martes, 18 de septiembre de 2007

Margarite Duras


El aviador inglés El principio, el inicio de una historia. Es la historia que voy a contar, por primera vez. La de este libro. Creo que es una dirección del escrito. Eso es, el escrito dirigido, por ejemplo, a ti, del que aún no sé nada. A ti, lector: Transcurre en un pueblo muy cerca de Deauville, a algunos kilómetros del mar. El pueblo se llama Vauville. El departamento, Calvados. Vauville. Ahí está. La palabra en el rótulo. Cuando fui allí por primera vez, lo hice siguiendo el consejo de amigas, comerciantes de Trouville. Me habían hablado de la encantadora capilla de Vauville. Así pues, aquel día, aquella primera vez, vi la iglesia, sin ver nada de lo que voy a contar. En efecto, la iglesia es muy hermosa, incluso encantadora. A su derecha hay un pequeño cementerio del siglo xix, noble, lujoso, que recuerda al Pére-Lachaise, muy ornamentado, como una fiesta inmóvil, detenida, en el centro de los siglos. Al otro lado de esa iglesia se encuentra el cuerpo del joven aviador inglés muerto el último día de la guerra. Y en mitad del césped, hay una tumba. Una losa de granito gris claro, perfectamente pulida. No vi esa piedra enseguida. La vi cuando me enteré de la historia. Era un niño inglés. Tenía veinte años. Su nombre está inscrito en la losa. Al principio se le llamaba el Joven aviador inglés. Era huérfano. Estaba en un colegio de la provincia del norte de Londres. Se alistó como muchos jóvenes ingleses. Eran los últimos días de la guerra mundial. Quizás el último, es posible. Había atacado una batería alemana. Para reírse. Dado que había disparado contra su batería, los alemanes replicaron. Dispararon contra el niño. Tenía veinte años. El niño quedó preso en su avión. Un Meteor monoplaza. Eso es, sí. Quedó preso en el avión. Y el avión cayó en lo alto de un árbol del bosque. Es ahí -cree la gente del pueblo- donde murió, durante la noche, la última de su vida. Todos los habitantes de Vauville lo velaron en el bosque, durante un día y una noche. Como antes, en los tiempos antiguos, como lo habrían hecho antes, lo velaron con velas, rezos, cantos, llantos y flores. Y luego consiguieron sacarlo del avión. Y extrajeron el avión del árbol. Fue largo, difícil. Su cuerpo había quedado prisionero de la red de acero y del árbol. Lo bajaron del árbol. Fue muy largo. Al final de la noche, se había acabado. Una vez hubieron bajado el cuerpo, lo llevaron hasta el cementerio y a continuación cavaron la tumba. Al día siguiente, creo, compraron la losa de granito de color claro. Es el principio de la historia. El joven inglés sigue allí, en aquella tumba. Bajo la losa de granito. Al año de su muerte, alguien llegó para verle, para ver al joven soldado inglés. Trajo flores. Un hombre viejo, también inglés. Llegó hasta allí para llorar sobre la tumba del niño y rezar. Dijo que era el profesor de aquel niño en un colegio del norte de Londres. Fue él quien dijo el nombre del niño. También fue él quien dijo que el niño era huérfano. Que no había nadie a quien avisar. Volvió, cada año. Durante ocho años. Y la muerte siguió eternizándose, bajo la losa de granito. Y luego nunca más volvió. Y nadie más sobre la tierra se acordó de la existencia de ese niño salvaje, y loco, algunos decían: de ese niño loco que, él solo, había ganado la guerra mundial. Sólo quedaron los habitantes del pueblo para acordarse y ocuparse de la tumba, de las flores y de la losa de piedra gris. Creo que durante años nadie, excepto la gente de Vauville, supo la historia. El profesor había dicho el nombre del niño. El nombre fue grabado en la tumba: W.J. CLIFFE Cada vez que el anciano hablaba del niño, lloraba. Al octavo año, no volvió. Y nunca más volvió. Mi hermano menor murió durante la guerra de Japón. Murió, y murió sin sepultura. Fue arrojado a una fosa común encima de los últimos cuerpos enterrados. Y pensarlo es tan terrible, tan atroz, que no se puede soportar, y, antes de haberlo experimentado, no se puede saber hasta qué extremo. No se trata de la mezcla de cuerpos, en absoluto; es la desaparición de ese cuerpo en la masa de otros cuerpos. Es el cuerpo, su cuerpo, el suyo, arrojado a la fosa de los muertos, sin un nombre, sin una palabra. Excepto la de la oración de todos los muertos. No fue ése el caso del joven aviador inglés, ya que los habitantes del pueblo cantaron y rezaron de rodillas en el césped alrededor de su tumba y permanecieron allí toda la noche. Pero, con todo, la historia me remitió al osario de los alrededores de Saigón donde se encuentra el cuerpo de Paulo. Pero ahora creo que hay algo más que eso. Creo que un día, mucho después, mucho después aún, no sé exactamente, pero ya lo sé, sí, mucho después, volveré a encontrar, ya lo sé, algo material que reconoceré como una sonrisa fija en las cuencas de sus ojos. Los ojos de Paulo. Allí, hay algo más que Paulo. El hecho de que la muerte del joven aviador inglés se haya convertido en un acontecimiento tan íntimo, se debe a que encerraba más de lo que yo creo. Nunca sabré qué. Nunca se sabrá. Nadie. Eso también me remite a nuestro amor. Existe el amor del hermano menor y existía nuestro amor, el suyo y el mío, un amor muy fuerte, oculto, culpable, un amor a cada instante. Encantador aún después de tu muerte. El joven muerto inglés era todo el mundo y también era sólo él. Era todo el mundo y él. Pero todo el mundo no hace llorar. Y además ese deseo de ver a ese joven muerto, de verificar sin conocerle en absoluto si había sido realmente su rostro eso, ese agujero, al final del cuerpo sin ojos, ese deseo de ver su cuerpo y cómo era su rostro de muerto, destrozado por el acero del Meteor. ¿Podíamos ver aún algo de eso? A duras penas se nos ocurre. Nunca pensé que pudiera escribir eso. Era asunto mío, mío, y no de los lectores. Tú eres mi lector, Paulo. Ya que te lo digo, te lo escribo, es verdad. Eres el amor de mi vida entera, el administrador de nuestra cólera frente al hermano mayor y así fue a lo largo de toda nuestra infancia, tu infancia. La tumba está sola. Como lo estuvo él. Tiene su edad de muerte... cómo decirlo... no sabemos... el estado del césped, también del jardincito. La proximidad del otro cementerio también contaba. Pero, realmente, ¿cómo decirlo? ¿Cómo hacer coincidir al niñito muerto a los seis meses cuya tumba está en la parte de arriba del césped con ese otro niño de veinte años? Ahí siguen los dos, y sus nombres, y su edad. Están solos. Y luego vi otra cosa. Luego, siempre vemos cosas. Ha dejado de ser sólo la muerte de cualquiera. Es la muerte de un niño. Vi el cielo con el sol a través de los árboles también muertos en los campos, mutilados, los árboles negros. Vi que los árboles seguían siendo negros. Y además la escuela municipal, también estaba allí. Y oí niños que cantaban: «Nunca te olvidaré». Para ti. Solo. En el origen de todo eso había en lo sucesivo ese alguien, y ese niño, mi niño, mi hermano menor, y alguien más, el niño inglés. Iguales. La muerte también bautiza. Aquí, estamos muy lejos de la identidad. Es un muerto, una muerte de veinte años que llegará hasta el final de los tiempos. Es todo. El nombre, el nombre no importa: era un niño. Podemos quedarnos ahí. Podemos quedarnos ahí, en ese lugar de la vida de un niño de veinte años, el último muerto de la guerra. Cualquier muerte es la muerte. Cualquier niño de veinte años es un niño de veinte años. La muerte de cualquiera es la muerte entera. Cualquiera es todo el mundo. Y ese cualquiera puede adoptar la forma atroz de una infancia en desarrollo. Esas cosas se saben en los pueblos, me las han enseñado los campesinos con la brutalidad de un acontecimiento convertido en ese acontecimiento, de un niño de veinte años muerto en una guerra con la que se divertía. Ese joven muerto inglés quizá permaneció intacto también por eso, permaneció clavado en esa edad, terrible, atroz, la de los veinte años. Llegó a haber amistad con esas gentes del pueblo, sobre todo con la anciana encargada de la iglesia. Los árboles muertos están ahí, locos petrificados en un desorden fijo, tanto que el viento no quiere saber nada de ellos. Están enteros, mártires, están negros, de la sangre negra de los árboles muertos por el fuego. Ese joven inglés muerto a los veinte años se convirtió en algo sagrado para mí, la transeúnte. Cada vez le lloraba. Y después, el anciano caballero inglés que llegaba todos los años para llorar en la tumba de ese niño; lamenté no haberlo conocido para hablar del niño, de su risa, de sus ojos, de sus juegos. Todo el pueblo se hizo cargo del niño muerto. Y el pueblo lo adoró. El niño de la guerra siempre tendrá flores sobre su tumba. Queda una incógnita: la fecha del día en que dejará de ser así. En Vauville, el recuerdo del canto de la mendiga vuelve a mí. Ese canto tan simple. El de los locos, de todos los locos, por todas partes, los de la indiferencia. El de la muerte fácil. Los de la muerte por obra del hambre, la de los muertos de los caminos, de las fosas, medio devorados por los perros, los tigres, las aves de presa, las ratas gigantes de los pantanos. Lo más dificil de soportar es el rostro destruido, la piel, los ojos arrancados. Los ojos vacíos de mirada, sin mirada. Fijos. Vueltos hacia nada más. Eso tiene veinte años. La edad, la cifra de la edad se detuvo con la muerte, eso en lo que se ha convertido siempre tendrá veinte años. No se sabe. No se ha averiguado. He querido escribir sobre él, el niño inglés. Y ya no puedo escribir sobre él. Y escribo. Ya veis, sin embargo, escribo. Dado que lo escribo no sé que eso se pueda escribir. Sé que eso no es un relato. Es un hecho brutal, aislado, sin eco alguno. Los hechos deberían bastar. Se debería referir los hechos. Y el anciano que siempre lloraba, que vino durante ocho años, y que, en determinado momento, no volvió más. Nunca. ¿Que también él fue presa de la muerte? Sin duda. Y luego la historia acabaría para la eternidad, igual que la sangre del niño, los ojos, la sonrisa del niño petrificada por la boca descolorida de la muerte. Los niños de la escuela cantan que hacía mucho tiempo que querían a ese niño de veinte años, y que nunca lo olvidarían. Lo cantan todas las tardes. Y yo lloro. Hubo crepúsculos del azul de los ojos de esos niños de la escuela. Hubo ese color azul en el cielo, de ese azul que era el del mar. Hubo todos los árboles que fueron asesinados. Y el cielo también estaba allí. Lo miré. Cubría la totalidad de las cosas con su lentitud, con su indiferencia de cada día. Insondable. Veo los lugares ligados unos a otros. Salvo la continuidad del bosque, que ha desaparecido. De repente ya no quería volver. Y seguía llorando. Lo veía por todas partes, al niño muerto. El niño muerto por jugar a la guerra, por jugar a ser el viento, a ser un English de veinte años, heroico y hermoso. Que jugaba a ser feliz. Aún te veo: a ti. El mismísimo Niño. Muerto como un pájaro, de muerte eterna. La muerte lenta en llegar y, con el dolor del cuerpo destrozado por el acero del avión, él rogaba a Dios que le diera una muerte rápida para dejar de sufrir. Se llamaba W.J. Cliffe, sí. Eso es lo que ahora aparece escrito en el granito gris. Hay que cruzar el jardín de la iglesia y dirigirse hacia la escuela municipal que está allí, en el mismo recinto. Ir hacia los gatos, esos chalados, esos locos, esas pandillas de gatos, de increíble y cruel belleza. Esos gatos llamados «caparazones de tortuga», amarillos como las llamas rojas, como la sangre, blancos y negros. Negros como los árboles ennegrecidos para siempre por el hollín de las bombas alemanas. A lo largo del cementerio hay un río. Y luego a lo lejos otra vez los árboles muertos, al otro lado del lugar donde está el niño. Los árboles quemados que gritan contra el viento. Es un ruido muy fuerte, una especie de barrido estridente de fin de mundo. Da mucho miedo. Y luego cesa, bruscamente, sin que se sepa qué era. Y luego los campesinos dicen que no es nada, que son los árboles que conservan en su savia el carbón de sus llagas. En efecto, el interior de la iglesia es admirable. Todo se reconoce. Las flores son flores, las plantas, los colores, los altares, los bordados, los tapices. Es admirable. Como una habitación momentáneamente abandonada que aguardara a los amantes ausentes a causa del mal tiempo. Uno desearía llegar a algún lugar con esta emoción. Escribir por fuera quizá, con sólo describir quizá, describir las cosas que están ahí, presentes. No inventar otras. No inventar nada, ningún detalle. No inventar en absoluto. Nada y todo. No acompañar a la muerte. Que la dejen, por fin, que no la miren de ese lado, por una vez. Las carreteras que conducen al pueblo son antiguos caminos, muy antiguos. Pertenecen a la prehistoria. Están ahí desde siempre, parece, según dicen, eran lugares de paso obligado hacia lo desconocido de los senderos y fuentes y orillas de mar o por si uno quería protegerse de los lobos. Nunca me había sucedido eso de sentirme trastornada hasta ese extremo por el hecho de la muerte. Completamente atrapada. Pegada. Y ahora, para mí, se acabaron los alrededores, he dejado de ir. Queda Vauville, esa rayuela; queda el desciframiento del nombre de algunas tumbas. Queda el bosque, el bosque que cada año avanza hacia el mar. Siempre de hollín, negro, preparado para la eternidad venidera. El niño muerto también era un soldado de la guerra. Y también habría podido ser un soldado francés. O un americano. Estamos a dieciocho kilómetros de la playa del Desembarco. La gente del pueblo sabía que era del norte de Inglaterra. El anciano caballero inglés les había hablado de ese niño, aquel anciano caballero no era el padre de ese niño, el niño era huérfano, él debía de ser su profesor, o quizás un amigo de sus padres. El hombre quería a aquel niño. Como a su hijo. ¿Como a un amante quizá? Quién sabe. El dijo el nombre del niño. Ese nombre se grabó en la losa de color gris claro. W.J. Cliffe. No puedo decir nada. No puedo escribir nada. Debiera existir una escritura de lo no escrito. Un día existirá. Una escritura breve, sin gramática, una escritura de palabras solas. Palabras sin el sostén de la gramática. Extraviadas. Ahí, escritas. Y abandonadas de inmediato. Quisiera contar el ceremonial que se organizó alrededor de la muerte del joven aviador inglés. Conozco algunos detalles: todo el pueblo se vio implicado, recobró una especie de iniciativa revolucionaria. También sé que la tumba se hizo sin autorización. Que el alcalde no se inmiscuyó. Que Vauville se convirtió en una especie de fiesta fúnebre alrededor de la adoración del niño. Una fiesta libre de llantos y de cantos de amor. Toda la gente del pueblo conoce la historia del niño. Y también la historia de las visitas del hombre viejo, aquel viejo profesor. Pero ya nunca hablan de la guerra. La guerra, para ellos, era ese niño asesinado a los veinte años. La muerte había reinado en el pueblo. Las mujeres lloraban, no podían evitarlo. El joven aviador desaparece, muere de una muerte verdadera. Si se cantara esa muerte, por ejemplo, no se trataría de la misma historia. Esa sublime discreción de las mujeres que hizo que, lo creo -aunque no esté absolutamente segura-, el niño fuera enterrado al lado de la iglesia, allí donde todavía no había ninguna tumba. Allí donde sigue habiendo sólo una tumba, la suya. Al abrigo del viento enloquecido. Las mujeres cogieron el cuerpo del niño, lo lavaron y lo colocaron en ese sitio, en la tumba, la de la losa de granito claro. Las mujeres no dijeron nada de todo eso. Si yo hubiera estado allí con ellas, para hacerlo con ellas, no habría podido escribirlo; lo creo. Digo quizá que esa sensación increíblemente intensa que experimenté, esa sensación de sentirme implicada, quizá no existiría. Es la emoción que aún me asalta ahora cuando estoy sola. Sola aún lloro por ese niño que se ha convertido en el último muerto de la guerra. Ese hecho inagotable: la muerte de un niño de veinte años asesinado por las baterías alemanas justo el día de la paz. Veinte años. Digo su edad. Digo: tenía veinte años. Tendrá veinte años durante toda la eternidad, ante lo Eterno. Exista o no, lo Eterno será aquel niño. Decir veinte años es terrible. Lo más terrible es eso, es la edad. Este dolor que siento por él es una banalidad. Es curioso, alrededor del niño nunca se planteó la idea de Dios. Nadie pronunció esa palabra tan fácil, la más fácil de todas, que es la palabra Dios. Nunca se pronunció durante el entierro del niño de veinte años que había jugado a hacer la guerra en su Meteor por encima del bosque normando, bello como el mar. No hay nada a la medida de este hecho. Hay muchos hechos así en el universo. Brechas. Ahí, el acontecimiento se vio. Y también se vio que el niño murió por haber jugado a la guerra. En tomo a la muerte del niño todo está claro. Había estado contento, había sido muy feliz al salir del bosque, no veía a ningún alemán. Estaba contento de volar, de vivir, de haberse decidido a matar soldados alemanes. A ese niño le gustaba hacer la guerra, como a todos los niños. Muerto, era siempre otro niño, cualquier niño de veinte años. Y luego eso se acabó con la noche, la primera noche. El, el aviador inglés, se convirtió en el niño de ese pueblo francés. Firmó su muerte, aquí, delante de los habitantes de Vauville que miraban. Este libro no es un libro. No es una canción. Ni un poema. Ni pensamientos. Sino las lágrimas, el dolor, los llantos, las desesperaciones que seguimos sin poder frenar ni razonar. Intensas cóleras políticas como la fe en Dios. Más intensas aún. Más peligrosas por infinitas. Este niño muerto en la guerra es también un secreto de cada uno de quienes lo encontraron en lo alto del árbol, crucificado en aquel árbol por el armazón de su avión. No se puede escribir sobre esto. O se puede escribir sobre todo. Escribir sobre todo, todo a la vez, es no escribir. Es nada. Y es una lectura insoportable, igual que un anuncio publicitario. Oigo de nuevo los cantos de los niños de la escuela municipal. Los cantos de los niños de Vauville. Debería poderse soportar. Aún nos resulta dificil. Siempre he llorado al oír ese canto de los niños. Y sigo llorando. La tumba del joven aviador inglés se ve ya menos. Sigue siendo visible en el paisaje que la rodea. Pero ya se ha alejado de nosotros hacia la eternidad. Y su eternidad se vivirá así a través de este niño desaparecido. Los lugares alrededor de la iglesia dan acceso a la tumba del niño. Allí, sigue sucediendo algo. Ahora nos hallamos separados del suceso por decenios y sin embargo aquí está el acontecimiento de la tumba. ¿Acaso es esta soledad de un niño muerto en la guerra, caricias dulces en el helado granito de su piedra sepulcral? No sé. El pueblo se ha convertido en el pueblo de este niño inglés de veinte años. Es como una especie de pureza, un lujo de lágrimas. El sumo cuidado dedicado a su tumba será eterno. Eso ya lo sabemos. La eternidad del joven niño aviador inglés está ahí, presente, podemos besar la piedra gris, tocarla, dormir en ella, llorar. Como un recurso, esa palabra -la de eternidad asoma a los labios- será la fosa común de todos los muertos de la región que matarán las guerras futuras. Quizá sea el nacimiento de un culto. ¿Dios sustituido? No, Dios es sustituido cada día. Nunca nos encontramos carentes de Dios. No sé qué nombre dar a esta historia. Todo está ahí en unas decenas de metros cuadrados. Todo está ahí en este fárrago de muertos, este esplendor de tumbas, ese lujo, que hace que este lugar resulte tan impresionante. No es la cantidad, ahí la cantidad se dispersó en otra parte, en las llanuras alemanas del norte de Alemania, en las hecatombes de las regiones de toda la costa atlántica. El niño siguió siendo él mismo. Y estando solo. Los campos de batalla quedaron lejos, por toda Europa. Aquí ocurrió lo contrario. Aquí está el niño, el rey de la muerte a causa de la guerra. También es un rey: es un niño tan solo en la muerte como un rey en la misma muerte. Se podría fotografiar la tumba. El hecho de la tumba. Del nombre. Puestas de sol. La negrura de hollín de los árboles quemados. Fotografiar esos dos ríos gemelos que se volvieron locos y aúllan cada atardecer, nunca sabremos a qué ni por qué, como perros hambrientos, esos ríos mal hechos, fallos de Dios, mal nacidos, que cada atardecer entrechocan, se golpean entre sí, se inundan el uno al otro. Es lo nunca visto, en ninguna parte. Dementes de otro mundo, en un ruido de chatarra, de degollina, de acarreo, y que buscan dónde desembocar, en qué mar, en qué bosque. Y los gatos, las nubes de gatos aúllan de miedo. En los cementerios siempre los hay al acecho de no se sabe qué acontecimiento de naturaleza indescifrable, excepto para ellos, los gatos, sin dueño. Perdidos. Los árboles muertos, los prados, el ganado, todo mira hacia el sol de la tarde en Vauville. El lugar queda muy desierto. Vacío, sí. Casi vacío. La encargada de la iglesia vive muy cerca de allí. Cada mañana, después del café, va a ver la tumba. Una campesina. Lleva el delantal de tela azul oscuro que llevaba mi madre en el Pas-de-Calais, a los veinte años. Olvido: también hay el cementerio nuevo, a un kilómetro de Vauville. Es un cementerio grandes almacenes. Hay macizos de flores grandes como árboles. Todo está pintado de blanco. Y aquí no hay nadie, nadie ahí dentro, diríase que no hay nada. Que no es un cementerio. Que es no se sabe qué, quizás un campo de golf. Vauville está rodeado de caminos muy antiguos anteriores a la Edad Media. Sobre esos caminos se construyeron nuestras actuales carreteras. A lo largo de setos milenarios, hay carreteras para los nuevos vivos. Robert Gallimard me descubrió la existencia de esa red de caminos primitivos de Normandía. Primeras carreteras de los hombres de la costa, los Nord-men. Seguramente hay mucha gente que habría escrito la historia de las carreteras. Lo que habría que hacer es hablar de la imposibilidad de explicar ese lugar, aquí, y esta tumba. Sin embargo, podemos besar el granito gris y llorarte. W.J. Cliffe. Hay que empezar al revés. No hablo de escribir. Hablo del libro una vez escrito. Partir de la fuente y seguirla hasta la reserva de su agua. Partir de la tumba y llegar hasta él, hasta el joven aviador inglés. Con frecuencia hay relatos y con muy poca frecuencia hay escritura. Quizá sólo haya un poema y además, para intentar... ¿qué? No sabemos nada más, ni siquiera eso, lo que habría que hacer. Hay la grandiosa banalidad del bosque, la pobre gente, los ríos locos, los árboles muertos, y esos gatos carnívoros como perros. Estos gatos rojos y negros. La inocencia de la vida, sí, es cierto, ahí está, igual que esas canciones populares cantadas por los niños de la escuela. Cierto, existe la inocencia de la vida. Una inocencia que hace llorar. A lo lejos queda la guerra de antaño, la que ahora está hecha añicos cuando se está solo en este pueblo, frente a los árboles mártires calcinados por el fuego alemán. El cuerpo de árboles de hollín, asesinados. No. Ya no hay guerra. El niño, de la guerra, lo ha sustituido todo. El niño de veinte años: ha sustituido todo el bosque, toda la tierra, y también el futuro de la guerra. La guerra, sí, la guerra está encerrada en la tumba con los huesos del cuerpo de aquel nino. Ahora está tranquila. El esplendor central, la idea, la idea de veinte años, la idea de jugar a la guerra, se tomó resplandeciente. Un cristal. Si no existieran cosas así, la escritura no existiría. Pero aunque la escritura esté ahí, dispuesta a aullar, a llorar, no se la escribe. Son emociones de esta índole, muy sutiles, muy profundas, muy carnales, también esenciales, y completamente imprevisibles, las que pueden anidar vidas enteras en el cuerpo. Eso es la escritura. Es el tren de la escritura que pasa por vuestro cuerpo. Lo atraviesa. De ahí es de donde se parte para hablar de esas emociones difíciles de expresar, tan extrañas y que sin embargo, de repente, se apoderan de ti. Estaba en mi casa en el pueblo, aquí, en Vauville. Cada día iba allí a llorar. Y luego un día dejé de ir. Escribo debido a esa capacidad mía para mezclarme con todo, a todo, a esa capacidad para estar en ese campo de la guerra, en ese teatro vacío de la guerra, en el desarrollo de esta reflexión, y ahí en el desarrollo que gana terreno a la guerra, muy lentamente, la pesadilla en curso de esa muerte del joven niño de veinte años, en ese cuerpo muerto del niño inglés de veinte años de edad, muerto con los árboles del bosque normando, de la misma muerte, ilimitada. Esta emoción se extenderá más allá de sí misma, hacia el infinito del mundo entero. Durante siglos. Y luego un día: en toda la tierra se comprenderá algo como el amor. De él. Del niño inglés muerto a los veinte años por haber jugado a la guerra contra los alemanes en este bosque monumental, tan hermoso, se dirá, tan antiguo, secular, incluso encantador, sí, eso es: encantador es la palabra. Se debería poder hacer cierta película. Una película de insistencias, de miradas retrospectivas, de reinicios. Y luego abandonarla. Y filmar también este abandono. Pero no se hará, ya se sabe. Nunca se hará. ¿Por qué no hacer una película de lo que se desconoce, de lo que aún se desconoce? No tengo nada entre manos, nada en la cabeza para hacer esa película. Y es en lo que más he pensado este verano, aquí. Porque, con todo, esa película sería una película de la idea inalcanzable y loca, una película sobre la literatura de la muerte viva. La escritura de la literatura, ésa es la escritura que plantea un problema a cada libro, a cada escritor, a cada uno de los libros de cada escritor. Y sin ella no hay escritor, ni libro, nada. Y de aquello parece que puede decirse otro tanto, que de aquel asunto quizá ya no quede nada. El derrumbamiento silencioso del mundo habría empezado aquel día, el del acontecimiento de esa muerte tan lenta y tan dura del joven inglés de veinte años en el cielo del bosque normando, ese monumento de las costas atlánticas, esa gloria. Esta noticia, este simple suceso, esta misteriosa noticia, se había introducido en la cabeza de la gente aún viva: en el primer silencio de la tierra se habría alcanzado un punto sin retorno. Se supo que en lo sucesivo sería inútil seguir esperando. Por todas partes sobre la tierra y a partir de ese único motivo de un niño de veinte años, de ese joven muerto de la última guerra, el olvidado de la última guerra de la primera edad. Y luego un día, no habrá nada que escribir, nada que leer, sólo existirá lo intraducible de la vida de ese muerto tan joven, joven hasta aullar.