sábado, 24 de marzo de 2007

Graham Greene

El inocente

Había sido un error el llevar allí a Lola, y lo comprendí desde el instante mismo en que descendimos del tren, en la pequeña estación pueblerina. En una tarde de otoño, uno se acuerda más de su niñez que en cualquier otra época del año, y el rostro vivo de mi acompañante y la maletita en la que pretendía llevarlo todo para la noche no armonizaban demasiado con el antiguo almacén de granos, situado al otro lado del canal, las luces que titilaban sobre la colina y los anuncios de una antigua película. Pero había dicho: Vámonos al campo, y el nombre de Bishop's Hendron fue el primero que acudió a mi cabeza. Nadie me conocería allí, y no se me había ocurrido que el pueblo fuera a recordarme tantas cosas.
Incluso el viejo portero despertó mis añoranzas.
-Habrá un coche a la entrada -dije a Lola.
Y efectivamente así era, aunque al principio no pude verlo, sumido en la contemplación de dos taxis. El lugar resurge de nuevo ante mi vista, pensé. Estaba todo muy oscuro, y la leve niebla otoñal y el olor de la hojarasca húmeda y del agua del canal me resultaban altamente familiares.
-¿Por qué has escogido este pueblo? -preguntó Lola-. Me parece muy triste.
Era inútil explicarle que a mí no me causaba semejante impresión, y añadir que la arena apilada junto al canal había estado siempre en aquel sitio. (Cuando tenía tres años creía que aquello era lo que otras personas llamaban playa.) Tomé el maletín, muy ligero como dije antes, y con el cual intentábamos más que otra cosa rodearnos de cierta atmósfera de respetabilidad, y nos pusimos en marcha. Atravesamos el puentecillo arqueado y pasamos ante el arruinado hospicio. Cuando tenía cinco años, vi cómo un hombre de mediana edad penetraba en él para suicidarse. Llevaba un cuchillo en la mano, y muchas personas lo perseguían por la escalera.
-Jamás creí que el campo fuese así -dijo Lola.
El hospicio constaba de varias alas, de fea construcción, semejantes a grises bloques de piedra, y nada más. Pero para mí era tan familiar como todo lo demás. Durante el camino me pareció estar escuchando deliciosos acordes.
Era preciso decir algo a Lola. No era culpa suya si no se hallaba allí como en su casa. Pasamos ante la escuela y la iglesia, y salimos a la antigua y amplia calle principal. Yo me sentía de nuevo como en mis doce años. De no haber venido, jamás habría podido saber que dicho sentimiento fuese tan fuerte, porque no recordaba aquella época de mi existencia como particularmente feliz o desgraciada. Fueron unos años rutinarios; pero ahora, con el olor de las fogatas y el frío que parecía levantarse de la propia humedad de las piedras, comprendí la causa que me conmoviera tanto. Lo que yo percibía no era otra cosa sino el olor de la inocencia.
-Hay una posada excelente -dije a Lola-. Nadie nos molestará en ella, ya lo verás. Cenaremos, beberemos un poco y nos acostaremos. Pero lo peor de todo era que no podía menos que desear hallarme solo. No había vuelto a aquel pueblo desde los días de mi infancia, y ello me había impedido comprobar lo bien que recordaba hasta sus menores detalles. Cosas que creía olvidadas, como los montones de arena, volvían a mí, acompañadas de sufrimiento y de nostalgia. Me hubiera sentido muy feliz aquella noche, deambulando en la noche otoñal, recogiendo sugerencias de esa época de la vida en la que, por desgraciados que nos sintamos, no dejamos de confiar en el mañana. No sería igual volver en otra ocasión, porque entonces se interpondría el recuerdo de Lola, y ésta no significaba absolutamente nada para mí. Nos habíamos conocido el día antes en un bar, y los dos simpatizamos. Lola era una chica agradable, pero no cuadraba en aquellos recuerdos. Debíamos haber ido a Maidenhead. También aquello era campo.
La posada no se hallaba exactamente en el lugar que había supuesto. Llegamos frente al Ayuntamiento. Habían construido un nuevo cine con cúpula morisca y un café con garaje. Había olvidado también aquella vuelta a la izquierda, por una colina empinada y llena de casitas.
-No creas que la carretera pasaba por ahí, en mis tiempos -dije.
-¿Tus tiempos? -preguntó Lola.
-¡Ah! Pero, ¿es que no te lo he contado? Nací aquí.
-¡Mira que traerme a tu pueblo! -exclamó Lola-. Creí que imaginabas cosas así tan sólo cuando eras pequeño.
-Sí -repuse, porque no era culpa suya.
Tenía razón. Lola usaba un perfume discreto y un tono de carmín muy bonito. Me estaba costando bastante dinero el haberla invitado. Cinco libras por ella, y además los billetes, las propinas, las bebidas... A pesar de todo, lo habría considerado dinero bien gastado de no encontrarnos en Bishop's Hendron.
Me detuve al llegar a la carretera. Algo pugnaba por perfilarse en mi cerebro. Pero jamás habría tomado forma de no haber sido porque, en aquel instante, una bandada de chiquillos descendió corriendo la colina y pasó bajo la brillante claridad de los faroles, gritando alegremente y expeliendo nubecillas de vapor. Todos llevaban bolsas de lona, algunas de ellas bordadas con sus iniciales, lucían sus mejores atavíos y parecían algo orgullosos. Las niñas formaban grupo aparte, como de costumbre, con sus cintas en el pelo y sus zapatos bien lustrosos. Creí percibir el suave tintineo de un piano, y, de improviso, todo volvió a mi mente con rapidez pasmosa. Regresaban de una clase de danza, igual a aquella a la que yo concurría. La casa, pequeña y cuadrada, se hallaba a medio camino de la colina, entre macizos de rododendros. Más que nunca, deseé verme libre de la presencia de Lola. No cuadraba en aquello. Pensé que algo faltaba al ambiente, y cierto sentimiento de dolor fue surgiendo desde lo más profundo de mi alma.
Bebimos varias copas en el bar, pero transcurrió más de media hora antes de que nos sirviesen la cena.
-Supongo que no querrás deambular por el pueblo -dije a Lola-. Si no te importa, saldré unos diez minutos para echar un vistazo al lugar. Estuvo de acuerdo. En el bar había un hombre, quizá maestro de escuela, que no deseaba otra cosa sino invitar a Lola a un trago. Podía notar cómo envidiaba mi suerte, cómo me consideraba afortunado por venir de la ciudad acompañado de una joven para pasar la noche en el pueblo.

Ascendí la colina. Las primeras casas eran todas nuevas, y experimenté cierto disgusto al contemplarlas. Ocultaban campos y verjas que debían haber permanecido como antes. Era como un mapa estropeado, cuyas distintas partes se han pegado entre sí, ocultando, al abrirlo, pedazos enteros. Pero, a mitad de camino, colina arriba, me encontré de pronto ante la escuela, tal como la conociera en otros tiempos. Quizás incluso continuara regenteándola la misma anciana profesora. La presencia de chiquillos exagera la edad de los mayores. En aquellos tiempos debió contar, a lo sumo, treinta y cinco años. Pude escuchar los acordes del piano. A lo que colegí, seguía la misma rutina de siempre. Los alumnos menores de ocho años, de seis a siete de la tarde. Los de ocho a trece, de siete a ocho. Abrí la verja y penetré en el jardín. Trataba de recordar.
No sé lo que la hizo volver a mí. Quizá fuese tan sólo el otoño, el frío, las húmedas hojas esparcidas por el suelo, más que el piano, de cuyo interior tantas tonadas diferentes habían salido durante mi niñez. El caso es que, de improviso, recordé a aquella muchachita con la misma nitidez como si la estuviera contemplando en una fotografía. Era un año mayor que yo; debía tener entonces ocho, y la quise con una intensidad como jamás he vuelto a sentir desde entonces. Nunca he cometido la equivocación de reírme del amor de los niños. Este posee una característica inevitable de separación, porque en ningún caso puede ser consumado. Desde luego, uno inventa historias de incendios, de guerras y de actos heroicos con los que se intenta aparecer valiente ante los ojos de ella; pero jamás se saca a relucir el matrimonio. Uno sabe, sin que nadie se lo diga, que tal cosa no puede ocurrir; pero no por eso se sufre menos. Recordé los juegos de la gallina ciega durante fiestas de cumpleaños, cuando vanamente traté de atraparla, disponiendo así de una excusa para estrecharla entre mis brazos; aunque sin conseguirlo jamás, porque siempre se me escabullía de entre las manos.
Durante dos inviernos, gocé de la ocasión una vez por semana. En efecto, tales días podía bailar con ella. Tuve un gran disgusto cuando cierto día me enteré de que iba a pasar a la clase de las mayores. También me quería, estaba seguro, pero jamás tuvimos ocasión de demostrarnos nuestro afecto. Concurría a sus fiestas de cumpleaños, y yo la invitaba a las mías; pero nunca salimos juntos de nuestras clases de baile. No creo que se nos ocurriera tan sólo; nos hubiera parecido demasiado extraño. Veíame precisado de marchar en grupo, con mis burlones compañeros, y ella se alejaba, rodeada de aquellas niñas revoltosas y chillonas.
Estaba tiritando en aquella fría niebla, y hube de levantarme el cuello del gabán. El piano tocaba un bailable de una antigua revista de C. B. Cochran. Me pareció haber recorrido un largo trecho tan sólo para encontrar a Lola al final de él. Existe algo en la inocencia que uno no se resigna nunca a perder. En la actualidad, cuando una chica me fastidia sólo tengo el trabajo de buscarme otra que la sustituya. En aquellos tiempos de mi niñez, consideraba lo mejor escribir apasionadas frases en un pedazo de papel y correr a esconderlas en algún lugar recóndito... ¡Qué raro! ¡Con qué nitidez me acordaba de todo! Una vez hablé a mi amiguita de aquel escondrijo, y estaba seguro de que, más tarde o más temprano, terminaría por encontrar mis amorosas cartas. Me pregunté en qué habrían consistido. En una edad tan temprana, uno no puede expresar gran cosa. Pero, aunque las frases resultaran insulsas, el dolor de escribirlas no era menor al que se experimenta después, en ocasiones parecidas. Recordé cómo, durante varios días, hurgué en el agujero, encontrando siempre el papelito. Luego, las lecciones cesaron, y probablemente al invierno siguiente todo quedó olvidado.
Al transponer la verja miré hacia el lugar en el que había existido mi escondrijo. En efecto, allí estaba. Introduje un dedo, y oculto en su lugar más íntimo, a salvo de las inclemencias del tiempo, y a pesar de los años transcurridos, el pedacito de papel se conservaba intacto. Lo extraje y procedí a desplegarlo. Luego encendí un fósforo. La llamita produjo una tenue claridad en aquella atmósfera neblinosa y húmeda, y a su luz percibí algo que me dejó petrificado. En el papel aparecía dibujada una escena aterradoramente sexual. No, no podía existir error. Mis iniciales aparecían bien claras, al pie del desmañado dibujo infantil, cuyos personajes eran un hombre y una mujer. Pero aquel descarado croquis despertó en mí menos recuerdos que las nubecillas de vapor que surgían de las bocas de los niños, sus bolsas de lona, las hojas mojadas y los montones de arena. No podía reconocerlo como mío. Igualmente hubiera podido ser trazado por un bribón cualquiera en la pared de un retrete. Todo cuanto mi mente evocaba era la pureza, la intensidad, el sufrimiento de mi amor por la pequeña.
Al principio sentí como si hubiera sido traicionado. Después de todo -me dije-, Lola no se encuentra aquí tan fuera de lugar como pensé al principio. Pero más tarde, aquella misma noche, cuando Lola se dispuso a dormir, empecé a comprender la profunda inocencia del dibujo. Era sólo ahora, tras treinta años de agitada vida, que aquella tosca pintura me parecía obscena.


Luis Gusmán
(Buenos Aires, 1944. Ultimos libros publicados en Alfaguara: Villa y Tennessee.) Graham Greene aclara -en la colección de cuentos El espía, en la que está incluido El inocente- que se decidió a publicarlos para hacerles conocer a los lectores una zona poco frecuentada de su obra: el cuento. Su disculpa de no haber practicado el género le permite ejercer su oficio con maestría sin caer en los gajes del oficio de cómo escribir un cuento. Desde la primera vez que leí El inocente me pregunté por qué ejercía tanto magnetismo sobre mí. Hoy tengo la posibilidad de ensayar una respuesta. En principio, lo enfático, que es propio de todo elogio, me hace considerar que la historia es casi perfecta, lo cual la vuelve más perfecta. La anécdota es simple: un hombre regresa al pueblo después de muchos años y, como suele suceder, se encuentra con otra cosa que la que esperaba. Desde el comienzo, el lector se entera de que el personaje está cometiendo un error. Sin embargo, ninguna consideración lo detiene, con lo cual la narración se va impregnando de cierto tono de inevitabilidad, a lo que se agrega la repetición de acontecimientos, lo cual le otorga al relato el matiz indeleble de la experiencia vivida.

Graham Greene
Autor de novelas memorables, como El americano impasible, tuvo una vida de aventuras y fuertes convicciones. Nació en 1904 en Berkhamsted, Reino Unido. Fue redactor jefe de Times desde 1926 hasta 1930, crítico de cine y director de la sección literaria del Spectator. Convertido al catolicismo en 1936, viajó a Liberia ese mismo año y luego partió a México. De los viajes, su trabajo diplomático y periodístico se fueron constituyendo las novelas: Historia de una cobardía (1929), Orient Express(1932), El poder y la gloria (1940), El revés de la trama (1948), El fin de la aventura (1951) y El americano impasible (1955).


miércoles, 21 de marzo de 2007

Fernando Pessoa


El Libro del Desasosiego FIRST ARTICLE Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los textos a la crítica mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía de los judíos a un montón dudoso de mitos, de leyendas y de mera literatura; y su crítica científica señaló gradualmente los errores, las ingenuidades salvajes de la «ciencia» primitiva de los evangelios; y, al mismo tiempo, la libertad de discusión, que sacó a pública discusión todos los problemas metafísicos, arrastró con ellos a los problemas religiosos donde perteneciesen a la metafísica. Ebrias de algo dudoso, a lo que llamaron «positividad», esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y de tal choque de doctrinas sólo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no existir esa seguridad. Una sociedad indisciplinada así en sus fundamentos culturales no podía, evidentemente, ser otra cosa que víctima, en la política, de esa indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabía lo que era, de un progreso que nunca definió. Pero el criticismo ordinario de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el contentamiento con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las reglas de vivir humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó indiferente a nuestro espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados. En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación. 4 Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir. Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas a todas. Nosotros perdimos ésta, y también las otras. Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la formula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso. Sin ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener ilusiones. Viviendo de nosotros mismos nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin esperanza no tenemos propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha. Unos de nosotros se estancaron en la conquista necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo sentido, sin la conciencia del esfuerzo, sin la nobleza de la consecución. Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz, un origen divino en la conciencia. Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos vivos: morir, no nos aterraba, porque habíamos perdido la noción normal de la muerte. Pero otros, Raza del Final, límite espiritual de la Hora Muerta, no tuvieron el valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos, encerrados siempre, por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los cuatro muros de no saber hacer. 5 Envidio —pero no sé si envidio— a aquellos de quienes se puede escribir una biografía, o que pueden escribir la propia. En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi biografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, si nada digo en ellas, es que no tengo nada que decir. ¿Qué tiene alguien que confesar que valga o que sirva? Lo que nos ha sucedido, o le ha sucedido a otros no es mundo o sólo a nosotros; en un caso, no -es novedad, y en el otro no es cosa que sea comprendida. Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir. Lo que confieso no tiene importancia, pues nada tiene importancia. Hago paisajes con lo que siento. Hago fiestas de las sensaciones. Comprendo bien a las bordadoras gracias a la amargura, y a las que hacen punto de media porque hay vida. Mi tía vieja hacía solitarios durante lo infinito de la velada. Estas confesiones de sentir son solitarios míos. No los interpreto, como quien usase cartas para saber el destino. No los ausculto, porque en los solitarios las cartas no tienen propiamente valor. Me desenrollo como una madeja multicolor, o hago conmigo figuras de cordel, como las que se tejen entre los dedos estirados y se pasan de unos niños a otros. Sólo me preocupo de que el pulgar no estropee el lazo que le corresponde. Después, vuelvo la mano y la imagen resulta diferente. Y vuelvo a empezar. Vivir es hacer punto de media con una intención de los demás. Pero, al hacerlo, el pensamiento es libre, y todos los príncipes encantados pueden pasear por sus parques entre zambullida y zambullida de la aguja de marfil de pico al revés. Punto de ganchillo de las cosas… Intervalo… Nada Por lo demás, ¿con qué puedo contar conmigo? Una acuidad horrible de las sensaciones, y la comprensión profunda de estar sintiendo… Una inteligencia aguda para destruirme, y un poder de ensueño ávidamente deseoso de entretenerme… Una voluntad muerta y una reflexión que la arruIla, como a un hijo vivo. Sí, punto de ganchillo... 6 Encaro serenamente, sin nada más que lo que en el alma represente una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Calle de los Doradores, en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener lo que me dé para comer y beber, y donde vivir, y el poco espacio libre en el tiempo para soñar, escribir —dormir— ¿qué más puedo yo pedir a los Dioses o esperar del Destino? He tenido grandes ambiciones y sueños dilatados —pero también los tuvo el cargador o la modistilla, porque sueños los tiene todo el mundo: lo que nos diferencia es la fuerza de conseguir o el destino de conseguirse con nosotros. En sueños, soy igual al cargador y a la modistilla. Sólo me diferencia de ellos el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad mía que me diferencia de ellos. En el alma, soy su igual. Bien sé que hay islas del Sur y grandes amores cosmopolitas y (…) Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por un billete para [la] Calle de los Doradores. Tal vez mi destino sea eternamente ser contable y la poesía o la literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza. Sentiré añoranzas de Moreira, ¿pero qué son las añoranzas ante las grandes ascensiones? Sé bien que el día que sea contable de la casa Vasques y Cía. será uno de los grandes días de mi vida. Lo sé con una anticipación amarga e irónica, pero lo sé con la ventaja intelectual de la certidumbre. 7 El patrón Vasques. Siento, muchas veces, inexplicablemente, la hipnosis del patrón Vasques. ¿Qué es para mí ese hombre, salvo el obstáculo ocasional de ser el dueño de mis horas, durante un tiempo diurno de mi vida? Me trata bien, me habla con amabilidad, salvo en los momentos bruscos de preocupación desconocida en que no habla bien a alguien. Sí, ¿pero por qué me preocupa? ¿Es un símbolo? ¿Es una razón? ¿Qué es? El patrón Vasques. Me acuerdo ya de él en el futuro con la nostalgia que sé que he de sentir entonces. Estaré tranquilo en una casa pequeña de los alrededores de algo, gozando de un sosiego en el que no haré la obra que no hago ahora, y buscaré, para continuar el no haberla hecho, disculpas diferentes de aquella en que hoy me esquivo a mí mismo. O estaré internado en un asilo de mendigos, feliz por la derrota completa, mezclado con la ralea de los que se creyeron genios y no fueron más que mendigos con sueños, junto con la masa anónima de los que no tuvieron poder para triunfar ni renuncia generosa para triunfar al revés. Esté donde esté, recordaré con nostalgia al patrón Vasques, a la oficina de la Calle de los Doradores, y la monotonía de la vida cotidiana será para mí como el recuerdo de los amores que no tuve, o de los triunfos que no habrían de ser míos. El patrón Vasques. Veo hoy desde allí, como le veo hoy desde aquí mismo —estatura media, achaparrado, ordinario con límites y afectos, franco y astuto, brusco y afable—, jefe, aparte su dinero, en las manos peludas y lentas, con las venas marcadas como pequeños músculos coloreados, el pescuezo lleno pero no gordo, los carrillos colorados y al mismo tiempo tersos, bajo la barba oscura siempre afeitada a tiempo. Le veo, veo sus ojos de vagar enérgico, los ojos que piensan para dentro cosas de fuera, recibo la perturbación de su ocasión en que no le agrado, y mi alma se alegra con su sonrisa, una sonrisa ancha y humana, como el aplauso de una multitud. Será, tal vez, porque no hay cerca de mí una figura más importante que el patrón Vasques por lo que, muchas veces, esa figura vulgar y hasta ordinaria se me enreda en la inteligencia y me distrae de mí mismo. Creo que hay símbolo. Creo o casi creo que en alguna parte, en una vida remota, este hombre fue en mi vida algo mas importante que lo que es hoy. 8 ¡Ah, comprendo! El patrón Vasques es la Vida. La Vida, monótona y necesaria, dirigente y desconocida. Este hombre trivial representa la trivialidad de la Vida. El lo es todo para mí, por fuera, porque la Vida lo es todo para mí por fuera. Y, si la oficina de la Calle de los Doradores representa para mí la Vida, este segundo piso mío, donde vivo, en la misma Calle de los Doradores, representa para mí el Arte. Sí, el Arte, que vive en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio diferente, el Arte que alivia de la Vida sin aliviar de vivir, que es tan monótono como la misma Vida, pero sólo en un sitio diferente. Sí, esta Calle de los Doradores comprende para mí todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas, salvo el de que existan los enigmas, que es lo que no puede tener solución. 9 A veces, cuando levanto la cabeza aturdida de los libros en que escribo las cuentas ajenas y la ausencia de la propia vida siento una náusea física, que puede ser de inclinarme, pero que trasciende a los números y a la desilusión. La vida me disgusta como una medicina inútil. Y es entonces cuando siento con visiones claras lo fácil que sería alejarse de este tedio si tuviese la simple fuerza de querer alejarlo de verdad. Vivimos gracias a la acción, es decir gracias a la voluntad. A los que no sabemos querer —seamos genios o mendigos— nos hermana la impotencia. ¿De qué me sirve llamarme genio si soy ayudante de contabilidad? Cuando Cesário Verde hizo que le dijeran al médico qué era, no el señor Verde, empleado de comercio, sino el poeta Cesário Verde, se valió de uno de esos verbalismos del orgullo inútil que exudan el olor de la vanidad. Lo que siempre fue, pobrecillo, fue el señor Verde, empleado de comercio. El poeta nació después de su muerte, porque fue después de su muerte cuando nació la estimación por el poeta. Hacer, he ahí la inteligencia verdadera. Seré lo que quiera. Pero tengo que querer lo que sea. El éxito está en tener éxito, y no en tener condiciones para el éxito. Condiciones de palacio las tiene cualquiera en la ancha tierra, pero ¿dónde está el palacio si no lo hacen allí?

martes, 6 de marzo de 2007

Gabriel García Márquez

La siesta de los martes


El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvio a sentir la brissa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, habia oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y todavia no había empezado el calor.
-Es mejor que subas el vidrio-dijo la mujer-. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la ventana estaba bloqueada por el óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagon de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riuroso y pobre.
La niña tenia doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los páropados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con lla colimna vertebral firmemente apoyada ontra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenia la serenidad escruplosa de la gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misteriosos silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Despues fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre le esperaba para comer. Le dió un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una racion igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo en una llanura coarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
-Ponte los zapatos-dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vió nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dió la peineta.
-Péinate -dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabaó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
-Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora -dijo la mujer-. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminosos martes de agosto, resplandeción en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en calor. La mujer e y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo al lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construídas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle.
Buscando siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar.
-Necesito al padre -dijo.
-Ahora está durmiendo.
-Es urgente -insistió la mujer.
-Sigan -dijo, y acabó de abrir la puerta.
La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo.
-Que se les ofrece? -preguntó.
-Las llaves del cementerio -dijo la mujer.
-Con este calor -dijo-. Han podido esperar a que bajara el sol. La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
-Que tumba van a visitar? -preguntó.
-La de Carlos Centeno -dijo la mujer.
-Quién?
-Carlos Centeno -repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
-Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada -dijo la mujer en el mismo tono-. Yo soy su madre.
-De manera que se llamaba Carlos Centeno -murmuró el padre cuando acabó de escribir.
-Centeno Ayala -dijo la mujer-. Era el único barón.
-Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.
El parroco suspiró.
-Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
-Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar.
La mujer continuó inalterable:
-Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba tres días en la cama postrado por los golpes.
-Se tuvo que sacar todos los dientes -intervino la niña.
-Así es-confirmó la mujer-. Cada bocado que comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sabados a la noche.
-La voluntad de Dios es inescrutable -dijo el padre.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
-Esperen un minuto -dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana apareció en la puerta del fondo, con unachaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
-Qué fue? -preguntó el.
-La gente se ha dado cuenta -murmuró su hermana.
-Es mejor que salgan por la puerta del patio -dijo el padre.
-Es lo mismo -dijo su hermana-. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña siguió.
-Esperen a que baje el sol -dijo el padre.
-Se van a derretir -dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala-. Espérense y les presto una sombrilla.
-Gracias -replicó la mujer-. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.