martes, 29 de marzo de 2016

Leopoldo Marechal.

Megafón, o la guerra.La patria.


—Si los llamé “compatriotas” —adujo Megafón— es porque la idea de Patria será el fundamento de mi tesis. Les enseñaron que la patria era sólo una geografía en abstracción, o algo así como un escenario de la nada. ¿Y qué otra cosa podría ser un escenario teatral si no tiene comedia ni actores que la representen? La verdad pura es que nos movemos en un escenario, que ustedes y yo somos los actores y que la comedia representada es el destino de nuestra nación. ¡Compatriotas, yo les hablaré de un animal viviente, de una patria en forma de víbora!

(...)Si acudí a la víbora fue por tres razones convincentes. Primera: la víbora es un animal del “suceder”, como lo demuestra la del Paraíso; y la patria o es una serpiente del suceder o es una mula siestera.

(...)Mi segunda razón —prosiguió el Autodidacto—se basa en el hecho de que la víbora tiene un habitat muy extendido en nuestro territorio, desde la yarará de Corrientes hasta la cascabel de Santiago y la anaconda de Misiones.

(...)Sin embargo —añadió el Oscuro—, mi tercera razón es la que importa. La víbora cambia de peladura: ¡se lo exige la ley biológica de su crecimiento!

Oigan —aclaró Megafón—, al ofrecerse la imagen de una Patriavíbora, sostengo que tiene ahora dos peladuras: un cascarón viejo, tremendamente fósil, que se resiste a soltarse del animal; y la peladura nueva que se formó debajo y que batalla por salir a la luz. Compañeros, lo que nos aflige a todos es la tiranía del cascarón. ¿Y saben por qué dura la vieja costra? Porque hay interesados en que la víbora no abandone su cascarón inútil y lo apuntalan con lociones vivificantes y cremas de tortuga.

jueves, 24 de marzo de 2016

Ernest Hemingway

Los asesinos

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tenés para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sánguches -dijo George-, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocino con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tenés algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que creés que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que sos un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo sos -dijo el otro hombrecito-. ¿No cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: -¿Cómo te llamás?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No, Max, que es vivo?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acordás?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué mirás? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
-Vos no te rías -lo cortó Max-. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?
-Está bien -dijo George.
-Así que pensás que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasá del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Decile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Decile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien donde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que decís, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George- Escuchá, decile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó: -Sam, vení un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quedate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador: -Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no decís algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le contás? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué creés que se trata?
-No sé.
-¿Qué pensás?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escuchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Decime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué pensás que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Callate -dijo Al desde la cocina-. Hablás demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablás demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste vos.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me servís la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Sos un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló: -Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, vos hablás demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablás demasiado -insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.
-Adios, chico vivo -le dijo a George-. La verdad que tuviste suerte.
-Es cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escuchá -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no querés no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantenete al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada. -¿Está Ole Andreson?
-¿Querés verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasá.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasó? -preguntó.
-Estaba en lo de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pudiera hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeran en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo a lo de George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, Sra. Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la Sra. Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Sra. Bell.
-Bueno, buenas noches, Sra. Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que podés hacer.
-No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor dejá de pensar en eso.

Franz Kafka

Cinco cuentos cortos

UN MENSAJE IMPERIAL
El Emperador, tal va una parábola, os ha mandado, humilde sujeto, quien sóis la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje; el Emperador desde su lecho de muerte os ha mandado un mensaje para vos únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado estar correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte -toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio- ante todos ellos, él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca su viaje; un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.

Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio -pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder-, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimientos. Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas os sentáis tras la ventana, al caer la noche, y os lo imagináis, en sueños.


EL ZOPILOTE
Un zopilote estaba mordizqueándome los pies. Ya había despedazado mis botas y calcetas, y ahora ya estaba mordiendo mis propios pies. Una y otra vez les daba un mordizco, luego me rondaba varias veces, sin cesar, para después volver a continuar con su trabajo. Un caballero, de repente, pasó, echó un vistazo, y luego me preguntó por qué sufría al zopilote.

"Estoy perdido", le dije. Cuando vino y comenzó a atacarme, yo por supuesto traté de hacer que se fuera, hasta traté de estrangularlo, pero estos animales son muy fuertes... estuvo a punto de echarse a mi cara, mas preferí sacrificar mis pies. Ahora estan casi deshechos". "¡Véte tú a saber, dejándote torturar de esta manera!", me dijo el caballero. "Un tiro, y te echas al zopilote." "¿En serio?", dije. "¿Y usted me haría el favor?" "Con gusto," dijo el caballero, " sólo tengo que ir a casa e ir por mi pistola. ¿Se podría usted esperar otra media hora?" "Quién sabe", le dije, y me estuve por un momento, tieso de dolor. Entonces le dije: "Sin embargo, vaya a ver si puede... por favor". "Muy bien", dijo el caballero, "trataré de hacerlo lo más pronto que pueda". Durante la conversación, el zopilote había estado tranquilamente escuchando, girando su ojo lentamente entre mí y el caballero. Ahora me había dado cuenta que había estado entendiéndolo todo; alzó ala, se hizo hacia atrás, para agarrar vuelo, y luego, como un jabalinista, lanzó su pico por mi boca, muy dentro de mí. Cayendo hacia atrás, me alivió el sentirle ahogarse irretrocediblemente en mi sangre, la cual estaba llenando cada uno de mis huecos, inundando cada una de mis costas.


UNA PEQUEÑA FABULA
"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer".
"Sólamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió.

LA PARTIDA
Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fuí al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. El no sabía nada, y escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: "¿A dónde va el patrón?" "No lo sé", le dije, "simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta". "¿Así que usted conoce su meta?", preguntó. "Sí", repliqué, "te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta".

EL PASEO REPENTINO
Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura.
Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.

Flannery O'connor

Enoch y el gorila

Enoch Emery había tomado prestado el paraguas de su casera, y de pie en 40 entrada del drugstore, mientras trataba de abrirlo, descubrió que era al menos tan viejo como ella. Cuando por fin consiguió mantenerlo abierto, se calzó otra vez las gafas oscuras y volvió a meterse bajo el aguacero.

El paraguas era uno que su casera no utilizaba desde hacía quince años (única razón por la cual se lo había prestado), y, en cuanto la lluvia tocó la parte superior, se cerró con un chirrido y una de sus varilla se le clavó en la nuca. Corrió unos cuantos metros con él sobre la cabeza, luego se refugió en la entrada de otra tienda y se la quitó. Para volver a abrirlo tuvo que apoyar la contera en el suelo y empujar con el pie. Salió corriendo otra vez bajo la lluvia, sujetando con la mano las varillas para que se mantuvieran abiertas; de ese modo, la empuñadura, tallada en forma de cabeza de fox terrier, se le clavaba a cada rato en el estómago. Avanzó un cuarto de manzana más antes de que la tela de seda fuera arrancada de las varillas y la lluvia se le metiera por el cuello de la camisa. Se refugió debajo de la marquesina de un cine. Era sábado; un montón de niños esperaba más o menos en una cola, delante de la taquilla.

A Enoch no le hacían demasiada gracia los niños, pero daba la impresión de que a los niños les gustaba mirarlo. La cola se movió y diez o quince pares de ojos se pusieron a observarlo con firme interés. El paraguas había adoptado una fea posición, una mitad vuelta hacia arriba y la otra mitad vuelta hacia abajo, y la mitad vuelta hacia arriba estaba a punto de volverse hacia abajo y derramar más agua por el cuello de su camisa. Cuando por fin ocurrió, los niños rieron a carcajadas y se pusieron a dar saltos. Enoch les echó una mirada enfurecida, les dio la espalda y se quitó las gafas oscuras. Se encontró cara a cara con un cartel a todo color, tamaño natural, de un gorila. Sobre la cabeza del gorila, en letras rojas, se leía: «¡GONGA! ¡El gigantesco monarca de la jungla! ¡La gran estrella! ¡ ¡AQUÍ, EN PERSONA!!». A la altura de las rodillas del gorila, se leía, además: «¡Gonga estará en persona, delante de este cine, HOY MISMO, A LAS 12.00 HORAS! ¡Entrada gratis para los diez primeros valientes que se atrevan a darle la mano!».

Enoch casi siempre pensaba en otra cosa cuando el Destino echaba la pierna para atrás, dispuesto a encajarle una patada. Tenía cuatro años cuando su padre salió de la cárcel y le compró una caja de latón. Era de color naranja y por fuera llevaba dibujados unos caramelos de maní y un cartelito que ponía: «¡UNA MANÍ-FICA SORPRESA!». Cuando Enoch la abrió, un muelle de acero enrollado salió disparado hacia su boca y le partió la punta de las dos paletas. Su vida estaba tan plagada de situaciones como esa que cualquiera hubiera dicho que debería haber estado más preparado para las épocas de peligro. Siguió allí de pie y leyó el cartel dos veces con mucho cuidado. Según él, la oportunidad de insultar a un mono de éxito se le presentaba de la mano de la Providencia.

Se dio la vuelta y le preguntó la hora al niño que tenía más cerca. El niño le dijo que eran las doce y diez y que Gonga llevaba ya diez minutos de retraso. Otro niño dijo que tal vez la lluvia lo había demorado. Otro dijo que no, que no era la lluvia, sino su director que venía en avión desde Hollywood. A Enoch le rechinaron los dientes. El primer niño dijo que, si quería darle la mano a la estrella, tendría quehacer cola como todo el mundo y esperar su turno. Enoch se puso en la cola. Un niño le preguntó cuántos anos tenía. Otro comentó que tenía unos dientes raros. Él procuró no hacer ningún caso y se puso a arreglar el paraguas.

Poco después, bajo la lluvia torrencial, un camión negro dobló la esquina y avanzó despacio, calle arriba. Enoch se metió el paraguas debajo del brazo y empezó a mirar con ojos miopes a través de las gafas oscuras. A medida que el camión se aproximaba, de un fonógrafo en su interior comenzó a sonar «Tarara Boom Di Aye», pero la música quedó casi ahogada por la lluvia. En la parte exterior del camión se veía una enorme ilustración de una rubia que anunciaba otra película que no era la del gorila.
Los niños siguieron guardando cola mientras el camión se detenía delante del cine. La puerta posterior del vehículo llevaba rejas como las de un furgón de policía, pero el mono no estaba asomado. Dos hombres con impermeables se bajaron de la cabina echando maldiciones, corrieron a la parte trasera y abrieron la puerta. Uno de ellos metió la cabeza dentro y dijo:
—Muy bien, date prisa, ¿quieres?
El otro les hizo una seña a los niños con el pulgar y les ordenó:
—Apartaros, ¿queréis apartaros?
Una voz en el disco que sonaba dentro del camión dijo:
—¡Aquí está Gonga, amigos, Gonga el rugiente, la gran estrella! ¡Dadle la mano a Gonga, amigos! —La voz se oía apenas como un susurro bajo la lluvia.
El hombre que esperaba junto a la puerta del camión volvió a meter la cabeza dentro.
—¿Quieres bajar de una vez? —dijo.
Dentro del camión se oyó un golpe leve. Al cabo de un instante, un brazo negro y peludo asomó lo suficiente para que la lluvia lo mojara y volvió a desaparecer.
—Maldita sea —soltó el hombre que estaba debajo de la marquesina; se quitó el impermeable, se lo lanzó al hombre que estaba junto a la puerta y este lo lanzó dentro del furgón. Dos o tres minutos más tarde, el gorila asomó por la puerta, con el im-permeable abrochado hasta arriba y el cuello levantado. Del cogote le colgaba una cadena de hierro; el hombre la agarró, tiró de él para que bajara, y, dando saltos, los dos corrieron a refugiarse debajo de la marquesina. En la taquilla, una mujer de aspecto maternal preparaba las entradas gratuitas para los diez primeros niños que tuvieran el coraje de acercarse al animal y darle la mano.

El gorila no hizo ni caso de los niños y siguió al hombre hasta el otro extremo de la entrada, donde había una pequeña plataforma que se levantaba un palmo del suelo. Se subió, se dio la vuelta, quedó frente a los niños y empezó a gruñir. Sus gruñidos no eran fuertes, sino más bien envenenados; daban la impresión de salir de un corazón negro. Enoch se sintió aterrorizado y, de no haber estado rodeado de niños, habría salido corriendo.
—Quién será el primero? —preguntó el hombre—. Vamos, vamos, ¿quién será el primero? Una entrada gratis para el primero de vosotros que se acerque.
En el grupo de niños nadie se movió. El hombre los miró con fiereza.
—¿Qué os pasa, niños? —aulló—. ¿Qué sois? ¿Gallinas?
No os hará nada mientras lo lleve de la cadena.
Cogió con más fuerza la cadena y la sacudió para demostrarles que lo tenía bien sujeto. Poco después, una niñita se separó del grupo. Sus largos rizos eran como virutas, y su rostro, hosco y triangular. Avanzó hasta quedar a un metro de la estrella.
—Vamos, vamos —dijo el hombre, sacudiendo la cadena—, date prisa.
El mono tendió el brazo y le dio un veloz apretón de manos. A esas alturas ya había otra niña preparada y detrás de ella, dos niños más. La cola se reorganizó y empezó a avanzar.
El gorila mantuvo la mano tendida, volvió la cabeza y se quedó mirando la lluvia con gesto aburrido. Enoch había vencido el miedo y trataba afanosamente de pensar una frase obscena que resultara adecuada para insultarlo. Casi nunca tenía problemas con ese tipo de ejercicios, pero en ese momento no se le ocurría nada. Tenía el cerebro, las dos partes, completamente vacío. Ni siquiera le venían a la cabeza las frases ofensivas que empleaba a diario.

Delante de él quedaban nada más que dos niños. El primero le dio la mano y se apartó. A Enoch le latía el corazón con violencia. El niño que iba delante de él terminó de saludar, se apartó y lo dejó cara a cara con el mono, que lo tomó de la mano con gesto automático.
Era la primera mano que le tendían a Enoch desde que había llegado a la ciudad. Era cálida y blanda.

De entrada no supo qué hacer y se quedó ahí, agarrado a aquella mano. Después empezó a tartamudear.
—Me llamo Enoch Emery —farfulló—. Fui a l'Academia d'Estudios Bíblicos Rodemill pa niños. Trabajo en el zoológico municipal. Vi dos carteles tuyos. Tengo diciocho años recién cumplíos pero ya trabajo pa el municipio. Mi papá m'ha obligao a venir... —Y se le quebró la voz.
La gran estrella se inclinó hacia delante y la expresión de los ojos le cambió: un par de ojos feos, humanos, se acercaron a Enoch y lo miraron con fijeza a través del par de ojos de celuloide.
—Vete a la mierda —dijo bajito, pero bien claro, una voz huraña desde el interior del traje de mono, y la mano se apartó bruscamente.

Fue tan grande y dolorosa la humillación de Enoch que se volvió tres veces antes de decidir hacia dónde quería ir. Y salió corriendo a toda velocidad bajo la lluvia.

Muy a su pesar, Enoch no conseguió superar la sensación de que le iba a pasar algo. En Enoch, la virtud de la esperanza se cornponía de dos partes de suspicacia y una parte de lascivia. Lo persiguió el resto del día. Tenía apenas una vaga idea de lo que quería, pero no era un muchacho falto de ambición: quería llegar a ser algo. Mejorar su situación. Y, algún día, ver a la gente hacer cola para darle la mano.

Estuvo toda la tarde haciendo el tonto y paséandose por su cuarto, mordiéndose las uñas y arrancando la seda que le quedaba al paraguas de la casera. Al final, lo despojó por completo de la tela y le quitó las varillas. Le quedó un bastón negro, con una contera afilada de acero en un extremo y una cabeza de perro en el otro. Podía haber si4 un instrumento utilizado en un tipo especial de tortura, pasada de moda. Enoch se paseó por su cuarto con el bastón debajo del brazo y cayó en la cuenta de que le permitiría lucirse en la calle.

A eso de las siete de la tarde, se puso la chaqueta, cogió el bastón y se fue para un pequeño restaurante, a dos manzanas de allí. Tuvo la sensación de que se encaminaba a que le concedie-ran algún tipo de honor, pero estaba nerviosísimo, como si temiera verse obligado a arrebatarlo en lugar de recibirlo.

Nunca emprendía nada sin haber comido. El restaurante se llamaba Cafetería París; era un túnel de dos metros de ancho, situado entre el salón de un limpiabotas y una tintorería. Enoch entró sigiloso, se acomodó en el mostrador, en un taburete del extremo, y dijo que tomaría un tazón de sopa de guisantes partidos y un batido de leche malteada y chocolate.
La camarera era una mujer alta que llevaba una enorme dentadura postiza amarilla y el pelo del mismo color recogido con una redecilla negra. Siempre apoyaba una mano en la cadera y servía los pedidos con la otra. Aunque Enoch iba todas las noches, a ella no acababa de caerle bien.

En vez de servirle el pedido, se puso a freír beicon; en la cafetería había un solo cliente que ya había terminado de cenar y estaba leyendo el diario; la única que podía comerse el beicon era ella. Enoch se inclinó sobre el mostrador y le pinchó la cade
ra con el bastón.

Oye —le dijo—. Que me tengo qu'ir. Tengo prisa. —Pues vete —contestó ella. Apretó los dientes y miró la sartén con mucha atención.
—Ponme un trozo d'aquella tarta d'allá —le pidió señalando medio pastel de color rosa y amarillo que había sobre un soporte redondo de cristal—. Tengo algo que hacer. Me tengo qu'ir. La tarta me la pones al lao d'él —le pidió indicando al cliente que leía el diario.
Pasó por encima de los taburetes y se puso a releer la página externa del diario del otro cliente. El hombre apartó el diario y lo miró. Enoch le sonrió. El hombre siguió leyendo.
—¿Me puede prestar una parte del diario que no esté leyendo? —le preguntó Enoch.
El hombre apartó otra vez el periódico y lo miró; tenía ojos turbios, impasibles. Hojeó con parsimonia el periódico, extrajo la página de historietas y se la dio a Enoch. Era la página preferida de Enoch. La leía todas las noches con devoción. Mientras comía la tarta que la camarera le había servido deslizando el plato por el mostrador sin moverse de su sitio, leyó la historieta y se sintió henchido de gratitud, valor y fuerza.

Cuando terminó de leer una página, le dio la vuelta y se puso a mirar los anuncios de las películas publicados en el reverso. Sus ojos recorrieron tres columnas sin detenerse hasta que toparon con un recuadro que anunciaba a Gonga, monarca gigantesco de la jungla, la lista de los cines que visitaría en su gira y los horarios en que estaría en cada uno. Estaba previsto que llegara al Victory, de la calle Cincuenta y siete, media hora más tarde, y esa iba a ser su última aparición en la ciudad.

Si alguien hubiese visto a Enoch cuando leía el anuncio, habría notado cierta alteración en su semblante. Seguía irradiando la inspiración que había hallado en las historietas, pero se le notaba algo más, como un desptar. En ese momento, la camarera se volvió para comprobar si se había marchado.
—¿Qué te pasa? —le preguntó—. ¿Te has tragado una semilla?
—Sé lo que quiero —murmuró Enoch.
—Yo también sé lo que quiero —dijo ella con una mirada sombría.
Enoch tanteó en busca del bastón y dejó el dinero sobre el mostrador.
—Me tengo qu'ir.
—No seré yo quien te lo impida —le dijo.
—A lo mejor no me vuelves a ver... —dijo él— así como soy ahora.
—Si no te vuelvo a ver ni así ni de otra manera, por mí no hay inconveniente —dijo ella.
Enoch se marchó. Hacía una noche húmeda y agradable. Los charcos de la acera brillaban, los escaparates de las tiendas estaban empañados y llenos de cachivaches relucientes. Enoch desapareció por una calle lateral y recorrió a paso vivo los pasadizos más oscuros de la ciudad; se detuvo en un par de ocasiones al final de un callejón para mirar furtivamente en ambas direcciones antes de salir corriendo. El Victory era un cine pequeño, ideal para las necesidades de la familia, situado en uno de los distritos municipales más cercanos; atravesó una serie de zonas iluminadas y, a continuación, más callejones y barrios pobres hasta que llegó a la zona comercial que lo rodeaba. Entonces aminoró el paso. Lo vio brillar en su entorno más oscuro, a una manzana de distancia. No cruzó la calle donde estaba, sino que se mantuvo a prudente distancia y avanzó con los ojos bizcos fi-jos en aquel resplandor. Se detuvo cuando se encontró justo enfrente y se ocultó en el estrecho hueco de una escalera que dividía un edificio.

El camión que transportaba a Gonga estaba aparcado enfrente y la estrella se encontraba debajo de la marquesina, dándole la mano a una señora mayor. La señora se apartó y un caballero, vestido con un polo, se adelantó y le estrechó la mano vigorosamente, como un deportista. El siguiente en la cola era un niño de unos tres años, con un sombrero de vaquero inmenso que le tapaba casi toda la cara; tuvieron que empujarlo para que diera un paso al frente. Enoch siguió observando la escena con cara de envidia. Detrás del niño pequeño iba una señora en pantalón corto; a continuación, un anciano que trató de llamar más la atención y, en lugar de acercarse con paso digno, lo hizo bailoteando. De repente, Enoch cruzó la calle a todo correr, entró por la puerta abierta del camión y se metió en la parte trasera.

Los apretones de mano continuaron hasta que la película principal estuvo a punto de empezar. La estrella regresó entonces al camión y la gente entró en el cine en fila india. El conductor y el hombre que hacía de maestro de ceremonias subieron a la cabina y el camión arrancó con estruendo. Cruzó veloz la ciudad y enfiló muy deprisa la carretera.
En el camión se oía el ruido de unos mamporros, no como los del gorila normal, pero quedaron ahogados por el ronroneo del motor y el rumor constante de las ruedas rozando el asfalto. Hacía una noche pálida y tranquila, nada interrumpía la calma salvo la queja ocasional de alguna lechuza y, desde lejos llegaba el traqueteo discordante y amortiguado de un tren de carga. El camión siguió a buen ritmo hasta que redujo la velocidad en un paso a nivel y, cuando cruzó golpeteando las vías, una figura se escurrió por la puerta y, después de dar un traspié, salió cojeando rápidamente hacia el bosque.

Una vez en la oscuridad del pinar, dejó en el suelo un bastón puntiagudo que aferraba con fuerza y algo voluminoso y holgado que llevaba debajo del brazo, y empezó a desvestirse. Después de quitárselas, dobló con esmero todas sus prendas y las colocó una encima de la otra. Cuando estuvieron todas apiladas, cogió el bastón y cavó un agujero en el suelo.

La oscuridad del pinar se vio bañada por la pálida luz de la luna que caía una y otra vez sobre la figura dejando ver que era Enoch. Su aspecto habitual aparecía desmejorado por un corte profundo que le iba de la comisura de la boca hasta la clavícula y por un chichón debajo del ojo que le daba una expresión tosca e insensible. Nada podía ser más engañoso, pues en su interior ardía la más intensa de las felicidades.

Cavó a toda prisa hasta que hizo un agujero de algo más de un palmo de largo por un palmo de profundidad. Metió dentro la pila de ropa y descansó un momento. El entierro de sus prendas no simbolizaba para él el entierro de aquel que había sido hasta entonces; solo sabía que ya no iba a necesitarlas. En cuanto recobró el aliento, tapó el agujero con la tierra que había amontonado y la apisonó con el pie. Al hacerlo, se dio cuenta de que no se había quitado los zapatos; cuando terminó, se los quitó y los tiró lejos. Recogió luego el objeto holgado y voluminoso y lo sacudió con brío.

Bajo la luz vacilante se alcanzó a ver desaparecer una pierna blanca y flaca, y luego la otra, un brazo y luego el otro, y una figura más peluda y pesada ocupó el lugar donde antes había estado él. Por un momento tuvo dos cabezas, una pálida y otra oscura, pero al cabo de nada aquello colocó la cabeza oscura encima de la otra y quedó todo en orden. Aquel ser se entretuvo con algunos broches ocultos y lo que parecían ser unos arreglos menores de la pelambre.

Después, durante un buen rato, permaneció inmóvil, sin hacer nada. A continuación se puso a gruñir y a golpearse el pecho; brincó, abrió los brazos y echó la cabeza hacia delante Los gruñidos eran débiles e indecisos al principio, pero al cabo de nada cobraron fuerza. Se oyeron quedos y envenenados, más fuertes otra vez, otra vez quedos y envenenados, hasta cesar del todo. La silueta tendió la mano, aferró el aire y sacudió el brazo con brío; retiró el brazo, volvió a tenderlo, aferró el aire y lo sacudió. Repitió la serie de movimientos cuatro o cinco veces. Luego cogió el bastón puntiagudo, se lo metió debajo del brazo en un ángulo chulesco, salió del bosque y enfiló hacia la carretera. En ninguna parte, ni en Africa, ni en California, ni en Nueva York, había un gorila más feliz que él.

Un hombre y una mujer, sentados muy juntos sobre una piedra, al lado de la carretera, contemplaban la ciudad que se veía a lo lejos, al otro lado del valle, y no repararon en la figura peluda que se acercaba. Las chimeneas y los techos planos de los edificios formaban un muro negro y desigual contra el cielo más claro y, de tanto en tanto, un campanario cortaba una nube en forma de afilada cuña. El muchacho volvió la cabeza justo a tiempo para ver al gorila allí de pie, a escasos metros, espantoso y negro, con la mano tendida. Apartó el brazo con que rodeaba a la mujer y desapareció en silencio en el bosque. En cuanto ella miró por encima del hombro, huyó carretera abajo chillando aterrada. El gorila pareció sorprendido y no tardó en dejar caer el brazo a un costado. Se sentó en la piedra donde había estado la pareja y contempló el perfil irregular de la ciudad, al otro lado del valle.



Arnaldo Calveyra


Duerme el fumigador decano, ha envejecido como envejecen algunos maestros de la costa oriental del Uruguay. Poco a poco la muerte se va cansando de darlo de alta. Un estuario arrecia, la mente entra en olores. Antes de dormirse nos contó la historia de la laucha que encontró muerta en una lata de conserva. Y ahora mientras duerme parece estar pensando en otra cosa, tan excluyente el gesto, tan levantadas las cejas. Duerme y respira al mismo tiempo debajo del sauce y en una habitación azotada por respiraciones adversas. Los mosquitos que se posan sobre su frente caen muertos, fulminados al instante. -Pasado de gas, aclara el compañero, está a punto de despertarse. 
de Diario del fumigador de guardia

lunes, 21 de marzo de 2016

Yushunari Kawabata(Japón, 1899-1972)

Gracias
Sería un buen año para los caquis. El otoño en las montañas era hermoso.
La ciudad portuaria estaba en la punta meridional de la península. El chofer del ómnibus bajó del primer piso de la terminal a la sala de espera, donde se sucedían humildes puestos de venta de golosinas. Su uniforme amarillo tenía un cuello púrpura. Ahí adelante estaba estacionado el gran ómnibus rojo con una bandera púrpura.
La madre de la niña se puso de pie, apretando el papel de una bolsa con caramelos, y se dirigió al chofer que se arreglaba los cordones de los zapatos.
—Así que hoy es su turno? Si es usted quien la lleva hasta allá, hay que agradecerlo, seguramente va a tener suerte. Es una señal de que algo bueno va a suceder.
El chofer miró a la muchacha que estaba al lado de la mujer y guardó silencio.
—No podemos seguir aplazando esto para siempre... Además, el invierno está casi sobre nosotros. Sería una pena enviarla con el frío. Si de todos modos debemos hacerlo, me parece que es conveniente hacerlo con este tiempo todavía agradable. Y he decidido acompañarla hasta allí.
El chofer asintió sin decir palabra, caminó con el aplomo de un soldado hasta el ómnibus, para acomodar el almohadón del asiento.
—Por favor, tome asiento aquí adelante, señora. No hay tanto traqueteo. Tienen un largo viaje por delante.
La mujer iba a una aldea por donde pasaba el ferrocarril, y que quedaba a sesenta kilómetros al norte, para vender a su hija.
Sacudida a lo largo del camino de montaña, la jovencita clavaba los ojos en la espalda del chofer que estaba justo delante de ella. El amarillo del uniforme colmaba su visión como si fuera un mundo en sí mismo. Las montañas que iban apareciendo se partían y pasaban de un hombro a otro del hombre. El ómnibus atravesó dos pasos muy elevados...
Se cruzó con un carro tirado por caballos, y éste se hizo a un costado.
—Gracias.
La voz del chofer era clara cuando saludaba con una agradable inclinación de cabeza, como un pájaro carpintero.
El ómnibus se encontró con una carreta llena de trastos que también se corrió con sus caballos y le cedió el paso.
—Gracias.
Un carretón.
—Gracias.
Un rickshaw.
—Gracias.
Un caballo.
—Gracias.
Si bien el chofer ya se había cruzado con treinta vehículos en diez minutos, nunca dejaba de ser cortés. Y aunque tuviera que manejar durante cientos de kilómetros, nunca descuidaba su conducta y era como un cedro bien erguido, simple y natural.
Habían partido a eso de las tres. El chofer había tenido que encender las luces a mitad de camino. Pero cada vez que se encontraba con un caballo, las apagaba.
—Gracias.
—Gracias.
—Gracias.
Durante todo el trayecto, fue el chofer con mejor reputación entre los conductores de carretas, carretones y los jinetes.

Cuando el ómnibus llegó a la plaza de la aldea en medio de la oscuridad, la muchachita empezó a temblar y se sintió mareada, como si le flotaran las piernas. Se aferró a su madre.
—Un momento —le dijo ésta a su hija y corrió tras el chofer para implorarle—. Mi hija dice que lo quiere. Se lo pido, se lo ruego con mis dos manos en oración. Mañana ella será juguete de un hombre cualquiera, por eso... Si hasta una muchacha de buena posición de la ciudad... con sólo viajar unos kilómetros con usted...

A la mañana siguiente, al amanecer, el chofer dejó la modesta pensión y cruzó la plaza con apostura de soldado. La madre y la hija corrieron tras él. El ómnibus rojo, con su bandera púrpura, salió del garaje y quedó a la espera del primer tren.
La jovencita subió primero y acarició el asiento de cuero negro del chofer mientras se mordía los labios. La madre se defendía del frío cerrando el cuello de su kimono.
—Y ahora debo llevarla de nuevo a casa. Esta mañana ella lloró, usted me increpó... Compadecerme de ella ha sido un error. Voy a llevarla a casa, ¿bien? Pero sólo hasta la primavera. Sería una pena enviarla ahora que va a iniciarse la temporada de frío. Puedo arreglarme. Pero cuando el tiempo mejore, ya no podré tenerla en casa.

El primer tren le lanzó tres pasajeros al ómnibus.
El chofer acomodó su almohadón. Los ojos de la muchachita se fijaron en la cálida espalda que tenían ante sí. La brisa matinal del otoño se deslizaba sobre esos hombros.
El ómnibus quedó enfrentado a un carro tirado por caballos. Y éste se hizo a un lado.
—Gracias.
Un carretón.
—Gracias.
Un caballo.
—Gracias.
—Gracias.
—Gracias.
—Gracias.
El chofer regresaba, lleno de gratitud, cruzando los sesenta kilómetros de montañas y campos hasta la ciudad portuaria en el extremo meridional de la península.
Era un buen año para los caquis. El otoño en la montaña era bello.

Yasunari Kawabata, escritor-novelista, fue el primer japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968. Nació en Osaka. La soledad en que pasó su infancia tras la muerte de sus seres más queridos marcó profundamente su personalidad. 

sábado, 5 de marzo de 2016

Gabriel García Márquez

El ahogado más hermoso del mundo



Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. 

Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando
el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. 

Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. 

Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

—Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. 

Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. 

Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. 

Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. 

Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. 

A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. 

Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de
que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. 
Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.