miércoles, 6 de junio de 2007

Robert Graves

Ulises


Según la Odisea, poema que muestra a Ulises bajo una luz diferente, primero partió hacia Tracia después de dejar Troya. Allí saqueó y quemó la ciudad de Ismaros. Un sacerdote de Apolo, cuya vida se comprometió a guardar le dio como agradecimiento muchas jarras de vino dulce, la mitad de las cuales se las bebieron sus hombres en un almuerzo en la playa. Algunos habitantes de Tracia, que vivían en el interior, vieron llamas elevándose de Ismaros y como venganza cargaron sobre los marineros borrachos. Ulises embarcó a la mayoría de ellos otra vez, aunque tuvo que abandonar a los muertos y a los heridos de gravedad. Entonces, un violento vendaval del noreste llevó a su flota por el mar Egeo hacia Citera, una isla en la punta más meridional de Grecia. Aprovechando una calma repentina, hizo que sus hombres remaran e intentaron doblar Citera, dirigiéndose hacia el noroeste, hacia Itaca, pero el vendaval soplaba con mayor furia que antes y duró nueve días.
Cuando al final cesó, Ulises se encontró a la vista de Sirinx, la isla de los lotófagos, frente a la costa norteafricana. El loto es una baya dulce, sin hueso, amarilla y bastante saludable, aparte de que quien la come pierde la memoria. Ulises desembarcó en Sirinx y, mientras llenaba las tinajas de agua, envió a tres exploradores para que comprobaran qué comida podía comprarse o cogerse. Los exploradores, después de haber comido unos cuantos lotos ofrecidos por los simpáticos nativos, olvidaron, inmediatamente, dónde estaban, por qué habían ido allí e, incluso, sus propios nombres. No querían nada más que pasar el resto de sus vidas allí, comiendo lotos.
Ulises se dirigió hacia el norte hasta que llegó a la fértil, pero deshabitada isla de Sicilia, llena de cabras salvajes, algunas de las cuales mató para comérselas. Después tomó una sola nave para explorar la costa por el otro lado. Esta era la tierra de los feroces cíclopes, u ojos-redondos, llamados así porque todos tenían un deslumbrante ojo en medio de la frente. Los cíclopes eran pastores gigantes y huraños, que vivían apartados los unos de los otros en cuevas excavadas en la roca. Ulises y sus compañeros vieron la entrada de una de estas cuevas, alta y cubierta de hiedra, detrás de un corral de ovejas. Entraron sin darse cuenta de que era la casa de Polifemo, un cíclope antropófago. Al ver que no había nadie, encendieron un fuego, mataron y asaron algunos cabritillos que rondaban por allí, acompañándolos con queso de algunas cestas que colgaban de las paredes, y comieron felizmente. Hacia la tarde, Polifemo llegó, condujo su rebaño hacia la cueva y cerró la entrada con una piedra tan enorme que ni treinta pares de bueyes apenas podrían haberla movido. Algunos minutos después, cuando Polifemo se sentó a ordeñar las ovejas y las cabras, levantó la mirada y vio a Ulises.
-¿Qué se os ofrece? -preguntó bruscamente.
-Somos griegos, recién llegados del famoso saqueo de Troya -respondió Ulises-, y confiamos en tu hospitalidad.
Polifemo cogió inmediatamente a dos marineros, estampó sus cabezas contra el suelo de piedra y se los comió crudos. Ulises se contuvo para no atacar al monstruo, puesto que ni él ni sus compañeros eran lo suficientemente fuertes para desbloquear la entrada, poca esperanza podían tener en escaparse matándole. A la hora del desayuno Polifemo se comió a dos marineros más, después quitó la piedra haciéndola rodar, sacó el rebaño y volvió a poner la piedra en su sitio.
Ulises encontró una estaca verde de olivo, afiló uno de sus extremos con la espada y la escondió bajo un montón de excrementos de oveja. Aquella tarde, a su vuelta, Polifemo volvió a comerse dos marineros más. Ulises, que había traído una bota de vino, le ofreció un tazón. El monstruo se lo bebió con gula, pues nunca antes había probado el vino, y pidió otro.
-¿Cómo te llamas? ~preguntó.
-Me llamo Nadie -contestó Ulises, escanciándole vino.
~¡Entonces prometo comerte el último, querido Nadie! Me gusta tu vino. ¡La próxima vez échame el doble!
Pronto cayó en el sueño de los borrachos. Ulises prendió fuego en el extremo afilado de su estaca y lo clavó en el ojo de Polifemo, retorciéndolo. El ojo estalló, Polifemo gritó, y los demás cíclopes, al oír el bullicio, se agruparon fuera de la cueva.
-¿Qué pasa, vecino? -gritaron.
-¡Socorro! ¡Estoy ciego y agonizo! ¡Es culpa de Nadie! -respondió gritando.
-¡Pobre muchacho! Si no es culpa de nadie no hay nada que decir. ¡Adiós y, por favor, haz menos ruido!
Polifemo se arrastró hasta la entrada de la cueva a tientas, con la esperanza de coger a uno o dos marineros, pero la luz del fuego les ayudó a esquivarle.
Al alba, Ulises ató a cada uno de sus compañeros boca arriba, bajo la barriga de una oveja, la que estaba en medio de tres.
-Ponedías en fila cogiéndolas por la lana -ordenó.
El mismo Ulises eligió el carnero mayor y, cuando Polifemo sacó el rebaño a pastar, palpándoles los lomos para asegurarse de que nadie las montaba, se acurrucó bajo ese carnero, colgando de los dedos de las manos y de los pies. Polifemo detuvo al gran carnero y le habló larga y tristemente, sin darse cuenta de lo cerca que estaba su enemigo. Así que Ulises y los marineros supervivientes escaparon y subieron todo el rebaño a bordo de su nave. Cuando partieron, burlándose a gritos, Polifemo les lanzó tres rocas inmensas, pero ninguna acertó.
Entonces, Ulises se dirigió, pasando por Sicilia, a la isla del rey Eolo, el guardián divino de los vientos. Allí fue amablemente atendido durante un mes; después del cual Eolo le dio una bolsa de cuero cerrada con hilo de plata.
-He encerrado a todos mis vientos en esta bolsa -dijo-, excepto el suave viento del oeste. El te llevará a través del mar hasta Itaca. Pero si cambias tu rumbo, abre la bolsa con cuidado y convoca al viento que necesites.
La nave estaba tan cerca de Itaca que se podía ver el humo que salía de los fuegos del palacio real, cuando Ulises se durmió, absolutamente exhausto. Sus hombres, que pensaban que la bolsa de cuero contenía vino, desataron el hilo de plata y la abrieron del todo. Los vientos salieron de golpe bramando, conduciendo la nave ante ellos. Había transcurrido menos de una hora cuando Ulises se encontró de nuevo en la isla del rey Eolo, disculpándose y suplicando más ayuda. Eolo se la denegó.
-¡Usa tus remos! -gritó secamente.
Los hombres de Ulises remaron y al día siguiente llegaron a Formia, un puerto italiano cerrado y habitado por los caníbales lestrígonos. Atracó su flota en la playa y mandó a algunos marineros a buscar agua. Pero, reunidos sobre los acantilados, los lestrígonos lanzaron piedras que hicieron pedazos sus naves.Después asesinaron y se comieron a la tripulación. Ulises escapó en una nave.
Un violento vendaval del sur le condujo después hasta el final del mar Adriático y tomó tierra en Eea, una pequeña isla gobernada por la diosa Circe. Cuando el amigo de Ulises, Euríloco, se llevó a un grupo de veinte hombres a tierra, Circe les invitó a todos a su palacio. Lobos y leones rondaban por el jardín. Para sorpresa de Euríloco, en lugar de atacar a los marineros, se alzaban sobre sus patas traseras y les acariciaban cariñosamente.
Circe ofreció a sus visitantes un buen banquete, que consistía en queso, pan de cebada, miel y vino; pero estaba drogado. Habían comido sólo unos pocos bocados cuando ella les golpeó en los hombros con su varita. Se convirtieron en cerdos que encerró en una sucia pocilga, y les lanzó bellotas como postre. Aquellos leones y lobos también eran hombres, encantados del mismo modo. Sólo Euríloco escapo: había temido alguna trampa y, en vez de entrar en palacio, observó desde una ventana.
Ulises cogió su espada y se apresuró al rescate. Por el camino se encontró con Hermes, que amablemente le dio un amuleto contra la magia de Circe: una flor blanca muy aromática con una raíz negra, llamada «hierba de vida».
Circe sirvió a Ulises el mismo tipo de comida, perocuando agitó su varita para transformarle, Ulises olió la flor de la hierba de la vida, se salvó y la amenazó con cortarle la cabeza. Circe cayó a sus pies llorando. Ulises le perdonó la vida con la condición de que devolviera a todos los animales su forma humana y que nunca volviera a usar tan terribles encantos. Se hicieron muy amigos y pasaron tres años juntos como marido y mujer.
Circe ayudó a Ulises a visitar el mundo subterráneo de las tinieblas, donde él intercambió noticias con los fantasmas de Agamenón, Aquiles y otros viejos camaradas (sólo el gran Áyax frunció el ceño y se marchó enfadado). Entonces, Ulises dijo adiós a Circe, prometiéndole que volvería pronto, y zarpó hacia el sur, hacia Itaca. Circe le advirtió sobre la isla de las sirenas. Las sirenas eran mitad pájaro, mitad mujer, y cantaban tan maravillosamente que los marineros que oían sus voces siempre intentaban ir tras ellas, pero sus naves chocaban contra las rocas ocultas que guardaban la orilla. Ulises tapó las orejas de sus marineros con cera e hizo que le ataran al mástil para poder escuchar las canciones de las sirenas cuando la nave pasara por allí.
-¡Desatadme -gritó-, u os mataré uno por uno!
Ya que los marineros no podían oír ni a las sirenas ni a Ulises, obedecieron su primera orden de atarle aún más fuerte al mástil. Su nave pudo así escapar del desastre, y las sirenas se suicidaron ofendidas.
Entonces, Ulises tuvo que navegar entre dos acantilados que separaban Italia de Sicilia. En el lado siciliano vivía Caribdis, un monstruo que bebía enormes cantidades de agua tres veces al día y que después, de repente, la escupía en forma de remolino. En el lado italiano vivía Escila, una perra de seis cabezas que comía marineros. Alejándose poco a poco de ella para evitar el mayor peligro de Caribdis, Ulises perdió una cuarta parte de la tripulación: Escila emergió y atrapó a dos marineros con cada par de mandíbulas y los devoró tranquilamente.
Al día siguiente, atracó en Sicilia para esperar un viento favorable, pero las provisiones de Circe ya se habían acabado y los marineros tenían hambre. Mientras Ulises dormía, mataron y asaron algunas vacas que pertenecían al dios del sol, Hiperión, que se quejó a Zeus todopoderoso. Cuando partieron de nuevo, Zeus lanzó su rayo sobre la nave y la hundió.
Todos se ahogaron, excepto Ulises. Se agarró al mástil partido y, después de nueve días a la deriva, fue arrojado a la orilla de la isla de Calipso, hambriento y casi muerto.
Calipso, una hermosa hechicera, se enamoró enseguida de Ulises, y lo retuvo cinco años más. El se cansó pronto de su compañía, al no haber nadie más por allí, y miraba el horizonte durante todo el día sentado tristemente en la orilla. Al final, Zeus envió una orden que Calipso no se atrevió a desobedecer: «¡Libera al rey Ulises!». Ella fue a buscar un hacha, una sierra y otras herramientas que tenía en un escondrijo y le dijo que construyera una balsa con troncos de árbol. Cuando la finalizó, Ulises le dio a Calipso un beso de despedida, puso comida a bordo, arrastró la balsa haciéndola rodar sobre troncos, se hizo a la mar y fue llevado por una suave brisa. No había recorrido una gran distancia cuando una inmensa ola volcó la balsa. Ulises nunca llegó a descubrir a qué dios tenía que culpar por este desastre.
Dos días después fue arrastrado hasta la orilla, desnudo, cerca de Drépane, en Sicilia, donde la encantadora princesa Nausicaa había llevado a sus muchachas a lavar la ropa a la boca de un río. Mientras jugaban juntas en su descanso del mediodía, la pelota fue a parar al agua, cerca de un bosquecillo detrás de donde Ulises estaba oculto. Las muchachas gritaron
cuando apareció Ulises, pero Nausicaa le prestó ropa y se lo llevó al palacio de su padre, el rey Alcinoo. Después de escuchar el relato, no muy fiel, de las aventuras de Ulises, Alcinoo le envió a Itaca en una buena nave. Una vez más, al ver su propia isla, Ulises se durmió.
Los marineros no se atrevieron a despertar a Ulises; en vez de eso, le dejaron echado en la playa y se marcharon. Atenea le despertó, disfrazada de pastorcillo, y Ulises se hizo pasar por un cretense al que habían desembarcado en contra de su voluntad. Atenea se río.
- Nunca mientas a una diosa! -dijo ella-. Si quieres hacerme caso, visita a Eumeo, tu viejo porquerizo, y oirás las últimas noticias. Puedes fiarte.
Ulises se dio a conocer, debidamente, a Eumeo y supo que ciento doce insolentes nobles jóvenes estaban cortejando a su esposa Penélope y organizando fiestas cada día en el palacio a sus expensas.
-Amenazan con quedarse hasta que ella decida con cuál se va a casar -explicó Eumeo-. Pero la reina Penélope sabe por un oráculo que volverás pronto, así que ella está haciendo tiempo. Dijo a sus pretendientes que tenían que esperar hasta que acabara un complicado bordado. Aunque trabaja todo el día, deshace los puntos por la noche, mes tras mes.
Vestido con harapos, como un pedigüeño, Ulises fue al palacio, y allí vio a Argos, su viejo perro de caza, acurrucado en un montón de estiércol, sucio, decrépito y atormentado por las pulgas, pero todavía vivo. Argos agitó la poca cola que le quedaba y murió feliz; Ulises se secó una lágrima. En el patio, caminó alrededor de las mesas, pidiendo a los pretendientes de Penélope que le dieran los restos de la comida. Nadie le ofreció nada; uno incluso le lanzó un taburete a la cabeza. Entonces, Iros, un pedigüeño de verdad, intentó echarlo y, cuando se negó, le desafió a un combate de boxeo, pero quedó derrotado con un solo golpe.
Mientras tanto, el hijo de Ulises, Telémaco, volvía de un viaje. Al detenerse en la tienda de Eumeo, supo que los pretendientes estaban planeando matarle y que su padre acababa de llegar disfrazado. Pronto, los tres se reunieron y planearon cómo castigar a los pretendientes. Cuando Ulises visitó a Penélope, ella no le reconoció, así que él le explicó una larga historia acerca de que había encontrado a su marido de camino al oráculo de Zeus en Dodona.
-Estará aquí dentro de pocos días -dijo Ulises.
Penélope le escuchó ansiosamente y ordenó a Euriclea, una sirvienta muy anciana que había sido la niñera de Ulises, que lavara los pies del noble forastero. Cuando Penélope salió de la habitación, Euriclea reconoció una cicatriz de su pierna y lanzó un grito de alegría, pero Ulises la agarró por el cuello y la hizo callar, pues no estaba seguro todavía de si Penélope era digna de confianza.
A la tarde siguiente, por advertencia de Telémaco, Penélope anunció a los pretendientes que se casaría con el que acertara a lanzar una flecha por los aros de doce hachas puestas en fila (estos aros se usaban para colgar las hachas en las paredes). Todos debían disparar con el propio arco de Ulises, dijo ella.
Todos quisieron tensar el arco, que estaba tan rígido por haber estado doce años en desuso que ninguno pudo hacerlo. Finalmente, Ulises, a pesar de las muchas protestas y de los groseros insultos, cogió el arco, lo tensó con facilidad y su flecha traspasó limpiamente la hilera de aros.
Telémaco, que se había escabullido en silencio, volvió a entrar blandiendo una espada. Enseguida Ulises disparó al cuello al jefe de los pretendientes. Sus compañeros saltaron para coger las lanzas colgadas en la pared, pero Telémaco las había quitado de ahí la noche anterior. Las flechas de Ulises alcanzaban a los pretendientes a montones; y Telémaco, ayudado por Eumeo y otro sirviente de palacio armado, se deshizo del resto. Sólo después de todo esto, Ulises se dio a conocer a Penélope.
Estos mismos aguerridos hombres lucharon en una dura batalla al día siguiente contra los familiares de los pretendientes, y estaban cerca de conseguir una segunda victoria cuando Atenea descendió e impuso una tregua. Entonces, Ulises gobernó Itaca en paz hasta que murió.

Thomas Mann(Alemania,1875-1955)


Horas penosas Se levantó del escritorio, un mueble pequeño y frágil; se levantó como un desesperado y se dirigió con la cabeza colgante al ángulo opuesto de la habitación, donde estaba la estufa, alta y alargada como una columna. Puso las manos en los azulejos, pero se habían enfriado casi del todo, pues era ya muy pasada la medianoche; por lo que se arrimó de espaldas a la estufa, buscando un bienestar que no encontró, recogió los faldones de su bata, de cuyas solapas sobresalía colgando una descolorida pechera de encaje, y resopló con todas sus fuerzas por la nariz, para proporcionarse un poco de aire, pues, como de costumbre, estaba acatarrado. Era un catarro realmente singular y fatídico, que casi nunca le abandonaba totalmente. Tenía los párpados inflamados y los bordes de sus narices completamente escocidos, y en su cabeza y en todo su cuerpo este catarro le producía el efecto de una borrachera pesada y dolorosa. ¿O era que la culpa de toda esta laxitud y pesadez la tenía la enojosa permanencia en la habitación que el médico había vuelto a imponerle, hacía unas semanas? Sólo Dios sabe si hizo bien en mandárselo. El catarro crónico y los calambres de pecho y abdomen podían tal vez hacerlo necesario. Además, en Jena, reinaba un tiempo muy malo desde hacía varias semanas -sí, esto era cierto-, un tiempo miserable y abominable, que atacaba los nervios, un tiempo cruel, caliginoso y frío; y el viento de diciembre bramaba por el tubo de la estufa resonando como un eco del desierto nocturno en la tormenta, extravío y aflicción desesperada del alma. Sí, todo esto era cierto. Pero no era bueno este angosto cautiverio; no era bueno para las ideas ni para el ritmo de la sangre, del que manaban las ideas... Aquella habitación hexagonal, desnuda, sobria e incómoda, con su techo blanqueado, bajo el que flotaba el humo del tabaco, con sus paredes empapeladas de cuadriláteros en diagonal, de las que colgaban siluetas encuadradas en marcos ovalados, y sus cuatro o cinco muebles de patas delgadas, estaba iluminada por la luz de dos velas, que ardían en el escritorio, a la cabecera del manuscrito. Cortinas rojas colgaban por encima del bastidor superior de la ventana; no eran más que trapos, retazos de indiana aprovechados y combinados simétricamente; pero eran rojos, de un rojo cálido y sonoro, y a él le gustaban y quería conservarlas siempre, porque aportaban un poco de lujuria y voluptuosidad en medio de la pobreza y austeridad absurdas de su habitación... Estaba junto a la estufa y miraba, con un parpadeo acelerado y dolorosamente forzado, hacia el otro lado de la habitación, la obra de la que había huido: este peso, este agobio, este tormento de la conciencia, este mar que había que apurar, esta misión terrible, que era su orgullo y su miseria, su cielo y su condenación. Esta obra se arrastraba, se paraba, se atascaba... ¡una y otra vez! El tiempo tenía la culpa, y su catarro y su fatiga. ¿O quizás era la obra la culpable? ¿O acaso el trabajo en sí, era una concepción desgraciada y destinada a la desesperación? Se había levantado para poner un poco de distancia entre la obra y él, pues a menudo la lejanía física del manuscrito hacía que uno se formara una idea de conjunto, una nueva visión del asunto, y pudiera tomar nuevas providencias. Sí, había casos en que, si uno se apartaba del lugar de la lucha, el sentimiento de desahogo producía un efecto entusiasmador. Y era éste un entusiasmo más inocente que el que provocaba el licor o el café negro y cargado... La jícara estaba sobre la mesita. ¿Y si ella le ayudara a salvar este obstáculo? ¡No, no, nunca más! No era únicamente el médico; hubo otra persona, un hombre de prestigio, que le había disuadido también de la bebida por prudencia: era el otro, el de allí, de Weimar, al que él quería con una amistad nostálgica. Éste era sabio. Sabía vivir y crear; no se maltrataba a sí mismo; tenía mucha consideración con su propia persona... En la casa reinaba el silencio. Sólo se oía al viento roncar allá abajo, en las callejuelas de la ciudadela, y la lluvia al repicar en las ventanas, impulsada por el viento. Todos dormían: el hostelero y los suyos, Lotte y los niños. Sólo él velaba junto a la estufa fría, mirando con angustiosos parpadeos la obra en que su insaciabilidad enfermiza no le permitía creer... Su cuello blanco sobresalía larguirucho de la camisa, y por entre el faldón de su bata aparecían sus piernas, torcidas hacia dentro. Su pelo rojizo estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y delicada - formaba sobre las sienes dos entradas, cruzadas por venas incoloras - y cubría las orejas de delgados rizos. Junto al arranque de la nariz, gruesa y aguileña, que terminaba bruscamente en una punta blanquecina, se reunían unas cejas recias, más oscuras que el pelo de la cabeza, lo cual confería a la mirada de sus ojos hundidos e irritados una expresión trágica. Obligado a respirar por la boca, abría sus delgados labios, y sus mejillas, pecosas y descoloridas por el aire enrarecido, enflaquecían y se hundían... ¡No, era un fracaso, y todo era inútil! ¡El ejército! ¡El ejército hubiera tenido que ser expuesto en su obra! ¡El ejército era la base de todo! Puesto que no podía tenerlo a la vista, ¿se podía concebir un arte tan fantástico que lo impusiera a la imaginación? Y el héroe no era héroe, ¡era innoble y frío! La inspiración era falsa, la lengua era falsa, y no era más que un curso de historia árido, sin entusiasmo, prolijo y sobrio y perdido para el teatro. Bien, se acabó. Una derrota. Una empresa malograda. Bancarrota. Quería explicárselo a Korner, al bueno de Korner, que creía en él, que tenía una confianza casi infantil en su genio. Se mofaría, suplicaría, pondría el grito en el cielo... su amigo; le recordaría al Don Carlos, que había surgido también de dudas, fatigas y transformaciones, y que, al fin, tras toda clase de tormentos, como algo insigne a partir de entonces, demostró ser una obra gloriosa. Pero aquello fue distinto. Entonces era todavía el hombre capaz de agarrar una cosa con mano venturosa y forjarse la victoria. ¿Escrúpulos o luchas? ¡Oh, sí! Y había estado enfermo, mucho más enfermo que ahora, hambriento, prófugo, Desmembrado del mundo, oprimido y pobrísimo en lo humano. ¡Pero joven todavía, muy joven! Cada vez que se hallaba desfallecido, su espíritu se había sentido impulsado ágilmente hacia lo alto, y tras las horas de pesadumbre habían venido las de la fe y el triunfo interior. Pero éstas ya no habían vuelto, apenas si habían aparecido una vez más. Una noche de espíritu inflamado, en que uno se sentía envuelto de repente en una luz y llegaba a ser genialmente apasionado; cualquiera que fuese la noche, en que a uno le era dado disfrutar siempre de tal merced, una sola de estas noches tenía que ser pagada con una semana de tinieblas y entumecimiento. Era un hombre fatigado; aún no tenía treinta y siete años y ya estaba acabado. Ya no tenía aquella fe en el futuro, que había sido su estrella en la miseria. Así era, ésta era la verdad desesperada: los años de estrechez y nulidad, que él había tenido por años de sufrimiento y prueba, en realidad habían sido ricos y fructuosos; y ahora que gozaba de un poco de felicidad, que había salido de la piratería del espíritu y entrado en una justa legalidad y en la sociedad civil (tenía un cargo y una reputación, mujer e hijos) ahora estaba exhausto y acabado. Fracaso y descorazonamiento: era todo lo que le quedaba. Gimió, apretó las manos ante los ojos y echó a andar por la habitación como un animal acosado. Lo que en aquellos precisos instantes pensó era tan terrible, que no pudo permanecer en el lugar donde le vino aquel pensamiento. Se sentó en una silla junto a la pared, dejó caer sus manos juntas entre las rodillas y miró tristemente los maderos del suelo. La conciencia... ¡Qué gritos tan agudos profería su conciencia! Había faltado, había pecado contra sí mismo durante todos aquellos años, contra el delicado instrumento de su cuerpo. Los excesos de su ardor juvenil, las noches pasadas en vela, los días entre el aire viciado por el humo del tabaco, excesivamente preocupado del espíritu y despreocupado del cuerpo, las borracheras con las que se estimulaba para trabajar..., todo, todo esto tomaba ahora su desquite. Y puesto que todo se vengaba, quería él porfiar con los dioses, que inculpaban e infligían luego el castigo. Había vivido como había podido, no había tenido tiempo de ser juicioso, no había tenido tiempo de ser prudente. Aquí, en este lugar del pecho, cuando respiraba, tosía, bostezaba, este dolor siempre en el mismo punto, este pequeño aviso diabólico, punzante, perforador, que no enmudecía desde que, cinco años atrás, en Erfurt, cogió aquella fiebre catarral, aquella tuberculosis pulmonar abrasadora..., ¿qué quería decir? En realidad, sabía muy bien lo que significaba... indiferente a lo que el médico pudiese o quisiese decir. No había tenido tiempo para tratarse con prudencia y miramiento, para economizar moralidad e indulgencia. Lo que quería hacer, debía hacerlo inmediatamente, hoy mismo, con rapidez... ¿Moralidad? Pero, ¿cómo fue que precisamente el pecado, la entrega a lo nocivo y consuntivo le pareciera, en último término, más moral que cualquier sabiduría y fría continencia? ¡No, no era eso lo moral: el cultivo despreciable de la buena conciencia, sino la lucha y la necesidad, la pasión y el dolor! Dolor... ¡Cómo ensanchaba su pecho esta palabra! Se desperezó, cruzó los brazos, y su mirada, bajo las cejas rojizas, muy juntas una de la otra, se animó con una hermosa lamentación. No se era todavía desdichado, no se era totalmente desdichado en tanto existía la posibilidad de dar un nombre orgulloso y noble a su desdicha. Una cosa faltaba: ¡el valor necesario para dar a su vida un nombre grande y hermoso! ¡No reducir la aflicción a aire viciado y a estreñimiento! ¡Ser lo suficiente sano como para ser patético..., para poder sobreponerse a lo corporal y no sentirlo! ¡Ser ingenuo sólo en eso, y sabio en todo lo demás! Creer, poder creer en el dolor... Pero él creía realmente en el dolor, tan intensamente, tan entrañablemente, que nada de lo que sucedía entre dolores podía ser, a consecuencia de esta fe, ni inútil ni malo... Su mirada vaciló por encima del manuscrito, y sus brazos se estrecharon con más fuerza sobre el pecho... El talento mismo, ¿no era dolor? Y si el talento que estaba allí, aquella obra fatal, le hacía sufrir, ¿no era, pues, que estaba en regla?, ¿no era ya casi una buena señal? El talento nunca había brotado todavía a borbotones, y hasta que no lo hiciera, no surgiría realmente su recelo. Sólo brotaba en ignorantes y aficionados, en los contentadizos e indoctos, que no vivían bajo el apremio y la continencia del talento. Pues el talento, señoras y señores que os sentáis allá abajo en las plateas, el talento no es una cosa fácil, juguetona, no es un poder sin más ni más. En sus raíces es necesidad, un conocimiento crítico del ideal, una insaciabilidad, que no se labra su poder y no se acrecienta sin pasar por el martirio. Y para los más grandes, para los más insaciables el talento es la disciplina más rigurosa. ¡Nada de lamentaciones! ¡Nada de vanaglorias! ¡Pensar humildemente, pacientemente, en todo la que hay que sufrir! Y si ni un solo día de la semana, ni una sola hora del día estaba libre de sufrimiento.... ¿qué había que hacer? Menospreciar, desdeñar los agobios y los trabajos, las exigencias, las molestias, las fatigas... ¡esto era lo que hacía grande! Se levantó, abrió la cajita y tomó rapé ávidamente; cruzó las manos a la espalda y se puso a andar por la habitación con unos pasos tan impetuosos, que las llamas de las velas oscilaron con la corriente de aire que levantó... ¡Grandeza! ¡Conquista secular e inmortalidad del nombre! !Qué vale toda la felicidad de lo eternamente desconocidos frente a este destino? ¡Ser conocido..., conocido y amado por todos los pueblos de la tierra! ¡Charlad de egoísmo, los que no sabéis de la dulzura de este sueño y de esta premura! Egoísta es todo lo extraordinario en tanto sufre. ¡Tal vez vosotros mismos lo veis, vosotros que no tenéis ninguna misión, que os es tan fácil estar en el mundo! Y la ambición habla: ¿ha de existir en vano el sufrimiento? !Él debe hacerme grande ... ! Las aletas de su nariz estaban distendidas, su mirada era amenazadora y vaga. Su diestra había caído violenta y pesadamente en el revés de la bata, mientras que la izquierda colgaba cerrada. En sus enjutas mejillas había aparecido un rubor pasajero, una llamarada, emergida de la brasa de su egoísmo de artista, de aquella pasión por su propio Yo, que ardía inextinguiblemente en las profundidades de su ser. Conocía bien la embriaguez secreta de esta pasión. A veces, necesitaba sólo contemplar su mano, para llenarse de una dulzura exaltada por su propia persona, a cuyo servicio resolviera poner todas las armas del talento y del arte que le habían sido dadas. Tenía derecho a ello, nada era innoble. Pues, más profundo que este egoísmo anidaba en la conciencia el saber que estaba consumiéndose e inmolándose enteramente, a pesar de todo, al servicio de algo sublime, sin beneficio, ¡qué duda cabe!, pero obligado por una necesidad. Y en esto radicaba su ansia de emulación: en que nadie llegara a ser más grande que él, en que nadie sufriera más intensamente que él por este ideal. ¡Nadie... ! Seguía de pie, con la mano sobre los ojos y el cuerpo vuelto un poco hacia un lado, evasivo, huidizo. Pero en su corazón sentía ya el aguijón de este pensamiento inevitable, de este pensamiento hacia el otro, el luminoso, el beatífico, el sensual, el divinamente inconsciente, aquel de Weimar, al que quería con una amistad nostálgica... Y ahora de nuevo, como siempre, en profundo desasosiego, con premura y porfía, sentía nacer en sí la labor que seguía a estos pensamientos: afirmar y delimitar el propio ser y el propio arte frente a los del otro... ¿Era, entonces, él el más grande? ¿En qué? ¿Por qué? ¿Habría un sangriento "a pesar de todo" si él vencía? ¿Sería incluso su rendición una tragedia? Un dios, tal vez lo era..., un héroe, no. ¡Pero era más fácil ser un dios que un héroe ... ! Más fácil... ¡Para el otro era más fácil! Separar con mano sabia y afortunada el conocer y el crear: esto quería hacerlo serenamente, sin congoja, de modo pletóricamente fructuoso. Pero, si el crear era de dioses, el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, dios y héroe, aquel que creaba conociendo! La voluntad de lo difícil... ¿Podía tan sólo sospecharse cuánta continencia, cuánto vencimiento de sí mismo le costaba una sola frase, un simple pensamiento? Pues, en resumidas cuentas, era ignorante y poco ilustrado, un soñador abúlico y delirante. Era más difícil escribir una carta de Julio que componer la mejor de las escenas..., ¿y no era, también por esto, casi lo más sublime ... ? Desde el primer impulso rítmico de arte interior hacia sustancia, materia, posibilidad de efusión, hasta el pensamiento, la imagen, la palabra, la línea..., ¡qué lucha!, ¡qué calvario! Milagros de anhelo eran sus obras: anhelo de forma, figura, límite, corporeidad, anhelo de llegar más allá, al mundo diáfano del otro, que, directamente y con boca divina, llamaba por su nombre a las cosas, inundadas de sol. Sin embargo, y a despecho de aquél, ¿dónde había un artista, un poeta igual que él? ¿Quién creaba, como él, de la nada, de su propio seno? ¿ o había nacido en su alma una poesía que era como música, como arquetipo puro del ser, mucho antes de que tomara prestados del mundo de las apariencias el parecido y el ropaje? Historia, filosofía, pasión: medios y pretextos - nada más que eso - para algo que poco tenía que ver con ellos, que tenía su patria en profundidades arcanas. Palabras, ideas: sólo eran teclas que su arte creaba para hacer vibrar una melodía secreta.,. ,Se sabía esto? La gente buena le aplaudía por la fuerza de expresión con que él pulsaba esta o aquella cuerda. Y su palabra predilecta, su énfasis postrero, la gran campana con la que llamaba al alma a las fiestas más sublimes, seducía a muchos de ellos... Libertad... Probablemente, él entendía por libertad ni más ni menos lo mismo que ellos, cuando ellos se alborozaban. Libertad... ¿Qué significaba? ¿No sería un poco de dignidad como ciudadanos ante los tronos de los príncipes? ¿Podéis imaginaros todo lo que un espíritu se expone a decir con esta palabra? ¿Libertad de qué? ¿Libertad de qué, en último término? Tal vez, incluso de la felicidad, de la felicidad humana, esta cadena de seda, esta carga suave y dulce... Felicidad... Sus labios temblaban. Era como si su mirada se volviera hacia dentro; y su rostro se hundió lentamente en las manos... Estaba en el dormitorio. De la lámpara manaba una luz azulina, y la cortina floreada ocultaba la ventana con sus quietos pliegues. Estaba de pie junto a la cama, se inclinó sobre la dulce cabeza que se reclinaba en la almohada... Un rizo negro se ensortijó en la mejilla, que brillaba con la palidez de las perlas, y aquellos labios infantiles se abrieron en un sueño ligero... ¡Mi mujer! ¡Querida! ¿Seguiste mi deseo y viniste a mí para ser mi felicidad? Eres tú, ¡calla! ¡Y duerme! ¡No abras ahora estas pestañas dulces, de sombras alargadas, para contemplarme tan grande y oscuro cual fui otras veces, cuando preguntabas y me buscabas! ¡Dios mío, Dios mío, cuánto te amo! Sólo a veces no puedo hallar mis sentimientos, porque a menudo estoy muy fatigado por el sufrimiento y la lucha con la tarea que mi propio Yo me impone. Y no puedo ser demasiado tuyo, no puedo ser enteramente feliz en ti, a causa de mi misión... La besó, se separó del calor agradable de su somnolencia, miró en torno a sí y se alejó. La campana le anunció cuán entrada era ya la noche, pero era como si, a la vez, anunciara benévolamente el fin de una hora penosa. Respiró, sus labios se cerraron con firmeza; echó a andar y empuñó la pluma... ¡Nada de cavilaciones! ¡Era demasiado profundo para tener que andar con cavilaciones! ¡No bajar al caos, o por lo menos no detenerse en él! Antes bien, sacar del caos, que es la plenitud, a la luz del día todo lo que está dispuesto y maduro para adquirir forma. No cavilar: !trabajar! Separar, suprimir, configurar, acabar... Y aquella obra de dolor se acabó. Tal vez no era buena, pero se acabó. Y cuando estuvo acabada, he aquí que entonces también fue buena. Y de su alma, cuajada de música y de idea, forcejearon por salir nuevas obras, creaciones sonoras y rutilantes cuya forma divina permitía vislumbrar la patria eterna, del mismo modo que en la concha marina silba el mar del que ha sido extraída.