miércoles, 4 de julio de 2018

El Niño C ( Córdoba, Argentina, 1981)



El árbol

El Niño C



I
El sol era intenso y los campos verdes hacia los confines. Sobre ellos, un árbol enorme. Delante de la casa. Los perros ladraban y se oían los chanchos gritar desde el chiquero. Ahora un sonido de cadenas y la visión se extiende siguiendo el oído: bajo el árbol, arrodillado y perdido, Juan está encadenado con un bozal al cuello y un par de esposas en las muñecas. Quiere correr, pero no puede. La sed le seca la boca y cree que el diablo lo quiere sumar a su legión de demonios. Cada tanto los oye hablar dentro de la casa, reírse con carcajadas siniestras. El cielo lo encandila y otra vez intenta arrancar la cadena del árbol. Forcejea, mientras el perro atado a la tranquera lo mira sentado y perdido. No puede zafarse, tironea, una y otra vez, y cae al suelo, exhausto. Siente un sabor extraño en la boca, tal vez azufre o incienso o… ¡Qué va! Y todo por haber pasado del Polaco y tomarse unas damajuanas. Siempre lo mismo. El diablo tienta y, después de que uno ha caído, lo castiga. Entonces, el árbol y la cadena y los golpes y este sudor ácido y helado que parece bañarlo, con esa sequía en la lengua.


II

—Te va a agarrar la Juana y te va a dar a vos —le dijo el Polaco.

—A mí no me manda nadie —respondió él y lo miró con los ojos brillosos.

Había gente en el boliche y las moscas revoloteaban sobre los vasos suspendidos en las mesas desportilladas y en el mostrador de madera podrida. El olor de la carne del chivo venía desde afuera y daban ganas, muchas ganas de comer. Llegó Francisco, después de tanto tiempo. Entró por el marco de la puerta que parecía la boca de una caldera. El vapor se veía subir afuera, detrás de su figura, que avanzaba. Cuando Juan lo vio, quiso dejar el vaso con vino, pero desistió. El otro ya lo había visto.

—Para no perder la costumbre —dijo Juan y levantó el vaso, burlándose.

—Yo no me río —respondió Francisco.

—Bueno, si sabés que me gusta. Es lo único en que todavía puedo darme el gusto.

Y se sentó a la mesa con él.

—¿Cuándo llegaste?

—Hace unas horas. Dejé las cosas en el hotel y me vine para acá…

—Sabés que podés venir a casa cuando quieras…

—Es mejor así.

—No, vos me podrías dar una mano…

—Sos terco, Juan. Siempre lo fuiste.

—¿Y vos no? Nunca me hiciste caso y te quedaste allá, con los viejos, en esa ciudad de mierda, cagados de hambre…

—No nos falta nada. Estoy trabajando en la escuela y con eso alcanza. Además, el viejo necesita estar allá.

—¿Cómo está ahora?

—Como siempre.

—Loco. Es raro esto, ¿no? Cuando vos quisiste volver, él se opuso. Y ahora, encerrado en un psiquiátrico está. A los gritos con eso de volverse a Italia.

—Por eso vine. Los viejos, me parece, deberían volver. Eso le haría bien a papá.

—¡Ah, claro! Ahora quieren volver. Después de que los echaron. Plata no tengo.

—Cierto; me había olvidado. Cuando se trata de los viejos, nunca tenés plata. Uno se olvida de tantas cosas… A veces, hasta de uno mismo…

—Sería bueno que vos y ellos se olvidaran de una buena vez de la bendita Italia.

—Todos los días lo hacemos. Si recordáramos a cada rato, nos… Por eso el viejo está así. Con un único recuerdo; una sola idea.

—De acá no me muevo. Tan mal no nos fue…

—No se trata de eso, Juan. El viejo extraña hablar el piamontés, mirar los globos volando en el aire cerca de las montañas…

—¡Basta! Puras boludeces. Sos vos el que quiere volver. El viejo está loco. No sabe lo que quiere.

La negativa cortó el olor del chivo, que ahora se metía enganchado con la cuchilla sobre una tabla que trajeron dos hombres. Lo pusieron sobre el mostrador y comenzaron a cortarlo. Se hace agua la boca y la disección se efectúa, perfecta, con movimientos nerviosos y precisos de brazos, detrás de los otros dos chivos, a punto de despedazarse y clavarse los cuernos de sus diferencias.


III

Por suerte hay sol, y este calor. Habrá buena cosecha durante el año. Los campos están verdes al costado del camino y la renoleta avanza. Es el retorno; Francisco estará durmiendo la siesta ya, piensa Juan. Y también que él no les va a dar ni un peso a los viejos, que, si quisieron irse a Rosario, por hacerse los artistas que se las aguanten. No hay retorno para ellos. Italia los expulsó con una mano atrás y otra adelante y todavía se les ocurre volver.

El vapor enturbia el parabrisas, pero se ven nítidamente el horizonte, los costados con la siembra y arriba el celeste cóncavo que brilla, intenso. Adelante, un punto que empieza a agrandarse, cambia de la abstracción geométrica a la figura humana y, luego, al Pascual, sentado sobre dos bolsas llenas. Le hace señas, como pidiendo que lo lleve, y Juan pisa la palanca de los frenos. El polvo del guadal se levanta y tapa la visión hasta dejar la renoleta como un rectangulito en el camino. Borrosa.

Enseguida, el Pascual abre la puerta y le pide que lo ayude a cargar los choclos que le sacó al Antonio para el puchero, que su hijo le había llevado el caballo y que se tuvo que venir en bicicleta; pero, cuando quiso cargar las dos bolsas, se cayó y quedó tirado de panza en el camino, que estaba esperando que pasara alguien para que lo ayudara.

—Que no te vea en mi campo porque te cago a tiros.

—Pero no… le saco a éste porque me debe un alambrado y no me lo pagó más.

—Ladrón que le roba a ladrón…

—Eso dicen. Dale, ayudame.

Y Juan baja de la renoleta. Hace más calor que antes; sobre todo, porque ya no hay viento que entre con el auto frenado. Toman las bolsas de las puntas y las meten en el baúl. Dicen algo que no se oye porque surge una bocanada de aire, ruidosa, y, ahora, suben. Pascual le mira los ojos y huele el aliento de boliche.

—Está fresco el aire, ¿no?

—Cargado, no fresco —responde Juan.

—Y, bueno… si no, la vida no se aguanta —entonces saca la petaca de whisky y le da un trago.

—No te olvides de los amigos, che.

Y tomaron. El sudor caía por los costados de la cara, recorría las orejas y bajaba dando unas vueltas por el cuello y después se deslizaba por la garganta, hasta el abdomen, donde moría absorbido por la camisa. Afuera, las cortinas de maíz cerraban el camino y, cada tanto, algún paraíso aparecía, extendiendo sus ramas en el cielo.

—¿Y Juana?

—Con los chicos. Cada vez más loca. Ahora se le ha dado por que duerma la siesta con las gallinas y todo para contrariarme.

—¿Cómo, así?

—¡Bah!, cosas de ella, que dice que no se me aguanta el aliento.

—¿Y vos no hacés nada? Mirá que, cuando empiezan así, se terminan yendo.

—Que se vaya; pero que no la encuentre…

—Callate; no te hagás; bien que la otra te agarra después y te tiene cortito…

—Cortitas las aspas; lo que es a mí, no me tiene nadie.

—¿Ni el diablo?

Juan pisa los frenos, de golpe.

—Bajate.

—Pero…

—Bajate —y lo empuja afuera del auto.

—¡Ni vos ni el diablo! —le grita mientras acelera.

Silencio. El hombre queda atrás, con las bolsas al costado del cuerpo. Desaparece del camino tras la nube de polvo. Juan bebe de la petaca y piensa en el árbol de la casa. El mediodía rompe con surcos de calor el camino. El auto se pierde en ellos. Ya no lo puedo imaginar.


IV

Hay una puerta cerrada. Es blanca, con manchas de humedad en la parte inferior, y permite la entrada en una casa de fachada modesta, perdida en la llanura con árboles. Las chicharras aturden. Adentro, una mesa. Cuatro platos, cubiertos y vasos. Una mujer camina alrededor, sirve huevos fritos y ensalada. Un bife a cada plato. Las manos comienzan a levantar los cubiertos, a cortar la carne que se llevan a la boca. Ahora vemos el rostro de Juan. Está hambriento y confuso. La mirada perdida. Los chicos lo miran. Dieciséis años cada uno, más o menos. Juan y Antonio, se llaman. Juana se sienta y empieza a comer. Los mira, también confusa, y agrega:

—Vino Francisco…

—Sí, ya sé. Lo vi en el boliche.

—Siempre lo mismo, ¿no? Cuando necesitan plata, vienen.

—Por lo menos, vienen.

—Para eso, que se queden. Yo no sé para qué estudió tanto. Se quiso quedar allá y ahora están muertos de hambre. Imagino que no les vas a dar plata.

—¿Y por qué no?

Contestó enojado. Los chicos se miraron. Dejaron de comer y se quedaron expectantes, como si estuviera a punto de comenzar una obra de teatro. Las cigarras aturden más, ahora con potencia.

—Hacé lo que quieras.

—Por supuesto, ¿quién creés que soy?

—Se nota que estuviste tomando otra vez.

—Algo tengo que disfrutar en esta vida.

—Eso sí. Pero ni se te ocurra acostarte en la cama con ese olor. Te vas afuera.

Ahora los chicos se toman de la mesa, a punto de levantarse. Nadie come. Las moscas revolotean y se posan en la ensalada y en los cubiertos. Las chicharras gritan en los árboles.

—A mí nadie me manda —y se pone de pie.

Juana hace lo mismo. Él se saca el cinturón y la insulta. Le recuerda que él la sacó de la calle, mugrienta; y ahora te venís a creer con derecho a decirme qué carajo hacer. Los chicos no mueven los párpados. Aprietan la mesa. El cinturón se desprende del pantalón y se levanta en el aire, hasta llegar al delantal de Juana y chocar y hundirse en su ropa. Las chicharras confunden. Los chicos se paran y le gritan viejo borracho, otra vez lo mismo, estamos cansados. El cinturón vuelve a chocar con la mujer. Las chicharras ensordecen. Antonio sujeta a Juan de los brazos y el otro Juan, su hijo, le pega un golpe cerrado en el abdomen. Lo arrastran por la habitación. Juana llora y dice que nunca se puede comer tranquila en esta casa. Los chicos cruzan la puerta con el otro desmayado por el golpe. Las chicharras rompen tímpanos. Ellos cruzan el patio. Cuando Juan recobra la conciencia, ve el árbol con las cadenas. Se acuerda del Pascual y entiende que contra el diablo no se puede, menos con sus demonios. Los odia y quiere escaparse, pero ya no podrá y, como siempre, deberá quedarse atado hasta que le tiemble la sangre sin el vino que lo mantiene vivo. Sí, vivo en medio de una legión de diablos que lo quiere unir a sus filas, sin reconocer que él es el dios que todo lo rige. ¡Herejes! Las chicharras se imponen al vapor. Las cadenas se mueven. El bozal al cuello y las esposas en las muñecas. Antonio le dice que ahora se queda ahí, atado como un perro. Como el perro, agrega Juancito, y la Juana llora desconsolada en la puerta. Las pupilas rojas. Te quedas ahí, quietito, le dice el demonio petizo en una lengua que él ya no entiende, pero que sabe que es italiano, el italiano de su viejo, por la sofocación, el golpe, el sol fortísimo, las chicharras que, ahora, se callan. El perro lo mira. La puerta se cierra. El árbol hace sombra y las cigarras vuelven a cantar mientras Juan no puede más y se duerme, seguro de que hasta el otro día, hasta que ya no tenga ni ese sabor ácido ni esa sequía en los labios… o no, hasta que la sequía sea tan insoportable que lo despierte. Las gallinas picotean alrededor.

Mariano Quirós ( Chaco, Argentina1979).

Cazador de tapires



Fui a Miraflores porque papá me lo pidió. Me mandó el mensaje con un colega —otro maestro rural— que se volvió a Resistencia porque ya no aguantaba el calor, la soledad y el olor de los indios. Eso me dijo el mismísimo maestro, y en ese orden.

—La vida allá es dura —agregó como justificándose, como si fuera un pecado hartarse del medio ambiente.

De papá yo no había tenido noticias en los últimos dos años. Consiguió las horas como docente en Miraflores y partió sin despedirse, ofendido con todos. “Todos” éramos mi madre y yo y la verdad es que ni a ella ni a mí la partida de papá nos movió un pelo. Nos enteramos un mes después y, para entonces, cualquier intento de comunicación hubiese sido en vano, quizá un motivo de pelea o discusión.

Pero ahora papá me mandaba a llamar: no quería pasar solo su cumpleaños.

Antes de llegar a Miraflores, el colectivo hizo paradas en Tres Isletas y en Castelli. Yo conocía muy poco el interior del Chaco, casi nada, y por la ventanilla del colectivo esas dos ciudades me parecieron horribles. La gente que bajó allí era gente muy pobre, gente de cara curtida y de ojos que miraban más allá, algo lejano, una vida un poco más amable. Pensé en Miraflores y me dispuse para lo peor.

Pero no me dispuse lo suficiente: apenas bajé del colectivo, me sentí mal, descompuesto y triste, todo a la vez. La gente que bajó conmigo también se veía mal. Miraflores era una réplica pequeña y precaria —aún más precaria— de Tres Isletas y Castelli.

Busqué a papá en medio de aquel páramo, pero no vi más que a un hombre macilento que me sonreía, aunque era muy difícil saber si la expresión en su cara era una sonrisa o una burla. El hombre tardó más de lo aconsejable en presentarse:

—Soy Orión —dijo—, su papá me mandó a buscarlo.

Mientras apretaba la mano de Orión, me dije que sólo en un lugar como Miraflores alguien podía llamarse así. Después nos subimos a una camioneta destartalada y en un par de minutos estuvimos internados en el monte. O en algo que para mí era como un monte.

Además de los ruidos que hacía la camioneta, Orión hablaba poco, rápido y mal, por lo que no me esforcé en buscarle conversación. Anduvimos un trecho bastante corto, pero aun así el calor y los olores que se levantaban de los asientos hicieron el paseo bastante sufrido. Recordé al maestro colega de papá, su hartazgo.

Cuando llegamos a lo que parecía el final del camino, Orión bajó de la camioneta y dijo algo que entendí como una invitación a seguirlo. Lo seguí, entonces, incómodo por el sudor y por la mochila llena de ropa que cargaba, muy coqueta para semejante espesura, absurda incluso.

La casa de papá no era lo que yo esperaba: flanqueada por dos enormes árboles —quebrachos, algarrobos, no sé qué árboles eran, pero eran enormes—, asomaba como una construcción más derruida que modesta. Desde afuera podías prever las carencias y las incomodidades, el aire sucio en cada rincón. Me impresionó que el piso de la casa fuera de tierra, ni un cemento, ni siquiera tablas de madera, nada trabajado que pisar.

Lo que había eran muchos animales: gallinas, pollos, chivos, perros, chanchos, todos mezclados, como si fueran de una misma especie. Al único que no se veía por ningún lado era a papá.

—Espérele nomás a su papá —dijo Orión—: fue a cazar un tapir.

Me llevó tiempo figurarme un tapir. Una vez que lo hice, pensé que tal vez Orión había querido hacer un chiste, un chiste raro, pero chiste al fin.

Si por fuera la casa hacía prever lo peor, por dentro lo confirmaba: era una sola habitación con dos catres dispuestos aquí y allá, unos bártulos de cocina y otros tantos enseres tirados a la buena de Dios. Y en el medio de todo, una computadora encendida. Semejante contraste me alegró y me llevó a la estupidez de preguntarle a Orión por la conexión a internet. Por suerte, Orión ni siquiera me oyó.

Dejé mi mochila y salí a dar un par de vueltas por los alrededores de la casa, pero el calor y las irregularidades del terreno —muchos arbustos pinchudos y muchos pozos— hicieron que el paseo durara poco. Al final saqué un libro de mi mochila y me senté a leer sobre un tocón, a una distancia prudencial de los animales domésticos.

Por haberme hecho una idea del campo, como mínimo, ingenua, me había traído sólo libros de poesía. No había modo de apreciar un verso de Juan Gelman o de Pizarnik en ese lugar. Otra vez me sentí estúpido y triste.

Orión se me acercó un rato después y me preguntó si necesitaba alguna cosita. De ser honesto, hubiese respondido que sí, que necesitaba estar en mi casa, en Resistencia, tranquilo en mi habitación. En cambio le dije que estaba muy bien como estaba. Orión se quedó a mi lado sin decir nada. Me miraba nomás.

Papá llegó un par de horas más tarde, justo cuando yo empezaba a pensar que me había equivocado, que yo no era la persona que Orión debía ir a buscar y que el padre que me esperaba era el padre de otro hijo.

La sensación, de hecho, se profundizó con la llegada de papá: el hombre moreno y recio que me abrazaba tenía muy poco que ver con aquel hombre flácido y paliducho que yo no veía desde hacía tanto tiempo. Tampoco parecía un hombre preocupado por pasar solo su cumpleaños.

—Viniste, quién iba a decir —dijo.

Pensé que diría algo más, que me haría preguntas, que se preocuparía por saber de mí, pero no supo cómo o simplemente no tuvo ganas de hacerlo. Prefirió, en cambio, hablar con Orión:

—¿Se sabe qué comemos?

Orión, ya lo he dicho, hablaba poco y no le interesó romper su mutismo para hablar de la cena. Y tampoco a papá le importó que su pregunta quedara flotando en el aire sucio de Miraflores.

Lo miré atentamente: recordé aquella vez que un amigo suyo nos llevó de pesca. Yo tenía catorce años y empezaba a manifestar sin prurito mi rechazo por la vida al aire libre. Papá era igual que yo; mejor dicho, yo era igual que él. Su amigo nos ofreció experimentar distintas modalidades de pesca y cada una nos incomodó y nos aburrió hasta el hartazgo. Recuerdo nuestro fastidio al bajar de una lancha, la sensación de que habíamos desperdiciado el fin de semana en una actividad que no nos aportaba nada. Papá hizo un último intento por sacar algo positivo de la pesca —aunque tal vez lo hizo de puro comedido— y se acercó a un grupo de pescadores que desplegaba su destreza desde la orilla. A esos hombres, como a cualquier otro, les caen mal las interrupciones, las preguntas estúpidas de los inexpertos, y no tuvieron empacho en desairar a mi padre. Quiero decir que hicieron caso omiso a sus comentarios amistosos. No les importó siquiera que papá se acercara al racimo de pescados que lograban cada vez que había pique. Eran palometas. Papá levantó una —la sostenía entre un pulgar y un índice, poniendo cara de asco— y espió en la boca abierta del pescado, en esos colmillos tan fieros. Después quiso hacerse el gracioso. Ése era un detalle muy ambiguo en papá: sus gracias solían acabar en meros desastres. Mirándome, como haciéndome partícipe del chiste, metió un dedo en la boca de la palometa, entre los colmillos. Su amigo le diría luego —mientras papá se apretaba con un trapo el dedo ensangrentado— que esos animales, recién muertos, mantienen los reflejos y los nervios en actividad. Pero aquel accidente respondía más a la estupidez que a cualquier posible nervio o reflejo.

Ahora, muchos años después, papá y yo estábamos en Miraflores y él tenía una gallina agarrada del cogote. Era nuestra cena. Armó un fuego con ayuda de Orión; concentradísimo, puso una olla con agua sobre ese fuego y, mientras el agua hervía, fue limpiando la gallina de sus impurezas. Un procedimiento complejo y asqueroso.

Me mantuve a un lado todo el rato, sin saber si me correspondía o no ofrecer alguna ayuda. Cuando me decidí a ofrecerla, papá se limitó a mostrarme la palma de una mano dándome a entender que no hacía falta. Me quedé, entonces, de pie, mirándolo trabajar, reprimiendo mis ganas de sentarme a leer mis libros de poesía.

Una vez que completó la primera parte del trabajo, papá se metió en la casa y fue directo a la computadora. Yo me quedé afuera. Ya era de noche y el clima había cambiado, el calor y la pesadez daban respiro. Sentía, también, que lo correcto hubiese sido que papá se quedara afuera conmigo o que me invitara a entrar, que me hiciera partícipe de algo. No nos veíamos desde hacía mucho y yo recién llegaba de visita.

Me asomé a la puerta de la casa y lo observé. Jugaba al solitario.

—Papá —le dije. Me respondió apenas con un movimiento de cabeza, sin apartar la vista del monitor. Le ponía empeño al solitario, pero lo cierto es que jugaba muy mal. A cada rato empezaba una partida nueva. Pero lo más llamativo era lo absorto que estaba en el juego, tenía la cara como ida. La mezcla de campo y juegos informáticos lo estará dejando idiota, pensé.

—Ya está esto —avisó Orión mucho después, y nos instalamos los tres a comer puchero de gallina. Mientras comíamos le pregunté a papá por su trabajo, por la escuelita donde daba clases (así dije: “escuelita”).

—Qué puta voy a dar clases —fue lo único que dijo. Orión se rió por el comentario (más un espasmo que una risa) y siguió comiendo.

Yo no había comido nada en todo el día, así que poco me importaron los platos y los cubiertos sucios de grasa y tierra y me abarroté. También tomé vino de un vaso igual de sucio. Hacia el final de la comida, entonado y satisfecho, ya sólo quería irme a dormir.

—Ahí te podés tirar —papá señalaba uno de los catres—: hacele nomás lugar a Orión.

Pensé que hablaba en broma, pero pensé mal porque la primera objeción la puso Orión: que nosotros éramos parientes, dijo, que a nosotros nos correspondía compartir el catre. Se rió después de la misma manera que lo había hecho antes, con un espasmo. Papá, en cambio, habló con una seriedad aplastante:

—No me jodan —dijo—: acá yo soy el único que labura.

La discusión empezaba a despabilarme; sobre todo, porque no quería dormir pegado a nadie, ni a Orión ni a papá. Imaginaba también el olor a humo que tendrían impregnado, la noche de mierda que me iba a tocar.

—Por mí no se preocupen —dije—, uso la mochila como almohada y me tiro en el piso.

—Vos dormís en el catre —insistió papá—. Este indio de mierda no me va decir a mí cómo dormir.

Sólo entonces me di cuenta de que papá estaba borracho y de que Orión, efectivamente, era indio. Me esforcé por descifrar a qué etnia pertenecía —podía ser toba o wichí o mocoví, nunca supe distinguirlos— y por eso me perdí el momento en que papá se le tiraba encima para empezar una pelea.

Fue todo muy rápido; de repente, había comida en el suelo, vasos caídos y papá con Orión agarrado del cuello, en una especie de llave. Los perros de la casa ladraron, asustados. Por la pose de ambos, de papá y Orión, uno podía pensar que papá tenía el asunto a su merced, pero bastó una simple sacudida para que Orión se zafara. Así quedaron frente a frente, como dos pendencieros. Papá hizo un par de movimientos, movió la cabeza para un lado y para el otro; también movió las piernas, todo muy teatral. Orión, en cambio, no movió un pelo, se quedó con los brazos abajo, ya sin risas ni espasmos; pero, cuando papá intentó un acercamiento —una amenaza con los pies, algo así como un zapateo—, Orión simplemente lo durmió de un puñetazo. La caída de papá, en realidad, fue más espectacular que el puñetazo en sí. Quedó tendido de un modo extraño, boca abajo, con los brazos por debajo del torso y la boca entreabierta, cubierta de tierra y sangre.

Temí que por el parentesco Orión quisiera seguir la pelea conmigo, pero, después de echarle una miradita a papá, no hizo más que sentarse a comer restos de puchero.

Me acerqué al cuerpo de papá: dormía.

—Déjele ahí, a ver si así se le pasa el pedo —me recomendó Orión.

Aunque daba impresión dejarlo así, no tuve el ánimo suficiente para polemizar. Sólo me cercioré de que papá no se ahogara con la sangre que le caía de la nariz y se le metía en la boca. Estaba muy cambiado mi padre.

Orión se metió un último bocado de puchero y lo hizo pasar con un fondo blanco de vino.

—A dormir —dijo al rato—, hay que aprovechar que cada uno tiene catre.

Después se metió en la casa.

Cotejé mis opciones —aprovechar el catre, como mandaba Orión, o quedarme afuera, junto a papá, ayudarlo a reaccionar— y preferí entrar. Miré por última vez a papá y, antes de dejarlo, pensé en la ridiculez de vivir en Miraflores.

***

Un tapir estaqueado. Mientras me lo mostraba, papá me decía que un tapir no lo caza cualquiera.

—Yo todavía no pude —dijo.

El que teníamos enfrente lo había cazado Orión. Pregunté si los tapires no estaban en riesgo de extinción, pero mi pregunta sonó tan fuera de lugar que me apuré a señalar el buen olor que desprendía ese animal cociéndose al fuego.

—Ahora sí —dijo papá—, pero al principio es una hediondez.

También dijo que la mejor manera de cocinar un tapir es al horno, pero que de puro ostentoso Orión —para llamar aún más mi atención— lo había abierto como un chivo, cosa que las costillas dieran mejor espectáculo.

Yo había pasado, como era de prever, una mala noche. De hecho, casi no había dormido. Me daba miedo Orión, echado en el otro catre, los ruidos que hacía al dormir. Además, el clima dentro de la casa era muy raro: de a ratos me daba calor, sentía que el catre se me pegaba en la piel, y de improviso sentía escalofríos, la necesidad de ovillarme como un feto.

Me desperté a media mañana y vi a papá en la computadora jugando al solitario. Su absorción en el juego era la misma que le había visto la noche anterior, pero, así y todo, se las arregló para percibir que yo ya no dormía.

—Al fin —me dijo—, ahí te tengo el desayuno.

Aunque asado y mate estaban lejos, para mí, de conformar un desayuno, no quise desairar a papá y comí con ganas. Sólo me incomodó no encontrar un sitio donde lavarme los dientes y tampoco me animé a consultarlo con papá, así que me limité a unos buches.

Fue después del desayuno que papá me llevó hasta el tapir. Lo habían estaqueado a unos metros de la casa entre él y Orión. Había perros alrededor del tapir, como si estuvieran cuidando que la carne no se arrebatara. Papá movió los brazos, ahuyentándolos, pero los perros no le llevaron el apunte. Tampoco papá hizo algún otro movimiento para ahuyentarlos. Después de todo, los perros no molestaban.

Pasamos un rato así, mirando el tapir. Todavía el calor no llegaba a su punto más salvaje, por lo que podíamos contemplar las cosas, el paisaje, con alguna comodidad. Aun así, yo me movía con cuidado, temiendo que al menor descuido el ambiente se levantara sobre nosotros en toda su plenitud.

Entonces papá me habló de los tapires, de sus ganas de cazar alguno. Dijo que eran animales muy raros —cosa que cualquiera comprueba con sólo ver un tapir—, de una carne muy rica, que el cazador experto era Orión y que por eso él, mi padre, vivía tan pegado al indio.

—Además, Orión es mi pareja —agregó papá, y yo no supe a qué tipo de pareja se refería y tampoco quise indagar demasiado, pero un escalofrío me recorrió la espalda.

El asunto es que al día siguiente papá cumplía años —cincuenta años— y quería celebrar el número redondo saliendo de cacería.

Por lo pronto, el resto del día lo pasé en los alrededores de la casa, estudiando el lugar y buscando la manera de sentirme un poco a gusto. Por no preguntar, y cuando ya no lo aguanté más, hice mis necesidades entre los arbustos, limpiándome con papeles viejos que encontré en la casa; más tarde descubriría el pozo-letrina donde cagaban papá y Orión, pero, puesto a comparar, lo de los arbustos seguía siendo una opción razonable.

Ya entrada la siesta, comimos el tapir, los tres ubicados como la noche anterior. Cuando vi a papá servirse un segundo vaso de vino, temí que se repitiera también el desenlace. Pero esta vez papá se veía de buen talante, sin ánimos de dar inicio a una pelea. Dijo, papá, que la carne del tapir se me podía confundir con la del chancho, más probablemente con la del carpincho, y por eso me pidió que hiciera un esfuerzo, que cerrara los ojos si lo creía necesario, para sentir mejor la diferencia. No creí necesario cerrar los ojos, pero él los cerró y, mientras masticaba los primeros bocados, elevó el mentón al cielo y asintió una vez, dos veces, suave y lentamente.

—Qué cosa rica el tapir —dijo después de tragar.

También a Orión se lo veía más animado; si hasta se encargó de amenizar el almuerzo contando la historia del hombre sin cabeza, un espectro que aterrorizó durante un tiempo a la gente de Miraflores. Contó Orión que, por las noches, la gente del pueblo solía ver la silueta de ese monstruo que se paseaba, por supuesto, sin cabeza. Bastó que un oficial de policía descreído se cansara de tanto pánico y saliera una noche en busca del espectro.

No le costó nada encontrarlo: agazapado en medio de un rancherío asomaba el famoso hombre sin cabeza. Usaba piloto nomás, dijo Orión, y el oficial lo amansó a rebencazo limpio, al punto de hacerle crecer la cabeza. Y la cabeza que asomó desde el piloto era la cabeza de un indio, un indio de rasgos mongoloides. Al final, dijo Orión, nadie supo decir si el monstruo era nomás un monstruo o si era un indio idiota que se cubría la cabeza con el piloto.

Por el tono en que Orión contaba la historia, no supe si debía responder con carcajadas o con un semblante serio, como el que había puesto papá. Intenté un punto medio, una sonrisa que expresara admiración, asombro, alguna emoción semejante. Papá cortó en seco mi disyuntiva:

—Siempre cambiás la historia —le dijo a Orión—. Es puro invento tuyo.

El indio dejó un pedazo de tapir a medio comer y se levantó, supongo que ofendido. No lo volvimos a ver hasta entrada la tarde, cuando papá vino a decirme que ya era hora de salir a cazar tapires.

De entrada, me asustó la indumentaria que la empresa demandaba: unos coletos de cuero duro y oloroso que debíamos ponernos sobre la ropa; parecíamos mitad cocineros, mitad soldadores, obreros apocalípticos. Pensé que el instrumental de la partida supondría el manejo de algún tipo de arma de fuego, un rifle, una escopeta, algo con gatillo. Pero papá me tendió un palo, un simple pedazo de tronco, y me dijo que lo sostuviera con fuerza, que los golpes a un tapir tienen que ser secos, golpes convincentes. Agarré el palo sintiéndome un estúpido: nunca jamás se me ocurriría darle golpes a un tapir. Ni siquiera sabría lastimar una planta.

Los perros se nos fueron sumando a medida que nos internábamos en el monte, perros iguales entre sí, flacos y macilentos. Quise contarlos, pero no pude, se movían demasiado rápido y ladraban y refunfuñaban mucho. Puro escándalo.

Una hora habremos andado así, caminando entre espinillos y arbustos medio secos, casi duros, hasta que de pronto, sin medias tintas, el suelo se volvió húmedo y blando. Orión tradujo el cambio en el paisaje señalando que entrábamos en zona de bañados. Papá quiso callar a los perros, más por intuición que por conocimiento de causa, pero los perros siguieron su andanza quilombera.

—Acá conviene que nos separemos —dijo papá, y acto seguido enfiló hacia mi derecha, caminando casi en puntas de pie y con el palo arriba, como si el tapir que buscaba estuviera ahí, agazapado.

Antes de emprender camino en dirección contraria a la de papá, Orión me dijo que anduviera con cuidado, que los tapires se mueven en manada y por lo general andan metidos entre los chanchos.

—Y, si están con crías, son peores de malos —remató. Después se fue, seguido por los perros. Yo decidí no moverme del lugar donde estaba; después de todo, no me interesaba andar detrás de los tapires.

Otra vez era de noche. De a poco me fui relajando; primero tiré el palo a un costado y me acuclillé, después me quité el coleto y lo tendí en el piso, para sentarme luego encima y no ensuciar mi pantalón con la tierra; estiré los brazos hacia atrás, apoyando las manos en la superficie blanda (claro que antes me cercioré de no apoyar las manos sobre alguna porquería). Oí los ruidos del monte chaqueño, ruidos tristes que redoblaban mi deseo de estar en casa; pensé en papá, en el camino que había seguido hasta llegar a ser este hombre desesperado, el camino que lo había llevado hasta Miraflores.

  Me dormí en medio de esas cavilaciones, por lo que no me sorprendió soñar con un hombre sin cabeza y cazador de tapires, un hombre que —como en el cuento de Orión— se vestía con un piloto y armado con un palo salía cada noche a la caza del tapir. En el sueño yo me encontraba —me tienta decir que cara a cara o frente a frente, pero en este caso resulta imposible— con ese hombre. No nos decíamos nada y es que, naturalmente, no teníamos nada que decirnos. El lugar del encuentro, como es de suponer, era Miraflores, el monte chaqueño, dato que se hizo palpable cuando el hombre sin cabeza la emprendió a palazos contra un tapir que, de improviso, se sumaba al sueño. El tapir recibía los golpes con resignación.

Papá me despertó, más que con una patada, con un empujón del pie. También estaba Orión y entre los dos trasladaban lo que, deduje, era el cadáver de un tapir. Sentí la imagen como una continuación de mi sueño, pero el fastidio en la cara de papá era demasiado real. También el tapir era bien real: enorme —calculé sesenta kilos, pero qué cálculo mío puede ser confiable—, de color negro, con la trompita lastimada y con un lado de la cara destrozado por los golpes. También se veía sangre y se sentía un olor inmundo.

Papá y Orión le habían atado las patas a un palo y cada uno apoyaba un extremo del palo sobre un hombro. Papá, adelante, en su hombro derecho; Orión, atrás, en el izquierdo. Y, dándoles vueltas alrededor, los perros, los innumerables perros sucios que los secundaban, ahora histéricos como nunca.

—Vení, cargalo un poco vos —me ordenó papá. Obedecí y a la vez reprimí las ganas de preguntar cuál de los dos había cazado al tapir. Era, debo decir, una carga pesada, y papá no tuvo empacho en hacerme andar todo el camino hasta la casa con ese peso en el hombro. Naturalmente, la vuelta se me hizo mucho más larga que la ida, más larga y más sacrificada. En la oscuridad me limité a seguir la silueta de papá, que de a ratos se me perdía en esa negrura que era el monte.

Quise, una vez más, mandar todo a la mierda, patear a los perros que no se callaban, que refunfuñaban como idiotas a un costado; quise patear también el cadáver asqueroso del tapir. Pero no hice nada; seguí el camino que señalaba la silueta de papá, una silueta vaga, firme y vaga.

Tan oscuro estaba todo que no me percaté cuando llegamos a la casa. Recién me di cuenta cuando Orión soltó su parte de la carga; así, caminé un par de metros de más arrastrando por la tierra el cadáver del tapir.

Después miré hacia atrás y vi a papá y a Orión, el largo abrazo que se daban. Supuse que ya habían pasado las doce de la noche y que papá empezaba a celebrar su cumpleaños.



Mariano Quirós  Escritor y comunicador social, autor de las novelas Robles (Premio Bienal Federal 2008), Torrente (premio del Festival Iberoamericano de Nueva Narrativa 2010), Río Negro (Premio Laura Palmer No Ha Muerto 2011), Tanto correr (Premio Francisco Casavella 2013) y No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache 2013 y Premio Memorial Silverio Cañada 2014). También publicó, junto a los escritores Pablo Black y Germán Parmetler, el libro de cuentos Cuatro perras noches (Cuna Editorial, 2008), ilustrado por el artista plástico Luciano Acosta. La novela Río Negro fue publicada en francés por la editorial La Dernière Goutte. “Cazador de tapires” está inédito en libro y ganó en 2012 el concurso Gabriel Aresti, convocado por el Ayuntamiento de Bilbao (España).

lunes, 21 de mayo de 2018

Lucrecia Zappi ( Argentina/Brasil, 1972)

 frag. de "Jaguar negro/Onça preta" (2013)



"Mis dedos se arquearon, resistiéndose a tocar los insectos que huían por el suelo. Todavía no me acostumbraba al baño fuera de la casa ni al agua invernal racionada, que chorreaba escasa por mis piernas, escurriéndose por los pies ligeramente encogidos.
Dos baldes de quince litros por persona eran la medida correcta, aseguraba José. Si la casa estuviera llena, la relación hubiera sido de un balde para cada uno. Y si no les agradaba la idea, que se fueran al río. Su mujer lo miraba con dolor. Que Brasil andaba caro y el turismo ecológico era cosa de los noventa, decía ella, pero él no le hacía caso, aunque el albergue siguiera prácticamente vacío.

            Mientras reconstituía la sonrisa penetrante del abuelo, rumoreando unos cuantos asuntos por el patio afilado por el viento, o vagando callado por las cómodas sombras, concluí que necesitaba más agua para lavarme el pelo. Tenía los dedos agarrados a los hilos ya enjuagados, pero sin agua suficiente para el acondicionador. Solo algunas gotas seguían marcando el tiempo, a intervalos cada vez más prolongados.
En un rincón, cerca del rebosadero, en donde la espuma se distribuía en pequeñas islas, encontré un resto de jabón. Estaba tan arenoso y sucio que apenas resbalaba. Sin saber qué hacer, y un poco aburrida en aquel fondo de patio inhóspito, empecé a arrancar los restos de mundo de aquel objeto, determinada a dejarlo cada vez más liso. Del pulido salió un olor a talco que me hizo recordar a Domingos, su sabor fuerte que aún permanecía en mi boca. Aparte del rasguño en mi espalda, no había dejado otras marcas sobre mi cuerpo.

            La quietud afuera era de una mañana perfecta, pero la sensación de haber visto una sombra bajo la puerta me hizo parar. Con la ayuda de las palmas de las manos apoyé la cara en el cemento. Todo lo que alcancé  a ver eran vilanos de dientes de león que se deshacían en el viento.
Al poner más atención, noté que una de las puertas al fondo del patio, en donde se quedaban los turistas, estaba abierta. Y que los perros, así como yo, husmeaban el suelo, rascando con las uñas la tierra más allá.  Esperé que la sombra regresara, pero nada. Y los perros, a la carrera, se alejaron.
Cuando me levanté toqué mi rostro, donde quedó impreso el grano del piso, acordándome de las veces en que mi abuela señalaba mis labios tristes, naturalmente arqueados hacia abajo. Era lo que me asemejaba a ella. Por más que intentara alzar las dos diminutas esquinas, allí donde no pasaba la sonrisa. Volví a mirar por el haz luminoso de dos centímetros bajo la puerta. Nada.
Amasé mi mejilla, con ganas de borrar la marca del cemento. No había espejo. Toda aquella tontería por no saber qué rumbo tomar para evitar a Domingos. De pie, contra la pared, enrollé la toalla en la cabeza después de ponerme el vestido y calcé mis sandalias.
Desde el patio que conectaba el huerto hasta la cocina, el paisaje marchito de julio me pareció más seco. Recelosa de encontrarme con él, caminé hacia la parte delantera de la casa, en donde vi a los tres perros con las patas estiradas al sol, como duermen los enyesados. El viento rabeó en el valle y todo recobró su aparente mansedumbre.
Gruñeron cuando me acerqué, pero pronto movieron la cola en señal de reconocimiento. El más joven lamió mis piernas húmedas del baño, mordisqueando mi talón, mientras, los otros dos guardaban cierta distancia, especialmente el del pelo agrisado y patas cortas.
Me senté en el banco, en el sitio de José, y jalé la toalla de la cabeza, sujetando el pelo para atrás. El cachorro saltó sobre mi sandalia.  No me importó que me ensuciara de babas, pero su terquedad agitada me ponía nerviosa, especialmente cuando vi que los otros dos animales decidieron avanzar.
Encogí las piernas, pero insistían, hasta que los ahuyenté delicadamente con el pie. El de pelo gris mostró los dientes, mientras el cachorro saltaba sobre mi tendón. La mordida perforó la piel, y la poca sangre que brotó la lamió con ganas, hasta que de pronto huyó con un grito. Los otros se alejaron con él,  y me quedé sin entender, intentando descifrar en los arbustos ventosos el bailoteo de los animales.
Noté que María Pena estaba junto a mí, atenta, con una  piedra en la mano. Xô, filho duma figa, dijo, mirando en la dirección del matorral.
Pena  se tapó la boca para toser. Apretó el pecho con las dos manos, como si no alcanzara a respirar. Estaba pálida, con la expresión perturbada.
-Avisa si te molestan de nuevo.
-¿Y esa tos?
-Bronquitis
-Tienes que ver eso

Ella no contestó. Las lágrimas causadas por el esfuerzo subieron a sus ojos.

            Está bien que me quieras proteger, Pena, pero no me importa que los perros se echen encima de mí. Deveras no me importa. Sin hacerme caso, Pena caminó de regreso a la puerta, su falda azul balanceándose. Antes de cruzar la puerta, se quedó junto a ella, mirando una vez más a lo lejos, poniendo orden en el pasto. Ni señal del perro en las cercanías, pero en cuanto Pena entró en la casa, el cachorro salió de detrás de las plantas.
- Ven aquí, lo hice. Ven
Se detuvo. Su hocico sangraba. Me atreví a dar un paso en su dirección, pero él huyó bajo el cercado de alambre de espino."




Lucrecia Zappi (Buenos Aires, 1972) se mudó con su familia a São Paulo a los cuatro años y pasó parte de la adolescencia en México. Ya adulta, vivió en Holanda. Actualmente vive en Nueva York.

viernes, 3 de febrero de 2017

Mariana Enriquez


El mirador

Siempre había querido decirle a la nena, la hija del último y actual dueño, que no tuviera miedo. No había nada que temer. Ella estaba ahí, pero la nena no la percibía, no podía verla; nadie podía percibirla salvo que, claro, tomara forma. Pero sin forma se le estaba negada la presencia. La nena no tenía sensibilidad especial alguna: sólo estaba aterrada. Pasaba corriendo frente a la escalera que llevaba al mirador del hotel, imaginando que allí, en la torre, que durante años fue la construcción más alta de Ostende, se escondía una loca, una loca de cabello largo que se miraba en el espejo, vestida con un camisón blanco; le tenía miedo al cocinero italiano que echaba leña dentro de la caldera, aún después de que fuera despedido (creía que podía encontrarlo en los pasillos, acechante, y que la echaría al fuego a ella también, junto con la madera). Ahora, ya una mujer, la hija del dueño no pasaba los inviernos en el hotel. Decía que no soportaba la mediocridad del balneario solitario en los inviernos helados, puro viento y sin siquiera un cine abierto en Pinamar; decía que también le tenía miedo a un eventual ladrón. Pero era mentira. Se trataba del mismo miedo que la paralizaba en los pasillos circulares del hotel cuando era chica, que la alejaba del comedor casi monacal del primer piso, o del gran espejo que esperaba su restauración en la habitación-depósito, donde temía ver reflejado algo desconocido.
Extraño. Y más raras aún era lo que contaba la gente, los huéspedes, el propio dueño. La historia del obrero que murió en la construcción y fue emparedado, como si el hotel tuviera pretensiones de catedral gótica. La huésped que aseguraba escuchar festivos ruidos en el comedor principal, que se disolvían con un precavido chistido cuando ella intentaba acercarse. El cocinero que confirmaba los rumores de los fantasmas celebrantes. Todo falso. Ella era la encargada de encontrarle al hotel eso que los demás temían o inventaban. Y nunca lo había logrado. Ni cuando los belgas abandonaron el hotel para irse a la guerra. Ni durante los años de la arena, con el edificio enterrado hasta el primer piso. Ni en el verano de la ballena, con todas esas moscas que invadieron la playa con su zumbido de muerte alimentándose del animal muerto y varado. El verano que nadie se bañó.  
Sí, se alojaba en el hotel gente desesperada. Sí, los había escuchado rumiar deseos de muerte y les había regalado sueños de infancias terribles y dolores olvidados. Pero ninguno había estado listo. Y era mentira que el tiempo no pasaba para seres como ella. Estaba cansada. Esperaba que cada verano fuera el último, y pasaba cada vez más tiempo en el mirador, adonde apenas llegaba el rumor de los vivos, que ella sabía imitar tan bien, pero que no comprendía.
*
Y si este saco de mierda no entra en la valija me voy a cagar de frío, hace frío de noche en la costa, pensó Elina y no pudo evitar ponerse a llorar otra vez como le pasaba siempre ahora con cada pequeño contratiempo; como cuando se le quemaba la lamparita del comedor y no tenía repuesto –ni idea de cómo cambiarla–; como cuando se olvidaba de pagar la luz y tenía que cruzar la ciudad hasta las oficinas de la empresa; como cuando se quedaba sin pastillas y salía a buscar una farmacia de turno a las cuatro de la mañana. Había pedido licencia en la facultad, y había tratado de fingir cierta cordura para familia y amigos, pero tan complicado era que ya no contestaba el teléfono y apenas los mails y que se lo bancaran; no le importaba lo preocupados que estaban. Ni siquiera les informó que había dejado terapia para quedarse sólo con las pastillas –no tenía nada más que hablar ni que desenterrar, sólo quería ese estado vagamente distante y químico que la desconectaba pero le permitía vivir un poco, cada vez menos, pero lo suficiente.
Ni siquiera tenía ganas de ir al hotel pero se lo había prometido a sí misma, hacía meses, antes del hospital, cuando todavía creía que una semana en el mar podían hacerla sentir mejor, obligarla a dejar de pensar en Pablo. Se había ido y no había vuelto a llamarla, ni a escribirle; no sabía si estaba vivo o muerto y ella prefería cualquiera de las dos noticias, cualquiera de las dos antes que la vida en suspensión esperándolo desde hacía un año. Como siempre, le mandó un mensaje avisándole adónde se iba. Incluso le mandó el teléfono. Iba a cumplir años en el hotel. Si Pablo estaba vivo, si alguna vez la había querido, tenía que llamar.
Extrañaba las caricias en la espalda, reírse de su paranoia, sus intentos inútiles de consolarla, las horas que tardaba en bañarse, que casi no le gustara comer, los huesos de su cadera, la forma de hablar moviendo las manos; quería poder volver a mirar sus fotos y ponerse celosa cuando él le prestaba más atención al gato que a ella y caminar bajo el sol él siempre con anteojos negros y los llamados de madrugada y mirarlo dormir y que supiera quedarse callado y ella irritada cuando él estaba demasiado tiempo callado y las mañanas rogándole que no se fuera y llorar cuando se iba aunque volviera a las dos horas y ella nunca nunca lo hubiera dejado así, sin noticias, sin despedida ingrato pero qué pasaba si se había muerto porque era posible nadie había sabido más de él salvo que se lo ocultaran pero cómo podrían ocultarle algo si la habían visto vomitar sangre de no comer, si la habían visto mordiendo la almohada hasta rasgar la funda si la habían visto lastimándose y borracha y esperando durante horas un mail la mirada fija en la pantalla hasta el dolor de cabeza y los ojos rojos y llorar sobre el teclado y no salir esperando un llamado; si la habían escuchado mandándolos a la mierda todas esas pelotudeces de seguir adelante a rey muerto rey puesto la vida continúa tenés que coger hay miles de hombres estás linda vamos a bailar quiero presentarte a alguien.   
Q Q Q
Le gustó la chica, pero con los años había aprendido a no confiar en las primeras impresiones. Recordaba aquella vez, hacía casi veinte años, cuando había visto llegar a una mujer rubia, con la nariz roja de llorar y los ojos perdidos; esa misma noche descubrió que pasaba unos días en el hotel para estar cerca del mar y tratar de consolarse, un poco, de la muerte de su hijo. Ella tomó la forma del niño, y se le apareció en los pasillos, en la habitación, cerca del balneario, en la escalera que llevaba al primer piso; pero la mujer sólo gritó y gritó y se la llevaron en una ambulancia. Estaba con su marido. Había aprendido la lección: sólo debía intentarlo con mujeres solas.
La chica se llamaba Elina, y estaba sola. Era hermosa, pero no se daba cuenta. Tenía las ojeras del insomnio y demasiados cigarrillos; tenía una expresión desafiante y era antipática con los locuaces y encantadores dueños. Ni siquiera miraba a los demás huéspedes. El primer día no bajó a la playa, ni a desayunar, ni a almorzar, y en la cena movió la comida en el plato y disimuladamente tomó tres pastillas con el vino. Ella supo que Elina odiaba la playa. ¿Por qué estaba ahí entonces? Algo le había pasado en una playa, años atrás. Ella debía averiguarlo esa misma noche, para que Elina lo recordara en sueños.  
Caminó por los pasillos alfombrados de azul hasta la habitación. Elina había pagado una de las mejores, con microondas y heladera, una suite, pero estaba claro que no iba a usar ninguna de las comodidades. Todavía no era el momento de tomar forma. Mañana. Esta noche bastaba con que soñara con aquella noche en la playa, cuando Elina tenía 17 años y pensaba que era invulnerable; esa noche cuando a la salida de un boliche había accedido a acompañar al hombre borracho hasta el balneario vacío. Él le había tapado la boca para que no gritara, pero Elina ni siquiera se había movido, por miedo. Y después no se lo había contado a nadie. Solamente se había lavado, y había llorado, y se había comprado unas cremas íntimas para aliviar el olor y el ardor de la arena que le quemaba la suave piel interna.  
- - -
Qué lindo momento para acordarme de esa mierda, pensó Elina y miró por la ventana de su habitación, que daba a la pileta. No es que lo hubiera olvidado, pero rara vez esa noche en la playa aparecía en sueños. Pero sabía que por eso la había dejado Pablo. Porque él a veces la tocaba y ella recordaba la arena entre las piernas y el dolor, y tenía que pedirle basta, y jamás había podido explicarle nada por miedo, hasta que él se había hartado y cómo no, si ella estaba arruinada para siempre.
Afuera una pareja hablaba, cada uno sentado en su reposera, tomada de las manos. Los detestó. Los chicos se daban chapuzones aunque no hacía calor, y un hombre de unos cincuenta años leía un libro de tapas amarillas, a la sombra. Pocos huéspedes, o al menos esa era la sensación que daba el hotel, tan silencioso. Esta no fue una buena idea, pensó Elina, y esperó una hora, dos horas, pero nadie la llamó desde la recepción para avisarle que tenía un llamado. 31 años tan sin saber qué hacer. Qué hacer. Veinte años más dando clases en la facultad. Veinte años más de docente. Veinte años más de poca plata y morirse sola; veinte años de reuniones de profesores y rezongos. No tenía otro plan. Y además, si tenía que ser franca, a lo mejor ya ni siquiera podía volver a ser docente. En su última clase, se había puesto a llorar mientras explicaba a Durkheim, qué tarada. Salió corriendo. No podía olvidar las risitas de los chicos, nerviosas antes que crueles, pero cómo le hubiera gustado matarlos. Se encerró en la sala de profesores. Alguien la encontró temblando. Algún otro llamó a una ambulancia y poco más recordaba hasta que despertó en una clínica –cara, con profesionales encantadores e insoportables, pagada por su madre– y las sesiones de grupo, y la horrible sensación de que no le importaba lo que decían los demás, y pensar en cómo morir mientras hacía actividades prácticas (“¿podré clavarme el pincel en la yugular?”), y las sesiones de terapia individual donde se quedaba muda porque no podía explicar nada y el alta dudosa. Sus padres le habían alquilado un departamento para que fuera independiente, para que se recuperara antes, para que se integrara, todos esos lugares comunes. Y Pablo que ni siquiera había preguntado por ella, dondequiera que estuviera. Y volver a la facultad un mes a instancias del psiquiatra, pero sólo lo había logrado dos semanas, y licencia, y ahora la playa.
Se recogió el pelo en una desprolija cola y decidió ir a almorzar –como de costumbre, se había despertado demasiado tarde, porque ya no controlaba la cantidad de pastillas que estaba tomando–. Y después, se dijo, a la playa. Había sol. Decían que el mar tranquilizaba. Cuando salía, pasó junto a unas extrañas esculturas de ovejas que parecían salidas de un pesebre enorme, y miró con cierta curiosidad a dos adolescentes jugando a embocar un corcho dentro de la boca  de un sapo de bronce.
Otra vez movió la comida en el plato, pero se las arregló para pasar dos bocados y una Seven-Up entera, por lo menos azúcar. Y salió hacia el balneario, que quedaba apenas a una cuadra de distancia; se llegaba por un camino de empedrado rodeado de arbustos que le cortaron la respiración, y si algo se esconde ahí, pero corrió y llegó hasta las antiguas escaleras de madera y el mar, la playa enorme más diáfana y de arena más clara que en el resto de la costa, y el cielo de un azul violáceo porque iba a llover. Se sentó en una de las sillas, bajo la carpa, y miró a unos hombres cuarentones de cuerpos todavía esbeltos jugar al fútbol; pensó en acercarse, a lo mejor llevarse uno a la cama por qué no si no garchaba desde hacía un año, pero sabía que no, que la desesperación se huele, y ella apestaba. Vio a las chicas desafiando el viento con sus bikinis. Y esperó la lluvia. Se dejó empapar. Y cuando el pelo largo ya le goteaba sobre los pantalones, cuando ya el agua fría le chorreaba desde el cuello hasta el pecho y el vientre, sacó del bolso la gillette y empezó con los exactos cortes en el brazo, uno, dos, tres, hasta ver la sangre y sentir el dolor y algo parecido a un orgasmo. Que siguiera el frío, así podía cubrirse. Aunque no le importaba tanto. Sólo temía que algún alma caritativa lo notara, se compadeciera, e hiciera el temido llamado a Buenos Aires o a la ambulancia o a la línea de asistencia al suicida.
Cuando volvió, preguntó si había recibido algún llamado. “No, querida”, le dijo la telefonista, toda sonrisas. En la habitación, se hundió en la bañadera y volvió a repasar los cortes, para que la sangre flotara a su alrededor y tiñera el agua de rojo. Era hermoso. Se hundió y abrió los ojos bajo el agua, a un océano de espuma rojiza.
- - -
No había querido hablar con nadie, pero en el desayuno una chica recién llegada –creía, porque estaba muy pálida, y parecía algo incómoda– se sentó en su mesa. Por la mañana el comedor se llenaba. Elina pidió café con leche, para poder seguir despierta, porque no había dormido y se sentía mareada. El corazón pataleó dentro de su pecho con la primera embestida de la cafeína, pero no le importó. Qué lindo morir así, de pronto, sin planearlo, de una forma tan sencilla. Mucho mejor que las pastillas: cuando lo había intentado, cuando despertó con un tubo en la garganta, se dio cuenta lo difícil que era conseguir una sobredosis. Después comprendió su error, aprendió cuáles eran las pastillas que debía haber tomado, pero no se atrevió a repetirlo.
La chica le preguntó, después de un tímido hola, si había subido a la habitación de Saint-Exupery. Elina le dijo que todavía no, aunque pensaba qué mierda me importa la pieza de un escritor. Pero la chica insistió. No por afán literario. “Me dijeron que si se sacan fotos ahí adentro, siempre salen borroneadas. Dicen que queda registrado el fantasma. Yo no sé. Pero este hotel se merece un fantasma”.
A lo mejor, le dijo Elina, pero el de Saint-Exupery no me da miedo, la verdad. La chica se rió. Tenía una risa rara, forzada pero no falsa. Como si no estuviera acostumbrada a reírse. Le cayó bien. O por lo menos no le resultó tan antipática como los chicos ricos y parafinados, los señores de conversación tan interesante, las chicas relajadas con sus novios de anteojos y libros bajo el brazo, los cuarentones que descorchaban, por la noche, vinos caros y los olían, mientras suspiraban antes de encender un puro.
“¿Y sabías lo del mirador?”, le preguntó la chica. Algo, dijo Elina. Nomás que no se lo muestran a cualquiera, porque la estructura es vieja, no lo reciclaron y es peligroso. La chica negó con la cabeza. Tenía manos largas, pero era muy bajita. El efecto resultaba desproporcionado, a punto de ser deforme. “No es peligroso. La escalera es empinada. Yo lo conozco. Podríamos ir. No lo cierran con llave, es mentira. La puerta está un poco trabada. Hay que empujarla”.
Está bien, dijo Elina. Mañana vamos. Pidió esas veinticuatro horas de gracia para ver si podía dormir. Y, más importante, para encontrar algún locutorio con Internet, por si Pablo había escrito.
Pero nunca llegó al locutorio. Reconocía el temblor en las manos, la falta de aire, esa necesidad de salir del cuerpo, ese pensar siempre en lo mismo. Encendió un cigarrillo en el pasillo, y volvió fumando a la habitación, a esperar la noche y el día siguiente boca arriba en la cama, con la televisión encendida pero incapaz de comprender el sentido de programa alguno, aterrada porque no podía llorar.
- - -
Los seres como ella no se entusiasmaban, no se excitaban. Sólo estaban seguros. Y ella estaba segura de que Elina era la indicada. Que iba a hacerlo.
La había llevado hasta el mirador. Era cierto que los dueños cerraban la puerta que daba a la escalera de madera, tan empinada, con llave; pero por supuesto esas herramientas no podían detenerla. Elina había subido tras ella, respirando con dificultad; en la subida, se había clavado una astilla en la mano, pero ni siquiera se quejó. Y cuando llegó hasta el espacio cuadrado del mirador, las ventanas desde donde, en puntas de pie, se podía ver el mar a lo lejos, la luz ocre, el olor a madera y las sombras por debajo, en una suerte de hueco bajo la torre, ella la vio sonreír.
–La hija del dueño, cuando era chica, creía que acá tenían escondida a la loca.
–¿Qué loca? –Elina seguía sonriendo.
–Ninguna loca, nunca hubo una. La nena había leído algún libro con una loca encerrada y se sugestionó.
–Siempre encierran a las locas en los libros –murmuró Elina.  
–Podrían escaparse.
–Podrían –dijo Elina, y se sentó en el suelo, a jugar con restos de vidrios de una reforma que nunca había terminado de realizarse. –Cumplí años anteayer –continuó–. Treinta y un años.
–¿Y no quisiste festejarlos?
Elina la miró, y la chica sonrió, aunque seguramente no era eso lo que tenía que hacer. A lo mejor debía abrazar a Elina, como solía ver que hacían las personas. Pero eso podía arruinarlo todo.
Mejor era traerla al mirador otra vez, al día siguiente.
Y dejarla encerrada.
Y a lo mejor mostrarle su verdadera forma antes de abandonarla sola ahí arriba.
Y evitar que los huéspedes y los dueños escucharan los gritos. Era capaz de controlar qué llegaba a los oídos de la gente, y qué no.
Y esperar a que el hambre la desesperara, y hablarle desde el otro lado de la puerta, hablarle de que nadie vendría a buscarla, porque a nadie le interesaba.
A lo mejor incluso entrar otra vez, varias veces si hacía falta, y mostrarle cada vez algo más de su verdadera forma. Y de su verdadero olor. Y, por su supuesto, de su verdadero tacto. Ah, ella sabía que nada aterraba tanto como su tacto.
Y esperar el golpe, el ruido, los gritos: Elina había observado con atención no sólo las ventanas, sino la escalera. Un paso en falso en esa escalera era suficiente. Y si no, Elina podía volver a subirla, y volver a arrojarse desde lo alto. Era capaz de hacerlo.
Y entonces el hotel tendría a Elina paseando en círculos con sus manos frías y sus brazos ensangrentados.
Y ella sería libre, porque al fin la había encontrado.

de Los peligros de fumar en la cama (2009)

publicado enhttps://www.pagina12.com.ar/17868-el-mirador 

lunes, 30 de enero de 2017

Osvaldo Soriano(Argentina, 1943-1997)


Mecánicos


Alguna edípica, tanática  razón me ha llevado a releer este cuento de Soriano…
Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día. indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo solo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.
Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó que haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.
Yo no le hice caso pero el se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para que servían.
A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tire en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.
–Sos un cabeza hueca–me decía.
Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.
Me miró y dijo: “Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendés”. Era un día feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por donde empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y empezo a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles.
Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía, cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba de arrancar el maldito cigueñal. De vez en cuando mi viejo gritaba “jCarajo, qué mal trabajan los franceses!” y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis:
–Doce– le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles . Y con la ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.
Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio. Hizo un diseño en la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era mas atrayente que la mecánica. Yo no me acordaba cual pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a rehacer el embrague. Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie, erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.
Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las verguenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había caído de una caja de herramientas y la pateo con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como una gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.
–Andá–me dijo–. Presentate al regimiento como mecánico, que te salvas de los bailes y las guardias.
Ese año hice mas de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Italo Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para el su único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.
Cuentos de los años felices. © 1993 Editorial Sudamericana