miércoles, 4 de julio de 2018

El Niño C ( Córdoba, Argentina, 1981)



El árbol

El Niño C



I
El sol era intenso y los campos verdes hacia los confines. Sobre ellos, un árbol enorme. Delante de la casa. Los perros ladraban y se oían los chanchos gritar desde el chiquero. Ahora un sonido de cadenas y la visión se extiende siguiendo el oído: bajo el árbol, arrodillado y perdido, Juan está encadenado con un bozal al cuello y un par de esposas en las muñecas. Quiere correr, pero no puede. La sed le seca la boca y cree que el diablo lo quiere sumar a su legión de demonios. Cada tanto los oye hablar dentro de la casa, reírse con carcajadas siniestras. El cielo lo encandila y otra vez intenta arrancar la cadena del árbol. Forcejea, mientras el perro atado a la tranquera lo mira sentado y perdido. No puede zafarse, tironea, una y otra vez, y cae al suelo, exhausto. Siente un sabor extraño en la boca, tal vez azufre o incienso o… ¡Qué va! Y todo por haber pasado del Polaco y tomarse unas damajuanas. Siempre lo mismo. El diablo tienta y, después de que uno ha caído, lo castiga. Entonces, el árbol y la cadena y los golpes y este sudor ácido y helado que parece bañarlo, con esa sequía en la lengua.


II

—Te va a agarrar la Juana y te va a dar a vos —le dijo el Polaco.

—A mí no me manda nadie —respondió él y lo miró con los ojos brillosos.

Había gente en el boliche y las moscas revoloteaban sobre los vasos suspendidos en las mesas desportilladas y en el mostrador de madera podrida. El olor de la carne del chivo venía desde afuera y daban ganas, muchas ganas de comer. Llegó Francisco, después de tanto tiempo. Entró por el marco de la puerta que parecía la boca de una caldera. El vapor se veía subir afuera, detrás de su figura, que avanzaba. Cuando Juan lo vio, quiso dejar el vaso con vino, pero desistió. El otro ya lo había visto.

—Para no perder la costumbre —dijo Juan y levantó el vaso, burlándose.

—Yo no me río —respondió Francisco.

—Bueno, si sabés que me gusta. Es lo único en que todavía puedo darme el gusto.

Y se sentó a la mesa con él.

—¿Cuándo llegaste?

—Hace unas horas. Dejé las cosas en el hotel y me vine para acá…

—Sabés que podés venir a casa cuando quieras…

—Es mejor así.

—No, vos me podrías dar una mano…

—Sos terco, Juan. Siempre lo fuiste.

—¿Y vos no? Nunca me hiciste caso y te quedaste allá, con los viejos, en esa ciudad de mierda, cagados de hambre…

—No nos falta nada. Estoy trabajando en la escuela y con eso alcanza. Además, el viejo necesita estar allá.

—¿Cómo está ahora?

—Como siempre.

—Loco. Es raro esto, ¿no? Cuando vos quisiste volver, él se opuso. Y ahora, encerrado en un psiquiátrico está. A los gritos con eso de volverse a Italia.

—Por eso vine. Los viejos, me parece, deberían volver. Eso le haría bien a papá.

—¡Ah, claro! Ahora quieren volver. Después de que los echaron. Plata no tengo.

—Cierto; me había olvidado. Cuando se trata de los viejos, nunca tenés plata. Uno se olvida de tantas cosas… A veces, hasta de uno mismo…

—Sería bueno que vos y ellos se olvidaran de una buena vez de la bendita Italia.

—Todos los días lo hacemos. Si recordáramos a cada rato, nos… Por eso el viejo está así. Con un único recuerdo; una sola idea.

—De acá no me muevo. Tan mal no nos fue…

—No se trata de eso, Juan. El viejo extraña hablar el piamontés, mirar los globos volando en el aire cerca de las montañas…

—¡Basta! Puras boludeces. Sos vos el que quiere volver. El viejo está loco. No sabe lo que quiere.

La negativa cortó el olor del chivo, que ahora se metía enganchado con la cuchilla sobre una tabla que trajeron dos hombres. Lo pusieron sobre el mostrador y comenzaron a cortarlo. Se hace agua la boca y la disección se efectúa, perfecta, con movimientos nerviosos y precisos de brazos, detrás de los otros dos chivos, a punto de despedazarse y clavarse los cuernos de sus diferencias.


III

Por suerte hay sol, y este calor. Habrá buena cosecha durante el año. Los campos están verdes al costado del camino y la renoleta avanza. Es el retorno; Francisco estará durmiendo la siesta ya, piensa Juan. Y también que él no les va a dar ni un peso a los viejos, que, si quisieron irse a Rosario, por hacerse los artistas que se las aguanten. No hay retorno para ellos. Italia los expulsó con una mano atrás y otra adelante y todavía se les ocurre volver.

El vapor enturbia el parabrisas, pero se ven nítidamente el horizonte, los costados con la siembra y arriba el celeste cóncavo que brilla, intenso. Adelante, un punto que empieza a agrandarse, cambia de la abstracción geométrica a la figura humana y, luego, al Pascual, sentado sobre dos bolsas llenas. Le hace señas, como pidiendo que lo lleve, y Juan pisa la palanca de los frenos. El polvo del guadal se levanta y tapa la visión hasta dejar la renoleta como un rectangulito en el camino. Borrosa.

Enseguida, el Pascual abre la puerta y le pide que lo ayude a cargar los choclos que le sacó al Antonio para el puchero, que su hijo le había llevado el caballo y que se tuvo que venir en bicicleta; pero, cuando quiso cargar las dos bolsas, se cayó y quedó tirado de panza en el camino, que estaba esperando que pasara alguien para que lo ayudara.

—Que no te vea en mi campo porque te cago a tiros.

—Pero no… le saco a éste porque me debe un alambrado y no me lo pagó más.

—Ladrón que le roba a ladrón…

—Eso dicen. Dale, ayudame.

Y Juan baja de la renoleta. Hace más calor que antes; sobre todo, porque ya no hay viento que entre con el auto frenado. Toman las bolsas de las puntas y las meten en el baúl. Dicen algo que no se oye porque surge una bocanada de aire, ruidosa, y, ahora, suben. Pascual le mira los ojos y huele el aliento de boliche.

—Está fresco el aire, ¿no?

—Cargado, no fresco —responde Juan.

—Y, bueno… si no, la vida no se aguanta —entonces saca la petaca de whisky y le da un trago.

—No te olvides de los amigos, che.

Y tomaron. El sudor caía por los costados de la cara, recorría las orejas y bajaba dando unas vueltas por el cuello y después se deslizaba por la garganta, hasta el abdomen, donde moría absorbido por la camisa. Afuera, las cortinas de maíz cerraban el camino y, cada tanto, algún paraíso aparecía, extendiendo sus ramas en el cielo.

—¿Y Juana?

—Con los chicos. Cada vez más loca. Ahora se le ha dado por que duerma la siesta con las gallinas y todo para contrariarme.

—¿Cómo, así?

—¡Bah!, cosas de ella, que dice que no se me aguanta el aliento.

—¿Y vos no hacés nada? Mirá que, cuando empiezan así, se terminan yendo.

—Que se vaya; pero que no la encuentre…

—Callate; no te hagás; bien que la otra te agarra después y te tiene cortito…

—Cortitas las aspas; lo que es a mí, no me tiene nadie.

—¿Ni el diablo?

Juan pisa los frenos, de golpe.

—Bajate.

—Pero…

—Bajate —y lo empuja afuera del auto.

—¡Ni vos ni el diablo! —le grita mientras acelera.

Silencio. El hombre queda atrás, con las bolsas al costado del cuerpo. Desaparece del camino tras la nube de polvo. Juan bebe de la petaca y piensa en el árbol de la casa. El mediodía rompe con surcos de calor el camino. El auto se pierde en ellos. Ya no lo puedo imaginar.


IV

Hay una puerta cerrada. Es blanca, con manchas de humedad en la parte inferior, y permite la entrada en una casa de fachada modesta, perdida en la llanura con árboles. Las chicharras aturden. Adentro, una mesa. Cuatro platos, cubiertos y vasos. Una mujer camina alrededor, sirve huevos fritos y ensalada. Un bife a cada plato. Las manos comienzan a levantar los cubiertos, a cortar la carne que se llevan a la boca. Ahora vemos el rostro de Juan. Está hambriento y confuso. La mirada perdida. Los chicos lo miran. Dieciséis años cada uno, más o menos. Juan y Antonio, se llaman. Juana se sienta y empieza a comer. Los mira, también confusa, y agrega:

—Vino Francisco…

—Sí, ya sé. Lo vi en el boliche.

—Siempre lo mismo, ¿no? Cuando necesitan plata, vienen.

—Por lo menos, vienen.

—Para eso, que se queden. Yo no sé para qué estudió tanto. Se quiso quedar allá y ahora están muertos de hambre. Imagino que no les vas a dar plata.

—¿Y por qué no?

Contestó enojado. Los chicos se miraron. Dejaron de comer y se quedaron expectantes, como si estuviera a punto de comenzar una obra de teatro. Las cigarras aturden más, ahora con potencia.

—Hacé lo que quieras.

—Por supuesto, ¿quién creés que soy?

—Se nota que estuviste tomando otra vez.

—Algo tengo que disfrutar en esta vida.

—Eso sí. Pero ni se te ocurra acostarte en la cama con ese olor. Te vas afuera.

Ahora los chicos se toman de la mesa, a punto de levantarse. Nadie come. Las moscas revolotean y se posan en la ensalada y en los cubiertos. Las chicharras gritan en los árboles.

—A mí nadie me manda —y se pone de pie.

Juana hace lo mismo. Él se saca el cinturón y la insulta. Le recuerda que él la sacó de la calle, mugrienta; y ahora te venís a creer con derecho a decirme qué carajo hacer. Los chicos no mueven los párpados. Aprietan la mesa. El cinturón se desprende del pantalón y se levanta en el aire, hasta llegar al delantal de Juana y chocar y hundirse en su ropa. Las chicharras confunden. Los chicos se paran y le gritan viejo borracho, otra vez lo mismo, estamos cansados. El cinturón vuelve a chocar con la mujer. Las chicharras ensordecen. Antonio sujeta a Juan de los brazos y el otro Juan, su hijo, le pega un golpe cerrado en el abdomen. Lo arrastran por la habitación. Juana llora y dice que nunca se puede comer tranquila en esta casa. Los chicos cruzan la puerta con el otro desmayado por el golpe. Las chicharras rompen tímpanos. Ellos cruzan el patio. Cuando Juan recobra la conciencia, ve el árbol con las cadenas. Se acuerda del Pascual y entiende que contra el diablo no se puede, menos con sus demonios. Los odia y quiere escaparse, pero ya no podrá y, como siempre, deberá quedarse atado hasta que le tiemble la sangre sin el vino que lo mantiene vivo. Sí, vivo en medio de una legión de diablos que lo quiere unir a sus filas, sin reconocer que él es el dios que todo lo rige. ¡Herejes! Las chicharras se imponen al vapor. Las cadenas se mueven. El bozal al cuello y las esposas en las muñecas. Antonio le dice que ahora se queda ahí, atado como un perro. Como el perro, agrega Juancito, y la Juana llora desconsolada en la puerta. Las pupilas rojas. Te quedas ahí, quietito, le dice el demonio petizo en una lengua que él ya no entiende, pero que sabe que es italiano, el italiano de su viejo, por la sofocación, el golpe, el sol fortísimo, las chicharras que, ahora, se callan. El perro lo mira. La puerta se cierra. El árbol hace sombra y las cigarras vuelven a cantar mientras Juan no puede más y se duerme, seguro de que hasta el otro día, hasta que ya no tenga ni ese sabor ácido ni esa sequía en los labios… o no, hasta que la sequía sea tan insoportable que lo despierte. Las gallinas picotean alrededor.

Mariano Quirós ( Chaco, Argentina1979).

Cazador de tapires



Fui a Miraflores porque papá me lo pidió. Me mandó el mensaje con un colega —otro maestro rural— que se volvió a Resistencia porque ya no aguantaba el calor, la soledad y el olor de los indios. Eso me dijo el mismísimo maestro, y en ese orden.

—La vida allá es dura —agregó como justificándose, como si fuera un pecado hartarse del medio ambiente.

De papá yo no había tenido noticias en los últimos dos años. Consiguió las horas como docente en Miraflores y partió sin despedirse, ofendido con todos. “Todos” éramos mi madre y yo y la verdad es que ni a ella ni a mí la partida de papá nos movió un pelo. Nos enteramos un mes después y, para entonces, cualquier intento de comunicación hubiese sido en vano, quizá un motivo de pelea o discusión.

Pero ahora papá me mandaba a llamar: no quería pasar solo su cumpleaños.

Antes de llegar a Miraflores, el colectivo hizo paradas en Tres Isletas y en Castelli. Yo conocía muy poco el interior del Chaco, casi nada, y por la ventanilla del colectivo esas dos ciudades me parecieron horribles. La gente que bajó allí era gente muy pobre, gente de cara curtida y de ojos que miraban más allá, algo lejano, una vida un poco más amable. Pensé en Miraflores y me dispuse para lo peor.

Pero no me dispuse lo suficiente: apenas bajé del colectivo, me sentí mal, descompuesto y triste, todo a la vez. La gente que bajó conmigo también se veía mal. Miraflores era una réplica pequeña y precaria —aún más precaria— de Tres Isletas y Castelli.

Busqué a papá en medio de aquel páramo, pero no vi más que a un hombre macilento que me sonreía, aunque era muy difícil saber si la expresión en su cara era una sonrisa o una burla. El hombre tardó más de lo aconsejable en presentarse:

—Soy Orión —dijo—, su papá me mandó a buscarlo.

Mientras apretaba la mano de Orión, me dije que sólo en un lugar como Miraflores alguien podía llamarse así. Después nos subimos a una camioneta destartalada y en un par de minutos estuvimos internados en el monte. O en algo que para mí era como un monte.

Además de los ruidos que hacía la camioneta, Orión hablaba poco, rápido y mal, por lo que no me esforcé en buscarle conversación. Anduvimos un trecho bastante corto, pero aun así el calor y los olores que se levantaban de los asientos hicieron el paseo bastante sufrido. Recordé al maestro colega de papá, su hartazgo.

Cuando llegamos a lo que parecía el final del camino, Orión bajó de la camioneta y dijo algo que entendí como una invitación a seguirlo. Lo seguí, entonces, incómodo por el sudor y por la mochila llena de ropa que cargaba, muy coqueta para semejante espesura, absurda incluso.

La casa de papá no era lo que yo esperaba: flanqueada por dos enormes árboles —quebrachos, algarrobos, no sé qué árboles eran, pero eran enormes—, asomaba como una construcción más derruida que modesta. Desde afuera podías prever las carencias y las incomodidades, el aire sucio en cada rincón. Me impresionó que el piso de la casa fuera de tierra, ni un cemento, ni siquiera tablas de madera, nada trabajado que pisar.

Lo que había eran muchos animales: gallinas, pollos, chivos, perros, chanchos, todos mezclados, como si fueran de una misma especie. Al único que no se veía por ningún lado era a papá.

—Espérele nomás a su papá —dijo Orión—: fue a cazar un tapir.

Me llevó tiempo figurarme un tapir. Una vez que lo hice, pensé que tal vez Orión había querido hacer un chiste, un chiste raro, pero chiste al fin.

Si por fuera la casa hacía prever lo peor, por dentro lo confirmaba: era una sola habitación con dos catres dispuestos aquí y allá, unos bártulos de cocina y otros tantos enseres tirados a la buena de Dios. Y en el medio de todo, una computadora encendida. Semejante contraste me alegró y me llevó a la estupidez de preguntarle a Orión por la conexión a internet. Por suerte, Orión ni siquiera me oyó.

Dejé mi mochila y salí a dar un par de vueltas por los alrededores de la casa, pero el calor y las irregularidades del terreno —muchos arbustos pinchudos y muchos pozos— hicieron que el paseo durara poco. Al final saqué un libro de mi mochila y me senté a leer sobre un tocón, a una distancia prudencial de los animales domésticos.

Por haberme hecho una idea del campo, como mínimo, ingenua, me había traído sólo libros de poesía. No había modo de apreciar un verso de Juan Gelman o de Pizarnik en ese lugar. Otra vez me sentí estúpido y triste.

Orión se me acercó un rato después y me preguntó si necesitaba alguna cosita. De ser honesto, hubiese respondido que sí, que necesitaba estar en mi casa, en Resistencia, tranquilo en mi habitación. En cambio le dije que estaba muy bien como estaba. Orión se quedó a mi lado sin decir nada. Me miraba nomás.

Papá llegó un par de horas más tarde, justo cuando yo empezaba a pensar que me había equivocado, que yo no era la persona que Orión debía ir a buscar y que el padre que me esperaba era el padre de otro hijo.

La sensación, de hecho, se profundizó con la llegada de papá: el hombre moreno y recio que me abrazaba tenía muy poco que ver con aquel hombre flácido y paliducho que yo no veía desde hacía tanto tiempo. Tampoco parecía un hombre preocupado por pasar solo su cumpleaños.

—Viniste, quién iba a decir —dijo.

Pensé que diría algo más, que me haría preguntas, que se preocuparía por saber de mí, pero no supo cómo o simplemente no tuvo ganas de hacerlo. Prefirió, en cambio, hablar con Orión:

—¿Se sabe qué comemos?

Orión, ya lo he dicho, hablaba poco y no le interesó romper su mutismo para hablar de la cena. Y tampoco a papá le importó que su pregunta quedara flotando en el aire sucio de Miraflores.

Lo miré atentamente: recordé aquella vez que un amigo suyo nos llevó de pesca. Yo tenía catorce años y empezaba a manifestar sin prurito mi rechazo por la vida al aire libre. Papá era igual que yo; mejor dicho, yo era igual que él. Su amigo nos ofreció experimentar distintas modalidades de pesca y cada una nos incomodó y nos aburrió hasta el hartazgo. Recuerdo nuestro fastidio al bajar de una lancha, la sensación de que habíamos desperdiciado el fin de semana en una actividad que no nos aportaba nada. Papá hizo un último intento por sacar algo positivo de la pesca —aunque tal vez lo hizo de puro comedido— y se acercó a un grupo de pescadores que desplegaba su destreza desde la orilla. A esos hombres, como a cualquier otro, les caen mal las interrupciones, las preguntas estúpidas de los inexpertos, y no tuvieron empacho en desairar a mi padre. Quiero decir que hicieron caso omiso a sus comentarios amistosos. No les importó siquiera que papá se acercara al racimo de pescados que lograban cada vez que había pique. Eran palometas. Papá levantó una —la sostenía entre un pulgar y un índice, poniendo cara de asco— y espió en la boca abierta del pescado, en esos colmillos tan fieros. Después quiso hacerse el gracioso. Ése era un detalle muy ambiguo en papá: sus gracias solían acabar en meros desastres. Mirándome, como haciéndome partícipe del chiste, metió un dedo en la boca de la palometa, entre los colmillos. Su amigo le diría luego —mientras papá se apretaba con un trapo el dedo ensangrentado— que esos animales, recién muertos, mantienen los reflejos y los nervios en actividad. Pero aquel accidente respondía más a la estupidez que a cualquier posible nervio o reflejo.

Ahora, muchos años después, papá y yo estábamos en Miraflores y él tenía una gallina agarrada del cogote. Era nuestra cena. Armó un fuego con ayuda de Orión; concentradísimo, puso una olla con agua sobre ese fuego y, mientras el agua hervía, fue limpiando la gallina de sus impurezas. Un procedimiento complejo y asqueroso.

Me mantuve a un lado todo el rato, sin saber si me correspondía o no ofrecer alguna ayuda. Cuando me decidí a ofrecerla, papá se limitó a mostrarme la palma de una mano dándome a entender que no hacía falta. Me quedé, entonces, de pie, mirándolo trabajar, reprimiendo mis ganas de sentarme a leer mis libros de poesía.

Una vez que completó la primera parte del trabajo, papá se metió en la casa y fue directo a la computadora. Yo me quedé afuera. Ya era de noche y el clima había cambiado, el calor y la pesadez daban respiro. Sentía, también, que lo correcto hubiese sido que papá se quedara afuera conmigo o que me invitara a entrar, que me hiciera partícipe de algo. No nos veíamos desde hacía mucho y yo recién llegaba de visita.

Me asomé a la puerta de la casa y lo observé. Jugaba al solitario.

—Papá —le dije. Me respondió apenas con un movimiento de cabeza, sin apartar la vista del monitor. Le ponía empeño al solitario, pero lo cierto es que jugaba muy mal. A cada rato empezaba una partida nueva. Pero lo más llamativo era lo absorto que estaba en el juego, tenía la cara como ida. La mezcla de campo y juegos informáticos lo estará dejando idiota, pensé.

—Ya está esto —avisó Orión mucho después, y nos instalamos los tres a comer puchero de gallina. Mientras comíamos le pregunté a papá por su trabajo, por la escuelita donde daba clases (así dije: “escuelita”).

—Qué puta voy a dar clases —fue lo único que dijo. Orión se rió por el comentario (más un espasmo que una risa) y siguió comiendo.

Yo no había comido nada en todo el día, así que poco me importaron los platos y los cubiertos sucios de grasa y tierra y me abarroté. También tomé vino de un vaso igual de sucio. Hacia el final de la comida, entonado y satisfecho, ya sólo quería irme a dormir.

—Ahí te podés tirar —papá señalaba uno de los catres—: hacele nomás lugar a Orión.

Pensé que hablaba en broma, pero pensé mal porque la primera objeción la puso Orión: que nosotros éramos parientes, dijo, que a nosotros nos correspondía compartir el catre. Se rió después de la misma manera que lo había hecho antes, con un espasmo. Papá, en cambio, habló con una seriedad aplastante:

—No me jodan —dijo—: acá yo soy el único que labura.

La discusión empezaba a despabilarme; sobre todo, porque no quería dormir pegado a nadie, ni a Orión ni a papá. Imaginaba también el olor a humo que tendrían impregnado, la noche de mierda que me iba a tocar.

—Por mí no se preocupen —dije—, uso la mochila como almohada y me tiro en el piso.

—Vos dormís en el catre —insistió papá—. Este indio de mierda no me va decir a mí cómo dormir.

Sólo entonces me di cuenta de que papá estaba borracho y de que Orión, efectivamente, era indio. Me esforcé por descifrar a qué etnia pertenecía —podía ser toba o wichí o mocoví, nunca supe distinguirlos— y por eso me perdí el momento en que papá se le tiraba encima para empezar una pelea.

Fue todo muy rápido; de repente, había comida en el suelo, vasos caídos y papá con Orión agarrado del cuello, en una especie de llave. Los perros de la casa ladraron, asustados. Por la pose de ambos, de papá y Orión, uno podía pensar que papá tenía el asunto a su merced, pero bastó una simple sacudida para que Orión se zafara. Así quedaron frente a frente, como dos pendencieros. Papá hizo un par de movimientos, movió la cabeza para un lado y para el otro; también movió las piernas, todo muy teatral. Orión, en cambio, no movió un pelo, se quedó con los brazos abajo, ya sin risas ni espasmos; pero, cuando papá intentó un acercamiento —una amenaza con los pies, algo así como un zapateo—, Orión simplemente lo durmió de un puñetazo. La caída de papá, en realidad, fue más espectacular que el puñetazo en sí. Quedó tendido de un modo extraño, boca abajo, con los brazos por debajo del torso y la boca entreabierta, cubierta de tierra y sangre.

Temí que por el parentesco Orión quisiera seguir la pelea conmigo, pero, después de echarle una miradita a papá, no hizo más que sentarse a comer restos de puchero.

Me acerqué al cuerpo de papá: dormía.

—Déjele ahí, a ver si así se le pasa el pedo —me recomendó Orión.

Aunque daba impresión dejarlo así, no tuve el ánimo suficiente para polemizar. Sólo me cercioré de que papá no se ahogara con la sangre que le caía de la nariz y se le metía en la boca. Estaba muy cambiado mi padre.

Orión se metió un último bocado de puchero y lo hizo pasar con un fondo blanco de vino.

—A dormir —dijo al rato—, hay que aprovechar que cada uno tiene catre.

Después se metió en la casa.

Cotejé mis opciones —aprovechar el catre, como mandaba Orión, o quedarme afuera, junto a papá, ayudarlo a reaccionar— y preferí entrar. Miré por última vez a papá y, antes de dejarlo, pensé en la ridiculez de vivir en Miraflores.

***

Un tapir estaqueado. Mientras me lo mostraba, papá me decía que un tapir no lo caza cualquiera.

—Yo todavía no pude —dijo.

El que teníamos enfrente lo había cazado Orión. Pregunté si los tapires no estaban en riesgo de extinción, pero mi pregunta sonó tan fuera de lugar que me apuré a señalar el buen olor que desprendía ese animal cociéndose al fuego.

—Ahora sí —dijo papá—, pero al principio es una hediondez.

También dijo que la mejor manera de cocinar un tapir es al horno, pero que de puro ostentoso Orión —para llamar aún más mi atención— lo había abierto como un chivo, cosa que las costillas dieran mejor espectáculo.

Yo había pasado, como era de prever, una mala noche. De hecho, casi no había dormido. Me daba miedo Orión, echado en el otro catre, los ruidos que hacía al dormir. Además, el clima dentro de la casa era muy raro: de a ratos me daba calor, sentía que el catre se me pegaba en la piel, y de improviso sentía escalofríos, la necesidad de ovillarme como un feto.

Me desperté a media mañana y vi a papá en la computadora jugando al solitario. Su absorción en el juego era la misma que le había visto la noche anterior, pero, así y todo, se las arregló para percibir que yo ya no dormía.

—Al fin —me dijo—, ahí te tengo el desayuno.

Aunque asado y mate estaban lejos, para mí, de conformar un desayuno, no quise desairar a papá y comí con ganas. Sólo me incomodó no encontrar un sitio donde lavarme los dientes y tampoco me animé a consultarlo con papá, así que me limité a unos buches.

Fue después del desayuno que papá me llevó hasta el tapir. Lo habían estaqueado a unos metros de la casa entre él y Orión. Había perros alrededor del tapir, como si estuvieran cuidando que la carne no se arrebatara. Papá movió los brazos, ahuyentándolos, pero los perros no le llevaron el apunte. Tampoco papá hizo algún otro movimiento para ahuyentarlos. Después de todo, los perros no molestaban.

Pasamos un rato así, mirando el tapir. Todavía el calor no llegaba a su punto más salvaje, por lo que podíamos contemplar las cosas, el paisaje, con alguna comodidad. Aun así, yo me movía con cuidado, temiendo que al menor descuido el ambiente se levantara sobre nosotros en toda su plenitud.

Entonces papá me habló de los tapires, de sus ganas de cazar alguno. Dijo que eran animales muy raros —cosa que cualquiera comprueba con sólo ver un tapir—, de una carne muy rica, que el cazador experto era Orión y que por eso él, mi padre, vivía tan pegado al indio.

—Además, Orión es mi pareja —agregó papá, y yo no supe a qué tipo de pareja se refería y tampoco quise indagar demasiado, pero un escalofrío me recorrió la espalda.

El asunto es que al día siguiente papá cumplía años —cincuenta años— y quería celebrar el número redondo saliendo de cacería.

Por lo pronto, el resto del día lo pasé en los alrededores de la casa, estudiando el lugar y buscando la manera de sentirme un poco a gusto. Por no preguntar, y cuando ya no lo aguanté más, hice mis necesidades entre los arbustos, limpiándome con papeles viejos que encontré en la casa; más tarde descubriría el pozo-letrina donde cagaban papá y Orión, pero, puesto a comparar, lo de los arbustos seguía siendo una opción razonable.

Ya entrada la siesta, comimos el tapir, los tres ubicados como la noche anterior. Cuando vi a papá servirse un segundo vaso de vino, temí que se repitiera también el desenlace. Pero esta vez papá se veía de buen talante, sin ánimos de dar inicio a una pelea. Dijo, papá, que la carne del tapir se me podía confundir con la del chancho, más probablemente con la del carpincho, y por eso me pidió que hiciera un esfuerzo, que cerrara los ojos si lo creía necesario, para sentir mejor la diferencia. No creí necesario cerrar los ojos, pero él los cerró y, mientras masticaba los primeros bocados, elevó el mentón al cielo y asintió una vez, dos veces, suave y lentamente.

—Qué cosa rica el tapir —dijo después de tragar.

También a Orión se lo veía más animado; si hasta se encargó de amenizar el almuerzo contando la historia del hombre sin cabeza, un espectro que aterrorizó durante un tiempo a la gente de Miraflores. Contó Orión que, por las noches, la gente del pueblo solía ver la silueta de ese monstruo que se paseaba, por supuesto, sin cabeza. Bastó que un oficial de policía descreído se cansara de tanto pánico y saliera una noche en busca del espectro.

No le costó nada encontrarlo: agazapado en medio de un rancherío asomaba el famoso hombre sin cabeza. Usaba piloto nomás, dijo Orión, y el oficial lo amansó a rebencazo limpio, al punto de hacerle crecer la cabeza. Y la cabeza que asomó desde el piloto era la cabeza de un indio, un indio de rasgos mongoloides. Al final, dijo Orión, nadie supo decir si el monstruo era nomás un monstruo o si era un indio idiota que se cubría la cabeza con el piloto.

Por el tono en que Orión contaba la historia, no supe si debía responder con carcajadas o con un semblante serio, como el que había puesto papá. Intenté un punto medio, una sonrisa que expresara admiración, asombro, alguna emoción semejante. Papá cortó en seco mi disyuntiva:

—Siempre cambiás la historia —le dijo a Orión—. Es puro invento tuyo.

El indio dejó un pedazo de tapir a medio comer y se levantó, supongo que ofendido. No lo volvimos a ver hasta entrada la tarde, cuando papá vino a decirme que ya era hora de salir a cazar tapires.

De entrada, me asustó la indumentaria que la empresa demandaba: unos coletos de cuero duro y oloroso que debíamos ponernos sobre la ropa; parecíamos mitad cocineros, mitad soldadores, obreros apocalípticos. Pensé que el instrumental de la partida supondría el manejo de algún tipo de arma de fuego, un rifle, una escopeta, algo con gatillo. Pero papá me tendió un palo, un simple pedazo de tronco, y me dijo que lo sostuviera con fuerza, que los golpes a un tapir tienen que ser secos, golpes convincentes. Agarré el palo sintiéndome un estúpido: nunca jamás se me ocurriría darle golpes a un tapir. Ni siquiera sabría lastimar una planta.

Los perros se nos fueron sumando a medida que nos internábamos en el monte, perros iguales entre sí, flacos y macilentos. Quise contarlos, pero no pude, se movían demasiado rápido y ladraban y refunfuñaban mucho. Puro escándalo.

Una hora habremos andado así, caminando entre espinillos y arbustos medio secos, casi duros, hasta que de pronto, sin medias tintas, el suelo se volvió húmedo y blando. Orión tradujo el cambio en el paisaje señalando que entrábamos en zona de bañados. Papá quiso callar a los perros, más por intuición que por conocimiento de causa, pero los perros siguieron su andanza quilombera.

—Acá conviene que nos separemos —dijo papá, y acto seguido enfiló hacia mi derecha, caminando casi en puntas de pie y con el palo arriba, como si el tapir que buscaba estuviera ahí, agazapado.

Antes de emprender camino en dirección contraria a la de papá, Orión me dijo que anduviera con cuidado, que los tapires se mueven en manada y por lo general andan metidos entre los chanchos.

—Y, si están con crías, son peores de malos —remató. Después se fue, seguido por los perros. Yo decidí no moverme del lugar donde estaba; después de todo, no me interesaba andar detrás de los tapires.

Otra vez era de noche. De a poco me fui relajando; primero tiré el palo a un costado y me acuclillé, después me quité el coleto y lo tendí en el piso, para sentarme luego encima y no ensuciar mi pantalón con la tierra; estiré los brazos hacia atrás, apoyando las manos en la superficie blanda (claro que antes me cercioré de no apoyar las manos sobre alguna porquería). Oí los ruidos del monte chaqueño, ruidos tristes que redoblaban mi deseo de estar en casa; pensé en papá, en el camino que había seguido hasta llegar a ser este hombre desesperado, el camino que lo había llevado hasta Miraflores.

  Me dormí en medio de esas cavilaciones, por lo que no me sorprendió soñar con un hombre sin cabeza y cazador de tapires, un hombre que —como en el cuento de Orión— se vestía con un piloto y armado con un palo salía cada noche a la caza del tapir. En el sueño yo me encontraba —me tienta decir que cara a cara o frente a frente, pero en este caso resulta imposible— con ese hombre. No nos decíamos nada y es que, naturalmente, no teníamos nada que decirnos. El lugar del encuentro, como es de suponer, era Miraflores, el monte chaqueño, dato que se hizo palpable cuando el hombre sin cabeza la emprendió a palazos contra un tapir que, de improviso, se sumaba al sueño. El tapir recibía los golpes con resignación.

Papá me despertó, más que con una patada, con un empujón del pie. También estaba Orión y entre los dos trasladaban lo que, deduje, era el cadáver de un tapir. Sentí la imagen como una continuación de mi sueño, pero el fastidio en la cara de papá era demasiado real. También el tapir era bien real: enorme —calculé sesenta kilos, pero qué cálculo mío puede ser confiable—, de color negro, con la trompita lastimada y con un lado de la cara destrozado por los golpes. También se veía sangre y se sentía un olor inmundo.

Papá y Orión le habían atado las patas a un palo y cada uno apoyaba un extremo del palo sobre un hombro. Papá, adelante, en su hombro derecho; Orión, atrás, en el izquierdo. Y, dándoles vueltas alrededor, los perros, los innumerables perros sucios que los secundaban, ahora histéricos como nunca.

—Vení, cargalo un poco vos —me ordenó papá. Obedecí y a la vez reprimí las ganas de preguntar cuál de los dos había cazado al tapir. Era, debo decir, una carga pesada, y papá no tuvo empacho en hacerme andar todo el camino hasta la casa con ese peso en el hombro. Naturalmente, la vuelta se me hizo mucho más larga que la ida, más larga y más sacrificada. En la oscuridad me limité a seguir la silueta de papá, que de a ratos se me perdía en esa negrura que era el monte.

Quise, una vez más, mandar todo a la mierda, patear a los perros que no se callaban, que refunfuñaban como idiotas a un costado; quise patear también el cadáver asqueroso del tapir. Pero no hice nada; seguí el camino que señalaba la silueta de papá, una silueta vaga, firme y vaga.

Tan oscuro estaba todo que no me percaté cuando llegamos a la casa. Recién me di cuenta cuando Orión soltó su parte de la carga; así, caminé un par de metros de más arrastrando por la tierra el cadáver del tapir.

Después miré hacia atrás y vi a papá y a Orión, el largo abrazo que se daban. Supuse que ya habían pasado las doce de la noche y que papá empezaba a celebrar su cumpleaños.



Mariano Quirós  Escritor y comunicador social, autor de las novelas Robles (Premio Bienal Federal 2008), Torrente (premio del Festival Iberoamericano de Nueva Narrativa 2010), Río Negro (Premio Laura Palmer No Ha Muerto 2011), Tanto correr (Premio Francisco Casavella 2013) y No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache 2013 y Premio Memorial Silverio Cañada 2014). También publicó, junto a los escritores Pablo Black y Germán Parmetler, el libro de cuentos Cuatro perras noches (Cuna Editorial, 2008), ilustrado por el artista plástico Luciano Acosta. La novela Río Negro fue publicada en francés por la editorial La Dernière Goutte. “Cazador de tapires” está inédito en libro y ganó en 2012 el concurso Gabriel Aresti, convocado por el Ayuntamiento de Bilbao (España).