La Vasca
Me acuerdo de ese verano.
El otoño se adelantó de golpe; el viento comenzó a invadir las siestas, a zarpazos, como un animal que despierta. Apenas llegó marzo y ya daba frío andar sin camisa, como al sol, entre los árboles. Yo dejé de ir a nadar solo, a eso de las nueve, cuando el agua está clara y se pueden elegir las piedras del fondo. Un día fui a las diez y ni siquiera entré al agua; a los demás los encontré en el centro, cuando empezaba la publicidad. No hubo comentarios ni arreglos, pero ya nos levantábamos a las once y nos veíamos en el pueblo, no en el río.
Tal vez me acuerde por eso. Porque fue el último verano de tres meses que pasé en el pueblo. Porque no daba lástima perder el tiempo sentados en los bancos, bajo las palmeras, frente a las tiendas, conversando.
Llamábamos a las muchachas, que cruzaban juntas de vez en cuando, en bicicletas; un poco distintas, un poco más inofensivas que por las noches, en los bailes, o a la tarde, en el río. Silbábamos o golpeábamos las manos al compás de los altoparlantes que callaban hacia las doce, cuando los negocios iban cerrando y había que volver entre gente que volvía, a comer.
Pero la siesta era larga y había tiempo de reunirse en el club después, antes de ir al balneario. Jugábamos al billar o al ping pong; nos quedábamos sentados en el umbral de la entrada, en la sombra fresca de la siesta. Apenas se oía andar algún coche, o alguna locomotora ahí enfrente, en los terrenos de la estación. Y cada media hora ese ruido como de sirena entorpecida, trabada, del colectivo que va al balneario. El ruido nos anunciaba su entrada al pueblo, del otro lado de las vías, y podíamos seguirlo por las calles, sin verlo. Hasta que pasaba a nuestra derecha y el ruido continuaba al fondo, por la última avenida, y después cruzaba a la izquierda, para el lado del río, otra vez. Si habíamos visto alguna muchacha conocida, en la ventanilla, hablábamos de ella.
Hablábamos mucho, porque en esa época conversar era natural, no una felicidad o un cansancio, como ahora. A veces yo me callaba; aún a fines del verano quedaban cosas que sólo conocían ellos, los que vivían en el pueblo, y yo sólo podía referirme a lo que había sucedido antes de que me fuera (a los nueve años) o en las vacaciones, durante los siete u ocho veranos en que había vuelto. A veces contaba cosas de Buenos Aires, de los curas y el colegio. Cada año, cuando volvía, todo me era un poco extraño; mis amigos, durante el invierno, encontraban palabras nuevas, dichos y alusiones distintas, chistes que al principio eran difíciles de entender. Pero al final de los tres meses yo hablaba como ellos, de nuevo, y no me debía diferenciar mucho de todos, quemado al sol de las siestas, caminando y bromeando como ellos.
O tal vez me acuerde de ese verano porque conocí a la Vasca. No sé.
La conocí en el río, después de una siesta. La siesta terminaba, para nosotros, a una señal de Ricardo, que subrayaba el bocinazo del colectivo de las cuatro y media. Subíamos, precedidos por él. Era el mayor de todos nosotros; fue el primero en dejar los juegos antiguos; las luchas en los terrenos de la estación. Un verano volví y él ya no salía con nosotros en la siesta, cuando íbamos para el lado del campo con las hondas preparadas, tensas, y nos callábamos esperando que los pájaros sonaran de golpe, en el silencio, como el eco de un tiro. Después, también nosotros cambiamos el campo por el club, los terrenos de la estación por el billar. Uno de esos veranos yo salí con él y fuimos con mujeres. Cuando volvíamos me habló de los demás como de otra gente, como si no estuviésemos siempre con los demás. Sin embargo, para los otros, Ricardo seguía siendo el mayor, el que imponía las reglas. Él había establecido esa pausa en la siesta; apenas llegaba el colectivo de las cinco había que estar arriba, entre los árboles o cerca de la parada, para ver si llegaba una de esas muchachas que no eran del pueblo, las forasteras a las que vigilábamos días enteros, sin hablarles, o apenas diciéndoles algo al pasar. Nos hacíamos ver para que nos reconocieran a la noche, en algún baile. Ese día Ricardo silbó apenas llegamos a los vestuarios; ellas pasaron entre nosotros sin atender a sus silbidos. La rubia era alta; tenía el pelo amarillo, pajizo, y dos dientes de conejo le levantaban el labio superior.
—Debe ser de Buenos Aires —dijo Ricardo, y volvió a silbar, mientras marcaba el movimiento de caderas de la rubia con las manos abiertas, rítmicas.
Volvimos al agua. Cuando los que habían llegado en el colectivo terminaran de cambiarse, el río dejaría de ser nuestro. Tratábamos de alargar las horas anteriores, cuando, después de tocar el fondo, podíamos volver como si hubiésemos estado en otro lugar mucho tiempo, dispuestos a encontrar todo cambiado; pero afuera, en la orilla, y sobre el agua, y en lo alto de las barrancas, seguía la misma siesta de siempre, silenciosa como el fondo del río. La siesta como un río cubriendo enormes árboles enterrados; llevando escalones, risas; aplastándose bajo el sol que trepaba, arriba. Nuestros gritos también eran aplastados, inútiles, como si hablásemos debajo del agua, como si abriéramos la boca y no nos saliera el grito. Los cuerpos imprecisos, distantes, igual que si nos buscáramos junto a las piedras de allá abajo con los ojos muy abiertos, borrachos. Jugábamos, saltando unos sobre otros; chapoteábamos y llamábamos a gritos a las muchachas. Esa vez, como siempre, las voces nos arrancaron del recuerdo de la siesta. Ricardo bajaba, también, y esperó que la gente fuera entrando, dispersándose en el agua.
Esperaba en medio de la balsa, de espaldas a la escalera que corta la barranca. Las muchachas se extendían hacia arriba, tendidas en los escalones; primero las que no recuerdo y al final Mariana, con los muslos entornados ya del color del otoño. Mariana tenía la voz alta, su risa tapaba las otras risas, siempre. Nosotros formábamos un semicírculo en el agua y saltábamos, porque Ricardo había empezado a tirar la pelota, una vez a uno, una vez a otro. La atajábamos, la hacíamos cruzar el aire, a veces nos peleábamos por alcanzarla, entre la gente. Ricardo hizo señas de que tirara la pelota; me salió con fuerza, un poco desviada, y él tuvo que saltar de costado y cayó al agua justo cuando ellas llegaban al borde de la balsa. El agua las salpicó y la rubia se puso a hacer piruetas, dando chillidos. Aplaudíamos. Carlos había nadado hasta donde yo estaba y me tocó el hombro.
—Sí —dijo—, es de Buenos Aires.
Él había hablado con Ricardo, un rato antes.
—Y la otra —dije— quién es.
Fue al rato largo de subir por segunda vez, cuando el agua removida volvía a alisarse con el cercano crepúsculo. En la escalera nos había alterado la risa de la rubia, tan vulgar y tan suelta. Nuestras amigas miraban y se reían. Ahora me doy cuenta de que todos subimos cuando la Vasca y la rubia subieron. Mariana abrió los ojos cuando pasé cerca de ella, pero nada más. Cuando tuve que ir a buscar la pelota, cerca de la entrada al balneario, la Vasca estaba ahí. No me acuerdo bien; tal vez nos agachamos al mismo tiempo y chocamos las cabezas, o nos vimos cara a cara, muy cerca. No sé qué dije. Al rato, cuando ella estiró la mano, noté que era áspera, fuerte en la presión de los dedos. Miré hacia la escalera. El sol, lejos, declinaba. Pensé que era cierto.
—Aprovechá —habían dicho en algún momento mis amigos—, ella debe creer que sos de la capital.
Ahora, Carlos y los otros buscaban la ropa. Todos se movían para irse. Mariana fue la primera en mirar hacia donde yo estaba; me encontró con los ojos y casi podía vérselos; fijos, muy atrás de los párpados. De golpe le vi el pelo, la nuca, y escuché que todos se reían.
—Es amiga tuya —preguntó la Vasca y sus dedos apretaban más fuerte.
Dije que sí. Conseguí soltar mi mano pero ya era tarde. Silenciosos, pasaron mis amigos. Sonreían, quemados, rubios, balanceando los bolsos. Alberto dijo algo y los demás respondieron con risas a coro. El arranque de las motos, el coche de Carlos. Mariana y las otras mirando hacia atrás. Me saludaron, a gritos.
—Que te vaya bien —dijo alguno.
Mariana se reía más alto que todas las demás. Callado, los vi alejarse; nubes de polvo en el camino.
—Por qué no te fuiste con ellos —dijo.
Su traje de baño era gastado y marrón. Sentí calor: estaba enrojeciendo. Para hacer algo —alguien pasaba, pero ya no pude ver si era o no un conocido— le acaricié la cara. Era suave y tenía una blancura desganada y pobre. Traté de que mi voz fuese firme y le miré el pecho, alto bajo la tela húmeda.
Sonrió. Recién me fijé: podía llevarme algunos años; tendría veinte, veintidós. Me pareció haberle visto la risa, antes, en algún baile. Me puso las manos en los hombros.
—No. Te quedaste porque ya te habían visto conmigo, y era igual.
Hablaba con una sola mueca, casi sin mover la boca. No supe qué decir.
Ente los árboles iba creciendo el crepúsculo, que en ese tiempo nos duraba mucho, aunque no tanto como la siesta. Casi siempre los últimos en irnos éramos Ricardo y yo; nadábamos hasta que el agua se iba poniendo tibia, con la noche. Cuando el sol empezaba a bajar las muchachas se vestían y nosotros entrábamos al agua. Nadábamos desde la pasarela hasta el trampolín, íbamos y volvíamos lentamente, luchando primero con los brazos entumecidos hasta que los músculos se dirigían solos y los brazos entraban y salían frente a nuestras cabezas, la respiración se movía al compás de los brazos, veíamos los árboles, el agua, otra vez los árboles; doblábamos, veíamos la barranca opuesta, el agua, la barranca, y a veces, cada vez más abajo, el sol. Pero Ricardo no se veía por ninguna parte, ahora.
La Vasca y yo estábamos junto a la barranca, ya cambiados. Los últimos bañistas se movían, allá abajo. Una mujer cruzó la pasarela. Me acordé de la rubia, que había desaparecido. Del otro lado del río la barranca agreste, coronada por un alambrado; más allá el campo, el techo de un puesto de los Laver, los montes aislados; más acá los cardos. Ella preguntó si la iba a acompañar hasta el pueblo. Creo que me sentí aliviado; sin embargo, pregunté si no caminábamos un poco, antes, y señalé, sonriendo, ese grupo de árboles de la orilla, a unos doscientos metros del balneario viejo. Hizo que no con la cabeza, mientras se alisaba el pelo, algo largo y con cierta dureza que lo hacía sacudirse en conjunto sin libertad. Otra vez esa risa, esa voz que salía de la boca quieta, esa mueca. Como si apretara un cigarrillo al costado de los labios.
Callados, bajo los árboles, desandamos el camino del río. Ella se había acercado a mí. Yo le cruzaba los hombros con un brazo; me acuerdo que en la mano libre llevaba dos o tres monedas. Antes de que cruzáramos el boliche de Arispe, vino el ruido de un motor, del lado del pueblo, y entre la tierra que nos tapó en seguida reconocí el coche de Carlos. Ella me buscaba, entre el polvo. Yo me aparté de una casuarina grande, que me separaba de la calle.
—Tomá —le dije—, te regalo este abanico.
Ella tomó la rama y se acarició el cuello con la punta, sin decir nada. Se pasaba las hojitas verdes por la piel y me miraba. Yo miraba ese costado de su boca, los labios. Empecé a pasar las monedas de una mano a otra, hasta donde las casas comienzan a apretarse, cerca del hospital.
No me preguntó si la acompañaba hasta su casa. Pero le expliqué que tenía que estudiar, que estaba en el pueblo preparando un examen. No dijo nada. Apurado, le pregunté cómo se llamaba.
Pensé en la respuesta de Carlos, tres horas antes. Me miró a la cara y repitió ese gesto, con la cabeza, sonriendo.
Me tocó e pecho con la rama.
—Pablo —dijo ella—. Pablo Vicente, como tu padre.
Me acordé de Mariana. También pensé en Ricardo, mientras caminaba. Atravesé el pueblo mirando, en las esquinas, si la Vasca no iba por una calle paralela. En el centro se encendían las primeras luces. Al cruzar las vías —después de demorarme, hablando con alguien, en la estación— me pareció verla caminar adelante, a una cuadra.
En la puerta del club estaba Alberto y me siguió hasta la mesa de ping pong. No había nadie y paleteamos un rato, en silencio. Dijo que contara cómo me había ido. Carlos entró en ese momento. Yo había iniciado una sonrisa ambigua. La pelotita saltó y me agaché.
—Cómo te fue con la Vasca —volvió a preguntar Alberto.
—Dale —dije haciendo el saque—, jugá.
Ricardo apareció a la noche. Dijo que había andado con la rubia, por el balneario nuevo. Llegó cuando ya estábamos en el centro, de espaldas a las vidrieras iluminadas, alineados en el cordón.
—No —me dijo—, no me vieron. No importa que sepan, las mujeres lo que no quieren es que las pasés por la cara.
Así empezó. Nos callamos un rato. Al anochecer el otoño parecía más cercano y el viento se aventuraba, tenaz. Entramos al centro con los abrigos sobre los hombros pero ya había que usarlos. El aire nos enfriaba la cara y mirábamos silenciosos a los grupos de muchachas que iban y venían por el centro de la calle. Mariana y las otras llegaban siempre más tarde y en el principio de la noche la rambla estaba invadida por las muchachas que conocíamos del Salón Italiano, en los bailes, o de la confitería del balneario nuevo. Ricardo me alcanzó un cigarrillo; encendió de un solo golpe el fósforo. Mientras sentía el primer humo en la garganta, alcancé a verle la cara rígida, inmóvil. Era como después de nadar, cuando en el río se desordenaba el crepúsculo y Ricardo hablaba mientras nos secábamos apurados; hablaba en las escaleras desiertas, donde el primer viento de la noche era menos duro y ese calor, esa tibieza de siempre nos iba ganando el cuerpo al vestirnos. Ahora, Ricardo pasaba el fósforo por su cigarrillo, en la punta opuesta de la brasa; cuando la cera se secó sobre el papel dio una pitada larga, mirando a través de la calle, hacia la estación. Pensé: Ahora va a decirme que el pueblo está cada vez más aburrido. Tal vez ya lo había dicho. Me miró.
—Para vos es distinto porque venís en verano. Hay que estar en invierno para darse cuenta.
Yo escuchaba. Al rato nos olvidamos de estas cosas y —estando en la rambla, como esa noche— mirábamos igual que todos a las muchachas que llegaban en grupos, riendo. Pero fue durante ese verano cuando Ricardo y yo empezamos a llegar más tarde al centro; nos veníamos directamente del río, sin cambiarnos y con el pantalón de baño en la mano. Por enero, cuando el calor del sol nos resucitaba en la cara —y era de noche, eran la rambla y las luces y los parlantes gritando hasta no dar más— nos bastaba subir la tela húmeda hasta la piel para sentir el río con nosotros, el agua, el olor salado del agua. Nos sentábamos en el umbral de la farmacia y Ricardo me contaba cosas del invierno, cuando las muchachas no tenían ese aire alegre de siempre y los días pasaban sin apurarse; sobre todo ahora, que estaban en los últimos años del secundario o algunos iban a la facultad de La Plata y quedaban los de siempre, durmiendo hasta tarde, encontrándose a cada rato por el pueblo cada vez más aburrido. Esa noche me habló de Ernesto, el hijo de un médico, que estudiaba en Buenos Aires y al que todos los otros nombraban con una risa. Ricardo dijo que una noche del último invierno oyeron voces, gritos, y vieron bajar del tren a Ernesto con una chica de pelo negro y suelto y a tres parejas más. Los demás me habían dicho algo, antes; hicieron una especie de campamento en el garage del padre y parecían todos locos, vestidos en forma rara y haciendo bochinche a cualquier hora por la calle. Pero Ricardo dijo que los otros hablaban así y se reían para defenderse, porque los molestaba verlos tan libres, verlos reírse de todo como si tuvieran derecho, porque
—al fin y al cabo vienen de la capital —dijo Ricardo—, y vos sabés bien que allá uno conoce otra gente, hace lo que se le canta y nadie...
Yo no sabía si escucharlo o mirarlo. Había en sus gestos algo más duro que las veces anteriores; pero era en la entonación de las palabras —que tal vez no eran las mismas de siempre— donde yo advertía un cambio; eran más rotundas, como golpes cortos y fuertes. Del lado de las vías se acercaban Mariana y las otras. Pensé que aún no le había contado la verdad a Ricardo, el asunto de Mariana. Cuando le dije que no me había animado a hablarle no me preguntó nada. Pero la cosa había sido por mi nombre. Estábamos bailando y Mariana me preguntó cuál era mi nombre completo. Entonces dijo que mi segundo nombre era igual al de mi padre, si no se equivocaba, y hubo que empezar a hablar de eso, de cuando vivíamos en el pueblo, de las veces que habían internado a mi padre y de si era cierto que estaba loco. Con las mujeres era más difícil que con nadie hablar de esas cosas y con Mariana peor, porque se veía que no necesitaba enterarse, que lo hacía con malicia. De eso me acordaba mientras el grupo de muchachas se acercaba a la rambla y oía la voz de Ricardo.
—nadie te jode, vos sabés, Pablo, no como acá que se fijan si salís con una de esas muchachas que ahora ya estaban yéndose de la rambla, a las que apenas conocíamos porque no iban al baile del Club Social, como Mariana y las demás. Algunos hasta teníamos primas, entre ellas, pero sólo nos acercábamos en la confitería del balneario —siempre que en el salón de arriba no hubiese una comida del Rotary— o en el Italiano, cuando el baile del club terminaba o se ponía demasiado aburrido, y salíamos del pueblo medio borrachos, haciendo sonar las bocinas de los coches y abriendo el escape apenas nos alejábamos del centro. Las llevábamos
—los que pueden, cuando les toca, al puente
o nos perdíamos entre los árboles, o por la orilla del río, más allá del Paso de la Baguala; y al otro día las encontrábamos haciendo compras por el pueblo o cuidando a los hermanos menores de Mariana o de nuestros amigos. En el río estaban alguna vez —los jueves o los sábados, bien al final de la siesta— y evitábamos mirarlas muy de frente
—adelante de nuestras amigas, que se hacen las que no saben que uno se tira de vez en cuando a una negrita, con tal que las respetés a ellas. Yo voy a buscar lo que no me das, le dicen éstos a sus noviecitas, y ellas contentas.
Me acuerdo haber conversado todo esto, muy cerca de los otros, hasta que Alberto nos llamó y nos unimos al grupo. Los parlantes sonaban fuerte. Recién entonces me di cuenta de que Ricardo tenía aún el primer cigarrillo, apagado en la mitad.
—Esos discos —dijo—. Ya los sabemos de memoria.
Mariana y las amigas ya estaban dando vueltas. Alguien les dijo algo, mientras pasaban, y charlamos todos juntos esperando que volvieran. Carlos venía con ellas, en la vuelta siguiente, al lado de Mariana. Se pararon, y en ese momento vi a la rubia y a la Vasca, frente a nosotros. Ricardo hizo una seña; la rubia se apartó unos pasos y él se acercó. La Vasca estaba mirándome. Se oyeron risas, un comentario más alto, y Ricardo se dio vuelta, mirando al grupo de muchachas. Parecía tocar sin querer la cintura de la rubia.
—Mucha risa —dijo, con la voz suave, sonriendo—, qué pasa. ¿O prefieren que les haga a ustedes la proposición deshonesta?
Me miró, apenas. Alguien preguntó, muy bajito, si yo no iba. Algunos se unieron al grupo de nuestras amigas y me quedé quieto, mirándoles las espaldas, mientras seguían. Más adelante iban la rubia y Ricardo. La Vasca, a un costado, caminaba despacio.
El viernes Ricardo no fue al río; yo volví al pueblo temprano, antes de que terminara la siesta. A la noche llegué tarde al centro y esperé en el paso a nivel, más allá de las luces, hasta que vi cruzar a la Vasca. Me dijo que estaba cansada y apenas hablamos, al caminar, mientras las luces se iban perdiendo detrás nuestro, y los ruidos, como si el pueblo se desfondara. La dejé a una cuadra de la casa —ella volvió a decir que estaba cansada— y anduve hasta que me alcanzó Ricardo. Jugamos hasta muy tarde a las cartas y después, ya camino del río, yo empecé a contarle lo de Mariana. En el agua, en las escaleras, él habló hasta más allá de la madrugada.
El sábado en el balneario, jugamos un rato con el bote. Era de Carlos; uno de esos botes alargados, como las canoas, de un amarillo brillante. Nos proponíamos bajar con la corriente hasta el balneario nuevo, que está a unas cinco cuadras del viejo. Descansábamos, antes, tendidos en la balsa, con la frescura del cemento mojado penetrándonos las espaldas. Y el sol clavado encima, todo un velo rojo más allá de los párpados. Oí la voz de Ricardo, arriba, y abrí los ojos. Ahí estaban los tres.
Ricardo hablaba con la rubia; la Vasca me miraba. Agité la mano y ella sonrió. Había olvidado a las muchachas, que rodeaban a Mariana en la escalera, pero apenas saludé a la Vasca las oí reírse, muy fuerte. La sonrisa de la Vasca, en lo alto de la barranca, se hizo más chica, quedó aplastada. Hice seña de que me esperaran. Carlos, cerca, dijo algo y subimos la escalera. Mariana miró a las demás.
—Parece que arriba esperan a alguien.
—No será a Ricardo —dijo una.
—Y —dijo, y me miraba, Mariana—, por qué no vas.
Enrojeciendo, dije que eso iba a hacer. Cuando llegué arriba bajaba gente del colectivo de las cinco. Miré hacia donde estaban ellos tres, les indiqué con la mano que fueran caminando, nomás, y aparenté demorarme arreglando mi ropa. Cuando estaban a buena distancia los seguí, despacio, como distraído con algo. Saludé a un conocido, me detuve a hablar. Los alcancé en mitad de los árboles, al borde de la barranca. Ya no se oían voces; apenas alguno, pescando, se inclinaba sobre el agua que transcurría tranquilamente, allá abajo. Algunos turistas desarmaban la última carpa del verano. La Vasca me presentó a la rubia.
—Una prima de Buenos Aires.
—De Lomas —dijo la rubia, y miró a su prima—, que viene a ser lo mismo. Quería conocerte —los dos dientes asomaban entre sus labios y me apuntaban—, por qué no viniste antes.
No dije nada. La Vasca me tomó de la mano, sin sonreír. Cuando llegamos al puente que cruza el arroyo, Ricardo y la rubia ya estaban en los primeros árboles del balneario nuevo.
Pasando apenas el puente, la barranca se hace menos brusca; se interna, imperceptible, en el río. Pero la calle sigue, alta, y desde arriba se ven las hojas del sauce; se adivinan el tronco y el hueco cubierto, insospechados. Ahí nos tendimos, con el río de frente, y crujieron pequeñas ramas. El cielo era todo sol; se enardecía, entre las hojas, como una chapa al fuego. Me vibraban las piernas, el cuerpo apretado a la tierra; algo como un zumbido de músculo a músculo, entre los demás ruidos: pájaros encaramados en el límite de la siesta, gritos lejanos, un coche que pasó arriba, el agua entrando al arroyo. Girando los ojos bien atrás se veía el borde del camino. Ella dijo:
—Por qué no viniste antes, apenas me hiciste seña.
Dije que había venido bastante rápido y doblé la cara hasta sentir el frío de la tierra en la mejilla y en su perfil vi retratada mi voz; desmesurada, demasiado cortante, mi voz había sido más grande que yo. Ya le subía esa mueca, por un costado de la boca, y fue igual que cuando Ricardo nos miraba a todos, en las discusiones, entornando los ojos y callado, diciéndonos sin hablar que nos faltaba un poco, que éramos chicos para comprender. Giré sobre mi costado hasta quedar encima de la Vasca, enfrentándole los ojos. Su traje de baño estaba seco y el contacto con la tela era desagradable. La besé, buscando el nudo detrás de su cuello. La mueca desde ese costado de la boca crecía hasta cerrarle el ojo izquierdo y anunciaba la sonrisa de siempre. Me sentí torpe. Bajo mis piernas había una rama y me molestaba. Su mano caliente, en la espalda. Bajé la tela hasta la cintura; tenía los pechos blancos, blandos. Me dejé caer con todo el cuerpo.
De golpe oímos ruidos, voces, y ella se quedó quieta y tensa, como un alambre tirado por las puntas. Aplastado contra la Vasca vi avanzar el bote y reconocí las risas. Mariana, Carlos, Mariana. Cuando el bote se alejó volví a besarla. Apretada, la noté dura, la imaginé con los ojos abiertos. Me molestaban las ramas, las hojas; me acordaba del bote. Ella estaba silenciosa, reprimida. Con la ropa por la cintura, con mis manos sobre sus pechos y entre sus piernas, dijo que no.
—Ya sé —la risa se le iba mezclando con las palabras— lo que querés —se le hacía filosa, la risa, crecía— pero no, chiquito —como jugando— eso no —como empujándome—, eso sí que no.
Pero entonces la voz se quedó quieta, clavada en el aire. Tenía la boca abierta y yo podía verle esa mancha rosada, la lengua que cruzaba despacio —dos o tres veces, descubriendo el ritmo en que pensaba la Vasca—, a intervalos iguales, más atrás de sus dientes. Me empujó de los hombros, muy suave, levantando la espalda hasta que sus pelos parecieron arrancar derechos, brotar de la gramilla gastada. Su voz fue como su cara y sus ojos, lisa y abierta.
La siesta se desplomó entera, desde muy alto. No hablé en seguida; volví a perderme entre los ruidos anteriores, ya borrosos. Recordé el bote, las risas de Carlos y Mariana. Pensé en lo que diría más tarde a mis amigos. Pero ella dijo:
—No es por el bote. Seguro que tardan en volver.
Todavía tardé en hablar, y cuando lo hice mi voz fue otro ruido más, otra rama quebrándose por casualidad, sin sentido, perdidas las preguntas —cuándo, por qué—, arrasadas por el agua que se iba. Y la acariciaba otra vez, eligiendo los lugares de su cuerpo —el cuello, las orejas, las partes que mis amigos aconsejaban—, olvidando la vergüenza de moverme y solo, olvidando o aceptando la inutilidad de mis manos, tratando de que sus brazos abiertos se cruzaran sobre mi espalda para verlos caer sobre el pasto, moviéndome ya como un muñeco entre el sol que me rechazaba, arriba, y esa piel cada vez más caliente que me rechazaba, abajo; entre el río que me empujaba hacia la barranca, adelante, y la barranca que me alejaba hasta que el río volvía a empujarme, atrás, oyendo en esa boca apenas abierta el eco de mis propios gemidos cada vez más largos, atrás sobre ese cuerpo quieto, arriba con las manos y los pies en la tierra, abajo con mis piernas golpeando esas piernas apretadas y juntas, más abajo sintiendo que ese cuerpo iba a desaparecer, tratando de hundirlo mientras las arrugas de su traje de baño se me clavaban en el estómago, adelante hasta encontrar esas raíces asomando cerca del pelo suelto y apretarlas mientras llegaba ese golpe corto, el primero, y mis labios en sus pechos y el otro, más largo, allá abajo, ni siquiera sobre la tela que le cubría el cuerpo hasta la cintura, y la rabia creciendo con esa humedad caliente que se extendía entre mi piel y el pantalón cerrado y seco, entibiándose mientras el cielo volvía a su lugar encima del sauce, las ramas a su lugar debajo de mi espalda— el cuerpo ese a su lugar a un costado, muy blanco.
—Hace mal acabar en seco, chiquito —me dijo la Vasca. Y empezó a hablar.
Habló todo el tiempo hasta que oímos, arriba, las risas de Ricardo y la rubia. Subimos y después ellas se despidieron hasta la noche. Nadamos hasta cansarnos, los dos a un tiempo. Mientras nos secábamos le conté a Ricardo. Seguimos hablando, al volver, a pie y como olvidados del crepúsculo. Él había dicho:
—Ya me parecía que te estaba pasando algo de eso. Fijate, la rubia es igual.
—Pero, según ustedes la Vasca era fácil.
—Eso decían. Pero debe haber sido antes que viniera esa prima o lo que sea. Tenías que verlas, la otra noche. Se reían de nosotros, viejo. Me preguntaron si no nos aburrimos, siempre en el club y con las mismas chicas. La rubia es más canchera y a ella no le importo mucho. En cambio la Vasca, con vos.
—Sí —dijo—, además la rubia la está avivando. Antes a la Vasca no se le iba a ocurrir que la pasearas por la rambla, justo un sábado para que todos te vean.
Yo le había dicho que el domingo, porque había más gente. Como novios, había dicho ella. Pensé que a Ricardo le habría pasado lo mismo.
—Y a vos, qué te pidió la rubia. Cuál es la condición.
Frente al hospital nos separábamos. El pueblo se nos había venido encima sin que nos diéramos cuenta, con ese gris enfermo del otoño que en el anochecer se adelantaba con mayor decisión. Ricardo se reía.
—Nada —dijo—. Ya vas a enterarte. Este pueblo me da cada vez más risa. El club y todo eso me dan tanta risa como a ella. Se lo propuse yo.
Me vestí con lentitud, desganado. Cada vez que enfrentaba el espejo, para peinarme o corregir la corbata, me imaginaba a Ricardo cumpliendo con la misma ceremonia sin sentido, ridícula. Recordé los bailes del club, las veces en que oíamos voces y entraban los de las estancias: las muchachas de pelo largo y suelto, los muchachos que masticaban chicle y se movían de un modo más libre, entre nosotros, sin mirarnos.
Oíamos el ruido de los coches —que llegaban embarrados, sin orden, ruidosos— y en seguida entraban ellos con ese aire deportivo, ese desaliño de los pantalones y las camisas sin corbata. Después, las botas o las alpargatas arrastrándose por el piso lustrado del Club Social.
—Esos payasos se creen dueños del pueblo porque se llaman Anchorena o Laver —dijo Carlos, una noche.
Ricardo se le rió fuerte, en la cara. Nos sorprendió con esa risa exagerada, larga. Después preguntó qué haríamos si nos invitasen a ir a las estancias, con ellos, a compartir sus caballos, sus muchachas.
—Yo voy siempre —dijo Carlos.
—Sí —dijo Ricardo—, yo también. Pero no es lo mismo ser hijo del dueño que pariente del mayordomo o hijo del administrador.
—Vamos, viejo —dijo Alberto—, si vos sabés que los Laver están más tirados que nunca, y medio locos. No viste lo que dicen de la vieja, antes de morirse. Qué vienen a hacer, acá.
—Ya sé, pero tu viejo, y el mío, hicieron la plata administrándoles las estancias. Y ahora lustran el coche todos los días. Los Laver no necesitan tenerlos brillantes.
—Encima sucios, además locos —insistía Alberto, y me tocó el brazo como excusándose— y borrachos.
Pero yo seguía la discusión sin darme cuenta de esas cosas, porque hablaban de otra gente que apenas conocía. Me acordaba poco de mi padre, en ese tiempo, y además mi padre había sido un comerciante del pueblo, nada más, y no un Laver. Ricardo pensaba que esas cosas podían molestarme y trataba de desviar la conversación.
—Nosotros decimos de la vieja, porque estaba loca. Está bien. No se aguantó lo de venirse en banda y mandó a los peones que rompieran la pileta de natación y la cancha de tenis y todo lo que la hacía acordar de los buenos tiempos.
—Justo, Carlitos, una loca. Pero también la Inglesa estaba loca, rayada por los perros y porque se le iba achicando el campito, pero nadie dice nada, porque iba a nuestras casas a jugar a la canasta. La yegua de la Inglesa le hacía unos abollones así a los autos pero nadie decía ni a. Mi vieja, cada vez que iba a venir la Inglesa hacía lustrar el juego de té.
La risa se le iba, en el silencio sorpresivo que vino. Alguien estaba cambiando los discos y algunas parejas esperaban hablando en voz baja. En esa época Ricardo andaba con una Laver, una nieta de la vieja. Ya la veíamos venir, arrastrando los pies, muy rubia, por atrás de Ricardo.
—Además, yo digo —decía él— se imaginan a nuestros viejos jugándose el resto, vendiendo terrenos para no matar los perros, como la Inglesa. O rompiendo el parque, como la vieja. Los perros seguro que los venden. Y son capaces de jugar al polo y al tenis solos y de nadar en pleno invierno, con tal de aprovechar algo que les costó plata.
—Callate —dijo la Laver poniéndole una mano en el hombro y marcando la elle—, anarquista. Y cuidado porque se te está pegando la “ye” alargada que tanto me criticás.
—Eso se pasa —dijo Ricardo, levantándose; la miró y nos miró—-. Pero ustedes, mirensé bien. Porque el día en que los negros se aviven van a tener que correr juntos.
Nos reíamos. La música volvió y algunos se levantaron a buscar pareja. Carlos señalaba a Ricardo.
—Otro —dijo—. Cuando empieza no la termina más.
Hubiera seguido, es cierto, pensaba yo ahora, mientras cenaba y el recuerdo de esa noche se me mezclaba con el de algunas horas antes —la barranca, la Vasca—, y con la noche anterior, la del viernes, cuando le había contado a Ricardo el asunto de Mariana. Hubiera dicho todo lo que decía siempre, en noches distintas, en el club o en la estación, en las madrugadas después del baile cuando terminábamos sentados en el hall de la estación, despertando a los vagos que dormían en los bancos o tirando piedras contra las vías. A veces hablaba también en los amaneceres del río. Corríamos en los coches hasta el balneario viejo, desierto en los últimos rastros de la noche. Cuando íbamos todos se terminaba discutiendo y Ricardo hablaba sin interrupción. Entrábamos, desnudos o casi desnudos al agua limpia, tranquila, y al salir mirábamos, felices y tibios, las luces del balneario que brotaban desde abajo, temblando. Pero si alguno comentaba algo Ricardo decía que si nos viesen los de las estancias se divertirían mucho de que esas escapadas nos pareciesen algo extraordinario, fiestas prohibidas.
—Ellos vendrían acompañados —decía.
Una vez le pregunté por qué venía con nosotros.
—No es que no me guste venir con ellos —dijo—, pero me da rabia que todos le den ese aire de cosa rara. A lo mejor oyeron que los Laver lo hacen y vienen por eso.
Desde ese día preferí que fuéramos solos, charlando. Ya en el río, no nadábamos en línea recta, como a las tardes; nos dejábamos estar en el agua, nada más, como si estuviéramos adentro del amanecer, buscando lentamente junto a los pilares de la pasarela que nacían allá abajo, en el agua tan clara. Vestidos, en los bancos, volvíamos a hablar. Ese día yo empecé con lo de Mariana.
—Así que te preguntó eso —me dijo—, como si no hubieran sido ellas las que se encargaron de informar a los pocos que no sabían que vos eras el hijo del loco Iriarte. Son todos iguales. Mi viejo se agarra sus buenos pedos, pero nadie dice nada, porque es el administrador de los Laver.
Estaba más serio que nunca cuando decía estas cosas; sus gestos, todo su cuerpo eran como una máquina; movía los brazos, abría una mano y la balanceaba en el aire para subrayar algo. No hablaba en tono alto, o solemne, pero a cada rato daba la impresión de un profesor de clase. Ese día, cuando nombró a los Laver, yo le pregunté por qué los defendía tanto.
—No los defiendo. Son como los otros, pero cuando vienen al pueblo saben lo que hacen. Se embarran a propósito. No viste que a veces traen las botas llenas de bosta, como si vinieran de trabajar.
Estábamos en la barranca; el agua se ponía como blanca, perdía las luces del balneario.
—Pero los otros son peores —decía—, no te fijaste en el baile. Mucho hablar, pero Mariana, y las otras, apenas se les ocurre a uno de los Laver sacarlas a bailar, salen en seguida, meandosé.
Claro que molestaban, siguió. Pero qué hacíamos nosotros cuando íbamos a la confitería del balneario, a la del Italiano. Me preguntó eso y esperó, como un profesor en clase. Tenía ese aire adulto que no gustaba a los demás. Había aclarado y caminábamos hacia la camioneta. Se apuró.
—Los copiamos a ellos, nada más.
Era una de esas mañanas en las que el sol, antes de salir, ya molesta. Él hacía nombres, recordaba a los muchachos que habían empezado el primario con nosotros y ahora cargaban bolsas o estaban en algún taller. Habíamos jugado con ellos en la estación y en la escuela, pero ahora nos daban risa sus trajes de domingo, marrones o azules, con ese color gastado, tan igual, siempre, y las corbatas gruesas, mal anudadas.
Habíamos subido a la camioneta. Arrancamos; vinieron las casuarinas altísimas, arrojando esa sombra blanca, tan triste, del principio del día. Ricardo me preguntaba si nunca había ido a las estancias con Carlos o Eduardo.
—Tocan la bocina y le gritan a los peones como si fueran los dueños del campo.
Tal vez no dijo todo eso el mismo día sino los otros, tan iguales, cuando después de bañarnos llegábamos al pueblo y veíamos a la ronda volver hacia el centro. Nos deteníamos frente a las tiendas y cuando pasaban los primeros empleados arrancábamos despacio, dando tal vez otra vuelta hasta que me dejaba en casa de mi abuela.
—Mirá —me había dicho esa misma mañana, obsesivo—, dentro de poco todos van a ir al club sin corbata, masticando chicle y con botas. Ese día los Laver van a caer de traje y con el coche lustrado, para seguir riendosé.
Recordé todo eso y fui despacio hacia el centro, tratando de llegar al final de la publicidad, para no ver a los otros. Desde el centro volvía gente; reconocí voces, en la oscuridad de la calle. En la primera esquina me encontré con Alberto y caminamos juntos.
Después de cruzar las vías advertí, adelante, a Mariana y a Carlos, del brazo. Detrás, en la rambla, cerraron alguna vidriera. En la estación maniobraba una locomotora; se escuchaba el cimbronazo de los vagones al ser unidos. Alberto me preguntó por la Vasca.
En el salón del club se oían los discos, solos, entre sillas desocupadas. Hicimos tiempo jugando al billar y Alberto me ganó dos partidas. Cuando subimos el salón estaba lleno, con las parejas confundidas en medio de la pista. Había, a pesar de la hora, cierto desgano de baile recién iniciado. Miré las sillas: en los respaldos, abrigos más gruesos. Tras las ventanas, en los árboles, el viento despertaba de a poco. Me acordé del invierno en el colegio; los curas caminando entre las camas y nosotros con los guardapolvos grises, arreglando la ropa, y las ventanas altas, verdeoscuro bajo las luces del dormitorio enorme, parecido al salón del club.
Alberto me preguntó si no bailaba. Mariana, cerca, dijo:
Después pregunté si alguno había visto a Ricardo. Mariana me miró; los mismos ojos, muy atrás de los párpados pintados.
Dos veranos después, cuando volví, Mariana ya no estaba en el pueblo.
—Hasta luego. Lo voy a buscar.
En el colectivo, Carlos el chofer, dijo que el balneario estaba lleno y que ya llevaba cuatro viajes de ir completo. Nos conocíamos desde mucho antes. Dijo que no había visto a Ricardo.
—Pero no te aflijas —dijo—, la Vasca está.
En la noche, la confitería del balneario nuevo, iluminada, sonaba como una victrola automática. Entré con la gente que iba llegando. Ricardo salía en ese momento con la rubia de la mano y me saludaron sin detenerse. Vi las mesas, la pista; más allá, al fondo de esa entrada que baja hasta la orilla entre los árboles, vi el agua. El cuarteto prolongaba indefinidamente un pasodoble. Alguien me saludó.
La Vasca estaba en una mesa, con las mujeres de siempre. En la pista la noté blanda, apagada. A cada rato recordaba mi promesa de pasear con ella por la rambla, al día siguiente. Lo decía sin gestos, sin comentarios. Bailamos, apretados entre los empujones y el ruido. La invité a caminar por la orilla.
—Nos vamos temprano —dijo—, mi día libre es el jueves.
Había hablado suavemente, sin reír. Quise ver el río y caminamos pegados a los árboles, con la confitería ruidosa perdiéndose a nuestras espaldas. El río iba silencioso pero ya no oíamos otro ruido que el del agua cuando llegamos a la orilla. Nos sentamos en el suelo húmedo y la abracé. Ella rió bajito, sin mirarme; me pareció que la voz se le había alisado y como pulido. Del otro lado la barranca se veía alta, como a punto de derrumbarse. Había que alzar los ojos para ver el cielo oscuro contra el que se recortaban los cardos, los postes del campo de los Laver. De chico yo había entrado al campo y siempre me sorprendía recordar que la estancia llegaba tan cerca del pueblo. En algún lugar el río entraba a la estancia y más allá, a unas leguas del balneario, volvía a salir para cruzar debajo del Manantiales. Pensé que Ricardo y la rubia estarían ya bajo el puente, tendidos, casi tocando el agua.
Ella se paraba. Volvimos enfrentando las luces. Alcé la vista entre los pinos, aspiré el aire frío y quedé escuchando. No descubrí ni los grillos ni las ranas. Se terminaba el verano, definitivamente.
Las sillas de paja estaban casi todas desocupadas y en la pista se amontonaban algunas parejas; las caras sudadas, los pies entorpecidos. Esperamos en el colectivo oscuro y desierto. El chofer arrancó sin vernos hasta que le hablé. Llegaron las primeras casas, el hospital, la torre de la iglesia marcando una hora fija, engañosa. Cruzamos cerca del Club Social —luz, todavía, música— y bajamos en la última avenida. Caminamos, callando, por la mitad de la calle.
La Vasca vivía al fondo, donde el pueblo, de día, se pone colorido pero también desolado, y en la noche los cercos se asoman a las veredas, dando miedo. Nos detuvimos en un portón, abrazados, y levanté su pollera. Ella rió y dijo:
Volvió a reírse pero más desarmada, suavemente, como en el baile. La besé, hablando siempre, contándole cómo íbamos a pasear juntos a la noche siguiente, por la rambla, para que todos supiesen que éramos novios. Estaba cansada pero fui despegando, levantando sus párpados con los labios, tratando de no acordarme de la tarde en la orilla, hasta que ella avanzó contra mi cuerpo, como si se abriera. Mis manos se movían, seguras, entre sus piernas, y ya sus uñas buscaban mi espalda.
Como un mazazo, entonces, la luz, nos acható contra el portón. Vi toda la luz en los ojos de la Vasca, que se abrieron de golpe, sorprendidos; ya estaba abrochándose la ropa. Vimos venir a la rubia, fantasmal, delante de los faros.
—Vamos —se acercó diciendo—, no podemos entrar separadas.
Miré a la Vasca. No recuerdo haberle visto la cara, solo las manos, casi transparentes en la luz amarilla, y el cuerpo reducido, tan distinto que me parecía verlo por primera vez. Me parecía imposible haber pensado que ella era mayor que yo, haber vigilado la mueca experta de su boca. Ni su voz pudo ser normal, cortante.
—Sí —dijo—, yo me duermo, estoy cansada.
Sonó la bocina, seca, una vez sola. La Vasca acercó la mejilla. Tenía los ojos marrones, o algo así.
—Mañana —dijo en un murmullo—, mañana en la rambla.
Contesté apurado, acariciándole el pelo. Después subí a la camioneta y volvimos despacio, fumando en silencio. En el club alguien apagaba las luces. Dimos vuelta a la estación, como siempre, iluminando a las parejas que volvían. Entramos a la playa de coches. A veces nos quedábamos en la camioneta y fumábamos esperando el tren. Si venían los demás alborotábamos hasta que el tren se iba; después nos íbamos perdiendo por las calles para encontrarnos al otro día, en el centro, o directamente en el club, después de comer. Del club salíamos a las dos y media. En las escaleras del balneario ya estaban las muchachas, extendidas al sol, en los anchos escalones que bajan hasta el agua. Estaba Mariana, siempre con los ojos cerrados y la piel brillante, dorada.
Ricardo encendió un fósforo, lo pasó por la punta del cigarrillo, pitó despacio. Yo buscaba la plata en el saco y le pregunté si le había ido bien. Dijo que sí. Miré la hora; me hubiese gustado que me contase todo.
—Falta media hora —dijo Ricardo, sorprendiéndome—. Ya van a abrir la ventanilla.
Llegó un taxi. Lejos, venían voces. Los demás habían dejado a sus novias y venían a esperar el tren. En invierno esperaban el de la tarde; en verano no, porque a esa hora íbamos llegando al río. Llevábamos los pantalones de baño puestos y dejábamos la ropa en lo alto, sobre la barranca. Después corríamos, descalzos, saltando sobre las muchachas acostadas, y en la balsa dábamos el último salto, zambulléndonos, y nos dejábamos ir hacia abajo, hasta tocar las piedras del fondo, en el agua de un verde clarísimo, muy fría.
Las voces se acercaban. Llegaba, también, la ronda despareja, desde las afueras, desde la última calle. Llegó otro taxi, con los faroles brillantes. En el portón la luz había sido así, más violenta. La Vasca me había dicho eso.
—Sí —había contestado yo, acariciándole el pelo—, mejor dicho esta noche, al lado del quiosco, a las nueve. A no fallar.
En el hall de la estación se abrió, ruidosa, la ventanilla. Miré a Ricardo.
—Adónde estuviste —pregunté.
Sacó algo del bolsillo; era una tarjeta igual a la mía, de esas para retirar la valija del depósito.
—En el baile —dijo—, con la rubia. En el baile del Club Social.
Abrí la puerta del coche. Me alargó cien pesos.