sábado, 14 de abril de 2012

Patricia Highsmith

La Mano// The hand
Little Tales of Misogyny  

          Un joven le pidió a un padre la mano de su hija y la recibió en una caja; era su mano izquierda.
PADRE: Me pediste su mano y ya la tienes. Pero, en mi opinión, querías otras cosas y las tomaste.
JOVEN: ¿Qué quiere decir con eso?
PADRE: ¿Tú qué crees que quiero decir? No me negarás que soy más honrado que tú, porque tú cogiste algo de mi familia sin pedirlo, mientras que cuando me pediste la mano de mi hija, yo te la di.
En realidad, el joven no había hecho nada deshonroso. Simplemente, el padre era suspicaz y mal pensado. El padre consiguió legalmente hacer responsable al joven del mantenimiento de su hija y le exprimió económicamente. El joven no pudo negar que tenía la mano de la hija… aunque, desesperado, la había enterrado ya, después de besarla. Pero la mano iba para dos semanas.
El joven quería ver a la hija, e hizo un esfuerzo, pero se encontró bloqueado por los comerciantes que la asediaban. La hija estaba firmando cheques con la mano derecha. Lejos de haberse desangrado, estaba lanzada a toda marcha.
El joven anunció en los periódicos que ella había abandonado el domicilio conyugal. Pero tenía que probar que lo hubiera compartido antes. Aún no era “un matrimonio”, ni en el juzgado ni por la iglesia. Sin embargo, no había duda de que él tenía su mano y había firmado un recibo cuando le entregaron el paquete.
 —Su mano, ¿para qué? —preguntó el joven a la Policía, desesperado y sin un céntimo—. Su mano está enterrada en mi jardín.
 —¿Es que, encima, es un criminal?  No solamente desordenado en su manera de vivir, sino, además un sicópata. ¿No le habrá usted cortado la mano a su mujer?
—¡No! ¡Y ni siquiera es mi mujer!
—¡Tiene su mano, pero no es su mujer! —se burlaron los hombres de la ley—. ¿Qué podemos hacer con él? No es responsable, puede que incluso esté loco.
—Encerradle en un manicomio. Además, está arruinado, por tanto tendrá que ser en una institución del Estado.
Así que encerraron al joven y, una vez al mes, la chica cuya mano había recibido venía a mirarle a través de la alambrada, como una esposa sumisa. Y, como la mayoría de las esposas, no tenía nada que decirle. Pero sonreía dulcemente. El trabajo de él comportaba una pequeña pensión que ella cobraba ahora. Ocultaba su muñón en un manguito.
Debido a que el joven llegó a estar tan asqueado de ella que no podía ni mirarla, le trasladaron a una sala más desagradable, privado de libros y de compañía, y se volvió loco de verdad.
Cuando se volvió loco, todo aquello que le había sucedido, el haber pedido y recibido la mano de su amada, se le hizo inteligible. Comprendió la horrible equivocación, crimen incluso, que había cometido al pedir algo tan bárbaro como la mano de una chica.
Habló con sus captores, diciéndoles que ahora comprendía su error.
—¿Qué error? ¿Pedir la mano de una chica? Lo mismo hice yo cuando me casé.
El joven, sintiendo entonces que estaba loco sin remedio, puesto que no podía establecer contacto con nada, se negó a comer durante muchos días y, al fin, se tumbó en la cama de cara a la pared y murió.

martes, 3 de abril de 2012

Gustavo Roldán(Argentina,1935-2012)


Cuento: Como si el ruido pudiera molestar Fue como si el viento hubiera comenzado a traer las penas. Y de repente todos los animales se enteraron de la noticia. Abrieron muy grandes los ojos y la boca, y se quedaron con la boca abierta, sin saber qué decir. Es que no había nada que decir. Las nubes que trajo el viento taparon el sol. Y el viento se quedó quieto, dejó de ser viento y fue un murmullo entre las hojas, dejó de ser murmullo y apenas fue una palabra que corrió de boca en boca hasta que se perdió en la distancia. Ahora todos lo sabían: el viejo tatú estaba a punto de morir. Por eso los animales lo rodeaban, cuidándolo, pero sin saber qué hacer. —Es que no hay nada que hacer —dijo el tatú con una voz que apenas se oía—. Además, me parece que ya era hora. Muchos hijos y muchísimos nietos tatucitos miraban con una tristeza larga en los ojos. —¡Pero, don tatú, no puede ser! —dijo el piojo—, si hasta ayer nomás nos contaba todas las cosas que le hizo al tigre. —¿Se acuerda de las veces que lo embromó al zorro? —¿Y de las aventuras que tuvo con don sapo? —¡Y cómo se reía con las mentiras del sapo! Varios quirquinchos, corzuelas y monos muy chicos, que no habían oído hablar de la muerte, miraban sin entender. —¡Eh, don sapo! —dijo en voz baja un monito—. ¿Qué le pasa a don tatú? ¿Por qué mi papá dice que se va a morir? —Vamos, chicos —dijo el sapo—, vamos hasta el río, yo les voy a contar. Y un montón de quirquinchos, corzuelas y monitos lo sigueron hasta la orilla del río, para que el sapo les dijera qué era eso de la muerte. Y les contó que todos los animales viven y mueren. Que eso pasaba siempre, y que la muerte, cuando llega a su debido tiempo, no era una cosa mala. —Pero don sapo —preguntó una corzuela—, ¿entonces no vamos a jugar más con don tatú? —No. No vamos a jugar más. —¿Y él no está triste? —Para nada. ¿Y saben por qué? —No, don sapo, no sabemos... —No está triste porque jugó mucho, porque jugó todos los juegos. Por eso se va contento. —Claro —dijo el piojo—. ¡Cómo jugaba! —¡Pero tampoco va a pelear más con el tigre! —No, pero ya peleó todo lo que podía. Nunca lo dejó descansar tranquilo al tigre. También por eso se va contento. —¡Cierto! —dijo el piojo—. ¡Cómo peleaba! —Y además, siempre anduvo enamorado. También es muy importante querer mucho. —¡Él sí que se divertía con sus cuentos, don sapo! —dijo la iguana. —¡Como para que no! Si más de una historia la inventamos juntos, y por eso se va contento, porque le gustaba divertirse y se divirtió mucho. —Cierto —dijo el piojo—. ¡Cómo se divertía! —Pero nosotros vamos a quedar tristes, don sapo. —Un poquito sí, pero... —la voz le quedó en la garganta y los ojos se le mojaron al sapo —. Bueno, mejor vamos a saludarlo por última vez. —¿Qué está pasando que hay tanto silencio? —preguntó el tatú con esa voz que apenas se oía—. Creo que ya se me acabó la cuerda. ¿Me ayudan a meterme en la cueva? Al piojo, que estaba en la cabeza del ñandú, se le cayó una lágrima, pero era tan chiquita que nadie se dio cuenta. El tatú miró para todos lados, después bajó la cabeza, cerró los ojos, y murió. Muchos ojos se mojaron, muchos dientes se apretaron, por muchos cuerpos pasó un escalofrío. Todos sintieron que los oprimía una piedra muy grande. Nadie dijo nada. Sin hacer ruido, como si el ruido pudiera molestar, los animales se fueron alejando. El viento sopló y sopló, y comenzó a llevarse las penas. Sopló y sopló, y las nubes se abrieron para que el sol se pusiera a pintar las flores. El viento hizo ruido con las hojas de los árboles y silbó entre los pastos secos. —¿Se acuerdan —dijo el sapo— cuando hizo el trato con el zorro para sembar maíz? del libro Como si el ruido pudiera molestar (Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1998. Colección Torre de Papel; Serie Torre Roja).