre de su cuenta. Toda la culpa la tiene su necia empresa. Usted ha sacado el tipo de arma de sabotaje que le gusta. Ahora deshaga el entuerto. Yo di la vuelta rodeando a los autómatas y salí a la playa. Allí, en la oscuridad, arrastrándome entre los cangrejos, recogí, palpando por la arena, trozos de carne, piñas en conserva, manzanas y algunos otros manjares, y los trasladé a la meseta arenosa. A juzgar por la cantidad que había desparramada por la playa, estos bichos habían trabajado de lo lindo mientras dormíamos. No encontré ni una lata entera. Mientras estaba ocupado en recoger los restos de nuestras provisiones, Cookling estaba a unos veinte pasos de la orilla, metido en el agua hasta el cuello. Estaba tan ocupado en recoger los restos, y tan disgustado, que me olvidé de su existencia. Sin embargo, pronto me lo recordó con un agudo grito. - ¡Dios mío, Bad, ayúdeme, se me acercan! Me eché al agua y, tropezando con los monstruos metálicos, me dirigí hacia donde estaba Cookling. Y allí, a unos cinco pasos de él, tropecé con un cangrejo. El cangrejo no me hizo el más mínimo caso. - ¡Vaya diablos!, ¿por qué lo odian tanto a usted? ¡Si usted, como quien dice, es su progenitor! - No sé - con estertores y medio ahogándose, gimió el ingeniero -. Haga algo, Bad, para ahuyentarlos. Si sale un cangrejo más alto que éste, estoy perdido... - Vaya, hombre, con la evolución. A propósito, ¿qué lugar de estos cangrejos es el más vulnerable? ¿Cómo se les puede estropear el mecanismo? - Antes había que romperles el espejo parabólico o sacarles el acumulador del interior. Ahora no sé... Aquí hace falta una investigación especial... - ¡Maldito sea usted con sus investigaciones! - dije entre dientes y agarré el delgado brazo anterior del cangrejo extendido hacia la cara del ingeniero. El autómata reculó. Le cogí el segundo brazo y también se lo doblé. Estos tentáculos se doblaron fácilmente, como un hilo de cobre. Claramente se notó que al bicho metálico no le gustó esta operación y empezó lentamente a salir del agua. El ingeniero y yo nos fuimos a lo largo de la costa. Cuando salió el sol, todos los autómatas salieron del agua y durante cierto tiempo se calentaron. Durante este tiempo pude romper a pedradas los espejos parabólicos del dorso de lo menos cincuenta monstruos. Todos dejaron de moverse. Pero, por desgracia, esto no mejoró la situación: fueron víctimas de los otros con asombrosa velocidad, y empezaron a salir nuevos autómatas. Romper las baterías de silicio del dorso de todas las máquinas era superior a mis fuerzas. Varias veces tropecé con autómatas bajo potencial eléctrico, lo cual debilitó mi decisión de luchar contra ellos. Todo este tiempo Cookling seguía en el mar. Muy pronto se enardeció de nuevo la lucha entre los monstruos y parecía que se habían olvidado por completo del ingeniero. Dejamos el campo de batalla y nos trasladamos al lado opuesto de la isla. El ingeniero estaba tan aterido de frío de las largas horas de baño de mar que, dando diente con diente, se echó de bruces y me pidió que le cubriese de arena caliente. Después regresé a nuestro primitivo refugio para coger la ropa y lo que quedaba de nuestros víveres. Sólo entonces observé que la tienda de campaña estaba destrozada: habían desaparecido las estacas de hierro clavadas en la arena y los anillos metálicos con que se fijaba la tienda a las cuerdas. Debajo de la lona encontré la ropa de Cookling y la mía. Allí también se podían observar huellas del trabajo de los cangrejos buscando metal. Habían desaparecido los ganchos, botones y hebillas de metal. En su lugar se veían huellas de tela quemada. Mientras tanto, la batalla de los autómatas se había trasladado de la orilla al interior de la isla. Cuando subí a la meseta, vi que casi en el centro de la isla, entre los arbustos, se elevaban unos cuantos monstruos, casi de la altura de un hombre: patas con pinzas. Por parejas se separaban a diferentes lados y después se embestían a gran velocidad. Al chocar, se oían sonoros golpes metálicos. En los lentos movimientos de estos gigantes se sentía una enorme fuerza y gran peso. Ante mis ojos se derribaron varios mecanismos, algunos de ellos fueron destrozados inmediatamente. Pero ya estaba hasta la coronilla de estos cuadros de batalla entre las locas máquinas; por ello, cargando con todo lo que había conseguido recoger de nuestro antiguo refugio, me marché lentamente adonde estaba Cookling. El sol quemaba sin compasión y antes de llegar al lugar donde había enterrado en la arena al ingeniero, me metí varias veces en el agua. Ya me acercaba al montículo de arena bajo el cual estaba Cookling durmiendo sin fuerzas, después de los baños nocturnos, cuando del lado de la meseta apareció de entre los arbustos un enorme cangrejo. Era de mayor estatura que yo, y sus patas eran altas y macizas. Se desplazaba a saltos irregulares, encorvando de manera extraña su cuerpo. Los tentáculos anteriores, de trabajo, eran enormemente largos y se arrastraban por la arena. La boca-taller estaba hipertrofiada de manera excepcional, la cual representaba casi la mitad del cuerpo. El «ictosauro», así lo bauticé, descendía torpemente hacia la orilla y volvía el cuerpo hacia todos lados, como si reconociese el terreno. Maquinalmente agité en su dirección la lona de la tienda, como se hace cuando se quiere espantar a un animal que se haya interpuesto en el camino. No me hizo ni el menor caso, y de manera extraña, desplazándose de lado y describiendo un gran arco, empezó a acercarse al montículo de arena donde dormía Cookling. Si yo hubiese supuesto que el monstruo se dirigía contra el ingeniero, habría acudido enseguida en su ayuda. Pero la trayectoria que seguía el mecanismo era tan indeterminada que al principio creía que se dirigía hacia el mar: y solamente cuando tocó el agua con los tentáculos y de repente se volvió y se fue rápidamente hacia el ingeniero, tiré la carga a un lado y corrí hacia allí. El «ictiosauro» se paró junto a Cookling y se agachó un poco. Observé que los extremos de los largos tentáculos se movieron en la arena frente a la cara del ingeniero. A renglón seguido, donde había habido un montículo se elevó una nube de arena. Era Cookling que, como picado por una avispa, se había puesto en pie de un salto y lleno de pánico intentaba huir del monstruo. Pero era ya tarde... Los finos tentáculos rodearon fuertemente el gordo cuello del ingeniero y tirando hacia arriba se lo llevaron a la boca del mecanismo. Cookling quedó impotente en el aire, agitando los brazos y las piernas. Aunque yo odiaba al ingeniero con toda mi alma, no podía permitir que muriese en lucha con un bicho metálico cualquiera. Sin pensarlo un segundo me cogí a las altas patas del cangrejo y tiré de ellas con todas mis fuerzas: pero esto era lo mismo que derribar un tubo de acero profundamente clavado en el suelo. El «ictiosauro» ni se movió. Me subí a pulso a su espalda. Por un momento mi cara estuvo a la altura de la desfigurada faz de Cookling. «los dientes», me cruzó por la mente ¡Cookling tenía dientes de acero!... Con todas las fuerzas de mi puño le di al espejo parabólico que brillaba al sol. El cangrejo giró sobre el mismo lugar. La cara azulada de Cookling con los ojos saltándosela de las órbitas estaba a la altura de la boca-taller. En ese momento ocurrió algo horroroso. Una chispa eléctrica saltó a la frente del ingeniero, a su sien. Después los tentáculos del cangrejo aflojaron y el pesado cuerpo del creador de la peste de hierro cayó a la arena sin sentido. Cuando enterraba a Cookling, por la isla corrían, persiguiéndose, varios cangrejos enormes, sin prestamos la menor atención. Envolví a Cookling en la lona de la tienda y lo enterré en el centro de la isla en un profundo hoyo. Lo enterré sin sentir la menor compasión. En mi boca reseca crujía la arena y mentalmente maldecía al muerto por su ruin empresa. Según la moral cristiana, yo cometía un gran pecado. Después, me pasé varios días seguidos acostado en la playa, mirando al horizonte hacia el lado de donde debía aparecer la «Paloma». El tiempo transcurría terriblemente despacio y el implacable sol parecía que se había parado encima de mi cabeza. A veces me arrastraba hasta el agua y sumergía en ella mi tostada cara. Para olvidar el hambre y la ardiente sed, procuraba pensar en algo abstracto. Pensaba en que en nuestros tiempos, multitud de personas inteligentes malgastaban sus energías intelectuales en causar perjuicios a otras personas. Por ejemplo, el invento de Cookling, yo estaba seguro de que se podía utilizar para fines nobles, por ejemplo, para extraer metal. Se podía haber dirigido la evolución de estos bichos de tal manera que cumplieran esta tarea con el mayor rendimiento. Llegué a la conclusión de que con el correspondiente perfeccionamiento del mecanismo, éste no se transformaría en una torpe y gigantesca mole. Una vez cayó sobre mí una enorme sombra circular. Con dificultad levanté la cabeza y miré lo que me tapaba el sol. Resultó que estaba acostado entre las patas de un cangrejo de dimensiones monstruosas. Se acercó a la orilla y parecía que miraba el horizonte y esperaba algo. Después empecé a ver alucinaciones. En mi excitado cerebro, el cangrejo gigante se transformó en un depósito de agua dulce, elevado a gran altura, al cual yo no podía llegar... Me desperté a bordo de la goleta, y cuando el capitán Gale, me preguntó si había que cargar en el buque el enorme y extraño mecanismo que había en la playa, yo le dije que por el momento ninguna falta hacía.

martes, 5 de abril de 2011

Juan José Saer


Lo imborrable (fragmento) "Pasaron, como venía diciendo hace un momento, veinte años: anochece. Día tras día, hora tras hora, segundo a segundo, desde que, por entre sus labios ensangrentados me expelió, inacabado, a lo exterior, esto no para, continuo y discontinuo, a la vez, el gran flujo sin nombre, sin forma y sin dirección —pueden llamarlo como quieran, da lo mismo— en el que estoy ahora, bajo los letreros luminosos que flotan, verdes, amarillos, azules, rojos, violetas, irisando la penumbra en la altura sobre la calle, en el anochecer de invierno.Y encima, más que seguro, en estos tiempos, casi todos son todavía reptiles. Pocos, muy pocos, aspiran a pájaro —aquí o allá, entre lo que repta, babea, acecha, envenena, en algún rincón oscuro, y a veces sin haberlo deseado, por alguna causa ignorada por él mismo, alguno empieza a transformarse, a ver, con extrañeza, que le crecen plumas, un pico, alas, que ruidos no totalmente odiosos salen de su garganta y que puede, si quiere, dejar atrás todo eso, echarse a volar. Desde el aire, si mira hacia abajo, puede ver de qué condición temible proviene cuando percibe lo que a ras del suelo, como él mismo hasta hace poco, corrompe, pica, viborea. Todo eso desgarra, mata, muere, en el susurro, el roce helado, el bisbiseo, con saña trabajosa y obtusa, sin escrúpulos y quizás sin odio, asumiendo, en la naturalidad y hasta en el deber ni siquiera pensado o deseado, la defensa, la multiplicación, la persistencia, el territorio de la especie reptil.—¿Tomatis? ¿Carlos Tomatis? Me paro. Lo escruto. El tipo que, después de interrumpir mi proyecto mental de redacción —metáfora de mis contemporáneos— me intercepta en la vereda tendiéndome la mano con una sonrisa acaramelada, parece inofensivo,insignificante a decir verdad, pero por el modo en que está vestido se ve a la legua que, si tiene problemas, y un brillo afligido en los ojitos parecería traicionar que los tiene, esos problemas no son financieros."

lunes, 4 de abril de 2011

Roald Dahl

Hombre del sur



Eran cerca de las seis. Fui al bar a pedir una cerveza y me tendí en una hamaca a tomar un poco el sol de la tarde.
Cuando me trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el jardín.
Era muy bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas.
Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como mesitas y toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol estaban sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban, gritando y jugando al waterpolo, un poco en serio y un poco en broma.
Me quedé mirándolos. Las chicas eran unas inglesas del hotel en que me hospedaba. A los chicos no los conocía, pero parecían americanos, seguramente cadetes navales llegados en un barco militar que había anclado en el puerto aquella mañana.
Llegué hasta allí y me metí bajo un toldo amarillo donde había cuatro asientos vacíos, me serví la cerveza y me arrellané cómodamente con un cigarrillo entre los dedos.
Los marinos americanos congeniaban bien con las inglesas. Buceaban juntos bajo el agua y las hacían subir a la superficie sujetándolas por las piernas.
En aquel momento distinguí a un hombrecillo de edad, que caminaba rápidamente por el mismo borde de la piscina. Llevaba un traje blanco, inmaculado, y caminaba muy aprisa, dando un saltito a cada paso. Llevaba en la cabeza un gran sombrero de paja e iba a lo largo de la piscina mirando a la gente y a las hamacas.
Se paró frente a mí y me sonrió, enseñándome dos hileras de dientes pequeños y desiguales, ligeramente deslustrados.
Yo también le sonreí.
—Perdón. ¿Me puedo sentar aquí?
—Claro —dije yo—, tome asiento.
Dio la vuelta a la silla y la inspeccionó para su seguridad. Luego se sentó y cruzó las piernas. Llevaba sandalias de cuero, abiertas, para evitar el calor.
—Una tarde magnífica —dijo—; las tardes son maravillosas aquí, en Jamaica.
No estaba yo seguro de si su acento era italiano o español, pero lo que sí sabía de cierto era que procedía de Sudamérica, y además se le veía viejo, sobre todo cuando se le miraba de cerca. Tendría unos sesenta y ocho o setenta años.
—Sí —dije yo—, esto es estupendo.
—¿Y quiénes son ésos?, pregunto yo. No son del hotel, ¿verdad?
Señalaba a los bañistas de la piscina.
—Creo que son marinos americanos —le expliqué—, mejor dicho, cadetes.
—¡Claro que son americanos! ¿Quiénes si no iban a hacer tanto ruido? Usted no es americano, ¿verdad?
—No —dije yo—, no lo soy.
De repente uno de los cadetes americanos se detuvo frente a nosotros. Estaba completamente mojado porque acababa de salir de la piscina. Una de las inglesas le acompañaba.
—¿Están ocupadas estas sillas? —preguntó.
—No —contesté yo.
—¿Les importa que nos sentemos?
—No.
—Gracias —dijo.
Llevaba una toalla en la mano, y al sentarse sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor. Le ofreció a la chica, pero ella rehusó; luego me ofreció a mí y acepté uno. El hombrecillo, por su parte, dijo:
—Gracias, pero creo que tengo un cigarro puro.
Sacó una pitillera de piel de cocodrilo y cogió un purito. Luego sacó una especie de navaja provista de unas tijerillas y cortó la punta del cigarro puro.
—Yo le daré fuego —dijo el muchacho americano, tendiéndole el encendedor.
—No se encenderá con este viento.
—Claro que se encenderá. Siempre ha ido bien. El hombrecillo sacó el cigarro de su boca y dobló la cabeza hacia un lado, mirando al muchacho con atención.
¿Siempre? —dijo casi deletreándolo.
—¡Claro! Nunca falla, por lo menos a mí nunca me ha fallado.
El hombrecillo continuó mirando al muchacho.
—Bien, bien, así que usted dice que este encendedor no falla nunca. ¿Me equivoco?
—Eso es —dijo el muchacho.
Tendría unos diecinueve o veinte años y su rostro, al igual que su nariz, era alargado. No estaba demasiado bronceado y su cara y su pecho estaban completamente llenos de pecas. Tenía el encendedor en la mano derecha, preparado para hacerlo funcionar.
—Nunca falla —dijo sonriendo porque ahora exageraba su anterior jactancia intencionadamente—, le prometo que nunca falla.
—Un momento, por favor.
La mano que sostenía el cigarro se levantó como si estuviera parando el tráfico. Tenía una voz suave y monótona; miraba al muchacho con insistencia.
—¿Qué le parece si hacemos una pequeña apuesta? —le dijo sonriendo—. ¿Apostamos sobre si enciende o no su mechero?
—Apuesto —dijo el chico—. ¿Por qué no?
—¿Le gusta apostar?
—Sí, siempre lo hago.
El hombre hizo una pausa y examinó su puro y debo confesar que a mí no me gustaba su manera de comportarse. Parecía querer sacar algo de todo aquello y avergonzar al muchacho. Al mismo tiempo, me pareció que se guardaba algún secreto para sí mismo.
Miró de nuevo al americano y dijo despacio:
—A mí también me gusta apostar. ¿Por qué no hacemos una buena apuesta sobre esto? Una buena apuesta —repitió recalcándolo.
—Oiga, espere un momento —dijo el cadete—. Le apuesto veinticinco centavos o un dólar, o lo que tenga en el bolsillo; algunos chelines, supongo.
El hombrecillo movió su mano de nuevo.
—Óigame, nos vamos a divertir: hacemos la apuesta. Luego subimos a mi habitación del hotel al abrigo del viento y le apuesto a que usted no puede encender su encendedor diez veces seguidas sin fallar.
—Le apuesto a que puedo —dijo el muchacho americano.
—De acuerdo, entonces..., ¿hacemos la apuesta?
—Bien, le apuesto cinco dólares.
—No, no, hay que hacer una buena apuesta. Yo soy un hombre rico y deportivo. Ahora, escúcheme. Fuera del hotel está mi coche. Es muy bonito. Es un coche americano, de su país, un Cadillac...
—¡Oiga, oiga, espere un momento! —El chico se recostó en la hamaca y sonrió—. No puedo consentir que apueste eso, es una locura.
—No es una locura. Usted enciende su mechero y el Cadillac es suyo. Le gustaría tener un Cadillac, ¿verdad?
—Claro que me gustaría tener un Cadillac. —El cadete seguía sonriendo.
—De acuerdo, yo apuesto mi Cadillac.
—¿Y qué apuesto yo? —preguntó el americano.
El hombrecillo quitó cuidadosamente la vitola del cigarro todavía sin encender.
—Yo no le pido, amigo mío, que apueste algo que esté fuera de sus posibilidades. ¿Comprende?
—Entonces, ¿qué puedo apostar?
—Se lo voy a poner fácil. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, póngamelo fácil.
—Tiene que ser algo de lo cual usted pueda desprenderse y que en caso de perderlo no sea motivo de mucha molestia. ¿Le parece bien?
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el dedo meñique de su mano izquierda.
—¿Mi qué? —dejó de reír el muchacho.
—Sí. ¿Por qué no? Si gana se queda con mi coche. Si pierde, me quedo con su dedo.
—No le comprendo. ¿Qué quiere decir quedarse con mi dedo?
—Se lo corto.
—¡Rayos y truenos! ¡Eso es una locura! Apuesto un dólar. El hombrecillo se reclinó en su asiento y se encogió de hombros.
—Bien, bien, bien —dijo—. No lo entiendo. Usted dice que su mechero se enciende, pero no quiere apostar. Entonces, ¿lo olvidamos?
El muchacho se quedó quieto mirando a los bañistas de la piscina. De repente se acordó de que tenía el cigarrillo entre sus dedos. Lo acercó a sus labios, puso las manos alrededor del encendedor y lo encendió. Al momento, apareció una pequeña llama amarillenta. El americano ahuecó las manos de tal forma que el viento no pudiera apagar la llama.
—¿Me lo deja un momento? —le dije.
—¡Oh, perdón! Me olvidé de que usted también tenía el cigarrillo sin encender.
Alargué la mano para coger el encendedor, pero se incorporó y se acercó para encendérmelo él mismo.
—Gracias —le dije. Él volvió a su sitio.
—¿Se divierte? ¿Lo pasa bien? —le pregunté.
—Estupendo —me contestó—, esto es precioso.
Hubo un silencio. Me di cuenta de que el hombrecillo había logrado perturbar al chico con su absurda proposición. Estaba sentado muy quieto, y era evidente que la tensión se iba apoderando de él. Empezó a moverse en su asiento, a rascarse el pecho, a acariciarse la nuca y finalmente puso las manos en las rodillas y empezó a tamborilear con los dedos. Pronto empezó a dar golpecitos con un pie, incómodo y nervioso.
—Bueno, veamos en qué consiste esta apuesta —dijo al fin—, usted dice que vamos a su cuarto y si mi mechero se enciende diez veces seguidas, gano un Cadillac. Si me falla una vez, entonces pierdo el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Es eso?
—Exactamente, ésa es la apuesta.
—¿Qué hacemos si pierdo? ¿Deberé sostener mi dedo mientras usted lo corta?
—¡Oh, no! Eso no daría resultado. Podría ser que usted no quisiera darme su dedo. Lo que haríamos es atar una de sus manos a la mesa antes de empezar y yo me pondría a su lado con una navaja, dispuesto a cortar en el momento en que su encendedor fallase.
—¿De qué año es el Cadillac? —preguntó el chico.
—Perdón, no le entiendo.
—¿De qué año..., cuánto tiempo hace que tiene usted ese Cadillac?
—¡Oh! ¿Cuánto tiempo? Sí, es del año pasado, está completamente nuevo, pero veo que no es un jugador. Ningún americano lo es.
Hubo una pausa. El muchacho miró primero a la inglesa y luego a mí.
—Sí —dijo de pronto—. Apuesto.
—¡Magnífico! —El hombrecillo juntó las manos por un momento—, ¡Estupendo! Ahora mismo. Y usted, señor —se volvió hacia mí—, será tan amable de hacer de... ¿Cómo lo llaman ustedes? ¿Arbitro? ¿Juez?
Tenía los ojos muy claros, casi sin color, y sus pupilas eran pequeñas y negras.
—Bueno —titubeé yo—, esto me parece una tontería. No me gusta nada.
—A mí tampoco —dijo la inglesa. Era la primera vez que hablaba—. Considero esta apuesta estúpida y ridícula.
—¿Le cortará de veras el dedo a este chico si pierde? —pregunté yo.
—¡Claro que sí! Yo le daré el Cadillac si gana. Bueno, vamos a mi habitación. Se levantó.
—¿Quiere vestirse antes? —le preguntó.
—No —contestó el chico—. Iré tal como voy.
—Consideraría un favor que viniera usted con nosotros y actuara como arbitro. Se volvió hacia mí.
—Muy bien, iré. Pero no me gusta nada esta apuesta.
—Venga usted también —dijo a la chica—. Venga y mirará.
El hombrecillo se dirigió por el jardín hacia el hotel. Se le veía animado y excitado y al andar daba más saltitos que nunca.
—Vivo en el anexo —dijo—. ¿Quieren ver primero el coche? Está aquí.
Nos llevó hasta el aparcamiento del hotel y nos señaló un elegante Cadillac verde claro, aparcado en el fondo.
—Es aquel verde. ¿Le gusta?
—Es un coche precioso —contestó el cadete.
—Muy bien, vamos arriba y veamos si lo gana.
Le seguimos al anexo y subimos las escaleras. Abrió la puerta y entramos en una habitación doble, espaciosa, agradable. Había una bata de mujer a los pies de una de las camas.
—Primero tomaremos un martini —dijo tranquilamente.
Las bebidas estaban en una mesilla, dispuestas para ser mezcladas. Había una coctelera, hielo y muchos vasos. Empezó a preparar el martini.
Mientras tanto había hecho sonar la campanilla; se oyeron unos golpecitos en la puerta y apareció una doncella negra.
—¡Ah! —exclamó é! dejando la botella de ginebra.
Sacó del bolsillo una cartera y le dio una libra a la doncella.
—Me va a hacer un favor. Quédese con esto. Vamos a hacer un pequeño juego aquí. Quiero que me consiga dos..., no, tres cosas. Quiero algunos clavos; un martillo y un cuchillo de los que emplean los carniceros. Lo encontrará en la cocina. ¿Podrá conseguirlo?
¡Un cuchillo de carnicero! —La doncella abrió mucho los ojos y dio una palmada con las manos—. ¿Quiere decir un cuchillo de carnicero de verdad?
Sí, exactamente. Vamos, por favor, usted puede encontrarme esas cosas.
—Sí, señor, lo intentaré. Haré todo lo posible por conseguir lo que pide.
Después de estas palabras salió de la habitación.
El hombrecillo fue repartiendo los martinis. Los bebimos con ansiedad, el muchacho delgado y pecoso, vestido únicamente con el traje de baño; la chica inglesa, rubia y esbelta, que vestía un bañador azul claro y no dejaba de mirar al muchacho por encima de su vaso; el hombrecillo de ojos claros, con su traje blanco, inmaculado, que miraba a la chica del traje de baño azul claro. Yo no sabía qué hacer. La apuesta iba en serio y el hombre estaba dispuesto a cortar el dedo de su rival en caso de que perdiera. Pero, ¡diablos!, ¿y si el chico perdía? Tendríamos que llevarlo urgentemente al hospital en el Cadillac que no había podido ganar. Tendría gracia, ¿no es cierto?
En mi opinión, no habría por qué llegar a ese extremo.
—¿No les parece una apuesta muy tonta? —dije yo.
—Yo creo que es una buena apuesta —contestó el chico. Ya se había tomado un martini doble.
—Me parece una apuesta estúpida y ridícula —dijo la chica—. ¿Qué pasará si pierdes?
—No importa. Pensándolo un poco, no recuerdo haber usado jamás en mi vida el dedo meñique de mi mano izquierda. Aquí está. —El chico se cogió el dedo—. Y todavía no ha hecho nada por mí. ¿Por qué no voy a apostármelo? Yo creo que es una apuesta estupenda.
El hombrecillo sonrió y tomó la coctelera para volver a llenar los vasos.
—Antes de empezar —dijo— le entregaré al árbitro la llave del coche.
Sacó la llave de su bolsillo y me la dio.
—Los papeles de propiedad y del seguro están en el coche —añadió.
La doncella volvió a entrar. En una mano llevaba un cuchillo de los que usan los carniceros para cortar los huesos de la carne, y en la otra un martillo y una bolsita con clavos.
—¡Magnífico! ¿Lo ha conseguido todo? ¡Gracias, gracias! Ahora puede marcharse.
Esperó a que la doncella cerrara la puerta y entonces puso los objetos en una de las camas y dijo:
—Ahora nos prepararemos nosotros. Luego se dirigió al muchacho:
—Ayúdeme, por favor, a levantar esta mesa. La vamos a correr un poco.
Era una mesa de escritorio del hotel, una mesa corriente, rectangular, de metro veinte por noventa, con papel secante, plumas y papel. La pusieron en el centro de la habitación y retiraron las cosas de escribir.
—Ahora —dijo— lo que necesitamos es un cordel, una silla y los clavos.
Cogió la silla y la puso junto a la mesa. Estaba tan animado como la persona que organiza juegos en una fiesta infantil.
—Ahora hay que colocar los clavos.
Los clavó en la mesa con el martillo.
Ni el muchacho ni la chica ni yo nos movimos de donde estábamos. Con nuestros martinis en las mano, observábamos el trabajo del hombrecillo. Le vimos clavar dos clavos en la mesa a quince centímetros de distancia.
No los clavó del todo; dejó que sobresaliera una pequeña parte. Luego comprobó su firmeza con los dedos.
«Cualquiera diría que este hijo de puta ya lo ha hecho antes —pensé yo—. No duda un momento. La mesa, los clavos, el martillo, el cuchillo de cocina. Sabe exactamente lo que necesita y cómo arreglarlo.»
—Ahora el cordel —dijo alargando la mano para cogerlo—, Muy bien, ya estamos listos. Por favor, ¿quiere sentarse? —le dijo al chico.
El muchacho dejó su vaso y se sentó.
—Ahora ponga la mano izquierda entre esos dos clavos para que pueda atársela donde corresponda. Así, muy bien. Bueno, ahora le ataré la mano a la mesa.
Puso el cordel alrededor de la muñeca del chico, luego lo pasó varias veces por la palma de la mano y lo ató fuertemente a los clavos. Hizo un buen trabajo. Cuando hubo terminado, al muchacho le era imposible despegar la mano de la mesa, pero podía mover los dedos.
—Por favor, cierre el puño, excepto el dedo meñique. Tiene que dejar ese dedo alargado sobre la mesa. ¡Excelente! ¡Excelente! Ahora ya estamos dispuestos. Coja el encendedor con su mano derecha..., pero ¡espere un momento, por favor!
Fue hacia la cama y cogió el cuchillo. Volvió y se puso junto a la mesa, empuñando con firmeza el arma cortante.
—¿Preparados? —dijo—. Señor arbitro, puede dar la orden de comenzar.
La inglesa estaba de pie, justo detrás del muchacho, sin decir una palabra. El chico estaba sentado sin moverse, con el encendedor en la mano derecha mirando el cuchillo. El hombrecillo me miraba.
—¿Está preparado? —le pregunté al muchacho.
—Preparado.
—¿Y usted? —al hombrecillo.
—Preparado también.
Levantó el cuchillo al aire y lo colocó a cierta distancia del dedo del chico, dispuesto a cortar. El muchacho le observaba sin mover un miembro de su cuerpo. Simplemente frunció las cejas y le miró ceñudamente.
—Muy bien —dije yo—, empiecen.
El muchacho me hizo una petición antes de comenzar:
—¿Quiere contar en voz alta el número de veces que lo enciendo? Por favor.
—Sí, lo haré.
Levantó la tapa del mechero y con el mismo dedo dio una vuelta a la ruedecita. La piedra chispeó y apareció una llama amarillenta.
—¡Uno! —dije yo.
No apagó la llama, sino que colocó la tapa en su sitio y esperó unos segundos antes de volverlo a encender.
Dio otra fuerte vuelta a la rueda y de nuevo apareció la pequeña llama al final de la mecha.
—¡Dos!
El silencio era total. El muchacho tenía los ojos puestos en el encendedor. El hombrecillo tenía el cuchillo en el aire y también miraba al encendedor.
—¡Tres!
—¡Cuatro!
—¡Cinco!
—¡Seis!
—¡Siete!
Desde luego era un mechero de los que funcionan a la perfección. La piedra chisporroteó y la mecha se encendió. Observé el pulgar bajar la tapa y apagar la llama. Luego, una pausa. El pulgar volvió a subirla otra vez. Era una operación de pulgar, este dedo lo hacía todo.
Respiré, dispuesto a decir ocho. El pulgar accionó la rueda, la piedra chispeó y la pequeña llama brilló de nuevo.
—¡Ocho! —dije yo al tiempo que se abría la puerta. Nos volvimos todos a la vez y vimos a una mujer en la puerta, una mujer pequeña y de pelo negro, bastante vieja, que se precipitó gritando:
—¡Carlos, Carlos!
Le agarró la muñeca y le cogió el cuchillo, lo arrojó a la cama, aferró al hombrecillo por las solapas de su traje blanco y lo sacudió vigorosamente, hablando al mismo tiempo aprisa y fuerte en un idioma que parecía español. Lo sacudía tan fuerte que no se le podía ver. Se convirtió en una línea difusa y móvil como el radio de una rueda.
Cuando paró y volvimos a ver al pequeño hombrecillo, ella le dio un empujón y lo tiró a una de las camas como si se tratara de un muñeco. El se sentó en el borde y cerró los ojos, moviendo la cabeza para ver si todavía podía torcer el cuello.
—Lo siento —dijo la mujer—, siento mucho que haya pasado esto.
Hablaba un inglés bastante correcto.
—Es horrible —continuó ella—. Supongo que todo ha ocurrido por mi culpa. Le he dejado solo durante diez minutos para lavarme el cabello y ha vuelto a hacer de las suyas.
Se la veía disgustada y preocupada.
El muchacho se estaba desatando la mano de la mesa. La inglesa y yo no decíamos ni una palabra.
—Es una seria amenaza —dijo la mujer—. Donde nosotros vivimos ha cortado ya cuarenta y siete dedos a diferentes personas y ha perdido once coches. Últimamente le amenazaron con quitarle de en medio. Por eso lo traje aquí.
—Sólo habíamos hecho una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo desde la cama.
—Supongo que habrá apostado un coche —dijo la mujer.
—Sí —contestó el cadete—, un Cadillac.
—No tiene coche. Ese es el mío, y esto agrava las cosas —dijo ella—, porque apuesta lo que no tiene. Estoy avergonzada y lo siento muchísimo.
Parecía una mujer muy simpática.
—Bueno —dije yo—, aquí tiene la llave de su coche. La puse sobre la mesa.
—Sólo estábamos haciendo una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo.
—No le queda nada que apostar —dijo la mujer—, no tiene nada en este mundo, nada. En realidad, yo se lo gané todo hace ya muchos años. Me llevó mucho, mucho tiempo, y fue un trabajo muy duro, pero al final se, lo gané todo.
Miró al muchacho y sonrió tristemente. Luego alargo la mano para coger la llave que estaba encima de la mesa.
Todavía ahora recuerdo aquella mano: sólo le quedaba un dedo y el pulgar.