miércoles, 29 de abril de 2009

Idea Vilariño (Uruguay, 1920-2009)


I
Como un jazmín liviano
que cae sosteniéndose en el aire
que cae cae
cae.
Y qué va a hacer.
II
Como un perro que aúlla interminable
que aúlla inconsolable
a la luna
a la muerte
a su tan breve vida.
Como un perro.
III
Como el que desvelado
a eso de las cuatro
mira con ojos tristes
a su amante que duerme
descifrando la vieja eterna estafa.
IV
Como aquel que se saca los zapatos
y suspira
y se deja caer con ropa y todo
y sin mirar
sin ver
fija en el techo
anchos ojos vacíos.
V
Como un disco acabado
que gira y gira y gira
ya sin música
empecinado y mudo
y olvidado.
Bueno
así.

de No

domingo, 19 de abril de 2009

Mario Benedetti

La noche de los feos



1
        Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

        Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

         Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

         Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

          Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

          Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

         La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

         La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

        Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

        "¿Qué está pensando?", pregunté.

        Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

        "Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

       Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

        "Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

        "Sí", dijo, todavía mirándome.

       "Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

       "Sí."

       Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

        "Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

         "¿Algo cómo qué?"

         "Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

         Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

         "Prométame no tomarme como un chiflado."
  
         "Prometo."
   
        "La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"

        "No."

        "¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

        Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

       "Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

       Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

        "Vamos", dijo.

 
2
        No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

       Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

       En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

       Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

        Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

       Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

domingo, 12 de abril de 2009

Rubem Fonseca

Ángeles de las Marquesinas


Paiva seguía despertándose temprano, como lo había hecho durante los treinta años que trabajó sin parar. Podría seguir trabajando algún tiempo más, pero ya había ganado dinero suficiente y pretendía viajar con su mujer, Leila, para conocer el mundo mientras aún tenía salud y vitalidad. Un mes después de su jubilación compraron los boletos de avión. Pero la mujer murió de un mal repentino antes del viaje, dejando a Paiva solitario y sin planes para el futuro.
Paiva leía el periódico por la mañana y después salía, ya que no podía quedarse en casa sin hacer nada. Además, la nueva sirvienta lo molestaba constantemente preguntándole si podía tirar objetos viejos, inútiles que se habían dio acumulando durante años; hacía ruidos irritantes al arreglar la casa y cuando Paiva entraba en la cocina –lo cual evitaba hacer-, la encontraba acompañando con voz desentonada una canción popular trasmitida por la radio, que dejaba prendida todo el día. Ya tampoco soportaba mirar hacia el mar, aquella masa de agua aburrida, aquel horizonte inmutable que se descubría desde la terraza de su apartamento. Muchas veces salía de casa sin saber a dónde ir, se sentaba en la banca de la banca de la plaza Nossa Señora da Paz y observaba a los feligreses de la iglesia de enfrente, que se retiraban en grupo de la misa. No lo haría, no se volvería un mocho ahora de viejo. No había tenido hijos con Leila y había descubierto demasiado tarde que no tenía amigos, sólo colegas de trabajo que no quería ver después de haberse jubilado. No extrañaba la convivencia, sentía falta de alguna ocupación, ansiaba hacer alguna cosa, tal vez usar el dinero que tenía para ayudar a los demás. Conocía la historia de tipos que se jubilaban y se quedaban felices en su casa, leyendo libros y viendo videos, o que ocupaban su tiempo llevando a los sietecitos a comprar un helado o a pasear en Disneyworld, pero no le gustaba leer ni ver películas, nunca se había acostumbrado a eso. Otros entraban en asociaciones filantrópicas, se dedicaban a trabajos humanitarios. Lo habían invitado a colaborar con una asociación que mantenía un asilo de ancianos. , pero la visita al asilo lo había deprimido mucho. Se necesitaba ser joven para trabajar con viejos. También estaba aquellos jubilados que no soportaban la inactividad y se morían tristes y enfermos. Pero él no estaba enfermo, tan sólo triste, y su salud era muy buena.
Siempre que, para salir de casa, iba a deambular por las calles. Paiva se encontraba gente sin sentido tirada en la banqueta. Durante muchos años había ido de la casa al trabajo en un automóvil con chofer; con seguridad aquel cuadro ya existía desde antes, pero él simplemente no lo había notado. Ahora sabía, gracias al sufrimiento que la muerte de su mujer le ocasionó, que el egoísmo le había impedido ver el infortunio de otros, Era como si el destino, que siempre lo había protegido, le señalara ahora un nuevo camino, convocándolo a ayudar a aquellos desgraciados a quienes la suerte había abandonado de forma tan cruel. Algunos debían estar enfermos, otros drogados, otros no tenían donde dormir y dormían, seguramente con hambre, sin importarles los transeúntes; uno pierde con facilidad la vergüenza cuando se ve privado de todo. No había nadie tan abandonado como un pobre diablo sucio y cubierto de andrajos, tirado sin sentido en la acera.
En cierta ocasión, caminando por las calles al anochecer, vio a un hombre acostado en el suelo, bajo la marquesina de una sucursal bancaria. Los desamparados parecían preferir como refugio nocturno las marquesinas de las sucursales bancarias, tal vez porque, por alguna razón, los gerentes de los bancos se sentían incómodos si los expulsaban. Los transeúntes fingían por lo general no darse cuenta de un adulto o de un niño en aquella situación, pero esa noche dos personas, un hombre y una mujer, estaban diligentemente inclinados sobre el cuerpo abandonado, como si intentaran reanimarlo. Paiva notó que lo que pretendían era levantarlo del suelo, lo cual hicieron con habilidad, llevándolo en brazos hacia una pequeña ambulancia. Después de mirar la ambulancia, Paiva permaneció un tiempo en el lugar, pensativo. Haber presenciado aquel gesto de caridad lo había animado, alo, aunque modesto, se estaba haciendo, alguien se preocupaba por aquellos infelices.
Al día siguiente Paiva salió y anduvo por las calles mucho tiempo, buscando a las personas de la ambulancia; quería ofrecerse para colaborar en el trabajo que realizaban. No podría ayudar cargando a esos infelices abandonados por la suerte, no tenía ni disposición ni habilidad para ello, como los anegados que había visto aquella noche, pero podía, además de dar dinero, ser útil en alguna actividad administrativa. Debía haber lugar para alguien experimentado como él, en aquel grupo de voluntarios que él llamaba Ángeles de las Marquesinas, ya que había sido bajo una marquesina que tuvo lugar el gesto de solidaridad del que había sido testigo. Y todas las noches salía de su casa en peregrinación. Halló a varias personas tiradas en las calle y permaneció impotente al lado de algunas, deseando que los Ángeles de las Marquesinas aparecieran.


                Finalmente, una noche, cuando ya regresaba desanimado a casa, Paiva vio a la pareja de caritativos levantando del suelo un cuerpo tirado en la banqueta, y se acercó. He seguido su trabajo y me gustaría colaborar, dijo.
                No obtuvo respuesta, como si los Ángeles de las Marquesinas absortos en su trabajo, no lo hubieran escuchado. De la ambulancia saltó un hombre canoso, que ayudó a la pareja a meter al infeliz inconsciente en una especie de camilla, dentro del vehículo. Entonces la mujer, con lentes de persona muy miope, cabello recogido en un chongo y apariencia de maestra jubilada, le preguntó que qué era lo que Paiva quería.
                Él le repitió que le gustaría ayudarlos en aquel trabajo.
                ¿Cómo?, preguntó la mujer.
                Como a ustedes les parezca mejor, dijo Paiva. Dispongo de tiempo y todavía tengo bastante energía. Iba a agregar que poseía recursos financieros, pero pensó que era mejor dejarlo para después. Por favor, me gustaría tener un teléfono y su dirección para visitarlos.
                Usted nos da su teléfono y nosotros nos comunicamos, dijo el hombre canoso que parecía el líder del grupo. Anote el teléfono del señor, doña Dulce.
                ¿Pertenecen a alguna entidad de servicio social ligada al gobierno?
                No, no, contestó doña Dulce, apuntando el teléfono de Paiva, somos una organización particular, queremos evitar que estas personas mueran abandonadas en las calles. 
                Pero no nos gusta la publicidad, dijo el hombre canoso, la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda.
                Así es como se debe ser caritativo, dijo doña Dulce.

                Durante una semana Paiva esperó ansioso a que lo llamaran sin salir de casa. Tal vez perdieron mi teléfono, pensó. O andan tan ocupados que ni siquiera han tenido tiempo para hablarme. Consultó el directorio telefónico, pero ninguna de las organizaciones de beneficencia que encontró era la que buscaba. Lamentó no haberse fijado más en la ambulancia; debía tener una identificación que podría haberlo ayudado ahora. Tal vez era conveniente buscarlos por las calles. Sabía que los Ángeles de las Marquesinas hacían su trabajo de asistencia por las noches. Así que Paiva volvió a recorrer las calles todas las noches, esperando, junto a los cuerpos tirados, que ellos aparecieran. Una noche, en medio de otra de sus caminatas, Paiva vio de lejos la ambulancia parada con dos ruedas sobre la banqueta. Corrió y allí estaban los Ángeles de las Marquesinas inclinados sobre el cuerpo inerte de un muchacho.
                No me han hablado, los busqué en el directorio telefónico, no sabía cómo encontrarlos…
                Los Ángeles parecieron sorprenderse con la presencia de Paiva.
                Doña Dulce, dijo Paiva, casi puse un anuncio en el periódico para encontrarlos. Doña Dulce sonrió.
                Vivo solo, mi esposa murió, o tengo parientes, estoy completamente libre para colaborar con ustedes. Serían como una nueva familia para mí.
                Doña Dulce sonrió otra vez, arreglándose los cabellos pues se le había soltado el chongo.
                El hombre canoso salió de la camioneta y preguntó, ¿la señora perdió su dirección, doña Dulce?
                La mujer se quedó un rato callada, como si no supiera qué decir. Sí, contestó finalmente.
                Déjeme apuntarla otra vez. El hombre escribió el nombre y el teléfono de Paiva en un block. No nos gusta la publicidad, dijo, como si se disculpara.
                Lo sé, la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda, dijo Paiva.
                Ésa es nuestra filosofía, dijo el hombre, no se preocupe, yo mismo me voy a encargar en persona de entrar en contacto con usted.
¿Prometido?
                Quédese en casa esperando, dentro de poco lo llamaré. Entre más gente nos ayude, mejor para nosotros. Mi nombre es José, dijo, tendiéndole la mano en un saludo.

                Al día siguiente, Paiva recibió la llamada que tanto esperaba. Satisfecho, reconoció la voz de doña Dulce diciendo que había sido aceptado para trabajar en el grupo. Necesitaban personas como él para colaborar, y tenían prisa. ¿Podría encontrarse con ellos esa noche en el mismo lugar? ¿Bajo la misma marquesina?, preguntó Paiva, y doña Dulce confirmó, sí, bajo la marquesina a la misma hora. No hay mejor lugar para encontrar a los Ángeles de las Marquesinas, dijo Paiva. Pero la voz del otro lado no reaccionó a su comentario.
                Paiva llegó temprano, apenas había caído la noche sobre la ciudad, y esperó a la ambulancia. En ella sólo venía José.
                No sabe qué feliz estoy con su decisión, dijo Paiva, acercándose a la ambulancia y verificando que no tenía en ningún lado letras o números que la identificaran.
                Entre, por favor, dijo José al volante. Paiva abrió la puerta y se sentó a su lado. Voy a llevarlo a nuestra sede para que conozca mejor nuestro trabajo, dijo José, Muchas gracias, dijo Paiva, no sé cómo agradecerles lo que están haciendo por mí, mi vida estaba muy vacía.
                José, que manejaba de prisa, pero debía ser así que se manejaban las ambulancias, en un momento dado sacó del bolsillo unos cigarrillos y le preguntó si le molestaba el humo, Paiva le contestó que no, que podía fumar. A excepción de este breve intercambio de palabras, el viaje transcurrió en silencio. Finalmente llegaron a su destino, los portones se abrieron, la ambulancia entró y paró en un patio donde, además de algunos coches, había una motocicleta con amplias las laterales. Cerca de ella, un motociclista con chamarra, guantes y casco negros, el visor bajado ocultando el rostro, andaba impaciente de un lado a otro.
                El director no debe tardar. Mientras tanto, le vamos a enseñar nuestras instalaciones, dijo José, tan pronto bajaron de la ambulancia. Vamos a empezar por la enfermería.
                Paiva caminó por el pasillo, ahora acompañado también por dos enfermeros. Cuando llegaron a la pequeña enfermería se quedó impresionado con la limpieza del lugar, de la misma manera que había admirado antes la inmaculada blancura del uniforme de los enfermeros. Desde la muerte de su mujer, erala primera vez que se sentía plenamente feliz. En ese momento, los dos enfermeros lo sujetaron y lo colocaron amarrado en una camilla. Sorprendido, asustado, Paiva ni siquiera alcanzó a reaccionar. Le pusieron una inyección en el brazo. ¿Qué…? Logró decir, pero no terminó la frase.
                Le quitaron toda la ropa y lo llevaron en la camilla a un baño. Allí le lavaron todo el cuerpo y lo esterilizaron. A continuación, Paiva fue llevado en un quirófano donde lo estaban esperando dos hombres con bata, guantes y mascarillas. Lo colocaron en la mesa de cirugía y enseguida lo anestesiaron. Un enfermero llevó de inmediato al laboratorio de al lado la sangre que le sacaron del brazo.
                ¿Qué es lo que se puede aprovechar de éste?, preguntó uno de los enmascarados, la voz ahogada por la tela que le cubría la boca. De seguro las córneas, contestó el otro, después comprobamos si el hígado y los pulmones están en buenas condiciones; uno nunca sabe.

                Quitaron las córneas y las pusieron en un recipiente. Enseguida destazaron el cuerpo de Paiva. Tenemos que trabajar rápido, dijo uno de los enmascarados, el motociclista espera para llevar los pedidos.