viernes, 18 de junio de 2010

Goncharov (Rusia,1812-1891)


El sueño de Oblomov

 ¿Dónde estamos, entonces? ¿A qué bendito rincón de la tierra nos traslada el sueño de Oblómov? ¡Qué maravillosa comarca! Cierto es que allí no hay mar, ni altísimas montañas, ni rocas, ni precipicios, ni espesos bosques; no existe nada grandioso, salvaje o sombrío. Además, ¡qué falta hace lo salvaje y lo grandioso! ¿El mar, por ejemplo? ¡Vaya bendito de Dios! Sólo entristece al hombre: mirándolo se sienten ganas de llorar. Turba y atemoriza su corazón el manto infinito de las olas y nada hay para que la vista, atormentada por la monotonía del panorama ilimitado, descanse. El rugido y el loco estruendo de las olas no acarician un oído delicado; repiten siempre su cantinela, la misma desde el principio del mundo, de contenido tenebroso, nunca descifrado; siempre se oye en ella el mismo gemido, idénticas lamentaciones como las de un monstruo sometido a suplicio y unas voces estridentes, que amenazan no se sabe a quién. Los pájaros no gorjean a su alrededor y tan sólo las silenciosas gaviotas revolotean tristemente por la costa, como si estuviesen condenadas a girar sobre el agua. Los rugidos de las fieras son impotentes ante esos lamentos de la naturaleza, insignificante también la voz humana, y el propio hombre resulta tan pequeño, débil e inútil, que apenas se le divisa entre los menudos detalles de ese vasto cuadro. Por eso, quizá, le duela tanto contemplar el mar. ¡Váyase con Dios el mar! Ni siquiera su inmóvil serenidad hace nacer en el alma un sentimiento grato; en el vaivén apenas perceptible de la masa acuática el hombre percibe la misma fuerza inconmensurable, aunque dormida, que en ocasiones se burla con tanta alevosía de su orgullosa voluntad y entierra tan profundamente sus valientes propósitos, todos sus esfuerzos y trabajos. Las montañas y los precipicios tampoco fueron creados para alegrar al ser humano. Son amenazadores, terribles como las garras y los dientes de una fiera salvaje dirigidos contra él; nos recuerdan demasiado nuestra mortal envoltura y mantienen en nosotros el temor y la angustia de perder la vida. Y el cielo allí, sobre las rocas y los abismos, parece tan lejano, tan inaccesible, como si hubiera renunciado a los hombres. Pero no es así el apacible lugar donde se encontró de pronto nuestro héroe. El cielo allí, por el contrario, parece estar más cerca de la tierra, pero no para lanzar sus dardos con mayor rigor, sino para abrazarla con amor y fuerza; se extiende a tan poca altura sobre la cabeza, que recuerda un seguro techo paterno, diríase que está para proteger de todas las desdichas el lugar elegido. Casi seis meses luce allí el sol con sus rayos brillantes y cálidos; luego se aleja, pero no de pronto, sino como si lo hiciera con desgana, como si se volviera para mirar una o dos veces el lugar predilecto y regalarle en otoño, entre la intemperie, algún día claro y soleado. Allí las montañas son como modelos en miniatura de aquellas terribles que existen en otros lugares y asustan al hombre. Es una serie de suaves colinas por cuyas pendientes resulta grato descender en invierno de espaldas sobre el trineo, o sentarse allí y contemplar, pensativo, la puesta del sol. El río, juguetón y travieso, fluye alegremente o se extiende formando un amplio estanque, o bien corre en fino y rápido reguero de agua, o se apacigua como reflexionando, arrastrándose apenas sobre las piedras del lecho y esparciendo hacia los lados alegres arroyuelos cuyo murmullo invita a dormitar dulcemente. Todo ese rincón y sus contornos, que se extienden a lo largo de quince o veinte kilómetros, presenta a la vista alegres y sonrientes lugares, pintorescos paisajes. Las riberas arenosas y suaves del transparente río, los bajos arbustos que desde las colinas descienden hasta el agua, el oblicuo barranco con su arroyo en el fondo y el seto de abedules parecen haber sido elegidos intencionadamente para formar un dibujo primoroso. A un corazón atormentado por la inquietud, o a aquel que no la conoce, le encantaría refugiarse en ese rincón olvidado por todos y llevar allí una vida feliz e ignorada. Todo allí augura una existencia apacible hasta la vejez y una muerte dulce semejante a un sueño. El tiempo transcurre inmutable y sereno. En marzo, tal como lo indican los calendarios, llega la primavera, corren desde las colinas sucios arroyos, se deshiela la tierra y un tibio vaho se alza sobre ella; el campesino se des-poja de la pelliza, sale al aire libre en mangas de camisa y, cubriéndose los ojos con la mano, admira el sol encogiéndose de gusto; luego tira por ambos lados del carro, vuelto boca abajo, inspecciona y golpea con el pie el ocioso arado guardado en el cobertizo, disponiéndose para la habitual tarea. En primavera no se producen allí repentinas tormentas, la nieve no cubre de pronto los campos ni quiebra los árboles. El invierno, como una beldad inaccesible y fría, mantiene su talante hasta que llega la época del calor; no irrita con inesperados deshielos ni castiga cruelmente con heladas nunca vistas; todo sigue el orden habitual prescrito por la naturaleza. En noviembre comienzan las nieves y las heladas, que para Navidad se intensifican hasta el punto que el campesino, al salir por un instante de la izbá, regresa siempre con escarcha en la barba; en febrero, sin embargo, una nariz sensible ya percibe en el aire el suave hálito de la siguiente primavera. ólo de ajenjo, pino y cerezos silvestres; allí hay que buscar los días luminosos, los rayos de sol ligeramente ardientes, pero no quemantes, y un cielo limpio de nubes durante casi todo el tiempo. Los días luminosos pueden durar de tres a cuatro semanas; las tardes son tibias y las noches sofocantes. Las estrellas, afables y amistosas, parpadean desde el cielo. Y cuando cae la lluvia, es una lluvia estival, benéfica. Brota a chorros, es abundante, jubilosa, salta alegremente; diríase que es como las lágrimas gruesas y cálidas de una persona a quien de improviso se le hubiera dado una gran alegría. Tan pronto como Besa, el sol, con amorosa sonrisa, examina y seca los campos y las colinas. Toda la comarca vuelve a sonreír llena de gozo en respuesta al sol. El campesino acoge la lluvia con alegría: «La lluvia mojará y el sol secará», dice, ofreciendo gozoso el rostro, los hombros y la espalda al tibio aguacero. Las tormentas allí no son temibles, sino beneficiosas; siempre suceden en la fecha prevista, sin olvidarse jamás del día de San Iliá, para mantener en el pueblo la conocida tradición. El número y la intensidad de los truenos también parecen ser siempre los mismos, como si a esa región se le concediera una determinada medida de electricidad. No se conocen allí ni terribles vendavales ni destrucciones. Jamás nadie pudo leer en la prensa algo así referido a ese rincón bendito por Dios. Y jamás se habría publicado nada, ni nadie habría oído hablar de ese lugar si la viuda de un campesino, llamada Marina Kullkova, de veintiocho años, no hubiera parido de golpe a cuatro niños, cosa imposible de silenciar. El Todopoderoso no había castigado aquella comarca con ninguna plaga egipcia ni con ninguna otra. Ni uno solo de sus habitantes vio, ni recuerda, ninguna señal en el cielo, ni bolas de fuego ni repentino oscurecimiento. Tampoco hay allí víboras venenosas; se desconoce la langosta, no existen leones rugientes, ni tigres bramantes, ni siquiera osos o lobos, ya que no hay bosques. Por los campos se ven tan sólo numerosas vacas que rumian, ovejas que balan y gallinas cacareantes. Sólo Dios sabe si a un soñador o a un poeta les gustaría la naturaleza de ese apacible lugar. A esos señores, como se sabe, les encanta contemplar la luna y oír el canto de los ruiseñores. Aman la luna coqueta que se engalana de nubes pajizas y se filtra misteriosamente entre las ramas de los árboles, enviando haces de rayos plateados a los ojos de sus admiradores. En aquel lugar nadie sabía cómo era la luna de los poetas y soñadores. La luna allí contempla benévola la aldea, los campos y se parece mucho a un caldero de cobre bien lustrado. ían las miradas extasiadas del poeta a la luna; ella lo miraría con la misma simplicidad con que una beldad lugareña de redonda faz responde a las apasionadas y elocuentes miradas de un conquistador de la ciudad. Los ruiseñores tampoco se oyen en aquella comarca, tal vez porque no hay allí sombreados rincones ni rosas. En cambio, ¡qué abundancia de codornices! En el verano, cuando la siega del trigo, los chiquillos las cazan con las manos. Pero que a nadie se le ocurra pensar que las codornices son allí un objeto de lujo gastronómico; no, semejante depravación no se ha introducido aún en los hábitos de sus moradores; la codorniz es un ave que los estatutos no incluyen entre las comestibles. Allí deleita con su canto el oído de los vecinos y por ello, bajo el techo de cada casa, se ve una codorniz en una jaula hecha de hilos. Ni el poeta ni el soñador quedarían satisfechos por la vida en esos modestos y sencillos lugares. No conseguirían admirar ninguna tarde al gusto suizo o escocés, cuando toda la naturaleza —el bosque, el agua, las paredes de las chozas y las colinas arenosas— parece arder en el purpúreo ocaso, cuando sobre ese rojo fondo destaca nítidamente una cabalgata de caballeros que, siguiendo un sendero sinuoso, acompañan a una lady en su paseo hacia unas ruinas amenazantes y apresuran su paso para llegar a un castillo fortificado donde les espera un episodio de la guerra de las Dos Rosas, relatado por el abuelo, una cabra salvaje para cenar y una balada cantada por una joven a los sones de un laúd. ¡Con semejantes cuadros pobló nuestra imaginación la pluma de Walter Scott! Pero nada de eso existía en nuestra comarca. ¡Qué paz, qué somnolencia reinaban en las tres o cuatro aldeas que formaban ese rincón! Estaban cerca unas de otras y parecía que una mano gigantesca las había lanzado al azar en diversas direcciones dejándolas así para siempre. Una de las, izbás cayó en el borde mismo de un barranco y quedó casi colgada. Desde tiempos inmemoriales tiene una mitad al aire, sujetada por tres pértigas. Varias generaciones llevan viviendo en ella felices y tranquilas. Hasta a una gallina le asustaría entrar en esa izbá, pero allí vive, con su mujer, Onísim Súslov, un hombre forzudo que en su vivienda no puede erguirse cuan alto es. No todos sabrían entrar en la izbá de Onísim. El porche de la entrada pende sobre el barranco y para pasar hay que sujetarse con una mano en el matorral, con la otra en la techumbre y luego entrar. Otra de las izbás quedó incrustada en el pico de un cerro semejante a un nido de golondrinas; por casualidad hay tres juntas y otras dos en el fondo del barranco. La somnolencia y la paz caracterizan esas aldeas; las izbás silenciosas están abiertas de par en par; no se ve a nadie; tan sólo nubes de moscas vuelan, zumbando, en medio del asfixiante calor. Sería inútil llamar, incluso a gritos, al entrar en alguna de esas viviendas: un silencio sepulcral sería la respuesta. Rara es la izbá donde se oye un quejido lastimero o la bronca tos de alguna vieja que finaliza sus días sobre una tarima, o bien asoma tras el tabique algún chiquillo descalzo, con largos pelos, vestido tan sólo con una camisa; el pequeño mirará en silencio y tímidamente al recién llegado y, sin decir nada, volverá a esconderse. El mismo silencio, la misma paz reina en los campos; de cuando en cuando se divisa algún labrador que, como una hormiga, se afana sobre la negra tierra y, abrasado de calor, tira sudoroso del arado. La vida en esas aldeas se distinguía por esa misma profunda paz y quietud. No había ni pillajes ni asesinatos; ningún hecho temible tuvo allí lugar: ni pasiones violentas, ni empresas valerosas turbaban el ánimo de sus gentes. Además, ¿qué pasiones, qué empresas serían capaces de turbarles? Cada uno se conocía a sí mismo. Vivían alejados de otros seres, pues las aldeas inmediatas y la capital del distrito se hallaban a veinticinco o treinta kilómetros de distancia. A su tiempo, los campesinos llevaban el trigo al puerto más cercano del Volga, que era para ellos su Cólquida* y sus torres de Hércules, y una vez al año iban algunos a la feria; en eso acababan sus relaciones con los demás. * Cólquida: escenario de la leyenda del vellocino de oro. Sus intereses se concentraban en ellos mismos, no se cruzaban ni relacionaban con otros. Sabían que a ochenta kilómetros estaba la «provincia», es decir, la capital, pero iban a ella muy raras veces; sabían, asimismo, que algo más lejos estaba Sarátov o Nizhni; habían oído hablar de Moscú y San Petersburgo, que más allá de San Petersburgo vivían los franceses o los alemanes y ya más lejos empezaba para ellos, como para los antiguos, un mundo ignoto, países desconocidos poblados por monstruos, por seres de dos cabezas y por gigantes; más allá seguía la penumbra y todo acababa, por fin, en el pez que sostenía la tierra. Y como ese rincón no era camino de paso, no había posibilidad de adquirir conocimientos nuevos sobre lo que ocurría en el mundo. Los buhoneros que vendían cacharros de madera vivían a una distancia de veinte kilómetros y no sabían más que ellos. Ni siquiera tenían la posibilidad de comparar con otros su modo de vivir, de saber si lo hacían bien o mal, si eran ricos o pobres, si había que desear algo de lo que tenían los otros. Esos seres vivían felices pensando que no podía ni debía ser de otro modo, seguros de que todos los demás vivían exactamente igual y de que no hacerlo así era pecado. No habrían creído si se les dijera que otros araban la tierra de distinto modo, que sembraban y vendían de forma diferente. ¿Qué pasiones y qué inquietudes podían tener, entonces? Como todos los seres humanos, tenían sus preocupaciones y debilidades: el pago de los impuestos o de la renta, la pereza y el sueño, mas todo eso lo soportaban fácilmente sin que se alterara su pulso. En los últimos cinco años, de entre los varios centenares de habitantes no había muerto nadie, no ya de muerte violenta, sino ni siquiera de muerte natural. Y si alguno por vejez o enfermedad crónica dormía el sueño eterno, seguían extrañándose, mucho tiempo después del óbito, de un caso tan raro. En cambio, a nadie sorprendió que el herrero Tarás, por ejemplo, estuviera a punto de asfixiarse en su choza y que tuvieran que volverlo a la vida echándole cubos de agua. Sólo se cometía un delito: el robo de guisantes, zanahorias y nabos por los huertos estaba muy extendido. Sin embargo, una vez desaparecieron dos lechones y una gallina, suceso que conmocionó a todo el mundo y por unanimidad se culpó de ello a un convoy de buhoneros que el día anterior había pasado por ahí camino de la feria. Pero, en general, raras veces se producía algo similar. No obstante, un día encontraron a un hombre en las afueras de la aldea junto a la cuneta cerca del puente: se había rezagado, probablemente, de la cuadrilla de hombres que se dirigía a la ciudad. Los chiquillos fueron los primeros en verle y corrieron aterrorizados a la aldea con la novedad de que había una terrible serpiente u hombrelobo que yacía en la cuneta, añadiendo que había tratado de perseguirlos y que a punto estuvo de comerse a Kuzka. Los mujiks más decididos se armaron de horquillas, de hachas y todos en grupo se dirigieron hacia la cuneta. —Adónde vais, locos? —decían los viejos, tratando de convencerlos—. ¿Es que tenéis asegurada la vida? ¿Qué falta os hace ir? ¡Nadie os empuja! Pero los mujiks fueron; a unos cien metros del lugar comenzaron a llamar al monstruo con diversas voces; no hubo ninguna respuesta. Se detuvieron, pero al poco avanzaron de nuevo. En la cuneta vieron a un hombre tumbado, con la cabeza apoyada en la ladera; junto a él había un saco y un palo, del cual colgaban dos pares de laptis.* * Lapti: especie de alpargatas hechas de corteza de tilo. Los mujiks no se atrevieron a acercarse más ni a tocarlo. —¡Eh, tú, hermano! —gritaban por turno, rascándose unos la nuca, otros la espalda—. ¿Cómo te llamas? ¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? El forastero hizo un gesto para levantar la cabeza, pero no pudo; parecía enfermo o muy cansado. Uno de los mujiks se decidió y lo tocó con la horquilla. —¡No lo toques! ¡No lo toques! —gritaron muchos—. ¡Quién sabe lo que es! ¿No ves que no habla nada? A lo mejor es un... ¡No lo toquéis, muchachos! —¡Vámonos —decían otros—; en serio, vámonos! ¿Acaso es pariente nuestro? ¡Sólo males pueden venirnos por su culpa! ¡Nada bueno nos puede traer! Y todos se dieron la vuelta; contaron luego a los viejos que había en la cuneta un forastero que no hablaba nada y que ¡sólo Dios sabía lo que estaba haciendo allí! —Si es forastero, no lo toquéis —decían los viejos sentados en un banco de tierra con los codos apoyados en las ro-dillas—. ¡Dejadlo en paz! Ninguna necesidad teníais de ir. Tal era la comarca adonde se trasladó Oblómov en su sueño. Una de las tres o cuatro aldeas dispersas por allí se llamaba Sosnovka, y la otra, situada a un kilómetro de distancia, Vavílovka. Tanto Sosnovka como Vavílovka pertenecían al patrimonio familiar de los Oblómov, por lo cual se las conocía bajo el nombre común de Oblómovka. En Sosnovka estaba la casa señorial y la hacienda. A unos cinco kilómetros de Sosnovka se hallaba otra aldea, Verjliovo, que en otros tiempos fue propiedad de la familia Oblómov, pero había pasado hacía mucho tiempo a otras manos, así como algunas ~izbás dispersas pertenecientes a esa aldea. Verjliovo era ahora propiedad de un rico terrateniente que jamás visitaba sus propiedades, administradas por un alemán. Ésta era la geografía del lugar. Iliá Ilich despierta por la mañana en su pequeña camita. Sólo tiene siete años, está alegre y contento. ¡Es tan lindo, tan gordezuelo y sonrosado! Sus mejillas son tan redondas, que si algún niño, por hacerse el gracioso, las inflara a propósito, no conseguiría tenerlas como él. La niñera espera a que despierte. Empieza por enfundarle las medias, pero él no se deja, juguetea, mueve las piernas; la niñera se las atrapa y ambos ríen a carcajadas. Consigue por fin que se levante; lo lava, peina y conduce a presencia de su madre. Al ver en sueños a su madre, muerta hacía mucho tiempo, Oblómov se estremece de alegría y de ardiente amor por ella; dos tibias lágrimas se desprenden de sus ojos cerrados y se inmovilizan en sus mejillas. La madre lo llena de apasionados besos, lo examina con ojos inquietos, ansiosos, le mira los ojos por si los tiene turbios, pregunta si no le duele nada, interroga a la niñera parasaber si el niño durmió bien, si no despertó por la noche, si no fue su sueño agitado, si no tuvo fiebre. Luego, tomándolo de la mano, lo conduce ante la imagen sagrada. Una vez allí, la madre se pone de rodillas y, abrazando a su hijo, le va diciendo las palabras de la oración. El niño las repite distraídamente, sin dejar de mirar a la ventana, por la cual entra en la habitación el frescor matutino y el aroma de las lilas. Mamita, ¿iremos hoy de paseo? —pregunta de pronto el pequeño, en medio de la oración. Iremos, cariño —responde la madre rápidamente, sin apartar los ojos del icono y apresurándose a terminar las sagradas palabras de la oración. El niño las repetía aburrido, pero la madre ponía en ellas toda su alma. Luego saludaban al padre y, seguidamente, se dirigían al comedor. Allí vio Oblómov a una tía viejísima, de ochenta años, que vivía con ellos; la vieja tía reñía constantemente a su «chica» que, con la cabeza temblorosa por la vejez, la servía de pie tras su silla. Había también tres solteronas, parientes lejanas de su padre, y un cuñado de su madre, Chekménev, dueño de siete siervos y algo loco, que estaba de invitado, así como algunos viejos y viejas más. Toda esa gente y la servidumbre de la casa llenaron al niño de caricias y loas; apenas si le daba tiempo de borrar las huellas de sus no solicitados besos. Luego comenzaron a atiborrarlo de bollitos, galletas, crema de leche. Más tarde, la madre volvía a llenarlo de caricias y le permitía ir de paseo al jardín, al patio, al prado, encargando muy severamente a la niñera que no dejara solo al niño, que no le permitiera acercarse a los caballos, a los perros, al macho cabrío, ni alejarse demasiado de la casa y, sobre todo, que no le permitiese ir al barranco, el más temible lugar de todo el entorno, que tenía muy mala fama. Un día encontraron allí un perro, considerado como rabioso por la simple razón de que escapara y desapareciera tras las colinas cuando los hombres se movilizaron contra él armados de horquillas y hachas; al barranco tiraban la carroña y se suponía que existían en él bandidos, lobos y otros seres diversos que no habitaban por aquellos lugares o, en general, ni siquiera en el mundo. El niño no esperó a que la madre terminara sus advertencias: hacía tiempo que estaba en el patio. Lleno de alegre sorpresa, examina y corre alrededor de la casa de sus padres como si viera por primera vez el ladeado portón, la techumbre de madera hundida en el centro, donde ha brotado un tierno musgo verde, el vacilante porche, los diversos cobertizos anexos y el poco cuidado jardín. Sentía intensos deseos de subir a una galería colgante que rodeaba toda la casa para ver desde allí el río, pero la galería era antigua, se sostenía a duras penas y sólo se permitía el paso a la «gente» de la servidumbre; los señores no iban... El niño, sin hacer caso de las prohibiciones de la madre, se dirigía ya a los tentadores peldaños cuando apareció en el porche la niñera y consiguió capturarlo. Escapó de ella hacia el henil con el propósito de subir a él por una escalera empinada, y apenas le daba tiempo a la niñera de llegar para impedírselo, cuando ya debía correr para evitar que subiese al palomar, que entrase en las cuadras del ganado y, ¡Dios nos libre!, escapase al barranco. —Ah, Dios mío, qué niño, parece una peonza! ¿No vas a estarte quieto nunca? ¡Qué vergüenza! —decía la niñera. Todo el día y todos los días y noches de la niñera están llenos de trajín, de carreras, de ajetreo: tan pronto se atormenta como se alegra, o le invade el temor de que el niño se caiga y se rompa la nariz o bien se emociona por sus sinceras caricias infantiles o se entristece de angustia al pensar en su todavía lejano futuro. Sólo eso hace latir su corazón, esas emociones calientan la sangre de la vieja y mantienen de algún modo su vida somnolienta, que sin ello se habría extinguido, tal vez, hacía tiempo. Pero no siempre es tan juguetón el niño; a veces se queda quieto sentado junto a la niñera y mira alrededor con suma atención. Su mente infantil observa todo cuanto ocurre, todo cuanto sucede ante él y lo que ve se le queda hondamente grabado; esas impresiones maduran y crecen a la par que él. La mañana es espléndida y fresca; el sol no está todavía alto. Largas sombras se alejan de la casa, de los árboles, del palomar y de la galería. En el jardín y en el patio se han formado frescos rincones que invitan a la reflexión y al sueño. Tan sólo a lo lejos el campo de centeno parece arder y el río brilla y refulge con tal intensidad que hace daño a la vista. —Tata, ¿por qué aquí está oscuro y allí hay luz? —pregunta el niño—. ¿También aquí habrá luz? —Como el sol va al encuentro de la luna y no la ve, frunce el ceño; tan pronto como la vea de lejos, se iluminará del todo. El niño queda pensativo y mira a su alrededor: ve al cochero Antip, que en el carro marcha en busca de agua, y cómo camina en la tierra, junto a él, otro Antip diez veces mayor que el auténtico; también el barril tiene el tamaño de una casa y la sombra del caballo cubre todo el prado; la sombra sólo dio dos pasos por el prado y, de pronto, cruzó la colina, aunque Antip ni tiempo tuvo de salir del patio. El niño también dio dos pasos, bastaría uno más para que también él cruzase el monte. Le habría gustado ir allí para ver dónde se había metido el caballo. Corrió hacia el portón, pero desde la ventana se oyó la voz de su madre. —¡Tata! ¿No ves que al niño le está dando el sol? Llévalo a la sombra. Si se le calienta la cabeza, entonces le dolerá, tendrá náuseas y dejará de comer. ¡Como no pongas cuidado acabará por irse al barranco! —¡Oh, bribonzuelo! —gruñe quedamente la niñera, llevándolo al porche. El niño mira y observa con ojos penetrantes y sensibles lo que hacen los adultos, cómo lo hacen, a qué dedican su mañana. Ninguna menudencia, ningún detalle se escapa de la atención escrutadora del niño; imborrables se graban en su alma los cuadros de la vida doméstica, se nutre su flexible inteligencia de ejemplos vivos y de modo inconsciente traza el programa de su existencia calcado en la vida circundante. No puede decirse que la mañana se pase de balde en casa de los Oblómov. El repicar de los cuchillos picando la carne y las verduras en la cocina llegaba incluso a la aldea. Desde la parte de la casa destinada a la servidumbre se oía el susurrar de los husos y una voz femenina tenue y suave: era difícil determinar si lloraba o improvisaba una triste cantinela sin palabras. En el patio, tan pronto como Antip regresaba con el barril, acudían al carro desde diversos rincones mujeres y cocheros con cubos, baldes y jarros. El niño ve pasar a una vieja llevando a la cocina, desde la despensa, harina y una cestita con huevos; el cocinero tira de pronto agua por la ventana, mojando al perro Arapka, que no se mueve en toda la mañana, fija la vista en la cocina al tiempo que agita alegremente el rabo y se relame. El viejo Oblómov tampoco permanecía ocioso. Se pasaba la mañana sentado junto a la ventana, observando incansablemente todo cuanto ocurría en el patio. —¡Eh, Ignashka! ¿Qué llevas ahí, imbécil? —preguntaba a un hombre que cruzaba el patio. Llevo cuchillos para afilar —respondía el interpelado sin mirar al señor. Bueno, llévalos, llévalos y cuida de que los afilen bien. Luego era a una mujer a quien detenía: —¡Eh, mujer! ¿Adónde has ido? Al sótano, padrecito —respondía ésta deteniéndose y, con la mano en los ojos, miraba hacia la ventana—. En busca de leche para el almuerzo. Bueno, ve, ve —responde el señor—, ten cuidado de no derramarla. Y tú, Zajarka, bribón, ¿adónde vas corriendo? —grita a continuación—. ¡Ya te daré yo tantas carreras! Es la tercera vez que te veo. Vuelve inmediatamente al vestíbulo. Y Zajarka volvía a dormitar en el vestíbulo. Cuando regresan las vacas del campo, el viejo Oblómov es el primero que se ocupa de que abreven; si desde la ventana ve que el perro persigue a una gallina, toma de inmediato severas medidas para enmendar semejante desorden. Su esposa también está muy ocupada: durante tres horas debate con el sastre Averka el modo de hacer de una chaqueta de su marido una para Iliá; ella misma la dibuja con carboncillo y cuida de que Averka no robe el paño sobrante; luego pasa a las habitaciones de las criadas y marca a cada una la medida de los encajes que han de hacer ese día; luego llama a Nastasia Ivánovna o Stepanida Agápovna o bien a alguna otra de su séquito para dar un paseo por el jardín con un fin práctico: ver cómo maduran las manzanas y si no ha caído la que ayer ya estaba madura; además, hay que decidir dónde injertar, dónde cortar, etc. Su preocupación fundamental, sin embargo, era la cocina y el almuerzo. Para confeccionar el menú del almuerzo se convocaba a toda la casa, hasta la anciana tía era invitada al consejo. Cada uno proponía su manjar predilecto: unos sopa de menudillos, otros macarrones, carne picada envuelta en hojas de col, salsa blanca o roja. Todo consejo era tenido en cuenta, se discutía detalladamente y luego se aceptaba o rechazaba según decisión definitiva del ama de casa. A la cocina se enviaba continuamente bien a Nastasia Petróvna, bien a Stepanida Ivánovna para recordar al cocinero lo que se debía añadir o suprimir, para llevar el azúcar, la miel o el vino necesarios, para vigilar si el cocinero había utilizado todo de cuanto se le había provisto. La comida constituía la primera y vital preocupación de Oblómovka. ¡Qué terneras se cebaban allí para las fiestas anuales! ¡Qué aves! ¡Cuántos cuidados y trabajos para ello! Los pavos y pollos destinados a conmemorar las fiestas onomásticas y otras fechas solemnes eran alimentados con nueces; a los patos se les impedía todo movimiento, los obligaban a permanecer colgados dentro de un saco algunos días antes de la fiesta para que tuvieran más grasa. ¡Qué reservas había allí de confituras, salmueras, pastas! ¡Qué mieles, qué kvas, qué empanadas se hacían en Oblómovka! Hasta el mediodía todos trajinaban y se afanaban como hormigas; la vida era intensa y visible. Los domingos y días festivos esas laboriosas hormigas seguían trajinando: el golpear de los cuchillos en la cocina resonaba entonces con mayor fuerza y frecuencia; la encargada de la despensa hacía varios viajes desde allí hasta la cocina llevando doble cantidad de harina y huevos; en el corral se oían más gritos y mayor era el derramamiento de sangre. Se preparaba una empanada colosal que los propios señores comían al día siguiente; al tercéro y cuarto los restos pasaban a las dependencias de la servidumbre; la empanada llegaba al viernes, hasta que, por fin, un trozo ya completamente reseco, sin relleno alguno, se ofrecía en forma de merced especial a Antip, quien, persignándose, destruía con estruendo ese curioso fósil, más feliz por el hecho de que procediera de la mesa de los señores que por el gusto de la propia empanada, igual que un arqueólogo bebe con placer un mal vino en el cuenco de una vasija milenaria. El niño no dejaba de mirar y observarlo todo con su mente infantil, para la cual nada pasaba inadvertido. Veía suceder a la mañana útil y ajetreada el mediodía y el almuerzo. El mediodía era caluroso: ni una nubecilla en el cielo. El sol permanecía sobre las cabezas y quemaba la hierba. El aire había dejado de correr y pendía sin movimiento. No se movían ni los árboles ni el agua; sobre la aldea y el campo reinaba un silencio absoluto, como si todo estuviera muerto. En el vacío, la voz humana resonaba fuerte, sonora y se expandía a lo lejos. A cincuenta metros de distancia se percibía el vuelo y el zumbido de un moscardón y entre la espesa hierba se oían constantes ronquidos como si alguien se hubiera tumbado allí para dormir un dulce sueño. También en la casa reina un silencio de muerte. Es la hora de la siesta general. El niño ve que tanto su padre como su madre, la anciana tía, el séquito entero se dispersan por sus rincones y aquel que no dispone de uno se dirige al henil, al jardín o busca algún frescor en el zaguán; alguno, cubriéndose el rostro con un pañuelo para protegerse de las moscas, duerme allí donde lo vence el calor y el copioso almuerzo; el cocinero se va al jardín para dormitar bajo un arbusto y Antip se tumba en la cochera. Iliá Ilich inspecciona la parte ocupada por la servidumbre: allí todos se han tumbado en los bancos, en el suelo, en el zaguán, dejando a los niños a su albedrío: los chiquillos juegan en el patio y escarban la arena. Hasta los perros se han metido profundamente en sus perreras, pues no hay a quien ladrar. Se puede cruzar la casa entera sin encontrar a nadie; es fácil robarlo todo y llevárselo en carros desde el patio sin que nadie lo impida, en el caso de que existieran ladrones en aquellas comarcas. El sueño era omnímodo, invencible, un auténtico remedo de la muerte. Todo estaba inmóvil, pero desde todos los rincones se escapaban ronquidos de las más diversas tonalidades. De vez en cuando alguien, en sueños, levanta la cabeza, mira alrededor con ojos inexpresivos y atónitos y se vuelve de otro costado, o bien, sin abrir los ojos, escupe medio dormido, chasca los labios y mascullando algo para sus adentros vuelve a dormirse. Otro salta de pronto de su lecho con ambos pies, sin preparativo alguno, como temiendo perder unos instantes preciosos, coge una jarra con kvas, sopla encima para apartar las moscas que nadan por ella y dejarlas así en el lado opuesto, y éstas, hasta entonces inmóviles, se agitan alocadamente con la esperanza de mejorar su situación; se humedece la garganta y cae de nuevo en la cama como si le hubieran pegado un tiro. El pequeño seguía observando. Después de comer salía con la niñera de paseo. Pero también ésta, pese a las severas recomendaciones de la señora y de su propia voluntad, no podía oponerse al embeleso del sueño. Estaba contagiada de la enfermedad general que reinaba en Oblómovka. Al principio, cuidaba con esmero al niño, no permitía que se alejara mucho de ella, lo reñía severamente por sus travesuras, pero luego, sintiendo los síntomas del inminente contagio, le suplicaba que no saliese fuera del portón, que no tocase al macho cabrío ni se subiese al palomar o a la galería. Ella, mientras tanto, se sentaba en algún lugar fresco: en el porche, en la puerta de la bodega o, simplemente, en la hierba con el fin de seguir calcetando y de vigilar al niño. Al poco rato, sin embargo, se limitaba a reprenderlo con un simple movimiento de cabeza. «Se subirá; seguro que ese bribonzuelo acabará por subirse a la galería —pensaba la niñera casi dormida ya—; con tal de que no vaya al barranco...» En eso, la cabeza de la vieja descendía hasta casi tocar las rodillas, la calceta caía de sus manos, perdía de vista al pequeño y con la boca algo abierta emitía ligeros ronquidos. El niño, lleno de impaciencia, esperaba la llegada de ese momento que señalaba el comienzo de su libertad. Se diría que estaba solo en todo el mundo. De puntillas se escapaba de la niñera para ver cómo y dónde dormían todos: solía detenerse y mirar fijamente el despertar de alguno, cómo escupía y mascullaba algo en sueños; después, con el corazón tembloroso y angustiado, subía a la galería, recorría sus crujientes tablones, trepaba al palomar, se metía en la espesura del jardín, escuchaba el zumbido del escarabajo y observaba largamente su vuelo en el aire; prestaba oído a un constante chirrido en la hierba, buscaba y hallaba a los infractores del silencio. Cuando cogía una libélula le arrancaba las alas para ver lo que sería de ella o bien la atravesaba con una pajita y observaba su vuelo con aquel impedimento; miraba con interés, temiendo hasta respirar, cómo sorbía una araña lasangre de una mosca apresada, cómo se debatía la pobre víctima y zumbaba entre las patas de su verdugo. El niño acababa por matar a las dos. Luego se metía en la cuneta, buscaba unas raíces, las limpiaba y se las comía con gran placer, pues las prefería a las manzanas y a las confituras que hacía su madre. A veces abandona el patio y sale fuera del portón; le encantaría ir al soto de abedules, le parece que está tan cerca que no tardaría ni cinco minutos en llegar, pero no por el camino, sino cruzando las vallas y las zanjas, mas tiene miedo; dicen que andan por allí duendes, bandidos y terribles fieras. Le atrae el barranco; no dista del jardín más de cien metros y el niño ha llegado ya al borde del mismo; con los ojos entornados intenta mirar hacia abajo, como si fuese el cráter de un volcán... pero al recordar de pronto lo oído, todas las tradiciones acerca de ese barranco, se siente invadido por el pánico y más muerto que vivo regresa corriendo, temblando de miedo, junto a la niñera, a quien despierta. La niñera sacude el sueño, se arregla el pañuelo de la cabeza, remetiendo dentro los mechones de su canoso cabello, y fingiendo no haber dormido en absoluto, mira recelosa al niño, luego hacia las ventanas de la casa señorial y coge con manos temblorosas las agujas de la media que tiene sobre las rodillas. El calor, mientras tanto, empieza por decaer poco a poco; la naturaleza parece revivir. El sol avanza hacia el bosque. En la casa se va rompiendo lentamente el silencio; chirría la puerta de una habitación; unos pasos resuenan en el patio; en el henil alguien estornuda. Poco después sale presuroso de la cocina un sirviente doblado bajo el peso de un enorme samovar. La gente empieza a congregarse para tomar el té; alguno tiene el rostro arrugado y los ojos anegados en lágrimas; otro luce una mancha roja en la mejilla y en las sienes; el tercero, somnoliento aún, no habla todavía con su voz habitual; todos ellos bostezan quejumbrosos, se rascan la cabeza, se estiran y tardan en recuperarse. El almuerzo y la siesta despiertan en ellos una sed inextinguible que abrasa su garganta: algunos beben unas doce tazas de té, mas eso no los sacia; se recurre entonces al zumo de arándanos, de peras, al kvas, y algunos a las aguas medicinales, para acabar con la sequía de la garganta... Todos buscan remedio a la sed, como si ésta fuera un castigo divino, y se agitan angustiados como una caravana de viajeros que en un desierto arábigo no encontrara en parte alguna el manantial. El niño está junto a su madre. Contempla los extraños rostros que lo rodean, oye su conversación abúlica y somnolienta. Le divierte mirarlos, le parece interesante toda estupidez que sale de sus bocas. Una vez tomado el té, todos se dedican a algo: unos van al río y pasean lentamente por la ribera, tirando con el pie piedrecitas al agua; otros se sientan al lado de la ventana para no perderse nada de lo que pasa: bien sea un gato que cruza corriendo el patio, bien una chova que vuela... El observador sigue con la vista y la punta de la nariz tanto al uno como a la otra, moviendo con la cabeza bien a la derecha, bien a la izquierda. A los perros suele gustarles sentarse así días enteros junto a la ventana, tomando el sol y mirando detenidamente a todo el que pasa. La madre toma la cabeza de su hijo entre las manos, la reclina en sus rodillas y pasa lentamente el peine por sus cabellos, admirando su suavidad; hace que Nastasia Ivánovna y Stepanida Tíjonova también los admiren. Habla del futuro que espera al niño y lo convierte en héroe de alguna brillante epopeya, creada por su fantasía. Ellas le auguran montañas de oro. No tarda en anochecer. Vuelve a encenderse el fogón, suena de nuevo el golpear espaciado de los cuchillos. Se prepara la cena. La servidumbre se reúne en el patio; se oyen sones de balalaica, risas, se juega a las prendas. El sol va descendiendo tras el bosque; lanza unos cuantos rayos apenas tibios que cruzan en ígnea franja todo el seto, bañando en oro las copas de los abetos. Los rayos se apagan, unos tras otros; el último permanece mucho tiempo clavado como fina aguja en la espesura de las ramas, pero también él acaba por desaparecer. Los objetos van perdiendo sus contornos, se funden en una masa primero gris, luego más oscura. Se va extinguiendo el canto de los pájaros y poco después callan del todo, a excepción de uno solo que tercamente, y en contra de todos, gorjea monótonamente en medio del silencio general; por fin, lanza un débil silbido, apenas audible, agita las alas, moviendo a su alrededor las hojas y... se duerme. Todo queda silencioso. Tan sólo las cigarras, como emulando entre sí, crepitan con intensificado vigor. Se alzan sobre la tierra blancos vahos que se extienden por el prado y el río, también apaciguado. Poco después, algo revuelve el agua una última vez y el río queda inmóvil. Huele a humedad. La oscuridad es cada vez mayor. Los árboles parecen ahora grupos de monstruos y el bosque infunde pavor; se oyen de pronto extraños crujidos como si uno de los monstruos cambiara de sitio, quebrando a su paso alguna rama seca. Surge en el cielo, como un ojo vivo, la primera estrella y en las ventanas de las casas parpadean las luces. En esos instantes la naturaleza parece recogerse en una calma solemne, universal; la cabeza creadora trabaja con mayor intensidad, se encienden con más fuerza las pasiones en el corazón o es cuando más angustiado se siente, cuando en el alma cruel madura con decisión y vigor el grano del pensamiento criminal y cuando... en Oblómovka todo reposa tan serena y profundamente. Mamá, vamos a pasear —dice el pequeño. —¡Qué dices, santo cielo! ¡Ahora no se puede pasear! —responde la madre—. Hay humedad y se te enfriarán los pies y, además, es peligroso: en el bosque hay duendes que se llevan a los niños pequeños. Adónde se los llevan? ¿Cómo son los duendes? ¿Dónde viven? —pregunta el pequeño. Y la madre deja en libertad su irrefrenable imaginación. El niño la escucha tan pronto abriendo como cerrando los ojos, hasta que por fin lo vence el sueño. Llega la niñera y, levantándolo de las rodillas de la madre, se lo lleva dormido a la cama, con la cabeza colgada de su hombro. —Ya pasó el día, gracias le sean dadas al Señor —dicen los de Oblómovka, disponiéndose a dormir y persignando-se entre ayes—. Lo hemos pasado muy bien. ¡Dios nos conceda un mañana igual! ¡Loado sea el Señor! ¡Loado sea el Señor! En sueños vivió Oblómov otro período de su vida: en una interminable tarde invernal se abraza tímidamente a su niñera y ella, en un susurro, le habla de un país ignoto donde no hay ni días ni noches, ni frío, donde todo es prodigioso y corren ríos de leche y miel, donde ninguno trabaja y sólo pasea; en ese país todos los hombres son tan gallardos como Iliá Ilich y las mujeres tan bellas que no hay pluma capaz de describirlas. Vive en aquel país una hechicera bondadosa que, a veces, aparece entre los hombres en forma de esturión, elige a un favorito, que siempre es persona apacible, inofensiva; dicho en otras palabras, a un haragán a quien todos desprecian, y le colma, sin más ni más, de toda suerte de mercedes; éste se limita a comer, a engalanarse y acaba casándose con una beldad sin par. El niño aguza el oído y con ojos encendidos escucha apasionadamente el relato. La niñera o la tradición evitaban tan hábilmente en el relato toda referencia a la realidad de la vida que la imaginación y el pensamiento educados en la ficción seguían siendo sus prisioneras hasta la vejez. Aunque Iliá Ilich sabía, ya de adulto, que no existían ríos de leche y miel, ni bondadosas hechiceras, aunque bromeaba, riéndose, al recordar los cuentos de la niñera, su sonrisa no era sincera, iba acompañada de un secreto suspiro; el cuento se había mezclado con la vida y, a veces, se entristecía inconscientemente al pensar que el cuento no era como la vida, ni la vida se parecía a un cuento. Oblómov sueña sin querer con las beldades del relato, se siente siempre atraído por el país donde todos se divierten, donde no existen las penas ni las preocupaciones; el deseo de estar tumbado, de pasearse con ropas donadas por la buena hechicera, y no ganadas por él, y de comer a costa de ella, sigue dominando su pensamiento. Tanto su padre como su abuelo también habían oído de niños los mismos cuentos en boca de sus niñeras y ayos que, en la edición estereotipada de los viejos tiempos, habían llegado a través de los siglos y las generaciones. La niñera seguía presentando otros cuadros a la imaginación infantil. Le hablaba de las proezas de los Aquiles patrios, del arrojo de Iliá Múromets, de Bobrynia Nikítich, Aliosha Popóvich, del ada-lid Polkán y del peregrino Koléchish,* de cómo recorrían Rusia, venciendo incontables huestes de infieles, de cómo competían entre sí para ver quién era capaz de beber sin carraspear un cuenco de aguardiente; le hablaba también de malvados bandidos, de princesas dormidas, de ciudades y gente petrificadas, luego pasaba a la demonología nacional, a los difuntos, monstruos y hombreslobo. * Illiá Múromets, Bobrinya Nikftich, Aliosha Popóvich, adalid Polkán, peregrino Koléchish: héroes de la épica rusa. Con la bondadosa simplicidad de Homero, con la misma palpitante veracidad en los detalles y verismo en las descripciones, nutría la memoria e imaginación infantiles con la Iliada de la vida rusa, creada por los bardos de aquellos lejanos tiempos nuestros, cuando el hombre no sabía enfrentarse a los peligros y secretos de la naturaleza, cuando temblaba tanto ante el hombrelobo como ante los duendes y buscaba en Aliosha Popóvich defensa de los males circundantes, cuando en el aire y en el agua, en el bosque y en el campo reinaban los prodigios. Temible e insegura era la vida del hombre en aquellos tiempos; asomarse a la puerta de la calle resultaba peligroso: podía atacarlo una fiera, asesinarlo un bandido, el malvado tártaro podía despojarlo de todo, o un hombre podía desaparecer sin dejar rastro. En el cielo aparecían de pronto señales divinas, columnas y bolas de fuego o sobre una tumba reciente se encendía una lucecita o bien alguien se paseaba por el bosque, al parecer con un candil, lanzando espantosas carcajadas y con los ojos relucientes en la oscuridad. ¡Y cuántas cosas inexplicables le ocurrían al propio hombre! Durante muchos años vivía bien, sin nada de particular, y, de pronto, empezaba a decir cosas absurdas o a gritar con una voz que no era la suya o a vagar somnoliento por las noches; otro, sin razón ni motivo, sufría convulsiones, se golpeaba la cabeza contra la tierra. Pero antes de que eso ocurriera, la gallina acababa de emitir el grito del gallo y un cuervo había graznado sobre el tejado. El hombre débil se sentía perdido al contemplar horrorizado la vida y buscaba en su imaginación la clave de los misterios que lo rodeaban y de su propio ser. O tal vez fuera el sueño, el eterno silencio de una vida quieta y la falta de movimiento y de todo temor real, de toda aventura y peligro, lo que obligaba al hombre a crear entre el mundo real otro fantástico y a buscar en él la amplitud y las diversiones para su imaginación ociosa o bien la razón de las habituales conexiones de los hechos y las causas del fenómeno al margen del mismo. A tientas vivían nuestros pobres antepasados; no daban alas a su voluntad ni la contenían y por ello se admiraban o espantaban ingenuamente de las dificultades, de los males, tratando de averiguar las causas de los más oscuros misterios de la naturaleza. Les sobrevenía la muerte porque un poco antes habían sacado a un difunto con la cabeza por delante y no por los pies; el incendio sucedió porque un perro aulló tres noches seguidas al pie de la ventana. Y procuraban por todos los medios sacar al difunto de su casa con los pies por delante, pero seguían comiendo lo mismo y dormían como antes directamente sobre la hierba. Al perro que aullaba lo arrojaban del patio o le apaleaban, pero seguían echando en la rendija del suelo podrido las chispas de la tea. A la gente rusa le gusta creer, incluso ahora, en las tentadoras leyendas de la antigüedad, pese a la sobria realidad que los rodea carente de toda ficción, y es posible que tarde mucho en renunciar a esa fe. Al escuchar de boca de su niñera los cuentos sobre nuestro vellocino de oro, el Pájaro de Fuego; al oírla hablar de las trampas y los secretos del castillo encantado, el niño se sentía algunas veces valiente y heroico paladín, aunque estremecimientos de temor le recorrían la espalda, y otras sufría por los reveses de los valientes. Un relato sucedía a otro. La niñera hablaba con sentimiento, ardor, entusiasmo, a veces con inspiración, pues ella misma creía a medias en sus cuentos. Brillaban los ojos de la vieja niñera, le temblaba de emoción la cabeza y su voz alcanzaba tonalidades no habituales. Invadido por un temor desconocido, el niño se apretujaba contra ella, con los ojos llenos de lágrimas. Cuando en el relato se hablaba de difuntos, que se levantaban a medianoche de sus tumbas, de las víctimas cautivas del monstruo o del oso de la pata de madera que recorría pueblos y aldeas en busca de su pierna cortada, los cabellos del niño se erizaban de terror, su imaginación infantil tan pronto quedaba paralizada como bullía agitadamente. Con los nervios tensos como las cuerdas de un arco, vivía un proceso torturador, pero delicioso. Cuando la niñera con voz sombría repetía las palabras del oso: «Chirría, chirría, pierna de madera; recorrí pueblos, recorrí aldeas, todas las mujeres duermen, una sola no duerme, sentada en mi piel mi carne cocina, mi lana hila», y cuando el oso entraba por fin en la izbá y se disponía a llevarse a la secuestradora de su pierna, el niño ya no resistía más: se precipitaba tembloroso en sus brazos llorando de miedo, pero riendo, al mismo tiempo, de felicidad por no estar entre las garras de una fiera, sino en la cama, junto a su niñera. La imaginación del niño se poblaba de extraños espectros; el temor y la angustia hicieron presa en su alma durante mucho tiempo, quizá para siempre. Cuando miraba tristemente a su alrededor, no veía más que desgracias, calamidades y soñaba constantemente con aquel país mágico donde no existía el mal ni la inquietud, ni la tristeza, donde vivían las bellas y se comía tan bien y nada costaba la ropa. El cuento conservaba su poder no sólo sobre los niños de Oblómovka, sino también sobre los mayores. Todos en la casa y en la aldea, comenzando por el viejo Oblómov y su esposa, hasta el forzudo herrero Tarás, temían algo en las noches oscuras: cada árbol se convertía entonces en un gigante, todo arbusto en una guarida de bandidos. El golpear de una contraventana o el ulular del viento en el tiro de la chimenea hacían palidecer a hombres, mujeres y niños. En Navidad nadie salía a la calle después de las diez de la noche, en Semana Santa tenían miedo de ir solos a la cochera, temiendo hallar allí al duende. En Oblómovka creían en todo: en los ogros, en los difuntos. Si se les dice que un haz de paja se pasea por el campo, lo creerán a pies juntillas; si alguien hace correr el rumor de que un carnero no es tal carnero, sino otra cosa, o que una tal Marfa o Stepanida es una bruja, tendrán miedo del cordero y de Marfa; no se les ocurrirá preguntar la razón de por qué el cordero dejó de ser cordero o por qué Marfa se ha convertido en bruja. Además, se enfadarían con la persona que lo pusiese en duda. ¡Tan fuerte es en Oblómovka la creencia en lo prodigioso! Iliá Ilich se convenció más tarde de que la estructura del mundo es simple, que los difuntos no salen de sus tumbas, que si aparece algún gigante, lo mandan de inmediato al circo y a los bandidos a la cárcel; pero si la creencia en los espectros había desaparecido, quedaba, sin embargo, un poso de temor e irracional angustia. Más tarde, Iliá Ilich averiguó que los monstruos no causaban daños y, además, apenas sabía cuáles eran éstos; no obstante, esperaba que a cada paso ocurriera algo terrible y tenía miedo. Incluso ahora, al quedarse solo en una habitación oscura o bien al ver a un difunto, se estremecía por la angus-tia sembrada en su alma desde su niñez; por la mañana se reía de sus temores, pero volvía a palidecer por la noche. En sueños, Iliá Ilich se vio ya mozalbete de trece o catorce años. Estudiaba en el pueblo de Verjliovo, a cinco kilómetros de Oblómovka, en casa del administrador de aquella hacienda, el alemán Shtolz, que había montado un pequeño internado para los hijos de los hidalgos del contorno. Shtolz tenía de alumno a su hijo Andréi, casi de la misma edad que Oblómov, y a otro niño que jamás había estudiado nada y padecía de escrofulosis casi constantemente, por lo cual su infancia transcurría con los ojos u oídos tapados; no hacía más que llorar a escondidas por no vivir en casa de su abuelita, sino en una ajena, entre gente aviesa que no le daba ningún mimo ni le preparaba sus manjares predilectos. Ellos eran los únicos niños en el internado. Como no había otro remedio, los padres de Oblómov obligaron al tan mimado hijo a estudiar. Esa decisión les costó soportar el llanto, los gemidos y caprichos de Iliá. Por fin lo enviaron. El alemán era hombre práctico y severo, como casi todos los alemanes. Tal vez Iliá habría sido un buen estudiante a su lado si Oblómovka distara más de quinientos kilómetros de Verjliovo. Pero así ¿cómo iba a aprender? El encanto del ambiente familiar, de su forma de vida y sus hábitos, se extendía también a Verjliovo, que en otros tiempos había pertenecido a su familia; allí, a excepción de la casa de Shtolz, todo respiraba la misma indolencia primitiva, las costumbres eran igual de simples y reinaba por doquier la quietud y la inmovilidad. El pensamiento y el corazón del niño estaban impregnados de todos los cuadros, escenas y hábitos de aquella vida antes de haber visto el primer libro. ¿Y quién sabe cuándo empieza a desarrollarse el germen del intelecto en el cerebro infantil? ¿Cómo puede determinarse el momento en que nacen los primeros conceptos e impresiones? Tal vez ocurra cuando el pequeño apenas si pronuncia una palabra o, tal vez, incluso antes, cuando no sabe andar todavía y se limita a mirarlo todo con muda y penetrante mirada infantil que los mayores califican de inexpresiva: tal vez ya entonces ven y adivinan el significado y las conexiones de los fenómenos del medio circundante, aunque nadie se da cuenta de ello, ni siquiera él. Quizá Iliá se había percatado hacía mucho de lo que decían y hacían delante de él; quizá veía que su padre, ataviado con unos pantalones de algodón aterciopelado y una chaqueta guateada de color marrón, se pasaba el día entero recorriendo la habitación de una punta a otra con las manos a la espalda, tomando rapé y estornudando, mientras su madre pasaba del café al té, del té al almuerzo; que al padre no se le ocurría comprobar el número de sacos de cereales o harina que se recogían, ni remediar los fallos, pero si no le traían rápidamente el pañuelo solicitado se quejaba del desorden y ponía toda la casa boca abajo. Tal vez su mente infantil ya tiene decidido desde hace mucho que es así como se debe vivir y no de otra manera, es decir, tal como viven los adultos que él ve. Además, ¿de qué otra forma se podía vivir? ¿Qué otra decisión podía haber tomado? Veamos, pues, cómo vivían los adultos de Oblómovka. Sólo Dios sabe si se planteaban siquiera la pregunta de cuál era la razón de su vida o para qué se les había concedido. ¿Cómo responderían a esa pregunta? Probablemente de ningún modo: les parecía muy clara y sencilla. No habían oído hablar de una vida dedicada al duro trabajo, de personas llenas de angustiosas preocupaciones obligadas a ir de un rincón de la tierra a otro dedicadas a trabajar incansablemente, siempre. No creían mucho los de Oblómovka en las inquietudes espirituales; no consideraban como vida la eterna aspiración a un ideal; temían como al fuego el estallido de las pasiones y mientras en otros lugares los hombres se consumían rápidamente por el trabajo volcánico de su íntimo ardor espiri tual, el alma de los habitantes de Oblómovka, por el contrario, se hundía plácidamente, sin traba alguna, en sus muelles cuerpos. La vida no los marcaba prematuramente, como a otros, ni con arrugas, ni con devastadores sufrimientos y reveses morales. Esa buena gente comprendía la vida como un estado ideal de reposo e inactividad, alterado a veces por diversas casualidades desagradables como, por ejemplo, enfermedades, pérdidas materiales, rencillas y la necesidad de trabajar, entre otras cosas. Soportaban el trabajo como un castigo impuesto ya a nuestros antepasados, pero no sentían apego a él y siempre que tenían ocasión se liberaban de todo esfuerzo, considerando esa actitud como posible y debida. Jamás los turbaban confusas cuestiones mentales o morales: por eso gozaban siempre de espléndida salud y buen humor, y vivían tantos años; a los cuarenta, los hombres parecían unos mozalbetes; los viejos no se enfrentaban a una muerte angustiosa, difícil, sino que morían como a hurtadillas y, habiendo alcanzado edades inverosímiles, se apagaban quedamente; exhalaban su último suspiro sin que nadie se diera cuenta. Por ello suele decirse ahora que la gente de antes era más fuerte. Y, en efecto, lo era: antes no se apresuraban a explicarle al niño el significado de la vida, ni de prepararlo a ella como para algo muy complicado y difícil; no lo angustiaban con el estudio que hace nacer en la gente infinidad de problemas que corroen la inteligencia y el corazón y acortan la vida. El modo de vida ya estaba determinado y era ofrecido al niño por los padres, quienes, a su vez, lo habían heredado de los suyos y éstos de los bisabuelos con el encargo de mantener su integridad y conservarlo como el fuego sagrado de las vestales. Lo mismo que se hacía en vida de los abuelos de Iliá Ilich se hacía en vida de su padre y tal vez se siga haciendo ahora en Oblómovka. Sobre qué, pues, podían reflexionar?, ¿qué motivos podían tener de inquietud, qué tenían que averiguar y qué fines conseguir? No necesitaban nada; la vida, como apacible río, fluía, dejándolos al margen; les bastaba con permanecer sentados en la ribera y observar los inevitables acontecimientos que acudían por sí mismos y se presentaban a cada uno de ellos sin llamada previa. En la imaginación del dormido Iliá Ilich fueron surgiendo sucesivamente, como cuadros vivos, los tres primeros actos de su vida que tuvieron lugar tanto en el seno de su familia como en casa de sus parientes y conocidos: nacimientos, bodas y entierros. Vinieron luego diversos entreactos, alegres y tristes: bautizos, onomásticas, fiestas, ruidosas comidas, felicitaciones, lágrimas y sonrisas oficiales. Todo se realizaba con gran pompa y solemnidad, con mucha precisión. Veía en sueños hasta los rostros de los conocidos y su forma de comportarse en las diversas ceremonias, sus inquietudes y esfuerzos. Por muy complicados que fueran unos esponsales, por muy solemne la boda y el cumpleaños, lo celebraban de acuerdo con todas las reglas, sin el más mínimo fallo. En Oblómovka jamás se cometía un error en la colocación de los invitados, se sabía dónde se debía sentar a cada uno, cómo y qué servirles, a quién emparejar con quién para ir a la ceremonia y los agüeros que debían tenerse en cuenta. Y en lo que se refiere al cuidado de los niños, bastaba con mirar a los sonrosados y robustos cupidos que llevaban en brazos o tras de sí las madres de aquellos lugares. Su máximo empeño era que los pequeños fueran rollizos, blanquitos y sanos. Para ellos la primavera dejaría de serlo y nada querrían saber de ella si al principio no asasen una alondra. ¿Cómo no iban a saberlo, cómo no iban a cumplirlo? Toda su vida y ciencia, todas sus penas y alegrías estaban allí; por ello desechaban todo otro pesar y preocupación y desconocían otras alegrías; su vida se nutría bulliciosamente de esos únicos hechos radicales e inevitables que proporcionaban alimento infinito a su cabeza y corazón. Temblando de emoción esperaban la ceremonia, el banquete y una vez ya acabado el bautizo, la boda o el entierro se olvidaban de su protagonista, de su destino, y se sumían en su apatía habitual, que abandonaban tan pronto como ocurría otro hecho similar: onomástica, boda, etc. Cuando nacía un niño, el primer cuidado de los padres era el de cumplir del modo más exacto, sin la más mínima excepción, todo el ceremonial prescrito por la costumbre, es decir, celebrar un banquete después del bautizo; luego seguían los solícitos cuidados del recién nacido. La madre se planteaba a sí y a la niñera la misión de criar a un bebé sano, de evitar los catarros, el mal de ojo y otras circunstancias adversas. Se afanaban celosamente para que el niño estuviese siempre alegre y comiera mucho. Tan pronto como el niño se hacía hombre, es decir, cuando la niñera estaba de más, en el corazón de la madre anidaba la secreta esperanza de buscarle la compañera más sana y sonrosada posible. Comenzaba nuevamente el período de las ceremonias, de los banquetes y, finalmente, la boda; en ello concentraban todo el sentido de sus vidas. Luego, ya venían las repeticiones: nacimiento de los hijos, ceremonias, banquetes, hasta que los entierros cambiaban la decoración, pero no por mucho tiempo; unos cedían su puesto a otros, los niños se convertían en jóvenes, y por lo mismo, en novios; se casaban, daban vida a otros seres seme jantes a sí, y la vida, de acuerdo con ese programa, se desenvolvía como una interminable y uniforme tela que se rompía imperceptiblemente junto a la misma fosa. A veces, ciertamente, otros cuidados se imponían, pero los habitantes de Oblómovka se enfrentaban a ellos con estoica inmovilidad, y esos cuidados, después de volar sobre sus cabezas, se alejaban veloces como pájaros que, al arribar a una pared lisa y no encontrar un lugar para cobijarse, aletean en vano junto a la dura piedra y prosiguen su vuelo. Ocurrió, por ejemplo, que una parte de la galería se derrumbó de pronto y enterró bajo los escombros a una gallina y a sus polluelos; mal lo habría pasado Aksinia, la mujer de Antip, que se hallaba sentada bajo esa galería, si en aquellos instantes, por fortuna, no hubiese salido de allí para hacer un recado. En la casa se armó un alboroto indescriptible: acudieron corriendo al lugar del suceso desde el más pequeño hasta el más viejo y todos se horrorizaban imaginándose que en lugar de la gallina con sus polluelos hubiera pasado por allí la propia señora con su hijo. Todo eran ayes y reproches mutuos por no habérsele ocu-rrido a nadie pensar en eso: a uno recordarlo, a otro ordenar su arreglo y al tercero hacerlo. Todos se admiraban de que la galería se hubiera caído, pero el día anterior se maravillaban de que resistiese tanto. Empezaron a discutir y a preocuparse del arreglo de la galería; lamentaron la muerte de la gallina y de los polluelos y acabaron por regresar a sus puestos, después de prohibir categóricamente que el pequeño Iliá se pasease por ahí cerca. Después, a unas tres semanas del suceso, se ordenó a Andriusha, Petrushka o Vaska que llevaran a los cobertizos los tablones caídos y las barandillas, a fin de no estorbar el paso. Y allí permanecieron hasta la primavera. Tan pronto como el viejo Oblómov veía esos restos desde la ventana, se preocupaba mentalmente del arreglo de la galería. Llamaba al carpintero y discutía con él si era mejor cons truir una nueva o bien derribar lo que quedaba de la vieja; después le mandaba retirarse, diciendo: «Vete, ya lo pensaré». Y así continuó todo hasta que un día Vaska o Motka informaron al señor de que habiendo trepado a los restos de aquella galería habían visto que las partes laterales estaban totalmente despegadas de las paredes, amenazando con caerse de nuevo. Entonces se llamó al carpintero para una reunión decisiva; se acordó reforzar con los viejos restos la parte salvada de la galería, lo cual se hizo a finales de aquel mismo mes. —Fíjate —dijo el viejo Oblómov a su esposa—, la galería volverá a usarse. ¡Qué bien puso Fedot las vigas! Se parecen a las columnas de la casa del decano de la nobleza. ¡Ahora sí que está bien, durará mucho tiempo! Alguien le recordó que no estaría de más que, de paso, se arreglase el portón y el porche, ya que entre sus escalones no sólo se colaban los gatos al sótano, sino incluso los cerdos. —Sí, sí, habrá que hacerlo —respondió interesado el viejo Oblómov, y se encaminó de inmediato al porche a fin de inspeccionarlo—. En efecto, se tambalean todos los escalones —dijo, moviéndolos con el pie; los escalones oscilaron como una cuna. —Ya se meneaban cuando los construyeron —observó alguien. —¡Eso qué importa! —respondió el viejo Oblómov—. No se han hundido por ello y llevan sin reparación ¡dieciséis años! ¡Buen trabajo el de Luká...! Él sí que era buen carpintero, pero murió. ¡Dios lo tenga en su gloria! Los de ahora no saben trabajar; están echados a perder. Y miraba en otra dirección; los escalones, según parece, siguen oscilando hasta la fecha pero se mantienen. Luká, en verdad, tuvo que ser un gran carpintero. Hemos de ser justos, sin embargo, con los dueños de la casa; cuando sucedía a veces una calamidad o desarreglo, solían preocuparse mucho, llegaban incluso a enfadarse y a perder la calma. «Cómo puede dejarse eso así? —decían—. Hay que tomar medidas inmediatamente.» Y se hablaba únicamente de cómo debía repararse la pasarela que cruzaba la zanja o bien de que era preciso arreglar la valla, en parte caída, del jardín para que los animales no echasen a perder los árboles. En su preocupación, el viejo Oblómov, un día que se paseaba por el jardín, llegó incluso a levantar con su propia mano, entre carraspeos y ayes, la valla caída, ordenando al jardinero que colocase dos soportes lo antes posible; gracias a esa disposición la valla se mantuvo así durante todo el verano, pero la derribaron las nieves del invierno. Llegaron hasta colocar tres tablones nuevos en la pasarela inmediatamente después de que Antip cayera dentro con el caballo y el barril. No había tenido aún tiempo de curar sus contusiones, cuando la pasarela quedó arreglada del todo. Las vacas 'y las cabras no se aprovecharon gran cosa de la caída de la valla: se comieron tan sólo dos arbustos de casis y estaban a punto de terminar con el décimo tilo, sin haber llegado a los manzanos, cuando se recibió la orden de apuntalar la valla y rodearla, incluso, de una cuneta. ¡Buen castigo se llevaron dos vacas y una cabra sorprendidas en plena faena! Bien les molieron los lomos. Sueña también Iliá Ilich con un oscuro salón en la casa de sus padres, con los viejos y antiguos sillones de madera de fresno, siempre cubiertos por las fundas y un enorme diván, incómodo y duro, tapizado con desteñido terciopelo azul lleno de manchas, y un gran sillón de cuero. Llegaba la larga tarde invernal. La madre, sentada en el diván, encogidas las piernas, calceta perezosamente una media infantil, al tiempo que bosteza y se rasca de vez en cuando la cabeza con una aguja. Nastasia Ivánovna y Pelagueia Ignátievna están sentadas a su lado, fija la mirada en su labor, cosiendo algo para Iliá, para su madre o para ellas con vistas a una próxima fiesta. El padre, con las manos a la espalda, se pasea muy ufano arriba y abajo por la sala o bien se sienta en el sillón y des pués de permanecer sentado un rato vuelve a recorrer la estancia atento al ruido de sus pasos. Luego toma rapé, se suena y vuelve a tomarlo. Una sola vela de sebo ilumina parcamente la estancia, lujo que se permitía en las largas tardes invernales y otoñales solamente. Durante los meses de verano, todos procuraban acostarse y levantarse sin velas, con la luz diurna. En parte se hacía por costumbre y en parte por economía. Los dueños eran extremadamente avaros para todo cuanto se adquiría con dinero y no se producía en la casa. Con gran desprendimiento mataban algún excelente pavo o una docena de pollos para agasajar a un huésped, pero no pondrían ni una pasa de más en la comida y cambiarían de color si al invitado se le ocurriera, por propia iniciativa, servirse una copa de vino. Pero semejante depravación no solía ocurrir; podía hacerlo, quizá, un golfante, una persona perdida en opinión de los demás, pero a un hombre así no lo dejarían cruzar siquiera el umbral de la casa. Sí, distintas eran las costumbres de Oblómovka; un huésped no tocaría nada antes de ser invitado tres veces, sabía muy bien que una sola invitación es más bien un ruego de que renuncie al manjar o al vino ofrecido que lo contrario. Tampoco encenderían dos velas para cualquiera: las velas se adquirían en la ciudad por dinero y se economizaban como todas las cosas que se compraban; la propia ama de la casa las guardaba bajo llave; lo mismo que los cabos de vela, que eran cuidadosamente contados. En general, les desagradaba gastar dinero, y por muy necesaria que fuera una cosa pagaban por ella con grandísima pena y siempre que el coste fuera insignificante. Un gasto considerable era acompañado de gemidos, lamentos e insultos. Los Oblómov, antes de gastar dinero, preferían sufrir toda suerte de incomodidades, llegando, incluso, a no considerarlas como tales. Por este motivo, el diván de la sala estaba lleno de manchas hacía muchísimo tiempo, y el sillón de cuero del viejo Oblómov sólo llevaba tal nombre, ya que, en realidad, era de estopa o cuerda; del cuero le quedaba sólo un trocito en el respaldo, ya que el resto se había caído a pedazos hacía más de cinco años. Quizá por lo mismo seguía ladeado el portón y se movían los peldaños del porche. Pagar por algo de golpe doscientos, trescientos o quinientos rublos, aunque fuera imprescindible, les parecía casi un suicidio. Al oír que uno de los jóvenes terratenientes de los alrededores había pagado en Moscú trescientos rublos por una docena de camisas y cuarenta por un chaleco, pues iba a ca-sarse, el viejo Oblómov se persignó y dijo horrorizado, trabándosele la lengua: «A ese buen mozo habría que mandarlo a presidio». En general, eran sordos para las verdades de la economía política que preconizan la necesidad de que el capital circule rápida y activamente, que se intensifique la productividad y el intercambio de productos; debido a la simplicidad de su espíritu, comprendían un solo empleo del capital, que ponían en práctica: mantenerlo guardado en un cofre. Los habitantes de Oblómovka o los visitantes habituales se sentaban o dormitaban, en las más diversas posturas, en los sillones de la casa. La mayor parte de las veces reinaba entre ellos un profundo silencio; se veían casi todos los días y los tesoros intelectuales estaban recíprocamente agotados, conocidos, y pocas eran las novedades que les llegaban desde el exterior. Rompían tan sólo el profundo silencio los pesados pasos del viejo Oblómov calzado con botas de confección casera, el sordo golpear del péndulo de un reloj de pared dentro de su funda o el ruido que hacían Pelagueia Ignátievna o Nastasia Ivánovna al romper de vez en cuando el hilo con la mano o los dientes. A veces pasaba así media hora; alguien bostezaba en voz alta y se persignaba la boca diciendo: «¡Loado sea Dios!». Si guiéndolo bosteza el vecino, luego el siguiente abre la boca despacio como obedeciendo una orden y así sucesivamente; el juego del aire en los pulmones contagia a todos, y a alguno, incluso, se le llenan los ojos de lágrimas. En ocasiones, el viejo Oblómov se acerca a la ventana, mira por ella y dice con cierta sorpresa: «No son más que las cinco de la tarde y ¡hay qué ver lo oscuro que está todo!». Sí, en esta época del año siempre oscurece pronto —suele responderle alguien—; las tardes se hacen largas ahora. Cuando llegue la primavera se asombrarán y se pondrán contentos de que los días sean largos; pero si se les pregunta para qué los necesitan, no sabrían decirlo. Vuelven a quedar silenciosos. Y si uno cualquiera, al espabilar la vela, la apaga de pronto, todos se sobresaltan: «Vendrá un visitante inesperado», dirá alguien sin falta. Y eso, a veces, anuda la conversación. ¿Quién podrá ser? —dice el ama de la casa—. ¿No será, tal vez, Nastasia Fadéievna? ¡Dios lo quiera! Pero no, ella vendrá para las Navidades. ¡Qué alegría si fuera ella! ¡Qué de abrazos, qué de lloros! Iríamos juntas a misa y a vísperas... Claro que yo ni compararme puedo con ella; a pesar de ser más joven, no aguanto tanto... Cuándo se fue la otra vez? —preguntó el viejo Oblómov—. Creo que se marchó después de San Iliá. —¡Qué dices, Iliá Ivánovich! ¡Siempre lo confundes todo! Se marchó antes de la Santísima Trinidad —precisó la esposa. Creo recordar que el día de San Pedro aún estaba aquí —respondió el marido. —¡Tú siempre igual! —le reprochó la esposa—. Te gusta discutir y ponerte en evidencia... —Pues claro que estaba aquí el día de San Pedro. Recuerdo que se hacían por aquel entonces empanadas de setas que tanto le gustaban... —¡Pero si eran para María Onísimovna! A ella es a quien le gustaban las empanadas de setas. ¿Cómo no lo recuerdas? Y María Onísimovna estuvo con nosotros hasta el día de San Prójor y Nikanor y no hasta el día de San Iliá. Llevaban la cuenta de los días por las fiestas, las estaciones del año, por diversos sucesos familiares y caseros, sin referirse nunca a los meses ni a las fechas. Se debía, tal vez, a que, exceptuando al viejo Oblómov, los demás confundían el nombre de los meses y el orden de los números. El viejo Oblómov calla derrotado y todos vuelven a sumirse en la somnolencia. El pequeño Iliá, reclinado en la espalda de su madre, también dormita y, a veces, se duerme del todo. Pues sí —suele decir uno de los invitados, suspirando profundamente—, el marido de María Onísimovna, el difunto Vasili Fómich, Dios lo tenga en su gloria, había que ver lo sano que estaba, pero murió. No llegó ni a los sesenta y parecía tener vida hasta los cien. Todos moriremos cuando Dios quiera —responde Pelagueia Ignátievna con un suspiro—. Algunos mueren, pero en casa de los Jlópov no dan abasto de cristianar; dicen que Ana Andréievna parió de nuevo y ya es el sexto. —¡Y no será la única! —dijo el ama de casa—. En cuanto casen a su hermano y empiecen a venir los hijos, aumentará el trajín. Cuando los pequeños crezcan, también querrán casarse; luego habrá que casar a las hijas, pero, digo yo, ¿dónde encontrarán novios por aquí? Hoy día todos quieren la dote y en dinero... De qué estáis hablando? —pregunta el viejo Oblómov, acercándose a las mujeres. Estábamos diciendo... Y le repiten lo hablado. ¡Hay que ver cómo es la vida! —exclama, didáctico, Iliá Ivánovich—. Unos mueren, otros nacen, el tercero se casa y nosotros vamos envejeciendo, no digo que año tras año, sino de día en día. ¿Por qué será así? ¡Qué bueno sería que el día de hoy fuese como el de ayer, el de ayer como el de mañana...! ¡Es triste cuando se piensa...! El viejo envejece y el joven crece —intervino alguien con voz somnolienta desde un rincón. Hay que rezar más a Dios y no pensar en nada —observó la dueña de la casa con voz severa. Cierto, cierto —se apresuró a responder Iliá Ivánovich temeroso, y renunciando a sus filosofías, reanudó sus paseos por la habitación. El silencio se prolonga durante mucho tiempo; sólo crujen los hilos en el ir y venir de la aguja por la tela. El silencio es roto algunas veces por la dueña de la casa. —Ya es de noche en el patio. Si Dios quiere, en Navidades vendrán a estar con nosotros los familiares, nos divertiremos y las tardes se nos pasarán volando. Si viniera Melania Petrovna, sí que nos divertiríamos con lo traviesa que es. ¡Qué de cosas se le ocurren! Funde plomo para averiguar el porvenir y también la cera, y sale fuera del patio, vuelve locas a todas mis chicas... ¡De verdad que es incansable! ¡La de juegos que organiza! —Sí, es una mujer de mundo —observó de pronto uno de los interlocutores—. Hace tres años se le ocurrió deslizarse montaña abajo en trineo y fue entonces cuando Luká Sávich se partió una ceja... Todos parecieron despertar, miraron a Luká Sávich y es-tallaron en carcajadas. ¿Cómo fue eso, Luká Sávich? A ver, cuéntelo —dijo Iliá Ivánovich, desternillándose de risa. Todos siguieron riéndose; el pequeño también despierta y ríe a la par de los demás. ¿Qué quieren que cuente? —dice, confuso, Luká Sávich—. Todo son inventos de Alexéi Naúmovich, no pasó nada. —¡Oh! —exclamaron a coro todos—. ¿Cómo es que no pasó nada? ¿Acaso estamos muertos...? ¿Y la frente? Todavía se le ve la cicatriz... Nuevas risas. ¿De qué se ríen? —intenta decir Luká Sávich en medio de las carcajadas—. A mí nada... me habría... la culpa fue de Vaska, el muy bandido... me dio un trineo viejo... y se rompió... y yo... Carcajadas unánimes cubren su voz. En vano intenta contar su historia hasta el final; las carcajadas se propagan entre los reunidos, llegan hasta la antesala y las dependencias de las criadas, se extienden por toda la casa. Todos recuerdan el divertido suceso y ríen mucho rato, como los dioses en el Olimpo. Tan pronto como se apaciguan, alguien retorna el hecho y siguen las risas. Por fin logran tranquilizarse a duras penas. ¿También en estas Navidades piensa montar en el trineo, Luká Sávich? —pregunta Iliá Ivánovich después de un rato de silencio. Un nuevo estallido de risas sigue a esas palabras y se prolonga unos diez minutos. Qué opina si le mando a Antip que haga una montaña en Cuaresma? —dice de pronto Iliá Ivánovich—. Le diré: Luká Sávich es muy aficionado, no puede resistir la tentación... Unánimes carcajadas no lo dejan concluir. Podría servir todavía... aquel trineo? —pregunta uno de los contertulios, casi sin poder hablar por la risa. Nuevas carcajadas que se prolongan hasta que, por fin, todos se tranquilizan; algunos se limpian las lágrimas, otros se suenan, uno tose estrepitosamente y escupe, diciendo con esfuerzo: —¡Ah, Dios mío! Me ahogan del todo las flemas... ¡Qué risa aquel día! Cuando cayó boca arriba y los faldones del caftán cada uno por su lado... Siguió a estas palabras un nuevo estallido de risas, el último y el más prolongado; luego, todos enmudecieron. Uno suspiró, otro bostezó ruidosamente, mascullando algo, y volvieron a quedar silenciosos. Igual que antes, se oía tan sólo el oscilar del péndulo, el ruido de las botas del viejo Oblómov y el ligero chasquido del hilo al partirse. De pronto, Iliá Ivánovich se detuvo en medio de la habitación con aire inquieto, sujetándose la punta de la nariz. Ocurrirá alguna desgracia —dijo—. Alguien morirá, me pica la punta de la nariz... ¡Ah, Dios mío! —exclamó su mujer, juntando las manos—. Si te pica la punta de la nariz no significa que alguien vaya a morir. Eso es cuando te pica el entrecejo. ¡Qué desmemoriado eres, Iliá Ivánovich! Puedes decir una cosa así delante de la gente o de las visitas y será una vergüenza. —Qué significa entonces si es la punta de la nariz la que te pica? —preguntó Iliá Ivánovich, confuso. —Que mirarás el fondo de la copa. ¡Cómo se te ocurre hablar de muerte! Siempre me confundo —dijo Iliá Ivánovich—. ¡Cualquiera se acuerda! Tan pronto te pica la nariz en un lado, como en la punta o bien son las cejas... Si es en un lado —intervino Pelaguéia Ivánovnasignifica que recibirá alguna nueva; si le pican las cejas, son lágrimas; la frente, que tendrá que saludar a alguien, a un hombre si es del lado derecho y a una mujer si es del lado izquierdo; si son las orejas quiere decir que lloverá; los labios, que besará; el bigote, que recibirá un presente; el codo, que dormirá en otro lugar; los talones, que hará un viaje... —¡Cuánto sabe usted, Pelaguéia Ivánovna! —dijo Iliá Ivánovich—. Y si te pica la nuca, bajará el precio de la mantequilla... Las damas se echaron a reír y cuchichearon entre sí, algunos hombres también sonreían; estaba a punto de provocarse un nuevo estallido de risa, pero en aquel momento se oyó al mismo tiempo algo parecido a gruñidos de perro y el bufido de un gato cuando están a punto de enzarzarse. Era el reloj, disponiéndose a dar la hora. —¡Eh, pero si ya son las nueve! —dijo Iliá Ivánovich gratamente sorprendido—. ¡Fíjense, ni cuenta nos dimos de cómo pasó el tiempo! ¡Vaska, Vanka, Motka! Aparecieron tres fisonomías somnolientas. ¿Por qué no ponéis la mesa? —preguntó Iliá Ivánovich con sorpresa y fastidio—. ¡No se os ocurre pensar en los señores! ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Vodka, rápido! —He aquí por qué le picaba la punta de la nariz —dijo vivamente Pelaguéia Ivánovna—. Cuando beba, mirará dentro de la copa. Después de la cena se besan y persignan mutuamente; todos se retiran a sus habitaciones y el sueño reina sobre sus despreocupadas cabezas. Iliá Ilich ve en sus sueños no una ni dos veladas como ésta, sino semanas enteras, meses y años de reuniones semejantes, de días y tardes así transcurridos. Nada quebrantaba la monotonía de esa vida y los habitantes de la casa no se sentían abrumados por ella, pues no imaginaban que se pudiera vivir de otro modo; incluso si pudieran imaginárselo, renunciarían a esa vida con verdadero espanto. No habrían querido vivir de otro modo, ni les gustaría. Sentirían auténtica pena si por cualquier circunstancia tuviesen que introducir algún cambio en su existencia, cualquiera que fuese. Se morirían de tristeza si el mañana no se pareciese al hoy y el pasado mañana al mañana. ¡Qué falta les hacían las variaciones, los cambios, las casualidades que tanto ansían otros! ¡Que sea para otros ese cáliz! ¡Ellos, los de Oblómovka, nada tienen que ver con eso! ¡Que los demás vivan como quieran! Los cambios, aunque sean beneficiosos, introducen alteraciones, exigen cuidados, ocasionan preocupaciones, inquietudes, no lo dejan a uno tranquilo, le obligan bien a vender, bien a escribir, a moverse en una palabra. ¡No era cosa de broma! Durante decenas de años estuvieron dormitando, resoplando y bostezando o bien desternillándose de bonachona risa por las sencillas bromas que se gastaban entre sí y relatándose lo que cada uno había visto en sueños. Si el sueño era terrorífico, todos quedaban pensativos y sentían verdadero miedo; si profético, todos se alegraban o entristecían sinceramente, dependiendo de si lo visto era placentero o penoso. Si el sueño exigía que se tuviese en cuenta algún agüero, se tomaban en el acto medidas eficaces. Jugaban a las cartas, al tute, o bien a otros juegos similares; cuando tenían invitados hacían solitarios o se echaban las cartas, prediciendo futuras bodas. A veces llegaba alguna Natalia Fadéievna a visitarlos y a estar con ellos una o dos semanas. Primero, las mujeres se dedicaban a pasar revista a todo el entorno, comentando cómo vivía cada uno, lo que hacía. No sólo se adentraban en su vida familiar, sino también en la oculta, en sus más secretos designios y propósitos, ahondaban en sus almas, condenando a los indignos, sobre todo a los maridos infieles; luego se contaban diversos sucesos, onomásticas, bautizos, nacimientos, los manjares que se habían servido, a qué personas se había invitado y a quiénes no. Cansadas de ese tema, se mostraban la una a la otra su ropa nueva: vestidos, abrigos, incluso sayas y medias. El ama de la casa alardeaba de sus telas de hilo y encajes de fabricación casera. Mas como también ese tema se agotaba, pasaban a los cafés, tés y confituras. Y después el silencio. Permanecían sentadas mucho tiempo, mirándose sin hablar y exhalando, en ocasiones, tristes suspiros. A veces, alguna se echaba a llorar. ¿Qué te pasa, querida? —preguntaba alarmada una de ellas. Tengo pena, amiga mía —respondía la invitada, lanzando un profundo suspiro—. ¡Somos muy malvados! Hemos disgustado al Señor y algo malo nos ocurrirá. —¡Ay, no me asustes, no me alarmes, querida! —la interrumpe el ama de la casa. Sí, sí —continúa la otra—. Han llegado los últimos días: lucharán entre sí pueblos y naciones... y ¡será el fin del mundo! —dice al fin Natalia Fadéievna, y ambas lloran amargamente. Natalia Fadéievna no tenía ningún fundamento para llegar a semejante conclusión: aquel año ni siquiera hubo cometas, pero las viejas tienen a veces oscuros presentimientos. Esa forma de pasar el tiempo se veía interrumpida en ocasiones por algún imprevisto, como, por ejemplo, cuando todos se atufan, desde el más pequeño hasta el más grande. De otras enfermedades casi no se oye hablar ni en la casa ni en la aldea; a excepción de algún accidente, cuando, alguien, en la oscuridad, tropieza y se clava una estaca o se cae del henil, o se desprende algún tablón del tejado y le da en la cabeza. Eso, sin embargo, sucedía raras veces y contra semejantes accidentes se empleaban remedios caseros ya comprobados: el lugar de la contusión se frotaba con diversos ungüentos, se le daba de beber agua bendita, se hacía algún conjuro y todo pasaba. El atufamiento era algo bastante frecuente. Entonces todos se tumbaban entre ayes y gemidos; uno se rodeaba la ca- beza de pepinos atados con una toalla; otro se llenaba los oídos de bayas rojas y olía a rábano rusticano; el tercero, en mangas de camisa por única vestimenta, salía al aire libre; el cuarto, en estado inconsciente, yacía simplemente en el suelo. Esto sucedía periódicamente una o dos veces al mes, porque no les gustaba que el calor se escapara de balde por la chimenea y cerraban el tiro cuando había aún suficiente fuego. No se podía poner la mano en ninguna tarima ni en ninguna estufa porque la quemadura era inminente. Esa vida tan monótona se vio alterada una vez por un hecho realmente insólito. Un día, cuando descansaban de un almuerzo laborioso y esperaban todos juntos la hora del té, se presentó de regreso de la ciudad un mujik de Oblómovka que empezó por extraer del pecho, sin conseguirlo al principio, una carta a nombre de Ilía Ivánovich Oblómov. La estupefacción fue general, el rostro del ama de casa se demudó; los ojos y la nariz de todos parecieron alargarse en dirección a la carta. —¡Qué cosa tan rara! ¿De quién será? —dijo al fin la señora, recobrándose. Oblómov tomó la carta y, perplejo, empezó a darle vueltas en la mano sin saber qué hacer. —¿De dónde la sacaste? —le preguntó al mujik—. ¿Quién te la dio? —Pues en el patio donde paré en la ciudad, allí fue —res-pondió el mujik—. Vinieron dos veces de correos para preguntar si había algún mujik de Oblómovka, pues decían que había una carta para el señor. —¿Y qué? —Pues yo, a lo primero, disimulé y el soldado se fue con la carta, pero me vio el sacristán de Verjliovo y lo dijo. Volvió de nuevo y cuando vino por segunda vez me insultó, me dio la carta y me cobró cinco cópecs. Yo le pregunté lo que debía hacer con la carta y dónde debía meterla; me ordenó que la entregara a su excelencia. —No debías haberla cogido —le reprochó la señora seve-ramente. —Yo no la cogí. Para qué necesito la carta, no me hace falta. Le dije que nadie me había mandado recoger una carta y que no me atrevía. «Váyase con su carta», le dije. Pero el soldado se puso a insultarme cada vez más, quería quejarse a sus jefes y entonces se la cogí. —¡Imbécil! —exclamó la señora. —¿De quién será? —dijo Oblómov pensativo, examinando la dirección—. La letra me resulta conocida. La carta comenzó a circular de mano en mano. Todos hacían conjeturas y suposiciones: de quién podía ser y de qué podía tratar. Al final, nadie sabía ya qué decir. Iliá Ivánovich dio la orden de que le buscaran las gafas y estuvieron buscándolas hora y media. Una vez puestas las gafas se dispuso a leer la carta. —Espera, Iliá Ivánovich, no la abras —le dijo la esposa con temor—. ¡Quién sabe lo que hay allí dentro! A lo mejor es algo terrible, alguna calamidad. ¡La gente se ha vuelto ahora muy mala! Tienes tiempo de leerla mañana o pasado mañana, no se irá a ninguna parte. Y la carta, juntamente con las gafas, se guardó bajo candado. Y habría permanecido allí durante años si no fuera por lo insólito del hecho y la conmoción que produjo en los habitantes de la casa. Al día siguiente, a la hora del té, todos no hacían más que hablar de la carta. Por fin no resistieron más y al cuarto día, estando todos reunidos, la abrieron. Oblómov miró la firma. —Rádischev —leyó—. ¡Ah, si es de Fílip Matveievich! —¡Ah, de Fílip Matveievich! —sonaron voces desde todas partes—. Pero cómo, ¿es que sigue vivo? Fíjate, no ha muerto todavía. ¡Loado sea Dios! ¿Qué escribe? Oblómov leyó la misiva en voz alta. El caso era que Fílip Matveievich pedía que le enviaran la receta de hacer cerveza, que en Oblómovka salía muy bien. —¡Hay que enviársela! ¡Enviársela sin falta! —decían todos—. Y escribirle una cartita. De ese modo transcurrieron unas dos semanas. —¡Hay que escribirle! —decía Iliá Ivánovich a su mujer—. ¿Dónde tienes la receta? —¿Cómo quieres que lo sepa? —le respondió la esposa—. Habrá que buscarla. Pero ¿a qué vienen tantas prisas? Si Dios quiere le escribirás en cuanto llegue la fiesta, hay tiempo... —Tienes razón, mejor le escribiré entonces —dijo Iliá Ivánovich. Cuando llegó la fiesta, volvieron a mencionar la carta; Iliá Ivánovich se dispuso a escribirla. Marchó a su despacho, se caló las gafas y tomó asiento ante la mesa. En la casa reinaba un profundo silencio; se dio orden a la servidumbre de que no pisasen con fuerza ni alborotaran: «El señor escribe», decían todos con la misma voz tímida y respetuosa que se emplea en la casa donde hay un difunto. Iliá Ivánovich trazó tan sólo «Muy señor mío» con mano temblorosa y lenta, un tanto torcidas las letras, y con tantas precauciones como si estuviera haciendo algo peligroso, cuando se presentó su esposa. —He buscado la receta por todas partes y no la he encontrado—dijo—. Aún me queda por mirar en el armario de la alcoba. ¿Cómo enviaremos la carta? —Habrá que hacerlo por correo —respondió Iliá Ivánovich. —¿Y qué costará? Oblómov sacó un almanaque viejo. —Cuarenta cópecs —dijo. —Mira que tirar cuarenta cópecs por una bagatela! —observó la esposa—. Más vale que esperemos una ocasión propicia. Ordena a los mujiks que averigüen quién va allí desde la ciudad. —En efecto, más vale que esperemos una ocasión —respondió Iliá Ivánovich, sacudiendo la pluma sobre la mesa, luego la metió en el tintero y se quitó las gafas—. Sí, es mejor —concluyó--, ya tendremos tiempo de mandarla, que espere. No se sabe si la receta llegó alguna vez a manos de Fílip Matveievich. A veces, Ilía Ivánovich cogía un libro; le daba igual uno que otro. No sospechaba siquiera que podía existir una verdadera necesidad de leer; lo consideraba como un lujo, como algo de lo cual podía prescindirse fácilmente, lo mismo que se podía o no tener un cuadro en la pared, se podía o no salir de paseo; por ello le daba igual leer un libro que otro, pues para él era un objeto destinado a distraerle cuando estaba aburrido o no tenía nada que hacer. «Hace tiempo que no leo un libro», solía decir, o bien modificaba la frase diciendo: «Voy a leer», cuando veía por casualidad, de paso, un pequeño montón de libros que le había dejado su hermano. En ese caso tomaba uno al azar. Le era indiferente si se trataba de un libro de poemas, de la interpretación de los sueños, de las tragedias de Sumarókov o de no-ticiarios con tres años de antigüedad: lo leía todo y con idéntico placer, haciendo, a veces, diversos comentarios. —¡Vaya con el bribón! ¡Lo que se le ocurre! ¡Así te pudras! Esas exclamaciones se referían a los autores, categoría de gente que, a su juicio, no merecía ningún respeto. Mantenía, incluso, una actitud algo despectiva frente a los escritores, propia de los hombres de otros tiempos. Al igual que muchos de aquel entonces, consideraba que el escritor era un juerguista, un borracho y algo así como un payaso. En ocasiones leía en voz alta lo publicado por la prensa tres años atrás o informaba a todos de las noticias. —Escriben desde La Haya —decía— que su majestad el rey ha regresado a palacio sano y salvo de su reciente y corto viaje. —Y, al decirlo, miraba a sus oyentes por encima de las gafas. O bien: —En Viena un embajador hizo entrega de sus credenciales. Aquí dicen —continuaba leyendo— que las obras de madame Genlis* han sido traducidas al idioma ruso. * Condesa de Genlis (1746-1830): escritora francesa, autora de obras pedagógicas como Lecons d'une gouvernante y novelas como Les chevaliers du Cygne o Belisario. —Las traducen seguramente —observa un terrateniente modesto que también lo escucha— para sacarnos dinero a nosotros, los nobles. Mientras tanto, el pobre niño va a estudiar al colegio de Shtolz. Tan pronto como despierta el lunes, se siente invadido por la angustia. Oye la voz brusca de Vaska gritando desde el porche: —Antip, engancha al pío; hay que llevar al señorito a la casa del alemán! Su corazón se estremece. Se despide tristemente de su madre. Ella sabe el motivo y empieza a dorarle la píldora, sufriendo en silencio por la separación que se prolonga toda la semana. Aquella mañana no saben qué darle de comer: se cuecen bollos, pastelitos, mandan con él multitud de productos salados, confituras, galletas, pasteles y otros comestibles, pues suponen que el alemán no le da bastante de comer. —Allí no se harta uno —decían los de casa—. Para almorzar te dan una sopa y carne asada con patatas, mantequilla para el té y la cena es de risa. En sueños, Iliá Ilich ve más bien aquellos lunes cuando no oía la voz de Vaska ordenando ensillar el caballo pío, sino cuando lo recibía su madre con una sonrisa a la hora del desayuno y con la grata nueva: —Hoy no te vas; el jueves es una gran fiesta y no vale la pena ir y volver por tres días. O bien cuando le decía: —Hoy es la conmemoración de los difuntos, no es cosa de que vayas al colegio, haremos judías. O cuando su madre, mirándolo fijamente el lunes por la mañana, decía de pronto: —Te veo los ojitos algo turbios hoy. Je encuentras bien? —le preguntaba inquieta. El astuto chiquillo estaba perfectamente bien, pero callaba. —Esta semana te quedarás en casa —dice la madre—, y que sea lo que Dios quiera. En la casa todos están convencidos de que el estudio y la conmemoración de los difuntos no pueden coincidir en modo alguno, y que una fiesta que caiga en jueves constituye un obstáculo insalvable para ir al colegio durante toda la semana. Solamente algún criado o muchacha, cuando se les reñía por culpa del señorito, solían rezongar: —iPamplinero!, ¿cuándo acabarás por irte a la casa del alemán? En ocasiones era el propio Antip quien, con el caballo pío, iba a la casa del alemán en busca de Iliá Ilich en medio de la semana o al principio de la misma. —Ha llegado María Sávishna o Natalia Fadéievna para pasar unos días, o los Kuzákov con sus hijos —decía—, de forma que haga el favor de regresar a casa. Y el niño pasaba tres semanas en casa, y luego, como estaba próxima la Semana Santa o había otras fiestas, o bien alguien de la familia decidía que durante la semana de Santo Tomás no había que estudiar, empalmaba semana tras semana. Luego, teniendo en cuenta que para el verano sólo faltaban dos semanas, resolvían que no valía la pena ir, tanto más que el propio alemán descansaba durante el verano y convenía, por lo tanto, dejarlo para el otoño. De ese modo, Iliá Ilich se pasaba medio año sin hacer nada, pero ¡cuánto crecía durante ese tiempo! ¡Cuánto engordaba! ¡Qué bien dormía! Los de casa no se cansaban de admirarlo, al tiempo que insistían que los sábados, cuando el niño regresaba de la casa del alemán, venía siempre delgado y pálido. —Más vale prevenir el mal —decían los padres—. Tiempo le queda para estudiar; la salud no se compra y es lo que más vale en la vida. Cuando vuelve del colegio es como si viniera de un IPiospital: macilento, sin nada de grasa, flaco... ¡y tan travieso! Sólo quiere correr. —Sí —concluía el padre—, los estudios agotan, acaban con cualquiera. Y los tiernos padres seguían buscando pretextos para retener al hijo en casa. Y los pretextos, además de las fiestas, no escaseaban. En invierno hacía frío; en verano tampoco convenía ir en pleno calor; a veces llovía; en otoño el fango dificultaba el viaje. Antip, de pronto, se les antojaba sospechoso: no parecía que estuviera borracho, pero tenía una mirada muy hosca. Podía pasar cualquier cosa, se atascaría en el camino, o volcaría en alguna parte. Los padres de Oblómov trataban, sin embargo, de justificar al máximo esos pretextos, ante sí mismos y ante Shtolz, que los criticaba, tanto delante de ellos como detrás, por semejante blandenguería. Los tiempos de cuando la instrucción se consideraba un mal habían pasado ya hacía mucho. El refrán de que «el saber es la luz; la ignorancia, las tinieblas» había tomado ya carta de naturaleza en pueblos y aldeas, juntamente con los libros que eran llevados por los libreros. Los viejos comprendían las ventajas de la instrucción, pero tan sólo sus beneficios externos. Se daban cuenta de que la gente prosperaba, es decir, conseguía importantes puestos de trabajo, condecoraciones y dinero en función de sus conocimientos; que los viejos leguleyos, arraigados en el servicio, aferrados a los viejos hábitos y mañas, lo pasaban mal. Siniestros rumores sobre la necesidad de saber no sólo leer y escribir, sino de otras ciencias nunca oídas en aquel medio, empezaban a propagarse entre ellos. Entre el consejero titulado y el asesor colegiado se abría un abismo y para cruzarlo servía de puente no se sabe qué diploma. Los viejos funcionarios, hijos de las costumbres y pupilos del cohecho, empezaron a desaparecer. Muchos, que no habían tenido tiempo de morirse, fueron echados por sospechosos, otros llevados a los tribunales; los más afortunados fueron aquellos que, renunciando al nuevo reglamento, se retiraron sanos y salvos a los rincones adquiridos con su trabajo. Los padres de Oblómov comprendían y se percataban de las ventajas de la instrucción, pero sólo en su aspecto visible. Tenían un concepto confuso y abstracto sobre la necesidad íntima del estudio y querían por ello que su hijo se beneficiase por ahora de algunas ventajas palpables. Anhelaban verlo con uniforme bordado, se lo imaginaban de consejero de la corte y la madre hasta de gobernador; les gustaría conseguir todo ello del modo más fácil, valiéndose de diversas argucias, esquivando secretamente las trabas y obstáculos dispersos por el camino del saber, esforzándose en saltar por encima, es decir, estudiar un poco sin agotar el espíritu ni el cuerpo, sin perder la bendita gordura adquirida en la niñez, tan sólo para mantener las formas prescritas y conseguir algún certificado donde constase que Iliá Ilich había cursado todas las ciencias y artes. Ese sistema de educación oblomovista tropezó con la fuerte oposición de Shtolz. La lucha fue tenaz por ambas partes. De forma abierta, franca y obstinada, Shtolz atacaba a sus adversarios y ellos eludían sus golpes con todo lo dicho ante-riormente y con otras sutilezas. La victoria no se decidía por ninguna de las dos partes; tal vez la tenacidad germánica habría podido con la terquedad y rutina de los oblomovistas, pero el alemán tuvo dificultades incluso en el propio frente y la victoria no se pudo adjudicar a ninguno de los dos bandos. El caso era que el hijo de Shtolz mimaba a Oblómov, bien apuntándole las lecciones, bien haciendo por él las traducciones. En su sueño, Iliá Ilich ve con claridad la vida que llevaba en su casa y en el colegio de Shtolz. En su casa, tan pronto como despertaba, tenía junto a su lecho a Zajarka,* convertido más tarde en su famoso mayordomo Zajar Trofímovich. * Zajarka: la terminación en ka de los nombres rusos tiene un matiz despectivo. Zajarka, como antaño la niñera, le pone las medias, los zapatos, y él, jue ya tiene catorce años, lo único que hace es ofrecerle una pierna y la otra; y si algo no le parece bien, atiza una patada en los morros de Zajarka. Si a Zajarka se le ocurre quejarse, los adultos también le propinan una buena tunda. A continuación, Zajarka lo peina, le pone la chaqueta, metiéndole los brazos con sumo cuidado para no molestarle mucho y le recuerda que debe hacer esto y aquello, es decir, que al levantarse por la mañana debe lavarse, etc. Cuando Iliá Ilich quiere algo, le basta con parpadear tan sólo para que tres o cuatro criados se lancen a cumplir su deseo: levantar algo que se le ha caído, buscar alguna cosa o traérsela. A veces, como cualquier muchacho travieso, siente deseos de hacerlo todo él mismo, pero entonces su madre, su padre y las tres tías gritan a cinco voces: —¿Por qué? ¿Adónde? ,Para qué tienes a Vaska, a Vanka y a Zajarka? ¡Eh, Vaska, Vanka, Zajarka! ¿Qué miráis, papanatas? Os voy a... No consigue Iliá Ilich hacer nada por sí solo. Más tarde consideró que era mucho más cómodo así y aprendió a gritar: «¡Vanka! ¡Vanka! ¡Dame esto, dame lo otro! ¡Esto no lo quiero, quiero lo otro! ¡Corre, tráelo!». En ocasiones, la tierna solicitud de sus padres le cansaba. Cuando corría por el patio o escaleras abajo, resonaban tras él diez voces horrorizadas: «Ah, oh! ¡Detenedlo, sujetadlo! ¡Se caerá, se hará daño! ¡Espera... espera!». Si en invierno se le ocurría salir al zaguán o abrir un postigo, se oían también gritos: «Qué haces? ¡No debes hacerlo! ¡No corras, no andes, no abras, te matarás, cogerás frío...!». Iliá, entristecido, se quedaba en la casa, cuidado como una flor exótica en un invernadero, e igual que ésta, bajo el cristal, crecía lenta y abúlicamente. Las fuerzas que buscaban salir se volvían para adentro y se mustiaban. A veces se despertaba jubiloso, lleno de brío y energía. Sentía que la vida bullía en él como si en su interior se albergase algún diablillo que lo incitara a subirse al tejado, o a montar a caballo y correr al prado donde estaban segando la hierba, o a sentarse a horcajadas sobre la valla o hacer rabiar a los perros de la aldea; sentía también deseos de correr por la aldea, por el campo, subir a las colinas, ir al seto, llegar en tres saltos al fondo del barranco o jugar con los niños a tirarse bolas de nieve y poner a prueba sus fuerzas. El diablillo lo incita cada vez con mayor fuerza, él se resiste, pero finalmente no aguanta más: salta de pronto al patio en pleno invierno con la cabeza al descubierto, cruza el portón, coge con ambas manos un puñado de nieve y corre en dirección al grupo de chiquillos. El viento corta su rostro, el frío le cosquillea tras las orejas, el gélido aire llena su garganta y su boca, pero la alegría inunda su pecho: corre veloz —¿de dónde habrá sacado tanta fuerza?— entre risas y chillidos. Llega al grupo de chiquillos y les tira la bola de nieve sin acertar; le falta práctica, y cuando intenta formar otra, toda una mole de nieve le llena el rostro y lo hace caer; aunque siente dolor por la falta de costumbre, ríe divertido pese a las lágrimas que se deslizan por sus mejillas... En la casa, mientras tanto, se arma un alboroto indescriptible. ¡Iliusha* no está! Zajarka corre al patio seguido por Vaska, Mitka, Vanka y, perplejos, lo recorren todo. Pisándoles los talones, corren dos perros que, como se sabe, no pueden ver con indiferencia que corra alguien. Entre gritos y clamores se precipitan los criados a la aldea y detrás los perros ladrando. Por fin dan con los chiquillos y se hace justicia: a unos los apartan por los pelos, a otros por las orejas, a los terceros los llenan de pescozones, al tiempo que profieren amenazas también contra sus padres. Luego se apoderan del señorito, lo abrigan con una pelliza, le ponen un abrigo de su padre y dos mantas y lo llevan en brazos a casa. En la casa habían perdido ya la esperanza de volverlo a ver, creyéndolo perdido, pero al verlo vivo y sin daño, la alegría de los padres es indescriptible. Elevan gracias al Señor, después le hacen beber una infusión de menta, luego otra de saúco, por la noche otra de frambuesa y lo mantienen en cama durante tres días, cuando lo único que le habría venido bien sería jugar con las bolas de nieve... * Iliusha: nombre familiar y cariñoso de Iliá. Traducido del ruso por Lydia Kúper de Velasco. Editado por Debolsillo, España