lunes, 27 de agosto de 2012

Maupassant / Carta que se encontró a un ahogado

 Carta que se encontró a un ahogado (LETTRE TROUVÉE SUR UN NOYÉ )


¿Me pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no haya sentido jamás amor? Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.
   ¿De qué depende eso? No lo sé... Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez del corazón que llaman amor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, embebido por la esperanza o la posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el universo. En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco he pasado las noches en vela pensando en una mujer. No conozco ese despertar que su pensamiento y su recuerdo iluminan. No conozco tampoco la excitación enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de violeta y de carne.
   Jamás he amado.
   Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy bien. Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y no sé si las apreciará usted.
   Analizo demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos. Pido a usted mil perdones por esta confesión que explicaré. Hay en toda criatura dos naturalezas diferentes: una moral y otra física.
   Para amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no hallé jamás. Siempre una de las dos se halla a mayor altura que la otra; unas veces la naturaleza física, y otras la moral.
   La inteligencia que tenemos el derecho de exigir a una mujer para amarla no tiene nada de común con la inteligencia viril. Es más y es menos. Es menester que una mujer tenga el entendimiento franco, delicado, sensible, fino, impresionable. No necesita dominio ni iniciativa en el pensamiento, pero es menester que tenga bondad, elegancia, ternura, coquetería y esa facultad de asimilación que en poco tiempo la hace semejante al hombre, cuya vida comparte. Su primerísima cualidad debe ser la sutileza, ese delicado sentido que es para el alma lo que el tacto es para el cuerpo. La revelan mil cosas insignificantes: los contornos, los ángulos y las formas en el orden intelectual.
   Las mujeres bonitas, en general, no tienen una inteligencia en consonancia con su persona. A mí, el menor defecto de concordia me hiere la vista al primer momento. Esto no tiene importancia en la amistad, que es un pacto en el cual se transige con los defectos y las cualidades. Se puede, al juzgar a un amigo o a una amiga, dándose cuenta de sus buenas condiciones, prescindir de las malas y apreciar con exactitud su valor, abandonándose a una simpatía íntima, profunda y encantadora.
   Para amar, hay que ser ciego, entregarse completamente, no ver nada, no razonar, no comprender. Hay que hallarse dispuesto a adorar las debilidades tanto como las bellezas y, para esto, renunciar a todo juicio, a toda reflexión, a toda perspicacia.
   Soy incapaz de cegarme hasta ese punto y muy rebelde a la seducción no razonada.
   Pero no es todo eso. Tengo tan elevado concepto de la armonía, que nada realizará nunca mi ideal. ¡Va usted a tacharme de loco! Escúcheme. Una mujer, a mi juicio, puede tener un alma deliciosa y un cuerpo encantador, sin que su alma y su cuerpo estén perfectamente de acuerdo. Quiero decir que las personas que tienen la nariz de una forma especial no pueden pensar de cierto modo. Los gruesos no tienen el derecho de usar las mismas palabras que los delgados. Señora: usted, que tiene los ojos azules, no puede observar la existencia, juzgar las cosas y los acontecimientos como si tuviera los ojos negros. Los matices de su mirada deben corresponder fatalmente con los matices de su pensamiento. Para comprender todo esto tengo el olfato de un perro perdiguero. Ríase si le place, pero es tal como lo digo. Creí, sin embargo, haber amado un día durante una hora. Me dejé dominar tontamente por la influencia de las circunstancias que nos rodeaban. Me había dejado seducir por un espejismo boreal. ¿Quiere usted que le refiera esta historia?
   Una noche me tropecé con una encantadora personita, muy exaltada, la cual, para satisfacer una fantasía poética, quería pasar la noche conmigo en una lancha, en medio del río; yo hubiera preferido un cuarto y una cama, pero, a pesar de todo, acepté la barca y el río.
   Estábamos en el mes de junio. Mi amiga había escogido una noche de luna para dar rienda suelta a su exaltación.
   Comimos en un ventorrillo, a la orilla del agua, y a las diez nos embarcamos. La aventura me parecía estúpida; pero como mi compañera me gustaba, no me enfadé. Sentándome en el banco frente a ella, cogí los remos y partimos.
   No podía negar que el espectáculo era encantador. Bordeábamos una isla montañosa, llena de ruiseñores, y la corriente nos impulsaba rápidamente por el agua, cubierta de reflejos plateados. Por doquiera oíamos el grito monótono y claro de los sapos; croaban las ranas en las orillas, y los rumores del agua corriente formaban alrededor nuestro un sonido confuso, casi imperceptible, inquietante, que nos daba una vaga sensación de miedo misterioso.
   El encanto de las noches cálidas y de las aguas brillantes con el reflejo de la luna nos invadía.
   Daba gusto vivir y, navegando de aquel modo, soñar y sentir al lado de una mujer tierna y hermosa.
   Encontrábame algo conmovido, emocionado, embriagado por la claridad de la luna y con la obsesión de mi compañera. "Siéntese usted a mi lado", me dijo. Obedecí. Ella repuso: "Dígame versos". Pareciéndome demasiado, me negué a complacerla. Insistió. Decididamente le gustaban las cosas por todo lo alto; quería que se tocara la cuerda del sentimiento a toda orquesta desde la luna hasta la rima. Acabé por ceder y le recité, por burla, una deliciosa composición de Luis Bouilhet, cuyas estrofas dicen:
Odio ante todo al lacrimoso vate que frente al estrellado firmamento musita un nombre, al que sin Lisa o Juana le parece vacío el universo.
¡Oh, qué graciosa gente la que cuelga faldas sobre la fronda de los llanos, y en la verde colina cofias blancas para que el mundo tenga algún encanto!
¿Qué sabe de la música divina, vibrante voz de la Natura eterna, quien no gusta de ir solo en las cañadas y al susurrar del bosque sueña con hembras?
   Creí que se enfadaría, pero no fue así.
   —¡Qué verdad es eso! —murmuró.
   Me quedé estupefacto. ¿Habría comprendido?
   Poco a poco nuestra barca se acercó a la orilla, penetrando bajo un sauce, que la detuvo. Cogiendo a mí compañera por el talle, acerqué con dulzura los labios a su cuello. Pero me rechazó con un movimiento irritado y brusco, diciendo:
   —¡Suélteme! ¡Es usted un grosero!
   Procuré atraerla. Ella se defendía agarrándose al árbol; por poco vamos al agua. Juzgué prudente desistir de mis pretensiones. Entonces ella dijo:
   —Le ruego que siga remando. ¡Estoy tan bien aquí! ¡Sueño! ¡Es tan agradable!
   Después, con un poco de ironía en el acento, añadió:
   —¿Tan pronto ha olvidado usted los versos que acaba de recitar?
   Era justo. Callé.
   —Vamos, reme usted —me dijo, y cogí de nuevo los remos.
   Empezaba a parecerme la noche muy larga, y ridícula mi actitud.
   Mi compañera me preguntó:
   —¿Quiere usted hacerme una promesa?
   —Sí. ¿Cuál?
   —Permanecer tranquilo y correcto, discretamente, mientras yo...
   —¿Qué?
   —Verá usted. Quisiera echarme en el fondo de la barca, a su lado, mirando las estrellas.
   —Comprendo —exclamé.
   —No, no comprende usted —replicó ella—. Vamos a echarnos uno al lado del otro; pero le prohíbo que me toque, que me abrace; en fin..., que..., que me acaricie...
   Prometí. Entonces ella advirtió:
   —Si hace usted un movimiento inconveniente, haré zozobrar la barca.
   Y nos echamos en el suelo, uno al lado del otro. Los vagos balanceos de la canoa nos mecían. Los ligeros rumores de la noche, llegando más distintos al fondo de la embarcación, nos hacían vibrar, estremeciéndonos. ¡ Sentía crecer en mí una extraña y punzante emoción, una ternura infinita, algo como una necesidad de abrir los brazos para estrechar en ellos alguna cosa, y el corazón para amar, de entregarme a alguien, de entregar mis pensamientos, mi cuerpo, mi vida, todo mi ser!
   Mi compañera murmuró como en un sueño:
   —¿En dónde estamos? ¿Dónde vamos que parece que abandono este mundo? ¡Qué dulzura más grande! ¡Oh! Si me amara usted... un poco.
   El corazón me latía con violencia. Nada pude responder; me pareció que la amaba. No sentía ningún deseo violento. Estaba muy bien de aquel modo a su lado; me parecía suficiente aquello.
   Y permanecimos largo rato, largo rato, inmóviles. Nos habíamos cogido una mano; una fuerza misteriosa nos contenía: una fuerza desconocida, superior, una alianza pura, íntima, absoluta de nuestros cuerpos que eran el uno del otro sin tocarse. ¿Qué significaba aquello? ¿Lo sé yo? ¿Amor quizás?
   El día clareaba poco a poco. Eran las tres de la madrugada. Lentamente una inmensa claridad invadía el cielo. La canoa tropezó con algo. Me incorporé: habíamos llegado a un islote.
   Permanecía en éxtasis, encantado. Frente a nosotros, en toda la extensión, el firmamento se iluminaba de un rojo violáceo, salpicado de nubes entrelazadas semejantes a un humo dorado. El río estaba de color purpúreo y tres casas de la orilla parecían arder.
   Me incliné hacia mi compañera para decirle:
   —Mire usted.
   Pero me callé de pronto enloquecido y solamente la vi a ella. También ella estaba bañada en la luz rosada, un rosa de carne mezclado con un poco del matiz del cielo. Sus cabellos eran de color de rosa, de color de rosa eran también sus ojos y sus dientes, su traje, sus encajes, su sonrisa. Todo era del color de rosa. Y tan enloquecido estaba que creí tener a la aurora ante mí.
   Se levantó dulcemente tendiéndome sus labios. Me incliné hacia ellos, estremecido, delirante; sintiendo muy bien que iba a besar el cielo, la dicha, un sueño convertido en mujer, un ideal descendido a la humanidad.
   Pero entonces ella me dijo:
   —Tiene usted una oruga en el pelo.
   ¡Y por esto sonreía!
   Me pareció que había recibido un fuerte golpe en la cabeza.
   De pronto  me sentí como si hubiera perdido toda la esperanza que tenía en el mundo.
   Esto es todo, señora. Es pueril, tonto, estúpido. Desde ese día creo que no amaré jamás... Pero... ¿quién sabe?

   El joven sobre cuyo cuerpo se halló esta carta fue sacado ayer del Sena, entre Bougival y Marly. Un marinero compasivo que lo había registrado para saber su nombre presentó el papel que acabamos de copiar.

8 de enero de 1884.

domingo, 26 de agosto de 2012

Guy de Maupassant: Los suicidas( Les suicides)

No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:  
 "Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto —después de llamar inútilmente— vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte".
   "Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud".
   ¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?
   Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".
   Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique —a los nerviosos y a los sensitivos, al menos— la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".
   Leámosla:
   "Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla".
   "Mis padres eran gentes muy sencillas y crédulas. Yo creí en todo, como ellos".
   "Mi engaño duró mucho. Hace poco, se desgarraron para mí los últimos jirones que me velaban la verdad; pero hace ya bastantes años que todos los acontecimientos de mi existencia palidecen. La significación de lo más brillante y atractivo se me presenta en su torpe realidad; la verdadera causa del amor llegó incluso a sustraerme de las poéticas ternuras".
   "Nos engañan estúpidas y agradables ilusiones que se renuevan sin cesar".
   "Envejeciendo, me había resignado a la horrible miseria de las cosas, a lo vano de todo esfuerzo, a lo inútil que resulta siempre la esperanza: cuando una luz nueva inundó el vacío de mi vida esta noche, después de comer".
   "¡Antes yo era feliz! Todo me alegraba: las mujeres al pasar, las calles, mi vivienda, y aun la hechura de mis ropas constituía para mí una preocupación agradable. Pero las mismas ideas, los mismos actos repetidos, monótonos, acabaron por sumergir mi alma en una laxitud espantosa".
   "Todos los días, a la misma hora, durante treinta años, me levanté de la cama; y todos los días, en el mismo restaurante, durante treinta años, a las mismas horas, me servían los mismos platos mozos diferentes".
   "Me propuse viajar. El aislamiento que sentimos en ciudades nuevas, en residencias desconocidas, me asustó. Me sentía tan abandonado sobre la tierra, tan insignificante, que volví a tomar el camino de mi casa".
   "Y, entonces, la inmutable fisonomía de los muebles, fijos en el mismo lugar durante treinta años, las rozaduras de mis sillones, que yo conocí nuevos, el olor de mi casa —cada casa que habitamos, con el tiempo adquiere un olor especial— acabaron produciéndome náuseas y la negra melancolía de vivir mecánicamente".
   "Todo se repite sin cesar y de un modo lamentable. Hasta la manera de introducir —al volver cada noche— la llave en la cerradura; el sitio donde siempre dejo las cerillas; la mirada que al entrar esparzo en torno de mi habitación, mientras el fósforo se inflama. Y todo me provoca —para verme libre de una existencia tan ruin— a tirarme por el balcón".
   "Mientras me afeito, cada mañana me seduce la idea de degollarme, y mi rostro, el mismo siempre, que se refleja en el espejo con las mejillas cubiertas de jabón, muchas veces me hizo llorar de tristeza".
   "Ni siquiera me complace tropezar con personas a las cuales veía con gusto hace tiempo; las conozco tanto que adivino lo que me dirán y lo que les diré; a fuerza de razonar con las mismas, descubrimos la ilación de sus ideas. Cada cerebro es como un circo donde un pobre caballo da vueltas. Por mucho que nos empeñemos en buscar otros caminos, por muchas cabriolas que hagamos, la pista no varía de forma ni ofrece lances imprevistos ni abre puertas ignoradas. Hay que dar vueltas y más vueltas, pasando siempre por las mismas reflexiones, por los mismos chistes, por las mismas costumbres, por las mismas creencias, por los mismos desencantos".
   "Al retirarme hoy a mi casa, una insistente niebla invadía el bulevar, oscureciendo los faroles de gas, que parecían candilejas. Pesaba el ambiente húmedo sobre mis hombros como una carga. Seguramente hago una digestión difícil".
   "Y una buena digestión lo es todo en la vida. Ofrece inspiraciones al artista, deseos a los jóvenes enamorados, luminosas ideas a los pensadores, alegría de vivir a todo el mundo, y permite comer con abundancia —lo cual es también una dicha. Un estómago enfermo conduce al escepticismo, a la incredulidad, engendra sueños terribles y ansias de muerte. Lo he notado con frecuencia. Es posible que no me matara esta noche, haciendo una buena digestión".
   "Después de haberme acomodado en el sillón donde me siento hace treinta años todos los días, miré alrededor, creyéndome víctima de un desaliento espantoso".
   "¿De qué medio valerme para escapar a mi razón macilenta, más horrible aún que la desordenada locura? Cualquier empleo, cualquier trabajo me parece más odioso que la acción en que vivo. Quise poner en orden mis papeles".
   "Hacía tiempo que deseaba registrar los cajones de mi escritorio, porque durante los treinta últimos años había metido allí, al azar, las cartas y las cuentas. Aquel desorden llegó a preocuparme algunas veces; pero me sobrecoge una fatiga tal en cuanto me propongo un trabajo metódico y ordenado, que nunca me atreví a empezar".
   "Esta noche me senté junto a mi escritorio y abrí, resuelto a preservar algunos papeles y romper la mayor parte".
   "Me quedé de pronto pensativo ante aquel hacinamiento de hojas amarillentas; luego cogí una".
   "¡Oh! Si aprecian en algo su vida, no toquen jamás las cartas viejas que guardan los cajones de su escritorio. Y si no pueden resistir la tentación de abrirlos, cojan a granel, con los ojos cerrados, los paquetes de cartas para tirarlos al fuego; no lean ni una sola frase, porque sólo ver la escritura olvidada y de pronto reconocida, los lanza en un océano de recuerdos; quemen esos papeles que matan; cuando estén hechos pavesas, pisotéenlos para convertirlos en impalpables cenizas... Y si no lo hacen así, los anonadarán como acaban de anonadarme y destruirme".
   "¡Ah! Las primeras cartas no me han interesado; eran de fechas recientes y de personas que viven y a las que veo, sin gusto, con alguna frecuencia. Pero, de pronto, la vista de un sobre me ha estremecido. Al reconocer los rasgos de la escritura se han cubierto mis ojos de lágrimas. Era la letra de mi mejor amigo, del compañero de mi juventud, del confidente de mis esperanzas. Y se me apareció tan claramente, con su bondadosa sonrisa, tendiéndome las manos, que sentí un escalofrío penetrante; hasta mis huesos vibraron. Sí, sí; los muertos vuelven. ¡Lo he visto! Nuestra memoria es un mundo más acabado aún que el universo; ¡puede hacer vivir hasta lo que no existe! ".
   "Con la mano temblorosa y los ojos turbios, recorrí toda su carta, y en mi pobre corazón angustiado, he sentido un desgarramiento espantoso. Mis lamentaciones eran tan lastimosas, como si me hubiesen magullado las carnes".
   "Así he ido remontándome a través de mi vida, como remontamos un río, luchando contra la corriente. Aparecieron personas olvidadas, cuyos nombres no puedo recordar; pero su rostro sí lo recuerdo. En las cartas de mi madre, resucitan criados antiguos, el aspecto de nuestra casa y mil detalles nimios que una inteligencia infantil recoge".
   "Sí; he visto de pronto los vestidos que usó mi madre en distintas épocas y, según la moda y según el tocado, mostraba una fisonomía diferente. Sobre todo me obsesionaba con un traje de seda rameado, y recuerdo que un día, llevando aquel traje, me amonestó dulcemente: 'Roberto, hijo mío, si no procuras erguirte un poco, serás jorobado toda tu vida' ".
   "Luego, al abrir otro cajón, aparecieron las prendas marchitas de mis amores: un zapatito de baile, un pañuelo desgarrado, una liga de seda, trencitas de pelo, flores... Y las novelas de mi vida sentimental me sumergieron más en la triste melancolía de lo que no vuelve. ¡Ah! ¡Las frentes juveniles orladas con rubios cabellos, las manos acariciadoras, los ojos insinuantes, la sonrisa que promete un beso, el beso que asegura un paraíso!... Y ¡el primer beso!... Aquel beso delicioso, interminable, que ofusca la mirada, que abate la imaginación, que nos posee y nos glorifica, ofreciéndonos a la vez un goce ideal y la promesa de otros goces deseados".
   "Cogiendo con ambas manos aquellas prendas tristes de lejanas ternuras, las cubrí de caricias furiosas y en mi corazón desolado por los recuerdos sentía resonar cada hora de abandono, sufriendo un suplicio más cruel que las monstruosas leyendas infernales. ¡Ah! ¿Por qué las abandoné o por qué me abandonaron? ".
   "Quedaba por ver una carta fechada hacía medio siglo. Me la dictó el maestro de escritura: 'Mamita de mi alma: hoy cumplo siete años. A esa edad ya se discurre; ya sé lo que te debo. Te juro emplear bien la vida que me has dado".
   'Tu hijo que te adora, Roberto'.
   "Me había remontado hasta el origen. El recuerdo era desconsolador. ¿Y el porvenir? Quise profundizar en lo que me faltaba de vida, y se me apareció la vejez espantosa y solitaria, con su cortejo de achaques y dolencias... ¡Todo acabado para mí! ¡Nadie junto a mí! ".
   "El revólver está sobre la mesa... Es tentador... "¡No lean nunca las cartas de otros tiempos! ¡No recuerden viejas memorias!..."
   Así es como se matan muchos hombres en cuya plácida existencia no hallamos el verdadero motivo de su fatal resolución.