frag. de "Jaguar negro/Onça preta" (2013)
"Mis dedos se arquearon, resistiéndose a tocar los insectos que huían por el suelo. Todavía no me acostumbraba al baño fuera de la casa ni al agua invernal racionada, que chorreaba escasa por mis piernas, escurriéndose por los pies ligeramente encogidos.
Dos baldes de quince litros por persona eran la medida correcta, aseguraba José. Si la casa estuviera llena, la relación hubiera sido de un balde para cada uno. Y si no les agradaba la idea, que se fueran al río. Su mujer lo miraba con dolor. Que Brasil andaba caro y el turismo ecológico era cosa de los noventa, decía ella, pero él no le hacía caso, aunque el albergue siguiera prácticamente vacío.
Mientras reconstituía la sonrisa penetrante del abuelo, rumoreando unos cuantos asuntos por el patio afilado por el viento, o vagando callado por las cómodas sombras, concluí que necesitaba más agua para lavarme el pelo. Tenía los dedos agarrados a los hilos ya enjuagados, pero sin agua suficiente para el acondicionador. Solo algunas gotas seguían marcando el tiempo, a intervalos cada vez más prolongados.
En un rincón, cerca del rebosadero, en donde la espuma se distribuía en pequeñas islas, encontré un resto de jabón. Estaba tan arenoso y sucio que apenas resbalaba. Sin saber qué hacer, y un poco aburrida en aquel fondo de patio inhóspito, empecé a arrancar los restos de mundo de aquel objeto, determinada a dejarlo cada vez más liso. Del pulido salió un olor a talco que me hizo recordar a Domingos, su sabor fuerte que aún permanecía en mi boca. Aparte del rasguño en mi espalda, no había dejado otras marcas sobre mi cuerpo.
La quietud afuera era de una mañana perfecta, pero la sensación de haber visto una sombra bajo la puerta me hizo parar. Con la ayuda de las palmas de las manos apoyé la cara en el cemento. Todo lo que alcancé a ver eran vilanos de dientes de león que se deshacían en el viento.
Al poner más atención, noté que una de las puertas al fondo del patio, en donde se quedaban los turistas, estaba abierta. Y que los perros, así como yo, husmeaban el suelo, rascando con las uñas la tierra más allá. Esperé que la sombra regresara, pero nada. Y los perros, a la carrera, se alejaron.
Cuando me levanté toqué mi rostro, donde quedó impreso el grano del piso, acordándome de las veces en que mi abuela señalaba mis labios tristes, naturalmente arqueados hacia abajo. Era lo que me asemejaba a ella. Por más que intentara alzar las dos diminutas esquinas, allí donde no pasaba la sonrisa. Volví a mirar por el haz luminoso de dos centímetros bajo la puerta. Nada.
Amasé mi mejilla, con ganas de borrar la marca del cemento. No había espejo. Toda aquella tontería por no saber qué rumbo tomar para evitar a Domingos. De pie, contra la pared, enrollé la toalla en la cabeza después de ponerme el vestido y calcé mis sandalias.
Desde el patio que conectaba el huerto hasta la cocina, el paisaje marchito de julio me pareció más seco. Recelosa de encontrarme con él, caminé hacia la parte delantera de la casa, en donde vi a los tres perros con las patas estiradas al sol, como duermen los enyesados. El viento rabeó en el valle y todo recobró su aparente mansedumbre.
Gruñeron cuando me acerqué, pero pronto movieron la cola en señal de reconocimiento. El más joven lamió mis piernas húmedas del baño, mordisqueando mi talón, mientras, los otros dos guardaban cierta distancia, especialmente el del pelo agrisado y patas cortas.
Me senté en el banco, en el sitio de José, y jalé la toalla de la cabeza, sujetando el pelo para atrás. El cachorro saltó sobre mi sandalia. No me importó que me ensuciara de babas, pero su terquedad agitada me ponía nerviosa, especialmente cuando vi que los otros dos animales decidieron avanzar.
Encogí las piernas, pero insistían, hasta que los ahuyenté delicadamente con el pie. El de pelo gris mostró los dientes, mientras el cachorro saltaba sobre mi tendón. La mordida perforó la piel, y la poca sangre que brotó la lamió con ganas, hasta que de pronto huyó con un grito. Los otros se alejaron con él, y me quedé sin entender, intentando descifrar en los arbustos ventosos el bailoteo de los animales.
Noté que María Pena estaba junto a mí, atenta, con una piedra en la mano. Xô, filho duma figa, dijo, mirando en la dirección del matorral.
Pena se tapó la boca para toser. Apretó el pecho con las dos manos, como si no alcanzara a respirar. Estaba pálida, con la expresión perturbada.
-Avisa si te molestan de nuevo.
-¿Y esa tos?
-Bronquitis
-Tienes que ver eso
Ella no contestó. Las lágrimas causadas por el esfuerzo subieron a sus ojos.
Está bien que me quieras proteger, Pena, pero no me importa que los perros se echen encima de mí. Deveras no me importa. Sin hacerme caso, Pena caminó de regreso a la puerta, su falda azul balanceándose. Antes de cruzar la puerta, se quedó junto a ella, mirando una vez más a lo lejos, poniendo orden en el pasto. Ni señal del perro en las cercanías, pero en cuanto Pena entró en la casa, el cachorro salió de detrás de las plantas.
- Ven aquí, lo hice. Ven
Se detuvo. Su hocico sangraba. Me atreví a dar un paso en su dirección, pero él huyó bajo el cercado de alambre de espino."
Lucrecia Zappi (Buenos Aires, 1972) se mudó con su familia a São Paulo a los cuatro años y pasó parte de la adolescencia en México. Ya adulta, vivió en Holanda. Actualmente vive en Nueva York.
"Mis dedos se arquearon, resistiéndose a tocar los insectos que huían por el suelo. Todavía no me acostumbraba al baño fuera de la casa ni al agua invernal racionada, que chorreaba escasa por mis piernas, escurriéndose por los pies ligeramente encogidos.
Dos baldes de quince litros por persona eran la medida correcta, aseguraba José. Si la casa estuviera llena, la relación hubiera sido de un balde para cada uno. Y si no les agradaba la idea, que se fueran al río. Su mujer lo miraba con dolor. Que Brasil andaba caro y el turismo ecológico era cosa de los noventa, decía ella, pero él no le hacía caso, aunque el albergue siguiera prácticamente vacío.
Mientras reconstituía la sonrisa penetrante del abuelo, rumoreando unos cuantos asuntos por el patio afilado por el viento, o vagando callado por las cómodas sombras, concluí que necesitaba más agua para lavarme el pelo. Tenía los dedos agarrados a los hilos ya enjuagados, pero sin agua suficiente para el acondicionador. Solo algunas gotas seguían marcando el tiempo, a intervalos cada vez más prolongados.
En un rincón, cerca del rebosadero, en donde la espuma se distribuía en pequeñas islas, encontré un resto de jabón. Estaba tan arenoso y sucio que apenas resbalaba. Sin saber qué hacer, y un poco aburrida en aquel fondo de patio inhóspito, empecé a arrancar los restos de mundo de aquel objeto, determinada a dejarlo cada vez más liso. Del pulido salió un olor a talco que me hizo recordar a Domingos, su sabor fuerte que aún permanecía en mi boca. Aparte del rasguño en mi espalda, no había dejado otras marcas sobre mi cuerpo.
La quietud afuera era de una mañana perfecta, pero la sensación de haber visto una sombra bajo la puerta me hizo parar. Con la ayuda de las palmas de las manos apoyé la cara en el cemento. Todo lo que alcancé a ver eran vilanos de dientes de león que se deshacían en el viento.
Al poner más atención, noté que una de las puertas al fondo del patio, en donde se quedaban los turistas, estaba abierta. Y que los perros, así como yo, husmeaban el suelo, rascando con las uñas la tierra más allá. Esperé que la sombra regresara, pero nada. Y los perros, a la carrera, se alejaron.
Cuando me levanté toqué mi rostro, donde quedó impreso el grano del piso, acordándome de las veces en que mi abuela señalaba mis labios tristes, naturalmente arqueados hacia abajo. Era lo que me asemejaba a ella. Por más que intentara alzar las dos diminutas esquinas, allí donde no pasaba la sonrisa. Volví a mirar por el haz luminoso de dos centímetros bajo la puerta. Nada.
Amasé mi mejilla, con ganas de borrar la marca del cemento. No había espejo. Toda aquella tontería por no saber qué rumbo tomar para evitar a Domingos. De pie, contra la pared, enrollé la toalla en la cabeza después de ponerme el vestido y calcé mis sandalias.
Desde el patio que conectaba el huerto hasta la cocina, el paisaje marchito de julio me pareció más seco. Recelosa de encontrarme con él, caminé hacia la parte delantera de la casa, en donde vi a los tres perros con las patas estiradas al sol, como duermen los enyesados. El viento rabeó en el valle y todo recobró su aparente mansedumbre.
Gruñeron cuando me acerqué, pero pronto movieron la cola en señal de reconocimiento. El más joven lamió mis piernas húmedas del baño, mordisqueando mi talón, mientras, los otros dos guardaban cierta distancia, especialmente el del pelo agrisado y patas cortas.
Me senté en el banco, en el sitio de José, y jalé la toalla de la cabeza, sujetando el pelo para atrás. El cachorro saltó sobre mi sandalia. No me importó que me ensuciara de babas, pero su terquedad agitada me ponía nerviosa, especialmente cuando vi que los otros dos animales decidieron avanzar.
Encogí las piernas, pero insistían, hasta que los ahuyenté delicadamente con el pie. El de pelo gris mostró los dientes, mientras el cachorro saltaba sobre mi tendón. La mordida perforó la piel, y la poca sangre que brotó la lamió con ganas, hasta que de pronto huyó con un grito. Los otros se alejaron con él, y me quedé sin entender, intentando descifrar en los arbustos ventosos el bailoteo de los animales.
Noté que María Pena estaba junto a mí, atenta, con una piedra en la mano. Xô, filho duma figa, dijo, mirando en la dirección del matorral.
Pena se tapó la boca para toser. Apretó el pecho con las dos manos, como si no alcanzara a respirar. Estaba pálida, con la expresión perturbada.
-Avisa si te molestan de nuevo.
-¿Y esa tos?
-Bronquitis
-Tienes que ver eso
Ella no contestó. Las lágrimas causadas por el esfuerzo subieron a sus ojos.
Está bien que me quieras proteger, Pena, pero no me importa que los perros se echen encima de mí. Deveras no me importa. Sin hacerme caso, Pena caminó de regreso a la puerta, su falda azul balanceándose. Antes de cruzar la puerta, se quedó junto a ella, mirando una vez más a lo lejos, poniendo orden en el pasto. Ni señal del perro en las cercanías, pero en cuanto Pena entró en la casa, el cachorro salió de detrás de las plantas.
- Ven aquí, lo hice. Ven
Se detuvo. Su hocico sangraba. Me atreví a dar un paso en su dirección, pero él huyó bajo el cercado de alambre de espino."
Lucrecia Zappi (Buenos Aires, 1972) se mudó con su familia a São Paulo a los cuatro años y pasó parte de la adolescencia en México. Ya adulta, vivió en Holanda. Actualmente vive en Nueva York.