viernes, 28 de mayo de 2010

Gustavo (Barón de Hakeldama) Bernal Vidal


El arte de pedorrear

Prefacio
Es vergonzoso, lector, que desde que os tiráis pedos, no sepáis todavía cómo lo hacéis y cómo debiérais hacerlo.
Se imagina comunmente que los pedos no difieren el pequeño del grande, y que en el fondo, son todos de la misma especie: grosero error.
Esta reflexión que hoy os ofrezco, analizada con toda la exactitud posible,-había sido negligida en extremo hasta el presente, pero no porque se la juzgara indigna de ser considerada, sino más bien porque no se la estimaba susceptible de un cierto método y de nuevos descubrimientos. Tremenda equivocación.
Tirarse pedos es un arte, y por consiguiente, una cosa útil a la vida, como ya señalaban Luciano, Hermógenes, Quintiliano, etc. Es en efecto más importante de lo que se piensa ordinariamente saber tirarse pedos deliberadamente y a tiempo.
Un pedo que, para salir, ha realizado un esfuerzo vano trasladando su ímpetu a las entrañas desgarradas a menudo causa la muerte.
En una diarrea mortal que se desliza hacia su orlaun pedo lanzado a tiempo podría salvar la vida.
En definitiva, un pedo puede ejecutarse con disciplina y gusto, tal como os lo haré notar a lo largo de esta obra.
Por consiguiente, paso a hacer participar al público de mis investigaciones y descubrimientos acerca de un Arte sobre el cual nada de satisfactorio se encuentra en los más amplios diccionarios: en efecto, no se menciona allí nada en absoluto—cosa increíble—ni tan siquiera de la nomenclatura de este Arte, cuyos principios presento yo hoy a los curiosos.

CAPITULO I
Definición de pedo en general
El Pedo, que los latinos llamaban crepitus ventis, los germanos, fartzen y los ingleses, fart, es una composición de vientos que expiran emitiendo ruido o, por el contrario, silenciosamente.
Existen, sin embargo, autores de poco alcance e incluso bastante temerarios que llegan a sostener con terquedad, arrogancia y de una manera absurda, incluso a pesar de Calepin y todos los demás diccionarios hechos y por hacer, que el término pedo, propiamente dicho, es decir, considerado en su sentido natural, sólo es aquél que se emite produciendo ruido; y para hablar así se fundamentan en un verso de Horacio que a mi juicio no es suficiente para ace rcarnos a la idea exacta del pedo:
Nam displosa sonat quantum vesica pepedi.
De hecho, yo mismo me he llegado a peer con tanto bullicio que bien hubiera podido inflar una vejiga hasta hacerla reventar.
¿Pero quién no advierte que en este verso, Horacio ha tomado el verbo peerse en sentido genérico?, ¿y qué era necesario, si mplemente para hacerse entender que peerse entraña un sonido claro y que el sabio únicamente se limitaba a señalar el género de pedo que estalla al salir?
Saint-Evremont, este agradable filósofo, tenía una idea del pedo bien diferente de su consideración vulgar: según él, se trataba de un suspiro. Cierto día le decía a su amada, delante de la cual se acababa de tirar un soberbio pedo:

Mi corazón, indignado de disgustos
tanto se habia henchido de suspiros
que viendo vuestro humor tan bravio
uno de entre ellos se vio obligado
a no osar salir por la boca
y expresar su sentimiento en mejor forma.

Así pues, el pedo es, en general, viento encerrado en el bajo vientre, causado, tal como pretenden los médicos, por el desbordamiento de una mucosidad tibia que un calor débil ha disgregado sin disolverla; o producida, según los campesinos y el vulgo, por el uso de ciertos ingredientes ventosos o de alimentos de esta misma naturaleza. Se le puede todavía definir como un vórtice de aire comprimido que, buscando escapar de cualquier modo, recorre las partes internas del cuerpo y sale al fin con precipitación cuando encuentra una salida, por todos conocida, y que la decencia impide nombrar.
Pero nosotros no vamos a ocultar nada aquí: esta peculiar criatura se manifiesta a través del ano, bien sea por medio de un estallido, o sin él. La sabia naturaleza lo arroja sin esfuerzo; sólo más tarde se invoca el socorro prestado por el arte, que, con el auxilio de esta misma naturaleza, le procura un nacimiento acomodado, causa siempre de delectación, y a menudo incluso de voluptuosidad. Precisamente esto ha dado lugar al nacimiento de un interesante proverbio.
Para vivir sano y largamente, es necesario ventear el culo.
Pero volvamos de nuevo a nuestra definición y demostremos que se halla conforme a los postulados más sanos y estrictos de la filosofía, ya que encierra el género, la materia y la diferencia, quia nempe constat genere, materia et differentia: 10. Porque dicha definición encierra todas las causas y todas las especies; esto lo veremos por orden; 2° como también es constante por el género, no existe la menor duda de que lo sea igualmente por la causa remota, que es precisamente aquella que engendra los vientos, a saber, las mucosidades y los alimentos mal asimilados.

Discutamos estos puntos con fundamento antes de analizar las especies.
Manifestamos pues que la materia del pedo está entibiada y ligeramente atenuada. Utilizaremos a continuación una equivalencia para que nuestra reflexión quede perfectamente clara.
En los países cálidos no llueve jamás y el excesivo calor absorve toda clase de humos y vapores; por idéntica razón, en los países fríos las grandes heladas impiden la exhalación natural de estos vahos. Como por el contrario llueve abundantemente en las regiones medias de clima templado, dichos vapores se producen con asiduidad (como muy bien han observado Bodin, Scaliger y Cardan), recuérdense si no las abundantes nieblas y fenómenos semejantes producidos en estas zonas.
De la misma forma, cuando el calor producido por la digestión es excesivo, no sólo son violentamente triturados y deshechos los alimentos, sino que también son disueltos y consumidos todos los vapores, lo cual el frío no sabría hacer—paradógicamente vemos como un agente contrario produce de hecho el mismo resultado—ya que él mismo impide la formación de ninguna clase de vaho. Lo contrario sucede cuando el calor es dulce y temperado—como en las zonas de clima templado—. Su debilidad le impide cocer perfectamente los alimentos; tan sólo los disuelve ligeramente, la mucosidad del ventrículo y de los intestinos pueden excitar gran cantidad de vientos que llegan a ser más enérgicos en proporción a la ventosidad de las sustancias ingeridas, las cuales, sometidas a la fermentación por un calor mediocre, producen una vorágine de vahos sumamente espesos. Esto se advierte con claridad comparando la primavera y el otoño con el verano y el invierno, y por la correcta comprensión del arte de la destilación de un fuego o un calor mediocres.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Haroldo Conti(Argentina,1925-1976)


Sobre el Paraná


“No se puede decir que el río cambie de una manera en invierno y de otra manera en verano. Cambia. Eso es todo. Las islas, por el contrario, parecen distintas con cada estación que llega. No sólo por la intensidad del verde, en el verano, sino por algo mucho más sutil. En el invierno, desde el río abierto, se pierden en una lejanía brumosa. De pronto están, de pronto no están. Uno duda del río y piensa que es imposible llegar alguna vez, a pesar de toda esa tenue ansiedad que lo aísla y lo mece y lo acongoja en parte. Más bien son un borde ilusorio, una sombra que oscila con el horizonte, hacia el oeste. Si por fin logra acercarse, entonces parecen todavía más remotas, habitadas por el silencio y la soledad y por una tristeza irreparable.
En el invierno la luz se refugia en lo alto. Amanece y oscurece en lo más encumbrado del cielo, muy lejos de la superficie. En verano sucede lo contrario. La luz comienza a brotar desde las mismas islas, y, empujando por allí, desborda hacia el resto del día. En la mitad de la mañana, las islas parecen alegres barcazas mecidas por el agua. Si uno navega hacia las islas, navega hacia la claridad. Y hacia ese extraño bullicio que ha ido cobrando intensidad a medida que madura el estío.
Todo esto sucede en forma imperceptible. Esto de la madurez. Uno mismo es invierno, uno mismo es verano. Pero, de cualquier forma, está bastante claro que todo proviene del norte. La ansiedad y el bullicio y la propia luz. Toda esa exaltación y ese frenesí del verano.
Entre la media mañana y la media tarde, las islas brillan con una luz intensa y pareja, adormecidas al sol. Parecen un poco chatas. Un trazo de luz, un trazo de sombra. Nada de medios tonos. El aire sofoca. La arena en las playas cruje levemente. Hay un silencio espeso e hirviente. La atmósfera es arriba diáfana, pero a ras de suelo vibra y ondula de manera extraña. Luego el silencio se transforma en un zumbido interminable. Pero esto es una parte del verano. En el amanecer y en el anochecer, el día da lo mejor de sí. Y después queda la noche. La brisa del amanecer es fresca y el pescador se estremece levemente. Llega desde el río y sobresalta a las islas. Entonces comienza ese bullicio y ese cosquilleo en la sangre y esa ansiedad que empuja al hombre hacia el horizonte. Un ángel, o algo por el estilo, acaba de pasar rozando el agua y los cabellos adormilados del hombre dormido dentro del bote. Es demasiado veloz para los ojos del hombre y vino hendiendo la media luz del amanecer, que hace confusas todas las cosas. Apenas se siente el roce pero es suficiente para turbarlo a uno. Ahora debe estar allá, hacia el norte, detrás de las primeras islas. Lo convoca a uno y lo apremia. Es necesario partir.”
de Sudeste (fragmento) 1962.
Haroldo Conti y Rodolfo Walsh en el Tigre

Acuérdate de Juan Rulfo

Acuérdate de Juan Rulfo


Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el "rezonga ángel maldito" cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos "el Abuelo" por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.

Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban "hosannas" y "glorias" y la canción esa de "ahí te mando, Señor, otro angelito". De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.


La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos". Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.

Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.

Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.


Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.

Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento.

Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: "Ya me las pagarán caro".

Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.

Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso

Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.

Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.

Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.

Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.

Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.


Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.