miércoles, 25 de mayo de 2011

Raymond Carver:Belvedere y Mecánica popular

Belvedere 
“Gazebo”
Por la mañana me echa Teacher’s en la barriga y lo apura a lametones. Y esa misma
tarde trata de tirarse por la ventana.
Yo digo:
—Holly, esto no puede seguir así. Esto tiene que acabar.
Estamos sentados en el sofá de una de las suites de arriba. Había muchas
habitaciones libres para elegir. Pero necesitábamos una suite, espacio donde poder
movernos y poder charlar. Así que aquella mañana cerramos la oficina del motel y
subimos a una suite.
Ella corrobora:
—Duane, esto me está matando.
Bebemos Teacher’s con agua y hielo. Entre la mañana y la tarde hemos dormido un
poco. Y luego se ha levantado de la cama y amenazado con tirarse por la ventana en
ropa interior. He tenido que agarrarla. Sólo es el segundo piso. Pero aun así.
—Estoy harta —confiesa—. No lo aguanto más.
Se pone la mano en la mejilla y cierra los ojos. Mueve la cabeza de un lado para
otro y emite como un zumbido.
Me siento morir viéndola en ese estado.
—¿Qué es lo que no aguantas? —pregunto, aunque naturalmente sé a lo que se
refiere.
—No tengo por qué explicártelo otra vez con pelos y señales — responde — He
perdido el control. He perdido la dignidad. Antes era una mujer orgullosa de mí misma.
Es una mujer atractiva de poco más de treinta años. Es alta y tiene el pelo negro y
largo, y ojos verdes. La única mujer de ojos verdes que he conocido en toda mi vida.
Antes, en otros tiempos, solía decirle cosas sobre sus ojos verdes, y ella me decía que
gracias a ellos tenía la certeza de que estaba destinada a algo especial.
¡Si lo sabría yo!
Me siento horriblemente mal entre unas cosas y las otras.
4 «WHAT WE TALK ABOUT WHEN WE TALK ABOUT LOVE» (1974-81): “Why Don’t You Dance?”,
“Viewfinder”, “Mr. Coffee and Mr. Fixit”, “Gazebo”, I Could See the Smallest Things”, “Sacks”,
“The Bath”, “Tell the Women We’re Going”, “After the Denim”, “So Much Water So Close to
Home”, “The Third Thing That Killed My Father Off”, “A Serious Talk”, “The Calm”, “Popular
Mechanics”, “Everything Stuck to Him”, “What We Talk About When We Talk About Love”, “One
More Thing”
Me llega el timbre del teléfono que suena en la oficina. Ha estado sonabdo a ratos
durante todo el día. Lo oía incluso cuando estaba dormitando. Abría los ojos y miraba al
techo y lo oía sonar y me asombraba de lo que nos estaba pasando.
Pero quizás adonde debería mirar es al suelo.
—Tengo el corazón destrozado — declara—. Se me ha vuelto de piedra. No valgo
nada. Eso es lo peor de todo, que ya no valgo nada.
—Holly —protesto.
Cuando al principio nos mudamos al motel y nos hicimos cargo de la gerencia,
pensamos que habíamos salido del apuro. Alojamiento y servicios gratis, y trescientos al
mes. Era bastante chollo.
Holly se encargaba de la contabilidad. Era buena con los números, y casi siempre
era ella quien alquilaba las habitaciones. Le gustaba la gente, y a la gente le gustaba
ella. Yo me cuidaba de los jardines, cortaba el césped y arrancaba las malas hierbas,
mantenía limpia la piscina, hacía pequeñas reparaciones.
Todo fue bien el primer año. Yo tenía otro empleo nocturno, y salíamos adelante.
Teníamos planes. Hasta que una mañana… No sé. Acababa de poner unos azulejos en el
baño de una de las habitaciones cuando entró a limpiar la mexicana. Era Holly quien la
había contratado. En realidad no puedo decir que me hubiera fijado antes en aquella
poquita cosa, aunque sí es cierto que hablábamos cuando nos veíamos. Me llamaba —
ecuerdo— Mister.
En fin, las cosas.
Así que a partir de aquella mañana empecé a fijarme en ella. Era una cosita menuda
y pulcra con unos bonitos dientes blancos. Solía mirarle la boca.
Empezó a tutearme.
Una mañana estaba yo colocando una arandela en un grifo de un baño cuando entró
ella y puso la televisión como suelen hacer siempre las chicas de la limpieza. Mientras
limpian, quiero decir. Dejé lo que estaba haciendo y salí del cuarto de baño. Al verme se
sorprendió. Sonrió y pronunció mi nombre.
Y al poco de pronunciarlo nos tumbamos en la cama.
—Holly, sigues siendo una mujer digna —le aseguro—. Sigues siendo de lo mejor.
Venga, Holly…
Ella sacude la cabeza.
—Algo ha muerto en mí —anuncia—. Le ha llevado tiempo, pero ha muerto. Has
matado algo; es igual que si lo hubieras partido con un hacha. Ahora todo se ha ido al
traste.
Se acaba la copa. Luego empieza a llorar. Intento abrazarla. Pero inútilmente.
Echo hielo en las copas y me pongo a mirar por la ventana.
Dos coches con matrícula de otro estado están aparcados frente a la recepción; los
conductores están junto a la puerta de la oficina, charlando. Uno de ellos acaba de
decirle algo al otro, y mira hacia las habitaciones y se manosea la barbilla. También hay
una mujer; tiene la cara pegada al cristal, hace pantalla sobre los ojos con la mano y
mira al interior. Intenta abrir la puerta.
El teléfono de abajo empieza a sonar.
—Hasta cuando hacíamos el amor hace un rato estabas pensando en ella —me
acusa Holly—. Me hace daño, Duane.
Coge la copa que le alargo.
—Holly —empiezo.
—Es cierto, Duane —insiste ella—. No discutas conmigo.
Se pasea de un lado a otro de la habitación, en bragas y sostén, con el vaso en la
mano.
Añade:
—Te has puesto al margen del matrimonio. Es la confianza lo que has matado.
Me pongo de rodillas y empiezo a suplicar. Pero estoy pensando en Juanita. Es
horrible. No sé lo que va a ser de mí, o de quien sea en este mundo.
Protesto:
—Holly, cariño. Te quiero.
Allá abajo alguien se apoya sobre el claxon, hace una pausa, vuelve a apoyarse.
Holly se seca los ojos. Me pide:
—Prepárame una copa. Esta está aguada. Deja que toquen sis jodidas bocinas. Me
la sopla. Me largaré a Nevada.
—No te vayas a Nevada — suplico . Estás diciendo tonterías.
—No digo tonterías. No es ninguna tontería irse a Nevada. Tú puedes quedarte aquí
con tu chica de la limpieza. Yo me voy a Nevada. O eso, o me mato.
—¡Holly!
—¡Ni Holly ni nada!
Se sienta en el sofá y sube las rodillas hasta pegarlas a la barbilla.
—Ponme otro trago, hijo de perra — exige. Y sigue —: Que les den por el culo a
esos bocineros. Que se vayan a hacer sus marranadas al otro motel. ¿No es allí donde
ahora trabaja tu mujer de la limpieza? ¡Ponme otro trago, hijo de perra!
Aprieta los labios Y me dedica esa mirada especial.
La bebida es algo extraño. Cuando miro hacia atrás y pienso en ello, veo que todas
las decisiones importantes las hemos tomado mientras bebíamos. Hasta cuando
hablábamos de la necesidad de beber menos: nos sentábamos en la mesa de la cocina o
en la de picnic de afuera con un cartón de seis latas o una botella de whisky. Cuando
pensábamos instalarnos aquí, estuvimos un par de noches bebiendo mientras
sopesábamos los pros y los contras.
Sirvo lo que queda de Teacher’s en los vasos y pongo cubitos de hielo y unos
chorritos de agua.
Holly se levanta del sofá y se echa en la cama.
Pregunta:
—¿Lo has hecho con ella en esta cama?
No tengo nada que decir. Dentro de mí noto que no tengo palabras. Le alargo el
vaso y me siento en la silla. Apuro mi copa y pienso que ya nunca será lo mismo.
—¿Duane?
—¿Holly?
Mi corazón late más despacio. Espero.
Holly era mi verdadero amor.
Lo de Juanita era cinco días a la semana, entre las diez y las once. Lo hacíamos en
cualquiera de los cuartos que estuviera limpiando. Yo entraba donde ella estaba
trabajando y cerraba la puerta a mi espalda.
Pero la mayoría de las veces era en la 11. La 11 era nuestra habitación de la suerte.
Eramos muy cariñosos el uno con el otro. Pero rápidos. Era estupendo.
Creo que Holly quizá podría haberlo soportado. Creo que lo que tenía que haber
hecho era intentarlo de verdad.
Yo, por mi parte, conservaba mi empleo nocturno. Hasta un mono era capaz de
hacer ese trabajo. Pero las cosas comenzaron a empeorar vertiginosamente. Nos faltaban
fuerzas para seguir, así de simple.
Dejé de limpiar la piscina. Se llenó de un légamo verde y los clientes ya no
pudieron usarla. Ya no arreglé más grifos ni puse más azulejos ni hice más retoques de
pintura. Bien, la verdad es que estábamos empinando el codo a conciencia. Si bebes en
serio, la bebida exige una gran cantidad de tiempo y de esfuerzo.
Holly tampoco registraba a los huéspedes como es debido. O les cobraba demasiado
o cobraba menos de la cuenta. A veces ponía a tres personas en un cuarto con una sola
cama, y otras a una sola persona en donde la cama era enorme. Había quejas, cómo no,
y a veces hasta hubo gritos. La gente liaba sus bártulos y se iba a otra parte.
Y lo siguiente fue una carta de la dirección de la empresa. Y luego otra, certificada.
Hay llamadas telefónicas. Alguien va a venir de la ciudad.
Pero hemos dejado de preocuparnos: las cosas están así. Sabíamos que nuestros días
estaban contados. Habíamos echado a perder nuestras vidas y nos estábamos preparando
para recibir la sacudida.
Holly es una mujer inteligente. Fue la primera en saberlo.
Entonces, aquel sábado por la mañana, nos despertamos después de pasarnos una
noche dándole vueltas a la situación. Abrimos los ojos y nos volvimos para miramos el
uno al otro. Los dos lo sabíamos, desde entonces. Habíamos llegado al final de algo, y
la cuestión era encontrar. El modo de empezar otra vez.
Nos levantamos y nos vestimos, tomamos café y decidimos discutirlo. Sin que nada
nos interrumpiera. Ni el teléfono ni los clientes.
Fue entonces cuando eché mano del Teacher’s. Cerramos con llave y nos subimos
aquí, con hielo, vasos, botellas. Antes que nada vimos la televisión en color y retozamos
un poco y dejamos que el teléfono sonara abajo. Para comer, fuimos a sacar de la
máquina patatas fritas al queso.
Teníamos esa extraña sensación de que, ahora que nos dábamos cuenta de que ya
había sucedido todo, podía suceder cualquier cosa.
—¿Y cuando éramos unos chiquillos, antes de casarnos? —pregunta Holly—.
¿Cuando teníamos grandes planes y esperanzas? ¿Recuerdas?
Estaba sentada en la cama, abrazándose las rodillas y sosteniendo el vaso.
—Lo recuerdo, Holly.
—No fuiste el primero, ¿sabes? El primero fue Wyatt. Figúrate. Wyatt. Y tú te
llamas Duane. Wyatt y Duane. Quién sabe lo que me estaba perdiendo durante aquellos
años… Tú lo eras todo para mi, como en la canción.
Digo:
—Eres una mujer maravillosa, Holly. Sé que has tenido oportunidades.
—¡Pero no aproveché las de esta clase —se lamenta—. No era capaz de salirme del
matrimonio.
—Holly, por favor —corto—. Basta ya, cariño. Dejemos de torturarnos. ¿Qué crees
que podríamos hacer ahora?
—Escucha — dice—. ¿Recuerdas aquella vez que llegamos a una vieja granja, más
allá de Yakima, pasado Terrace Heights, cuando recorríamos en coche los alrededores,
y estuvimos en aquel pequeño camino de tierra y hacia calor y había mucho polvo?
¿Recuerdas que seguimos y que llegamos a aquella casa vieja y preguntaste si nos
podían dar un poco de agua? ¿Nos imaginas a los dos haciéndolo ahora? ¿Ir a una casa a
pedir un vaso de agua?
“Aquellos viejos estarán ya muertos. Uno al lado del otro, por allí, en algún
cementerio. ¿Recuerdas que nos dijeron que pasáramos a tomar pastel? ¿Y que luego
nos enseñaron los alrededores? ¿Y que había un belvedere allá atrás, andando un
trecho? ¿No era allá atrás, bajo unos árboles? Tenía un pequeño techo puntiagudo y se
le había ido la pintura y sobre los escalones crecía maleza. Y la mujer contó que años
antes, quiero decir muchos años atrás, solían ir tipos a tocar allí el domingo, y que la
gente se sentaba a escuchar la música. Yo pensé que también nosotros estaríamos así
cuando nos hiciéramos viejos. Con dignidad. Y en un sitio fijo. Y que la gente vendría a
nuestra puerta.
Así, de pronto, no sé qué decir. Luego se me ocurre:
—Holly, también recordaremos todo esto un día. Diremos: ¿te acuerdas del motel
con toda aquella mierda en la piscina? —pregunto—. ¿Comprendes lo que digo, Holly?
Pero Holly sigue sentada allí en la cama con el vaso.
Veo que no, que no entiende.
Voy hasta la ventana y miro a través de la cortina. Alguien grita algo allá abajo y
zarandea la puerta de la oficina. Me quedo donde estoy. Ruego para que Holly haga
algún gesto. Ruego para que se me manifieste.
Oigo como arranca un coche. Luego otro. Proyectan los faros sobre el edificio y,
uno después de otro, se retiran y se sumergen en el tráfico.
—Duane —dice Holly.
También en esto tenía razón ella.

Mecánica popular (2)
“Popular Mechanics”

Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia.
Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana —una ventana abierta
a la altura del hombro— que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando.
Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la
puerta.
¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te
atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la
vuelta y volvió a la sala.
Trae aquí eso, le ordenó él.
Coge tus cosas y lárgate, contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de
apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el niño, dijo él.
¿Estás loco?
No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este niño no lo tocas, advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
Oh, oh, exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
¡Por el amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la
cocina.
Quiero el niño.
¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.
Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con
fuerza.
Suéltalo, dijo.
¡Apártate! ¡Apártate!, gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás
de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con
fuerza al niño y empujó con todo su peso.
Suéltalo, repitió.
No, dijo ella. Le estás haciendo daño al niño.
No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir
los aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no
paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
¡No!, gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la
muñeca y se echó hacia atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
Así, la cuestión quedó zanjada.

sábado, 7 de mayo de 2011

"UNA ROSA PARA EMILY" de William Faulker.


"UNA ROSA PARA EMILY" de William Faulker.


I

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.

La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.

Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.

Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.

Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.

Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.

Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.

No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.

Su voz fue seca y fría.

-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.

-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?

-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.

-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos...

-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.

-Pero, señorita Emilia...

-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.

II

Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.

“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.

Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.

-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.

-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?

-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.

Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:

-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.

Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.

-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...

-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?

Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.

Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..

Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.

Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.

No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.

III

La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...

Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...

Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y exclamaban:

“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.

Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”

Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.

-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.

-Necesito un veneno -dijo.

-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...

-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.

El droguero le enumeró varios.

-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?

-Quiero arsénico. ¿Es bueno?

-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?

-Quiero arsénico.

El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.

-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.

La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.

IV

Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....

Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....

De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....

Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....

Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....

Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....

Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.

Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.

Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.

Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.

Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.

Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.

V

El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.

Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.

Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.

El hombre yacía en la cama..

Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.

Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

jueves, 5 de mayo de 2011

Cuento popular africano (anónimo)

“Voy a referiros, hijos míos, lo que me enseñó mi padre, que, a su vez, lo oyó de labios de mi abuelo, el cual conocía esta historia desde mucho, muchísimo tiempo atrás, ocurriéndole lo mismo a sus antepasados, de modo que puedo asegurar que la historia fue conocida desde el principio…”
Comienzo de un cuento africano


MARAMA Y EL RÍO DE LOS COCODRILOS

Marama era una niña pequeña cuando sus padres murieron. El jefe confió su custodia a una de las mujeres de la aldea. Pero era una mujer malvada que pegaba a la niña, no le daba de comer y sólo pensaba en librarse de ella. 
Un día le dio a Morama un pesado mazo, de los que sirven para moler el grano, y le dijo:
-Vete al río de los cocodrilos Bama-ba y lava este mazo para que pueda utilizarlo para triturar el arroz.
Morama estalló en sollozos porque el río estaba muy lejos, era muy profundo y estaba lleno de serpientes y cocodrilos. A la gente le daba miedo ir allí y sólo las gacelas y los leones iban a beber. Pero Marama tenía tal terror a su malvada madrastra que cogió el mazo y se fue.
En el camino del bosque encontró un león que, agitando su melena, rugió con voz terrorífica:
-¿Cuál es tu nombre y adónde vas?
Marana tenía mucho miedo, pero cantó con dulce voz:
Marama es mi nombre
Y no tengo madre…
Voy al río
a lavar este mazo.
Al río de los cocodrilos,
mi madrastra me ha enviado.
Allí sólo van las gacelas
Y los leones a beber.
Y duermen las serpientes
y los cocodrilos.
-¡Ve, pues Marama, niña sin madre! –dijo el león-. Ve y no tengas miedo. Yo velaré para que no te molesten las gacelas y los leones cuando vayan a beber.
Marama prosiguió su camino y cuando llegó al río, un horrible y viejo cocodrilo surgió ante ella, abrió su enorme boca y sus grandes ojos rojos parecían salírsele de la cabeza.
-¿Cuál es tu nombre y adónde vas? –preguntó.
Marama llena de miedo cantó con dulce voz:
Marama es mi nombre
Y no tengo madre…
Voy al río
a lavar este mazo.
Al río de los cocodrilos,
mi madrastra me ha enviado.
Allí sólo van las gacelas
Y los leones a beber.
Y duermen las serpientes
y los cocodrilos.
-¡Ve, pues, Marama, niña sin madre! –dijo el cocodrilo-, lava el mazo y no te asustes. Yo velaré para que no te molesten las serpientes y los cocodrilos que viven en el río.
Marama se arrodilló a la orilla el río y empezó a lavar el mazo, pero, como pesaba mucho, se le resbaló de las manos y desapareció en el agua. Marama se puso a llorar porque no podía volver a casa sin el mazo. De repente surgió del agua un cocodrilo que le dio un mazo nuevo, completamente limpio e incrustado de oro y plata.
-Lleva este mazo a tu casa, Morama, niña sin madre, y enséñalo a todos para que el mundo sepa que el poderoso Subara, rey de los cocodrilos, es tu amigo.
Marama le dio las gracias y volvió a su casa. Por el camino encontró de nuevo al león.
-Déjame el mazo, Marama, niña sin madre, -dijo-. Pesa demasiado para ti. Te lo llevaré hasta tu casa y así todo el mundo sabrá que el poderoso Subara, rey del río de los cocodrilos, es tu amigo.
Cuando Marama llegó a casa, su madrastra admiró mucho el mazo y le preguntó dónde lo había encontrado. Marama solamente le dijo que lo había encontrado en el río de los cocodrilos. Entonces la madrastra cogió otro viejo mazo y fue corriendo al río para poder, también ella, encontrar uno nuevo incrustado de oro y plata.
Por el camino, a través del bosque, encontró un león que agitando su melena, rugió con terrorífica voz:
-¿Quién eres y adónde vas?
La perversa mujer se asustó tanto que no pudo responder y puso pies en polvorosa. El león la siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido entre los árboles y simplemente se encogió de hombros.
Al llegar al río la mujer, un horrible y viejo cocodrilo surgió ante ella, abrió su enorme boca y sus grandes ojos rojos parecían salírsele de la cabeza.
-¿Cuál es tu nombre y adónde vas? –preguntó.
La malvada mujer se asustó tanto que no pudo decir ni una palabra y huyó por la orilla del río. No llegó muy lejos. Los leones y las gacelas que iban a beber la rodearon, así como las serpientes y los cocodrilos que vivían en el río, y cantaron todos a coro:
Marama, la niña sin madre,
puede venir a lavar
porque el poderoso Subara,
rey del río, es u amigo.
Pero para ti, pérfida mujer,
El río de los cocodrilos
Significa la muerte.
Y así fue.

El círculo de la choza. Cuentos populares africanos.