viernes, 25 de mayo de 2012

RAYMOND CARVER: PARECE UNA TONTERÍA

PARECE UNA TONTERÍA 
(A SMALL, GOOD THING )

 El sábado por la tarde fue a la pastelería del centro comercial. Después de mirar las fotografías de pasteles pegadas en una especie de álbum, encargó uno de chocolate, el preferido de su hijo. El que escogió estaba adornado con una nave espacial y su plataforma de lanzamiento bajo una rociada de blancas estrellas, y con un planeta escarchado de color rojo en el otro extremo. El nombre del niño, SCOTTY, iría escrito en letras verdes bajo el planeta. El pastelero, que era un hombre mayor con cuello de toro, escuchó sin rechistar mientras ella le decía que el niño cumpliría ocho años el lunes siguiente. El pastelero llevaba un delantal blanco que parecía un guardapolvo. Los cordones le pasaban por debajo de los brazos, se cruzaban en la espalda y luego volvían otra vez delante, donde los había atado bajo su amplio vientre. Se secaba las manos en el delantal mientras le escuchaba. Seguía con la vista fija en las fotografías y la dejaba hablar. No la interrumpió. Acababa de llegar al trabajo y se iba a pasar toda la noche junto al horno, de modo que no tenía mucha prisa. Ella le dio su nombre, Ann Weiss, y su número de teléfono. El pastel estaría hecho para el lunes por la mañana, recién sacado del horno, y con tiempo suficiente para la fiesta del niño, que era por la tarde. El pastelero no parecía animado. No hubo cortesía entre ellos, sólo las palabras justas, los datos indispensables. La hizo sentirse incómoda, y eso no le gustó. Mientras estaba inclinado sobre el mostrador con el lapicero en la mano, ella observó sus rasgos vulgares y se preguntó si habría hecho algo en la vida aparte de ser pastelero. Ella era madre, tenía treinta y tres años y le parecía que todo el mundo, sobre todo un hombre de la edad del pastelero, lo bastante mayor para ser su padre, debería haber tenido niños y conocer ese momento tan especial de las tartas y las fiestas de cumpleaños. Deberían de tener eso en común, pensó ella. Pero la trataba de una manera brusca; no grosera, simplemente brusca. Renunció a hacerse amiga suya. Miró hacia el fondo de la pastelería y vio una mesa de madera, grande y sólida, con moldes pasteleros de aluminio amontonados en un extremo; y, junto a la mesa, un recipiente de metal lleno de rejillas vacías. Había un horno enorme. Una radio tocaba música country-western. El pastelero terminó de anotar los datos en la libreta de encargos y cerró el álbum de fotografías. La miró y dijo: –El lunes por la mañana. Ella le dio las gracias y volvió a su casa. El lunes por la mañana, el niño del cumpleaños se dirigía andando a la escuela con un compañero. Se iban pasando una bolsa de patatas fritas, y el niño intentaba adivinar lo que su amigo le regalaría por la tarde. El niño bajó de la acera en un cruce, sin mirar, y fue inmediatamente atropellad o por un coche. Cayó de lado, con la cabeza junto al bordillo y las piernas sobre la calzada. Tenía los ojos cerrados, pero movía las piernas como si tratara de subir por algún sitio. Su amigo soltó las patatas fritas y se puso a llorar. El coche recorrió unos treinta metros y se detuvo en medio de la calle. El conductor miró por encima del hombro. Esperó hasta que el muchacho se levantó tambaleante. Oscilaba un poco. Parecía atontado, pero ileso. El conductor puso el coche en marcha y se alejó. El niño del cumpleaños no lloró, pero tampoco tenía nada que decir. No contestó cuando su amigo le preguntó qué pasaba cuando a uno le atropellaba un coche. Se fue andando a casa ya su amigo continuó hacia el colegio. Pero, después de entrar y contárselo a su madre –que estaba sentada a su lado en el sofá diciendo: «Scotty, cariño, ¿estás seguro de que te encuentras bien?», y pensando en llamar al médico de todos modos–, se tumbó de pronto en el sofá, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Ella, al ver que no podía despertarle, corrió al teléfono y llamó a su marido al trabajo. Howard le dijo que conservara la calma, que se mantuviera tranquila, y después pidió una ambulancia para su hijo y él, por su parte, se dirigió al hospital. Desde luego, la fiesta de cumpleaños fue cancelada. El niño estaba en el hospital, conmocionado. Había vomitado y sus pulmones habían absorbido un líquido que sería necesario extraerle por la tarde. En aquellos momentos parecía sumido en un sueño muy profundo, pero no estaba en coma, según recalcó el doctor Francis cuando vio la expresión inquieta de los padres. A las once de la noche, cuando el niño parecía descansar bastante tranquilo después de muchos análisis y radiografías y no había nada más que hacer que esperar a que se despertara y volviera en sí, Howard salió del hospital. Ann y él no se habían movido del lado del niño desde la tarde, y se dirigía a casa a darse un baño y cambiarse de ropa. –Volveré dentro de una hora –dijo. Ella asintió con la cabeza. –Muy bien –repuso–. Aquí estaré. Howard la besó en la frente y se cogieron las manos. Ella se sentó en la silla, junto a la cama, y miró al niño. Esperaría a que se despertara, recuperado. Luego podría descansar. Howard volvió a casa. Condujo muy deprisa por las calles mojadas; luego se dominó y aminoró la velocidad. Hasta entonces la vida le había ido bien y a su entera satisfacción: universidad, matrimonio, otro año de facultad para lograr una titulación superior en administración de empresas, miembro de una sociedad inversora. Padre. Era feliz y, hasta el momento, afortunado; era consciente de ello. Sus padres vivían aún, sus hermanos y su hermana estaban establecidos, sus amigos de universidad se habían dispersado para ocupar su puesto en la sociedad. Hasta el momento se había librado de la desgracia, de aquellas fuerzas cuya existencia conocía y que podían incapacitar o destruir a un hombre si la mala suerte se presentaba o si las cosas se ponían mal de repente. Se metió por el camino de entrada y paró. Le empezó a temblar la pierna izquierda. Se quedó en el coche un momento y trató de encarar la situación de manera racional. Un coche había atropellado a Scotty. El niño estaba en el hospital, pero él tenía la seguridad de que se pondría bien. Howard cerró los ojos y se pasó la mano por la cara. Bajó del coche y se dirigió a la puerta principal. El perro ladraba dentro de la casa. El teléfono sonaba con insistencia mientras él abría y buscaba a tientas el interruptor de la luz. No tenía que haber salido del hospital. No debía haberse marchado. –¡Maldita sea! –exclamó. Descolgó el teléfono. –¡Acabo de entrar por la puerta! –Tenemos un pastel que no han recogido –dijo la voz del otro lado de la línea. –¿Cómo dice? –preguntó Howard. –Un pastel –repitió la voz–. Un pastel de dieciséis dólares. Howard apretó el aparato contra la oreja, tratando de entender. –No sé nada de un pastel –dijo–. ¿De qué me habla, por Dios? –No me venga con esas –dijo la voz. Howard colgó. Fue a la cocina y se sirvió un whisky. Llamó al hospital. Pero el niño seguía en el mismo estado; dormía y no había habido cambio alguno. Mientras la bañera se llenaba, Howard se enjabonó la cara y se afeitó. Acababa de meterse en la bañera cuando volvió a sonar el teléfono. Salió de la bañera con dificultad, cogió una toalla y se fue corriendo al teléfono diciéndose: «Idiota, idiota», por haberse marchado del hospital. –¡Diga! –gritó al descolgar. No se oyó nada al otro extremo de la línea. Entonces colgaron. Llegó al hospital poco después de medianoche. Ann seguía sentada en la silla, junto a la cama. Levantó la cabeza hacia Howard y luego miró de nuevo al niño. Scotty tenía los ojos cerrados y la cabeza vendada. La respiración era tranquila y regular. De un aparato que se alzaba cerca de la cama pendía una botella al brazo del niño. –¿Qué tal está? ¿Qué es todo eso? –preguntó Howard, señalando la glucosa y el tubo. –Prescripción del doctor Francis –contestó ella–. Necesita alimento. Tiene que conservar las fuerzas. ¿Por qué no se despierta, Howard? Si está bien, no entiendo por qué. Howard apoyó la mano en la nuca de Ann. Le acarició el pelo con los dedos. –Se pondrá bien. Se despertará dentro de poco. El doctor Francis sabe lo que hace. Al cabo de un rato, añadió: –Quizá deberías ir a casa y descansar un poco. Yo me quedaré aquí. Pero no hagas caso del chalado ese que no deja de llamar. Cuelga inmediatamente. –¿Quién llama? –No lo sé. Alguien que no tiene otra cosa que hacer que llamar a la gente. Vete ahora. Ella meneó la cabeza. –No –dijo–, estoy bien. –Sí, pero ve a casa un rato y vienes a despertarme por la mañana. Todo irá bien. ¿Qué ha dicho el doctor Francis? Que Scotty se pondrá bien. No tenemos que preocuparnos. Está durmiendo, eso es todo. Una enfermera abrió la puerta. Les saludó con la cabeza y se acercó a la cama. Sacó el brazo del niño de debajo de las sábanas, le cogió con los dedos la muñeca, le contó el pulso y consultó el reloj. Al cabo de un momento volvió a meter el brazo bajo las sábanas y se acercó a los pies de la cama donde anotó algo en una tablilla. –¿Qué tal está? –preguntó Ann. La mano de Howard le pesó en el hombro. Sentía la presión de sus dedos. –Estado estacionario –dijo la enfermera–. Creo que los dos podrían hacerlo perfectamente, si lo desean. La enfermera era una escandinava alta y rubia. Hablaba con un poco de acento. –Ya veremos lo que dice el doctor –dijo Ann–. Quiero hablar con él. No creo que deba seguir durmiendo así. Me parece que no es buena señal. Se llevó la mano a los ojos e inclinó un poco la cabeza. La mano de Howard le apretó el hombro, luego se desplazó hacia su nuca y le dio un masaje en los músculos tensos. –El doctor Francis vendrá dentro de unos minutos –dijo la enfermera, saliendo de la habitación. Howard miró a su hijo durante unos momentos, el breve pecho que subía y bajaba con movimientos regulares bajo las sábanas. Por primera vez desde los terribles momentos que sucedieron a la llamada de Ann a su oficina, sintió que el miedo se apoderaba verdaderamente de él. Empezó a menear la cabeza. Scotty estaba bien, pero en vez de dormir en casa, en su cama, estaba en un hospital con la cabeza vendada y un tubo en el brazo. Y eso era lo que necesitaba en aquel momento. Entró el doctor Francis y le estrechó la mano a Howard, aunque se habían visto unas horas antes. Ann se levantó de la silla. –¿Doctor? –dijo. –Ann –contestó él, saludándola con un movimiento de cabeza–. Veamos primero cómo va. Se acercó a la cama y le tomó el pulso al niño. Le alzó un párpado y luego el otro. Howard y Ann, al lado del doctor, miraban. Luego el médico retiró las sábanas y escuchó el corazón y los pulmones del niño con el estetoscopio. Palpó el abdomen con los dedos, aquí y allá. Cuando terminó, se acercó a los pies de la cama y estudió el cuadro. Anotó la hora, escribió alago en la tablilla y luego miró a Ann ya a Howard. –¿Qué tal está, doctor? –preguntó Howard–. ¿Qué tiene exactamente? –¿Por qué no se despierta? –dijo Ann. El médico era un hombre guapo, de hombros anchos y rostro tostado por el sol. Llevaba un traje azul con chaleco, corbata a rayas y gemelos de marfil. Con los cabellos grises bien peinados por las sienes, parecía recién llegado de un concierto. –Está bien –afirmó el médico–. No es para echar las campanas al vuelo, podría ir mejor, según creo. Pero no es grave. Sin embargo, me gustaría que se despertase. Tendría que volver en sí muy pronto. El médico miró al niño una vez más. –Sabremos algo más dentro de un par de horas, cuando conozcamos los resultados de otros cuantos análisis. Pero no tiene nada, créanme, excepto una leve fractura de cráneo. Eso sí. –¡Oh, no! –exclamó Ann. –Y un ligero traumatismo, como ya les he dicho. Desde luego, ya ven que está conmocionado. Con la conmoción, a veces ocurre esto. Este sueño profundo. –Pero ¿está fuera de peligro? –preguntó Howard–. Antes dijo usted que no estaba en coma. Así que a esto no lo llama usted estar en coma, ¿verdad, doctor? Howard esperó. Miró al médico. –No, yo no diría que está en coma –dijo el médico, mirando de nuevo al niño–. Está sumido en un sueño profundo, nada más. Es una reacción instintiva del organismo. Está fuera de peligro, de eso estoy completamente seguro, sí. Pero sabremos más cuando se despierte y conozcamos el resultado de los análisis. –Está en coma –afirmó Ann–. Bueno, en una especie de coma. –No es coma; todavía no. No exactamente. Yo no diría que es coma. Todavía no, en todo caso. Ha sufrido una conmoción. En estos casos, esta clase de reacción es bastante corriente; es una respuesta momentánea al traumatismo corporal. Coma. Bueno, el coma es un estado prolongado de inconsciencia, algo que puede durar días o incluso semanas. No es el caso de Scotty, por lo que sabemos hasta el momento. Estoy convencido de que su situación mejorará por la mañana. Ya lo creo. Sabremos más cuando se despierte, cosa que ya no tardará mucho en hacer. Claro que ustedes pueden hacer loque quieran, quedarse aquí o irse a casa un rato. Pero, por favor, márchense del hospital con toda tranquilidad, si así lo desean. Ya sé que no es fácil. El doctor miró de nuevo al niño, le observó, se volvió a Ann y dijo: –Trate de no preocuparse, mamá. Créame, estamos haciendo todo lo posible. Ya sólo es cuestión de un poco más de tiempo. La saludó con la cabeza, estrechó la mano de Howard y salió de la habitación. Ann puso la mano sobre la frente del niño. –Al menos no tiene fiebre –dijo–. Pero, ¡qué frío está, Dios mío! ¿Howard? ¿Crees que esa temperatura es normal? Tócale la cabeza. Howard tocó las sienes del niño. Contuvo el aliento. –Creo que es normal que se encuentre así en estas circunstancias –dijo–. Está conmocionado, ¿recuerdas? Eso es lo que ha dicho el médico. El doctor acaba de estar aquí. Si Scotty no estuviese bien, habría dicho algo. Ann permaneció de pie un momento, mordisqueándose el labio. Luego fue hacia la silla y se sentó. Howard se acomodó en la silla de al lado. Se miraron. Él quería decir algo más para tranquilizarla, pero también tenía miedo. Le cogió la mano y se la puso en el regazo, y el tener allí su mano le hizo sentirse mejor. Luego se la apretó y la guardó entre las suyas. Así permanecieron durante un rato, mirando al niño, sin hablar. De vez en cuando, él le apretaba la mano. Finalmente, Ann la retiró. –He rezado –dijo. Él asintió. –Creía que casi se me había olvidado, pero se me ha venido a la cabeza. Lo único que he tenido que hacer ha sido cerrar los ojos y decir: «Por favor, Dios, ayúdanos, ayuda a Scotty», y lo demás ha sido fácil. Las palabras me salían solas. Quizá, si tú también rezaras… –Ya lo he hecho –repuso él–. He rezado esta tarde; ayer por la tarde, quiero decir, después de que llamaras, mientras iba al hospital. He rezado. –Eso está bien. Por primera vez sintió Ann que estaban juntos en aquella desgracia. Comprendió sobresaltada que, hasta entonces, aquello sólo le había ocurrido a ella y a Scotty. Había dejado a Howard al margen, aunque estuviera en ello desde el principio. Se alegraba de ser su mujer. Entró la misma enfermera, le volvió a tomar el pulso al niño y comprobó el flujo de la botella que colgaba encima de la cama. Al cabo de una hora entró otro médico. Dijo que se llamaba Parsons, de Radiología. Tenía un tupido bigote. Llevaba mocasines, vaqueros y camisa del Oeste. –Vamos a bajarle para hacerle otras radiografías –les dijo–. Necesitamos más, y queremos hacerle una exploración. –¿Qué es eso? –preguntó Ann–. ¿Una exploración? –Estaba de pie, entre el médico nuevo y la cama–. Creí que ya le habían hecho todas las radiografías. –Me temo que nos hacen falta más. No es para alarmarse. Necesitamos simplemente otras radiografías, y queremos hacerle una exploración en el cerebro. –¡Dios mío! –exclamó Ann. Es un procedimiento enteramente normal en estos casos –dijo el médico nuevo–. Necesitamos saber exactamente por qué no se ha despertado todavía. Es un procedimiento médico normal y no hay que inquietarse por eso. Lo bajaremos dentro de un momento. Al cabo de un rato, dos celadores entraron en la habitación con una camilla con ruedas. Eran de tez y cabellos morenos, llevaban uniformes blancos y se dijeron unas palabras en una lengua extranjera mientras le quitaban el tubo al niño y lo pasaban de la cama a la camilla. Luego lo sacaron de la habitación. Howard y Ann subieron al mismo ascensor. Ann miraba al niño. Cerró los ojos cuando el ascensor empezó a bajar. Los celadores iban a cada extremo de la camilla sin decir nada, aunque uno de ellos dijo en cierto momento algo en su lengua, y el otro asintió despacio con la cabeza. Más tarde, cuando el sol empezaba a iluminar las ventanas de la sala de espera de la sección de radiología, sacaron al niño y volvieron a subirlo a la habitación. Howard y Ann volvieron a subir con él en el ascensor, y de nuevo ocuparon su sitio en la cama. Esperaron todo el día, pero el niño no se despertó. De cuando en cuando, uno de ellos salía de la habitación para bajar a la cafetería a tomar un café y luego, como si recordaran de repente y se sintieran culpables, se levantaban de la mesa y volvían apresuradamente a la habitación. El doctor Francis volvió por la tarde, examinó al niño otra vez y se marchó después de comunicarles que estaba volviendo en sí y se despertaría en cualquier momento. Las enfermeras, diferentes de las de la noche, entraban de vez en cuando. Entonces una joven del laboratorio llamó y entró. Vestía pantalones y blusa blanca, y llevaba una bandejita con cosas que puso sobre la mesilla de noche. Sin decir palabra, sacó sangre del brazo del niño. Howard cerró los ojos cuando la enfermera encontró el punto adecuado para clavar la aguja. –No lo entiendo –le dijo Ann. –Instrucciones del doctor –dijo la joven–. Yo hago lo que me dicen. Me dicen que haga una toma y yo la hago. De todos modos, ¿qué es lo que le pasa? Es encantador. –Le ha atropellado un coche –contestó Howard–. El conductor se dio a la fuga. La joven meneó la cabeza y volvió a mirar al niño. Luego cogió la bandeja y salió de la habitación. –¿Por qué no se despierta? –dijo Ann–. ¿Howard? Quiero que esta gente me responda. Howard no contestó. Volvió a sentarse en la silla y cruzó las piernas. Se pasó las manos por la cara. Miró a su hijo y luego se recostó en la silla; cerró los ojos y se quedó dormido. Ann fue a la ventana y miró al aparcamiento. Era de noche, y los coches entraban y salían con los faros encendidos. De pie frente a la ventana, con las manos apoyadas al alféizar, en lo más profundo de su ser sentía que algo pasaba, algo grave. Tuvo miedo, y los dientes le empezaron a castañetear hasta que apretó la mandíbula. Vio un coche grande que se detenía frente al hospital y alguien, una mujer con un abrigo largo, se metió en él. Deseaba ser aquella mujer y que alguien, cualquiera, la llevase a otro sitio, a un lugar donde la esperase Scotty cuando ella saliera del coche, pronto a decir: ¡Mamá!, y a dejar que le rodeara con sus brazos. Poco después se despertó Howard. Miró al niño. Luego se levantó, se desperezó y se dirigió a la ventana, a su lado. Los dos miraron el aparcamiento. No dijeron nada. Pero parecían comprenderse hasta lo más profundo, como si la inquietud les hubiese vuelto transparentes del modo más natural del mundo. Se abrió la puerta y entró el doctor Francis. Esta vez llevaba un traje y una corbata diferentes. Tenía los cabellos grises bien peinados sobre las sienes y parecía recién afeitado. Fue derecho a la cama y examinó al niño. –Tendría que haber despertado ya. No hay razón para que continúe así –dijo–. Pero les aseguro que todos estamos convencidos de que está fuera de peligro. No hay razón en absoluto para que no vuelva en sí. Muy pronto. Bueno, cuando se despierte tendrá una jaqueca espantosa, desde luego. Pero sus constantes son buenas. Son lo más normales posible. –Entonces, ¿está en coma? –preguntó Ann. El médico se frotó la lisa mejilla. –­Llamémoslo así de momento, hasta que despierte. Pero ustedes deben estar muy cansados. Esto es duro. Mucho. Váyanse tranquilamente a tomar un bocado. Les vendrá bien. Dejaré una enfermera aquí con él mientras ustedes están fuera, si es que con eso se van más tranquilos. Vamos, vayan a comer algo. –Yo no podría tomar nada –dijo Ann. –Hagan lo que quieran, claro –dijo el médico–. De todos modos quiero decirles que las constantes son buenas, que los análisis son negativos, que no hemos encontrado nada y que, cuando despierte, saldrá del paso. –Gracias, doctor –dijo Howard. Volvieron a darse la mano. El médico le dio una palmadita en el hombro y salió. –Creo que uno de nosotros debería ir a casa a echar un vistazo –dijo Howard–. Hay que dar de comer a Slug, en primer lugar. –Llama a un vecino –sugirió Ann–. A los Morgan. Cualquiera dará de comer al perro, si se le pide. –Muy bien –dijo Howard. Al cabo de un momento, añadió: –¿Por qué no lo haces tú, cariño? ¿Por qué no vas a casa a echar un vistazo y vuelves luego? Te vendría bien. Yo me quedaría aquí con él. En serio. Necesitamos conservar las fuerzas. Tendremos que quedarnos aquí un tiempo incluso después de que se despierte. –¿Por qué no vas tú? –dijo ella–. Da de comer a Slug. Come tú. –Yo ya he ido. He estado fuera una hora y quince minutos, exactamente. Vete a casa una hora y refréscate. Y luego vuelves. Ann trató de pensarlo, pero estaba demasiado cansada. Cerró los ojos e intentó considerarlo de nuevo. Al cabo de un momento dijo: –Quizá vaya a casa unos minutos. A lo mejor, si no estoy aquí sentada mirándole todo el tiempo, despertará y se pondrá bien. ¿Sabes? Tal vez se despierte si no estoy aquí. Iré a casa, tomaré un baño y me pondré ropa limpia. Daré de comer a Slug y luego volveré. –Yo me quedaré. Tú ve a casa, cariño. Yo veré cómo van las cosas por aquí. Tenía los ojos empequeñecidos e inyectados en sangre, como si hubiera estado bebiendo durante mucho tiempo. Sus ropas estaban arrugadas. Le había crecido la barba. Ella le tocó la cara y retiró la mano enseguida. Comprendió que quería estar solo un rato, no tener que hablar ni compartir la inquietud. Cogió el bolso de la mesilla de noche y él la ayudó a ponerse el abrigo. –No tardaré mucho –dijo. –Siéntate y descansa un poco cuando llegues a casa –dijo él–. Come algo. Date un baño. Y después, siéntate y descansa. Te sentará muy bien, ya verás. Luego vuelve. Tratemos de no preocuparnos. Ya hs oído lo que ha dicho el doctor Francis. Permaneció de pie con el abrigo puesto durante unos momentos, intentando recordar las palabras exactas del médico, buscando matices, indicios que pudieran dar un sentido distinto a lo que había dicho. Intentó recordar si sus rasgos habían cambiado cuando se inclinó a examinar al niño. Recordó la expresión de su rostro cuando le levantaba los párpados y le escuchaba la respiración. Fue hasta la puerta y se volvió. Miró al niño y luego al padre. Howard asintió con la cabeza. Salió de la habitación y cerró la puerta tras ella. Pasó delante del cuarto de las enfermeras y llegó al fondo del pasillo, buscando el ascensor. Al final del corredor, torció a la derecha y entró en una pequeña sala de espera donde vio a una familia negra en sillones de mimbre. Había un hombre maduro con camisa y pantalón caqui, y una gorra de béisbol echada hacia atrás. Una mujer gruesa, en bata y zapatillas, estaba desplomada en una butaca. Una adolescente en vaqueros, con docenas de trenzas diminutas, estaba tumbada cuan larga era en un sofá, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. Al entrar Anna, la familia la miró. La mesita estaba cubierta de envoltorios de hamburguesas y de vasos de plástico. –Franklin –dijo la mujer gorda, incorporándose–. ¿Se trata de Franklin? Tenía los ojos dilatados. –Dígame, señora –insistió–. ¿Se trata de Franklin? Intentaba levantarse de la butaca, pero el hombre la sujetó del brazo. –Vamos, vamos –dijo–, Evelyn. –Lo siento –dijo Ann–. Estoy buscando el ascensor. Mi hijo está en el hospital y ahora no puedo encontrar el ascensor. –El ascensor está por ahí, a la izquierda –dijo el hombre, señalando con el dedo. La muchacha dio una calada al cigarrillo y miró a Ann. Sus ojos parecían rendijas, y sus labios anchos se separaron despacio al soltar el humo. La mujer negra dejó caer la cabeza sobre los hombros y dejó de mirar a Ann, que ya no le interesaba. –A mi hijo lo ha atropellado un coche –le dijo Ann al hombre. Era como si necesitara explicarse–. Tiene un traumatismo y una ligera fractura en el cráneo, pero se pondrá bien. Ahora está conmocionado, pero también podría ser una especie de coma. Eso es lo que de verdad nos preocupa, lo del coma. Yo voy a salir un poco, pero mi marido se queda con él. A lo mejor se despierta mientras estoy fuera. –Es una lástima –contestó el hombre, removiéndose en el sillón. Bajó la cabeza hacia la mesa y luego volvió a mirar a Ann. Aún seguía allí de pie. –Nuestro Franklin está en la mesa de operaciones. Le han dado un navajazo. Han intentado matarle. Hubo una pelea donde él estaba. En una fiesta. Dicen que sólo estaba mirando. Sin meterse con nadie. Pero eso no significa nada en estos días. Esperamos y rezamos, eso es todo lo que se puede hacer. No dejaba de mirarla. Ann miró de nuevo a la muchacha, que seguía con la vista fija en ella, y a la mujer mayor, que continuaba con la cabeza gacha, aunque ahora con los ojos cerrados. Ann la vio mover los labios, formando palabras. Sintió deseos de preguntarle cuáles eran. Quería hablar con aquellas personas que estaban en la misma situación de espera que ella. Tenía miedo, y aquella gente también. Tenían eso en común. Le hubiera gustado tener algo más que decir respecto al accidente, contarle más cosas de Scotty, que había ocurrido el día de su cumpleaños, el lunes, y que seguía inconsciente. Pero no sabía cómo empezar. Se quedó allí de pie, mirándolos, sin decir nada más. Fue por el pasillo que le había indicado aquel hombre y encontró el ascensor. Esperó un momento frente a las puertas cerradas, preguntándose aún si estaba haciendo lo más conveniente. Luego extendió la mano y pulsó el botón. Se metió en el camino de entrada y paró el coche. Cerró los ojos y apoyó un momento la cabeza sobre el volante. Escuchó los ruiditos que hacía el motor al empezar a enfriarse. Luego salió del coche. Oyó ladrar al perro dentro de la casa. Fue a la puerta de entrada, que no estaba cerrada con llave. Entró, encendió las luces y puso una tetera al fuego. Abrió una lata de comida para perros y se la dio a Slug en el porche de atrás. El perro comió con avidez, a pequeños lametazos. No dejaba de entrar corriendo a la cocina para ver si ella se iba a quedar. Al sentarse en el sofá con el té, sonó el teléfono. –¡Sí! –dijo al descolgar–. ¿Dígame? –Señora Weiss –dijo una voz de hombre. Eran las cinco de la mañana, y creyó oír máquinas o aparatos de alguna clase al fondo. –¡Sí, sí! ¿Qué pasa? –dijo–. Soy la señora Weiss. Soy yo. ¿Qué ocurre, por favor? Escuchó los ruidos del fondo. –¿Se trata de Scotty? ¡Por amor de Dios! –Scotty –dijo la voz de hombre–. Se trata de Scotty, sí. Esta problema tiene que ver con Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty? Colgó. Ann marcó el número del hospital y pidió que la pusieran con la tercera planta. Requirió noticias de su hijo a la enfermera que contestó el teléfono. Luego dijo que quería hablar con su marido. Se trataba, según explicó, de algo urgente. Esperó, enredando el hilo del teléfono entre los dedos. Cerró los ojos y sintió náuseas. Tenía que comer algo, forzosamente. Slug entró desde el porche y se tumbó a sus pies. Movió el rabo. Ann le tiró de la oreja mientras el animal le lamía los dedos. Se puso Howard. –Acaba de llamar alguien –dijo con voz entrecortada, retorciendo el cordón del teléfono–. Dijo que era acerca de Scotty. –Scotty va bien –le aseguró Howard–. Bueno, sigue durmiendo. No hay cambios. La enfermera ha venido dos veces desde que te marchaste. Una enfermera o una doctora. Está bien. –Ha llamado un hombre. Dijo que era acerca de Scotty –insistió. –Descansa un poco, cariño, necesitas reposo. Debe ser el mismo que me llamó a mí. No hagas caso. Vuelve después de que hayas descansado. Después desayunaremos o algo así. –¿Desayunar? –dijo Ann–. No me apetece. –Ya sabes lo que quiero decir. Zumo, o algo parecido. No sé. No sé nada, Ann. ¡Por Dios, yo tampoco tengo hambre! Es difícil hablar aquí, Ann. Estoy en el mostrador de recepción. El doctor Francis va a volver a las ocho de la mañana. Entonces tendrá algo que decirnos, algo más concreto. Eso es lo que ha dicho una de las enfermeras. No sabía nada más. ¿Ann? Tal vez sepamos algo más para entonces, cariño. A las ocho. Vuelve antes de las ocho. Entretanto, yo estoy aquí con Scotty, que está bien, sigue igual. –Yo estaba tomando una taza de té cuando sonó el teléfono. Dijeron que era acerca de Scotty. Había un ruido de fondo. ¿Había ruido de fondo en la llamada que atendiste tú, Howard? –No me acuerdo –contestó él–. Quizá fuese el conductor del coche, que a lo mejor es un psicópata y se ha enterado de lo que le ha pasado a Scotty. Pero yo me quedo aquí con él. Descansa un poco, como pensabas. Date un baño y vuelve a las siete o cosa así, y cuando venga el médico hablaremos los dos con él. Todo saldrá bien, cariño. Yo estoy aquí, y hay médicos y enfermeras cerca. Dicen que su eatado es estacionario. –Tengo un susto de muerte –dijo Ann. Dejó correr el agua, se desnudó y se metió en la bañera. Se enjabonó y se secó rápidamente, sin perder tiempo en lavarse el pelo. Se puso ropa interior limpia, pantalones de lana y un jersey. Fue al cuarto de estar, donde el perro la miró y golpeó una vez el suelo con el rabo. Estaba empezando a amanecer cuando salió y subió al coche. Entró en el aparcamiento del hospital y encontró un sitio cerca de la puerta principal. Se sintió vagamente responsable de lo que le había ocurrido al niño. Dejó que sus pensamientos derivaran hacia la familia negra. Recordó el nombre de Franklin y la mesa cubierta de envoltorios de hamburguesas, y a la adolescente mirándola mientras fumaba el cigarrillo. –No tengas hijos –le dijo a la imagen de la muchacha mientras entraba por la puerta del hospital–. Por amor de Dios, no los tengas. Subió hasta el tercer piso en el ascensor con dos enfermeras que acababan de salir de servicio. Era miércoles por la mañana, poco antes de las siete. Había un empleado que buscaba a un tal doctor Madison cuando las puertas del ascensor se abrieron en la tercera planta. Salió detrás de las enfermeras, que se fueron en la otra dirección, reanudando la conversación que habían interrumpido cuando ella entró en el ascensor. Siguió por el corredor hasta la pequeña sala de espera donde estaba la familia negra. Se habían ido, pero los sillones estaban desordenados de tal modo que sus ocupantes parecían haberse levantado de ellos un momento antes. La mesa seguía cubierta con los mismos vasos y papeles, y el cenicero lleno de colillas. Se detuvo ante el cuarto de enfermeras. Una enfermera estaba detrás del mostrador, peinándose y bostezando. –Anoche había un muchacho negro en el quirófano –dijo Ann–. Se llamaba Franklin. Su familia estaba en la sala de espera. Me gustaría saber cómo está. Otra enfermera, sentada a un escritorio detrás del mostrador, alzó la vista del gráfico que tenía delante. Sonó el teléfono y lo cogió, pero siguió mirando a Ann. –Ha muerto –dijo la enfermera del mostrador; seguía con el cepillo del pelo en la mano, pero tenía la vista fija en Ann–. ¿Es usted amiga de la familia, o qué? –Conocí a su familia anoche. Mi hijo también está en el hospital. Creo que está conmocionado. No sabemos con exactitud qué es lo que tiene. Me preguntaba cómo estaría Franklin, eso es todo. Siguió por el pasillo. Las puertas de un ascensor, del mismo color que las paredes, se abrieron en silencio y un hombre calvo y escuálido con zapatos de lona y pantalones blancos sacó un pesado carrito. La noche anterior no se había fijado en aquellas puertas. El hombre empujó el carrito por el pasillo, se detuvo frente a la puerta más cercana al ascensor y consultó una tablilla. Luego se inclinó y sacó una bandeja del carrito. Llamó suavemente a la puerta y entró en la habitación. Ann olió el desagradable aroma de la comida caliente al pasar junto al carrito. Apretó el paso, sin mirar a ninguna enfermera, y abrió la puerta de la habitación del niño. Howard estaba de pie junto a la ventana con las manos a la espalda. Se volvió al entrar ella. –¿Cómo está? –preguntó Ann Se acercó a la cama. Dejó caer al bolso al suelo cerca de la mesilla de noche. Le parecía haber estado mucho tiempo fuera. Tocó el rostro del niño. –¿Howard? –El doctor Francis ha venido hace poco –dijo Howard. Ann le observó con atención y pensó que tenía los hombros abatidos. –Creía que no iba a venir hasta las ocho –se apresuró a decir. –Vino otro médico con él. Un neurólogo. –Un neurólogo –repitió ella. Howard asintió con la cabeza. Ella vio claramente que tenía los hombros hundidos. –¿Qué han dicho, Howard? ¡Por amor de Dios! ¿Qué han dicho? ¿Qué ocurre? –Han dicho que van a bajarle para hacerle más pruebas, Ann. Creen que tendrán que operarle, cariño. Van a operarle, cielo. No comprenden por qué no despierta. Es algo más que una conmoción o un simple traumatismo, eso ya lo saben. Es en el cráneo, la fractura, creen que tiene algo…, algo que ver con eso. Así que van a operarle. Intenté llamarte, pero ya debías haber salido. –¡Oh! ¡Dios mío! ¡Oh, Howard, por favor! –exclamó, agarrándole de los brazos. –¡Mira! –dijo Howard–. ¡Scotty! ¡Mira, Ann! La volvió hacia la cama. El niño había abierto los ojos, cerrándolos de nuevo. Volvió a abrirlos. Durante un momento sus ojos miraron al frente, luego se movieron despacio sobre las órbitas hasta fijarse en Howard y Ann para luego desviarse otra vez. –Scotty –dijo su madre, acercándose a la cama. –Hola, Scott –dijo su padre–. Hola, hijo. Se inclinaron sobre la cama. Howard tomó entre las suyas la mano del niño, dándole palmadas y apretándosela. Ann le besó la frente una y otra vez. Le puso las manos en las mejillas. –Scotty, cariño, somos mamá y papá –dijo ella–. ¿Scotty? El niño los miró, pero sin dar muestras de reconocerlos. Luego se le abrió la boca, se le cerraron los ojos y gritó hasta que no le quedó aire en los pulmones. Entonces su rostro pareció relajarse y suavizarse. Se abrieron sus labios cuando el último aliento ascendió a su garganta y le salió suavemente entre los dientes apretados. Los médicos lo denominaron una oclusión oculta, y dijeron que era un caso entre un millón. Tal vez, si hubiesen descubierto algo y operado inmediatamente, podrían haberle salvado. Pero lo más probable era que no. Al fin y al cabo, ¿qué habrían podido buscar? No había aparecido nada, ni en los análisis ni en las radiografías. El doctor Francis estaba abatido. –No puedo expresarles como me siento. Lo lamento tanto que no tengo palabras –les dijo mientras les conducía a la sala de médicos. Había un médico sentado en una butaca con las piernas apoyadas en el respaldo de una silla, viendo un programa matinal de televisión. Llevaba el uniforme de la sala de partos, pantalones anchos, blusa y una gorra que le cubría el pelo, todo de color verde. Miró a Howard y Ann y luego al doctor Francis. Se levantó, apagó el aparato y salió de la habitación. El doctor Francis condujo a Ann al sofá, se sentó a su lado y empezó a hablar en tono bajo y consolador. En un momento dado, se inclinó y la abrazó. Ann sintió el pecho del médico inhalar y exhalar de manera regular contra su hombro. Mantuvo los ojos abiertos y le dejó abrazarla. Howard fue al baño, pero dejó la puerta abierta. Tras un violento acceso de llanto, abrió el grifo y se lavó la cara. Luego salió y se sentó en la mesita del teléfono. Lo miró como si pensara qué hacer primero. Hizo unas llamadas. Al cabo de un rato, el doctor Francis utilizó el teléfono. –¿Hay algo más que pueda hacer por el momento? –les preguntó. Howard meneó la cabeza. Ann miró con fijeza al doctor Francis como si fuese incapaz de comprender sus palabras. El médico les acompañó a la puerta del hospital. Eran las once de la mañana. Ann se dio cuenta de que movía los pies muy despacio, casi con desgana. Le parecía que el doctor Francis les obligaba a marcharse cuando ella tenía la impresión de que deberían quedarse, cuando quedarse era lo más adecuado. Miró al aparcamiento, se volvió y miró a la entrada del hospital. Meneó la cabeza. –No, no –dijo–. No puedo dejarle aquí. Oyó sus propias palabras y pensó que no era justo que utilizase el mismo lenguaje de la televisión, cuando la gente se siente agotada por muertes repentinas o violentas. Quería encontrar palabras originales. –No –repitió. Sin saber por qué, le vino a la memoria la mujer negra con la cabeza caída sobre el hombro. –No. –Más tarde hablaré con usted –dijo el doctor Francis a Howard–. Aún tenemos trabajo por delante, aspectos que debemos aclarar a nuestra entera satisfacción. Hay cosas que necesitan explicación. –La autopsia –dijo Howard. El doctor Francis asintió con la cabeza. –Entiendo –dijo Howard, que añadió–: ¡Oh, Dios mío! No, no lo entiendo, doctor. No puedo, es imposible. Sencillamente, no puedo. El doctor Francis le rodeó los hombros con el brazo. –Lo siento. Bien sabe Dios que lo siento. Le quité el brazo de los hombros y le tendió la mano. Howard se quedó mirándola y luego la estrechó. El doctor Francis abrazó otra vez a Ann. Parecía lleno de cierta bondad que ella no llegaba a comprender. Apoyó la cabeza en su hombro pero mantuvo los ojos abiertos. No dejaba de mirar al hospital. Cuando se fueron, volvió la cabeza. En casa, se sentó en el sofá con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard cerró la puerta de la habitación del niño. Puso la cafetera y buscó una caja vacía. Había pensado recoger algunas cosas del niño que estaban esparcidas por el cuarto de estar. Pero en cambio se sentó junto a ella en el sofá, dejó la caja a un lado y se inclinó hacia adelante, con los brazos entre las rodillas y le dio palmaditas en la espalda. –Se ha muerto –dijo. Por encima de los sollozos de su marido oyó silbar la cafetera en la cocina. –Vamos, vamos –dijo tiernamente–. Se ha muerto, Howard. Ya no está con nosotros y tenemos que acostumbrarnos. A estar solos. Al cabo de un rato, Howard se levantó y empezó a deambular por la habitación con la caja en la mano. No metía nada en ella, sino que recogía algunas cosas del suelo y las ponía al lado del sofá. Ella siguió sentada con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard dejó la caja y llevó el café al cuarto de estar. Más tarde, Ann llamó a algunos parientes. Después de cada llamada, cuando le contestaban, Ann decía unas palabras sin tino y lloraba durante unos momentos. Luego explicaba tranquilamente, con voz reposada, lo que había ocurrido y les informaba de los preparativos. Howard sacó la caja al garaje, donde vio la bicicleta. Luego cogió la bicicleta y la abrazó torpemente. La estrechó contra sí, y el pedal de goma se le clavó en el pecho. Hizo girar una rueda. Ann colgó después de hablar con su hermana. Buscaba otro número cuando el teléfono sonó. Lo cogió a la primera llamada. –¿Diga? Oyó un ruido de fondo, como un zumbido. –¿Diga? –repitió–. ¡Por el amor de Dios! ¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere? –Su Scotty, lo tengo listo para usted –dijo la voz de hombre–. ¿Lo había olvidado? –¡Será hijoputa! –gritó por el teléfono–. ¡Cómo puede hacer algo así, grandísimo cabrón! –Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty? –dijo el hombre, y colgó. Howard oyó los gritos, acudió y la encontró llorando con la cabeza apoyada en la mesa, entre los brazos. Cogió el aparato y escuchó la señal de marcar. Mucho más tarde, justo antes de medianoche, tras haberse ocupado de muchas cosas, el teléfono volvió a sonar. –Contesta tú –dijo ella–. Es él, Howard, lo sé. Estaban sentados a la mesa de la cocina, bebiendo café. Howard tenía un vaso pequeño de whisky junto a la taza. Contestó a la tercera llamada. –¿Diga? ¿Quién es? ¡Diga! Colgaron. –Ha colgado –dijo Howard–. Quienquiera que fuese. –Era él –afirmó Anna–. El hijoputa ese. Me gustaría matarle. Me gustaría pegarle un tiro y ver cómo se retuerce. –¡Por Dios, Ann! –¿Has oído algo? ¿Un rumor de fondo? ¿Un ruido de máquinas, como un zumbido? –Nada, de veras. Nada parecido –contestó Howard–. No ha habido bastante tiempo. Creo que había música. Sí, sonaba una radio, eso es todo lo que puedo decirte. No sé qué demonios pasa. Ella meneó la cabeza. –¡Si pudiera ponerle la mano encima! –dijo. Entonces cayó en la cuenta. Sabía quién era. Scotty, la tarta, el número de teléfono. Retiró la silla de la mesa y se levantó. –Llévame a la galería comercial, Howard. –Pero ¿qué dices? –La galería comercial. Sé quién es el que llama. Sé quién es. El pastelero, el hijo de puta del pastelero, Howard. Le encargué una tarta para el cumpleaños de Scotty. Es él, que tiene el número y no deja de llamarnos. Para atormentarnos con el pastel. El pastelero, ese cabrón. Fueron a la galería comercial. El cielo estaba claro y brillaban las estrellas. Hacía frío, y pusieron la calefacción del coche. Aparcaron delante de la pastelería. Todas las tiendas y almacenes estaban cerrados, pero había coches al otro extremo del aparcamiento, frente al cine. Las ventanas de la pastelería estaban oscuras, pero cuando miraron por el cristal vieron luz en la habitación del fondo y, de cuando en cuando, a un hombre corpulento con delantal que entraba y salía de la claridad, uniforme y mortecina. A través del cristal, Ann distinguió las vitrinas y unas mesitas con sillas. Intentó abrir la puerta. Llamó a la ventana. Pero si el pastelero los oyó, no dio señales de ello. No miró en su dirección. Dieron la vuelta a la pastelería y aparcaron. Salieron del coche. Había una ventana iluminada, pero a demasiada altura como para que pudiera verse el interior. Cerca de la puerta trasera había un cartel que decía: REPOSTERÍA, ENCARGOS. Ann oyó débilmente una radio y algo que crujía: ¿la puerta de un horno al bajarse? Llamó a la puerta y esperó. Luego volvió a llamar, más fuerte. Apagaron la radio y se oyó un ruido como de algo, un cajón, que se abriera y luego se cerrara. Quitaron el cerrojo a la puerta y abrieron. El pastelero apareció en el umbral, atisbándolos. –Está cerrado –dijo–. ¿Qué quieren a estas horas? Es medianoche. ¿Están borrachos o algo por el estilo? Ann dio un paso hacia la luz que salía de la puerta abierta. Al reconocerla, los pesados párpados del pastelero se abrieron y cerraron. –Es usted –dijo. –Soy yo. La madre de Scotty. Éste es el padre de Scotty. Nos gustaría entrar. –Ahora estoy ocupado –dijo el pastelero–. Tengo trabajo que hacer. Ella había entrado de todos modos. Howard la siguió. El pastelero se apartó. –Aquí huele a pastelería. ¿Verdad que huele a repostería, Howard? –¿Qué es lo que quieren? –preguntó el pastelero–. A lo mejor quieren su tarta. Eso es, han decidido venir por ella. Usted encargó un pastel, ¿verdad? –Es usted muy listo para ser pastelero –repuso ella–. Howard, éste es el hombre que no deja de llamarnos por teléfono. Ann apretó los puños, mirándole con furia. Sentía algo que le consumía las entrañas, una cólera que la hacía sentir más grande de lo que era, más grande que cualquiera de los dos hombres. –Oiga, un momento –dijo el pastelero–. ¿Quiere recoger su pastel de tres días? ¿Es eso? No quiero discutir con usted, señora. Ahí está, poniéndose rancio. Se lo doy a la mitad del precio convenido. No. ¿Lo quiere? Pues es suyo. A mí ya no me vale de nada, ni a nadie. Ese pastel me ha costado tiempo y dinero. Si lo quiere, muy bien; si no lo quiere, pues también. Tengo que volver al trabajo. Les miró y se pasó la lengua por los dientes. –Más pasteles –dijo Ann. Sabía que era dueña de sí, que dominaba lo que le consumía las entrañas. Estaba tranquila. –Señora, trabajo dieciséis horas diarias en este local para ganarme la vida –dijo el pastelero, limpiándose las manos en el delantal–. Trabajo aquí día y noche para ir tirando. Al rostro de Ann afloró una expresión que hizo retroceder al pastelero. –Vamos, nada de líos –sugirió. Alargó la mano derecha hacia el mostrador y cogió un rodillo que empezó a golpear contra la palma de la mano izquierda. –¿Quiere el pastel o no? Tengo que volver al trabajo. Los pasteleros trabajan de noche. Tenía ojos pequeños y malévolos, pensó Ann, casi perdidos entre las gruesas mejillas erizadas de barba. Su cuello era voluminoso y grasiento. –Ya sé que los pasteleros trabajan de noche –dijo Ann–. Y también llaman por teléfono de noche. ¡Hijoputa! El pastelero siguió golpeando el rodillo contra la palma de la mano. Lanzó una mirada a Howard. –Tranquilo, tranquilo –le dijo. –Mi hijo ha muerto –dijo Ann con un tono frío y cortante–. El lunes por la mañana lo atropelló un coche. Hemos estado con él hasta que murió. Pero naturalmente usted no tenía por qué saberlo, ¿verdad? Los pasteleros no lo saben todo, ¿verdad, señor pastelero? Pero Scotty ha muerto. ¡Ha muerto, hijoputa! De la misma manera súbita en que brotó, la cólera se apagó dando paso a otra cosa, a una sensación de náusea y de vértigo. Se apoyó en la mesa de madera salpicada de harina, se llevó las manos a la cara y se echó a llorar, sacudiendo los hombros de atrás adelante. –No es justo –dijo–. No es justo, no lo es. Howard la abrazó por la cintura y miró al pastelero. –Debería darle vergüenza –dijo al pastelero–. ¡Qué vergüenza! El pastelero dejó el rodillo de amasar en el mostrador. Se desató el delantal y lo arrojó al mismo sitio. Los miró y meneó la cabeza, despacio. Sacó una silla de debajo de la mesa de juego, sobre la que había papeles y recetas, una calculadora y una guía telefónica. –Siéntese, por favor –dijo a Howard–. Permítanme que les ofrezca una silla. Tomen asiento, por favor. Fue hacia la parte delantera de la tienda y volvió con dos sillitas de hierro forjado. –Siéntense ustedes, por favor. Ann se secó las lágrimas y miró al pastelero. –Quisiera matarle –dijo–. Verle muerto. El pastelero hizo sitio en la mesa. Puso a un lado la calculadora, junto con los montones de papeles y recetas. Tiró la guía de teléfonos al suelo, donde aterrizó con un golpe seco. Howard y Ann se sentaron y acercaron las sillas a la mesa. El pastelero hizo lo mismo. –Permítanme decirles cuánto lo siento –dijo el pastelero, apoyando los codos en la mesa–. Sólo Dios sabe cómo lo lamento. Escuchen. Sólo soy un pastelero. No pretendo ser otra cosa. Quizá antes, hace años, fuese un ser humano diferente. Lo he olvidado, no lo sé seguro. Pero si alguna vez lo fui, ya no lo soy. Ahora soy un simple pastelero. Eso no justifica lo que he hecho, lo sé. Pero lo siento mucho. Lo siento por su hijo, y por la actitud que he adoptado. Puso las manos sobre la mesa y las volvió hacia arriba para mostrar las palmas. –Yo no tengo hijos, de modo que sólo puedo imaginarme lo que sienten. Lo único que puedo decirles es que lo siento. Perdónenme, si pueden. No creo ser mala persona. Ni un cabrón, como dijo usted por teléfono. Tienen que comprender que todo esto viene de que ya no sé cómo comportarme, por decirlo así. Por favor, permítanme preguntarles si pueden perdonarme de corazón. Hacía calor en la pastelería. Howard se levantó, se quitó el abrigo y ayudó a Ann a quitarse el suyo. El pastelero les miró un momento, asintió con la cabeza y se levantó a su vez. Fue al horno y pulsó unos interruptores. Cogió tazas y sirvió café de una cafetera eléctrica. Sobre la mesa puso un cartón de leche y un tazón de azúcar. –Quizá necesiten comer algo –dijo el pastelero–. Espero que prueben mis bollos calientes. Tienen que comer para conservar las fuerzas. En momentos como éste, comer parece una tontería, pero sienta bien. Les sirvió bollos de canela recién sacados del horno, con la capa de azúcar aún sin endurecer. Sobre la mesa puso mantequilla y cuchillos para extenderla. Luego se sentó con ellos a la mesa. Esperó. Aguardó hasta que cogieron un bollo y empezaron a comer. –Sienta bien comer algo –dijo, mirándolos–. Hay más. Coman. Coman todo lo que quieran. Hay bollos para dar y tomar. Comieron bollos de canela y bebieron café. Ann sintió hambre de pronto y los bollos eran dulces y estaban calientes. Comió tres, cosa que agradó al pastelero. Luego él empezó a hablar. Le escucharon con atención. Aunque estaban cansados y angustiados, escucharon todo lo que el pastelero tenía que decirles. Asintieron cuando el pastelero les habló de la soledad, de la sensación de duda y de limitación que le había sobrevenido en los años maduros. Les contó lo que había sido vivir sin hijos durante todos aquellos años. Un día tras otro, con los hornos llenos y vacíos sin cesar. La preparación de banquetes y fiestas. Los glaseados espesos. Las diminutas parejas de novios colocadas en las tartas de boda. Centenares de ellos, no, miles, hasta la fecha. Cumpleaños. Imagínense cuántas velas encendidas. Su trabajo era indispensable. Él era pastelero. Se alegraba de no ser florista. Era preferible alimentar a la gente. El olor era mucho mejor que el de las flores. –Huelan esto –dijo el pastelero, partiendo una hogaza de pan negro–. Es un pan pesado, pero sabroso. Lo olieron y luego él se lo dio a probar. Tenía sabor a miel y a grano grueso. Le escucharon. Comieron lo que pudieron. Se comieron todo el pan negro. Parecía de día a la luz de los tubos fluorescentes. Hablaron hasta que el amanecer arrojó una luz pálida por las altas ventanas, y ni se les ocurría marcharse.

 Es notable también el caso de "Parece una tontería" ("A Good Thing, Small Thing"), con el que Carver ganó el premio O. Henry en 1983. La versión original del relato sobre un niño en coma se ve reducida a la mitad, tiene el título cambiado a "El baño" ("The Bath") y la muerte del niño al final de la versión de Carver se convierte en un final abierto, donde el lector no sabe si el niño vive o no. "El baño" fue publicado en De qué hablamos cuando hablamos de amor (What We Talk About When We Talk About Love) (1981) y "Parece una tontería" vio la luz posteriormente en Catedral (Cathedral) (1983).

De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981) Raymond Carver




De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981) 
Estaba hablando mi amigo Mel McGinnis. -Mel McGinnis es cardiólogo, y eso le da a veces derecho a hacerlo. Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina. Estábamos Mel y yo y su segunda mujer, Teresa –la llamábamos Terri- y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en Alburquerque. Pero todos éramos de otra parte.
            Había un cubo con hielo encima de la mesa. La ginebra y la tónica circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel opinaba que el verdadero amor no era otra cosa que el amor espiritual. Dijo que se había pasado cinco años en un seminario antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún recordaba aquellos años del seminario como los más importantes de su vida.
            Terri dijo que el hombre con quien vivía antes de vivir con Mel la quería tanto que había intentado matarla. Luego continuó:
            -Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: <Te quiero, te quiero, zorra.> Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas. –Terri nos miró-. ¿Qué se puede hacer con un amor así?
            Era una mujer de huesos finos y cara bonita, ojos oscuros y una melena castaña que le caía por la espalda.
            Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos.
            -Dios mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes –dijo Mel-. No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos llamarlo amor.
            -Tú dirás lo que quieras, pero sé que era amor –protestó Terri-. Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá pero me amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no.
            Mel suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí.
            -Me amenazó con matarme –dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia la botella de ginebra-. Terri es una romántica. Terri es de la escuela de dame una patada-y-así-sabré-que-me amas. Terri, cariño, no pongas esa cara.
            -Mel alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con los dedos. Y le sonrió.
            -Ahora quiere arreglarlo –dijo Terri.
            -¿Arreglar qué? –saltó Mel-. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo que sé. Eso es todo.
            -De todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? –Terri llevantó el vaso, bebió y añadió-: Mel siempre tiene metido el amor en la cabeza. ¿No es verdad cariño? –sonrió. Pensé que el tema iba a quedar zanjado.
            -Yo no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he dicho, cariño –puntualizó Mel-. ¿Y qué opináis vosotros) –Mel se dirigía a Laura y a mí-. ¿Os parece que eso es amor?
            -No soy la persona más apropiada para responder –respondí yo-. Ni siquiera conocí a ese Ed. Sólo lo he oído mencionar de pasada. No me atrevo a juzgarle. Tendría que conocer los detalles. Pero creo que lo que estás diciendo es que el amor es un absoluto.
            Mel aclaró:
            -Lo es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me refiero no te lleva a intentar matar gente. Laura intervino:
            -Yo no sé nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la situación de otro?
            Toqué el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí la mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura. Rodeé su ancha muñeca con los dedos, y la abracé.
            -Cuando me fui, se tomó un matarratas –explicó Terri. Se apretó los brazos con las manos-. Lo llevaron al hospital de Santa Fe. Vivíamos allí entonces, a unas diez millas. Le salvaron la vida pero se le enloquecieron las encías. Quiero decir que era como si se le separaran de los dientes. Desde entonces, los dientes le sobresalían, como colmillos. Dios mío –suspiró Terri. Aguardó unos instantes; luego se soltó los brazos y cogió el vaso.
            -¡Qué cosas llega a hacer la gente! –exclamó Laura.
            -Ahora está fuera de juego –dijo Mel-. Murió.
            Mel me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo exprimí en mi vaso y removí los cubitos con los dedos.
            -Es más grave que eso –dijo Terri-. Se pegó un tiro en la boca. Pero tampoco le salió bien. Pobre Ed –Sacudió la cabeza.
            -Ni pobre Ed ni nada –dijo Mel-. Era peligroso.
            Mel tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y tenía el pelo rizado y suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos, sus movimientos, eran precisos, en extremo cuidadosos.
            -Pero me amaba, Mel. Concédeme eso –insistió Terri-. Es lo único que te pido. No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo eso. Pero me amaba. Podrás concederme eso, ¿no?
            -¿Qué quieres decir con que no le salió bien? –pregunté.
            Laura se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa y sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y aguardó con expresión de perplejidad en su cara franca, como si se asombrara de que tales cosas les pudieran suceder a los amigos.
            -¿Cómo dices que le salió mal si se mató? –inquirí.
            -Te lo contaré yo –dijo Mel-. Cogió su pistola del veintidós, la que se había comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio, ese hombre siempre estaba amenazándonos. Deberías haber visto el tipo de vida que llevábamos entonces. Éramos como fugitivos. Hasta yo me compré una pistola. ¿Podéis creerlo? ¡Un tipo como yo! Pero lo  hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba en la guantera. A veces tenía que salir del apartamento en mitad de la noche. Para ir al hospital, ya sabéis. Terri y yo no nos habíamos casado todavía, y mi primera mujer se había quedado con la casa y los chicos, con el perro, con todo. Y Terri y yo vivíamos en este apartamento. A veces, como digo, me llamaban en mitad de la noche y tenía que ir al hospital a las dos o las tres de la madrugada. El aparcamiento estaba completamente oscuro, y antes de llegar al coche me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de detrás de un coche y empezar a dispararme. Quiero decir que ese hombre estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier cosa. Llamaba al servicio médico a todas horas, y decía que necesitaba hablar con el doctor, y cuando me ponía al aparato me decía: Y nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo. Creedme.
            -A mí me sigue dando lástima –confesó Terri.
            -Parece una pesadilla –dijo Laura-. ¿Pero qué sucedió exactamente después de que se pegara el tiro?
            Laura es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo profesional. Y antes que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene treinta y cinco años, tres menos que yo. Además de estar enamorados nos gustamos y disfrutamos de nuestra mutua compañía. Es una mujer con la que es fácil llevarse bien.
            -¿Qué sucedió? –insistió Laura.
            Mel explicó:
            -Se pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y avisó al gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que pasaba y llamaron una ambulancia. Coincidió que yo estaba allí cuando lo llevaron, pero su estado era irreversible. Vivió tres días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño doble al de una cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no volver a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él. Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel estado. Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.
            -¿Quién se salió con la suya? –dijo Laura.
            -Yo estaba con él en su habitación cuando murió –precisó Terri-. No recuperó el conocimiento en ningún momento. Pero me quedé con él. No tenía a nadie más.
            -Era peligroso –dijo Mel-. Si quieres llamarlo amor, allá tú.
            -Era amor –repitió Terri-. Ya sé que era un amor anormal para la mayoría de la gente. Pero estaba dispuesto a morir por su amor. Murió por él.
            -Pues para mí eso no era amor, puedes estar segura –dijo Mel-. Lo que quiero decir es que nadie sabe por qué lo hizo. He visto muchos suicidas, y en mi opinión nadie ha sabido nunca por qué lo hicieron.
            Mel se puso las manos en la nuca e inclinó la silla hacia atrás.
            -No me interesa ese tipo de amor –declaró-. Si para ti eso es amor, allá tú.
            Terri explicó:
            -Estábamos asustados. Mel incluso hizo testamento, y escribió a su hermano, que había sido Boina Verde y vivía en California, diciéndole a quién debía buscar si algo le sucedía.
            Terri bebió de su vaso. Prosiguió:
            -Pero Mel tiene razón: vivíamos como fugitivos. Teníamos miedo. Mel tenía miedo, ¿verdad, cariño? Yo, llegado cierto momento, hasta llamé a la policía, pero no sirvió de nada. Me aseguraron que no podían actuar mientras Ed no hiciera algo concreto. ¿No tiene gracia? –dijo Terri.
            Se sirvió lo que quedaba de ginebra y agitó la botella. Mel se levantó y fue al aparador. Sacó otra botella.
            -Bien, Nick y yo sabemos lo que es amor –dijo Laura-. Para nosotros, por lo menos. –Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya-. Se supone que ahora debes decir algo –insinuó, y se volvió hacia mí sonriendo.
            A modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los labios. La besé con gran fruición y vehemencia. Todos mostraron su regocijo.
            -Somos afortunados –declaré.
            -Eh, chicos –exclamó Terri-. Dejadlo. Me estáis poniendo mala. Aún seguís en la luna de miel, santo Dios. Aún seguís alejados, ¿será posible? Pero ya veréis. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Un año? ¿Más de un año?
            -Un año y medio –contestó Laura, ruborizada y sonriente.
            -Oh, vaya –dijo Terri-. Pues esperad un poco. Levantó el vaso y miró a Laura.
            -Sólo estoy bromeando –puntualizó Terri.
            Mel abrió la botella y nos sirvió ginebra
            -Vamos, muchachos –intervino-. Brindemos. Quiero proponer un brindis. Un brindis por el amor. Por el amor verdadero.
            Hicimos chocar los vasos.
            -Por el amor –coreamos.
Fuera, en el patio, empezó a ladrar uno de los perros. Las hojas del álamo temblón que pendían al otro lado de la ventana golpeaban tenuemente el cristal. El sol de la tarde era como una presencia en la cocina: la ancha luz de la calma y la generosidad. Podríamos haber estado en cualquier otro lugar, en algún lugar encantado. Volvimos a alzar los vasos y nos sonreímos unos  a otros como niños que han pactado algo prohibido.
            -Voy a explicaros lo que es el amor verdadero –dijo Mel-. Voy a poneros un buen ejemplo. Luego podréis sacar vuestras propias conclusiones. –Se sirvió ginebra. Añadió un cubito de hielo y una rodajita de lima. Esperamos, bebimos a pequeños sorbos. Laura y yo volvimos a juntar nuestras rodillas. Le puse la mano en el cálido muslo y la dejé allí encima.
            -¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? –dijo Mel?- creo que en el amor no somos más que participantes. Decimos que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, también vosotros os amáis. Ya sabéis a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese impulso que te arrastra hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de otra persona. La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno, digamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano para con la otra persona. Pero a veces me resulta difícil explicarme el hecho de que también debí de amar a mi primera mujer. Pero la amé, sé que la amé. Así que supongo que soy como Terri a ese respecto. Como Terri y Ed. –Se quedó pensando en ello y luego continuó-: Hubo un tiempo en que creí que amaba a mi ex mujer más que a la propia vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que quisiera yo saber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo. Ahí tenemos a Ed. De acuerdo, otra vez a Ed. Ama tanto a Terri que trata de matarla, y acaba matándose a sí mismo.
-Calló y bebió un trago de ginebra-. Vosotros lleváis juntos dieciocho meses, y os amáis. Se os nota en todo.
Rebosáis amor. Pero los dos habéis amado a otra gente antes de encontraros. Los dos habéis estado casados antes, igual que nosotros. Y probablemente habréis amado a otras personas antes de vuestro primer matrimonio. Terri y yo llevamos juntos cinco años, y casados cuatro. Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la gracia salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de nosotros, perdonadme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de nosotros, mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal una temporada, entendéis, pero, luego, el que sobreviviese saldría y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un recuerdo.  ¿Me equivoco? ¿Estoy desbarrando? Porque quiero que me corrijáis si no estoy en lo cierto. Quiero saber. Porque no sé nada, ¿Entendéis? Y soy el primero en admitirlo.
            -Mel, por amor de Dios –intervino Terri. Se inclinó hacia él y le tomó de la muñeca-. ¿Ya la has cogido, cariño? ¿Estás borracho?
            -Cariño, solo estoy hablando –protestó Mel-. ¿Vale? No necesito estar borracho para decir lo que pienso. Estamos hablando, ¿no es eso? –dijo, y fijó la mirada en ella.
            -No te estoy criticando –aseguró Terri.
            Terri cogió su vaso.
            -Hoy no estoy de guardia –puntualizó Mel-. Permíteme que te lo recuerde. No estoy de guardia.
            -Mel, te queremos –dijo Laura.
            Mel miró a Laura. La miró como si no lograra situarla, como si no fuera la mujer que era.
            -Yo también te quiero, Laura –dijo Mel-. Y a ti, Nick. También te quiero a ti. ¿Sabéis una cosa? –se interrumpió-. Sois nuestros amigos –afirmó y cogió el vaso.
            -Iba a contarnos algo –empezó Mel-. Bueno, iba a demostrar algo. Veréis: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor.
            -Vamos, Mel –le regañó Terri-. No hables como si estuvieras borracho si no lo estás.
            -Cállate por una vez en la vida –le pidió Mel con suma calma-. ¿Me harás ese favor, sólo durante un minuto? Como iba diciendo, hay una vieja pareja que tuvo un accidente en la autopista interestatal. Un jovencito chocó con ellos y los dejó hechos mierda. Nadie les daba muchas probabilidades de salir con vida.
            Terri nos miró y luego miró a Mel. Parecía ansiosa, aunque quizá ésta sea una palabra demasiado fuerte.
            Mel nos pasaba la botella.
            -Yo estaba de guardia aquella noche –explicó- era mayo, o quizá junio. Terri y yo acabábamos de sentarnos a la mesa cuando llamaron del hospital. Era por lo de ese accidente de una interestatal. Un jovencito borracho, un quinceañero, había estrellado la camioneta de su papá contra el coche-caravana de los viejos. Tenían unos setenta y tantos años, los viejos. El chico dieciocho o diecinueve o algo así, murió al llegar al hospital. Se había hundido el volante en el esternón. La pareja de ancianos seguía con vida, ya veis. Bueno, malamente. Tenían de todo. Fracturas múltiples, heridas internas, hemorragias, contusiones, desgarrones, de todo… Y conmoción cerebral, los dos. Creedme, un estado lamentable. Y, claro está, la edad lo empeoraba todo. Creo que ella estaba bastante peor que él. Se le había reventado el bazo, para acabar de arreglarlo. Y tenía las dos rótulas fracturadas. Pero llevaban puestos los cinturones de seguridad, y bien sabe Dios que eso fue lo que les salvó de una muerte instantánea.
            -Chicos, he aquí un aviso del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Vuestro portavoz, el doctor Melvin R. McGinnis, al habla –Terri rió-. Mel –prosiguió-, a veces demasiado. Pero te quiero, cariño.
            -Cariño, te quiero –declaró Mel.
            Adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Terri fue a su encuentro. Se besaron.
             -Terri tiene razón –corroboró Mel, de nuevo en su silla-. Usad siempre los cinturones de seguridad. Pero hablando en serio, los viejos estaban muy mal. Cuando llegué abajo, el chico había muerto, como ya os he dicho. Estaba en un rincón, tendido en una camilla. Reconocí por encima a los viejos y le dije a la enfermera de urgencias que hiciera bajar inmediatamente a un neurólogo y a un traumatólogo y a un par de cirujanos.
            Bebió un trago de ginebra.
            -Trataré de no extenderme –continuó-. Los subimos al quirófano y estuvimos casi toda la noche con ellos. Qué increíble resistencia la de esos viejos. Raras veces se ve algo parecido. De modo que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano, y al filo de la mañana les dábamos un cincuenta por ciento de probabilidades, quizá algo menos a ella. Y ahí los tenéis por la mañana, vivos. Bien, pues los instalamos en Vigilancia Intensiva, se pasaron dos semanas luchando por sobrevivir, mejorando poco a poco en todos los aspectos. Así que los trasladamos a una habitación.
            Mel hizo una pausa.
            -Venga –prosiguió-. Acabemos esta maldita ginebra barata. Y nos vamos a cenar, ¿de acuerdo? Terri y yo conocemos un sitio nuevo. Cenaremos allí, en ese sitio. Pero no nos moveremos hasta que acabemos esta maldita ginebra.
            Terri aclaró:
            -En realidad aún no hemos comido allí nunca. Pero tiene buen aspecto. Por fuera, quiero decir.
            -Me gusta comer –comentó Mel-. Si volviera a empezar de nuevo, me haría chef, ¿sabéis? ¿Te parece bien Terri?
            Rió. Hurgó en los cubitos de hielo con los dedos.
            -Terri lo sabe –explicó-. Terri puede contároslo. Pero dejad que os diga una cosa. Si pudiera volver a nacer, vivir una vida diferente, en un tiempo diferente y todo eso, ¿sabéis qué? Me gustaría ser un caballero andante. Uno tenía que sentirse muy seguro con aquellas armaduras. Tuvo que estar muy bien eso de ser caballero, hasta que inventaron la pólvora y los mosquetones y las pistolas.
            -A Mel le gustaría ir a caballo con la lanza en ristre –añadió Terri.
            -Y llevar siempre consigo un pañuelo de mujer –apostilló Laura.
            -O simplemente una mujer –redondeó Mel.
            -¿No te da vergüenza? –saltó Laura.
            Terri dijo:
            -Supón que volvieras a vivir y fueses un siervo. Los siervos no lo tenían tan fácil en aquellos tiempos.
            -Los siervos no lo han tenido nunca fácil –dijo Mel-. Pero imagino que hasta los caballeros eran vesallos[1] de alguien. ¿No era así como funcionaban las cosas? Pero incluso hoy todos somos siempre vesallos de alguien. ¿No es cierto? ¿Eh, Terri? Pero lo que me gusta de los caballeros, aparte de sus damas, es esa armadura que llevaban. No era nada fácil herirles. No había coches en aquel tiempo. No había jovencitos borrachos que te embistieran y te rompieran la crisma.
            -Vasallos –corrigió Terri.
            -¿Qué? –preguntó Mel.
            -Vasallos –repitió Terri-. Es vasallos, no vesallos.
            -Vasallos, vesallos –protestó Mel-. ¿Qué diferencia hay, mierda? Me has entendido, ¿no? Muy bien –reconoció-. No soy culto. He aprendido lo mío. Soy cirujano del corazón, perfecto, pero no soy más que un mecánico. Voy y me meto por allí y arreglo cosas. Mierda.
            -La modestia no te sienta bien –dijo Terri.
            -No es más que un humilde matasanos –intervine yo-. A veces, Mel, los caballeros se asfixiaban dentro de aquellas armaduras. Sufrían incluso ataques al corazón si las armaduras se calentaban en exceso, o si ellos estaban demasiado cansados y desfallecidos. He leído en alguna parte que a veces se caían del caballo y no podían levantarse, porque el cansancio les impedía mantenerse en pie con toda aquella armadura encima. Y a veces los pisoteaban sus propios caballos.
            -Terrible –exclamó Mel-. Es terrible, Nicky. Los imagino tendidos en el suelo, a la espera de que apareciera alguien y los convirtiera en pinchos morunos.
            Algún vesallo como ellos –dijo Terri.
            -Exacto –apoyó Mel-. Aparecería algún vasallo y atravesaría a los muy bastardos en nombre del amor. O en nombre de la jodida causa por la que lucharan en aquellos tiempos.
            -Las mismas por las que luchamos hoy en día –dijo Terri.
            Laura sentenció:
            -Nada ha cambiado.
            Las mejillas de Laura seguían subidas de color. Sus ojos brillaban. Se llevó el vaso a los labios.
            Mel se sirvió otra copa. Miró la etiqueta detenidamente, como si estudiara la larga hilera de números. Luego dejó la botella sobre la mesa, con lentitud, y alargó la mano despacio hacia el agua tónica.
            -¿Qué pasó con la pareja de ancianos? –quiso saber Laura-. No has acabado de contar la historia.
            Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y otra vez.
            La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferente; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el tablero de formica. No eran formas iguales, claro está.
            -¿Qué pasó con los viejos? –pregunté.
            -Más viejos pero más sabios –comentó Terri.
            Mel la miró con fijeza.
            Terri prosiguió:
            -Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?
            -Terri, a veces… -empezó Mel.
            -Mel, por favor –le interrumpió Terri-. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma?
            -¿Dónde está la broma? –inquirió Mel.
            Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
            -¿Qué pasó? –insistió Laura.
            Mel clavó la mirada en Laura. Dijo:
            -Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
            -Cuéntanos la historia –le insistió  Terri-. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de acuerdo?
            -De acuerdo –dijo Mel-. ¿Dónde estaba? –Se quedó mirando la mesa; luego siguió con la historia-: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos. Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, ambos. Ya sabéis, lo habéis visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las películas. Sólo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y él me decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa.
            Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.
            -Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer.
            Los tres miramos a Mel.
            -¿Entendéis lo que quiero decir? –preguntó.
            Puede que para entonces estuviéramos ya un poco borrachos. Sé que nos resultaba difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz abandonaba ya la cocina, se retiraba a través de la ventana hacia el lugar de donde había venido. Y sin embargo nadie hizo el más mínimo ademán de levantarse para encender la luz de encima de nuestras cabezas.
            -Escuchad –propuso Mel-. Acabemos esta puta ginebra. Todavía queda para una ronda más. Luego nos vamos a cenar. A ese sitio nuevo.
            -Está deprimido –observó Terri. Mel, ¿por qué no te tomas una pastilla?
            Mel sacudió la cabeza.
            -He tomado todo lo que hay.
            -A todos nos hace falta una pastilla de vez en cuando –dije.
            -Hay gente que las necesita desde que nace –comentó Terri.
            Frotaba con el dedo algo que había encima de la mesa. Luego dejó de hacerlo.
            -Creo que me apetece llamar a mis hijos –dijo Mel-. ¿Os importa? Voy a llamar a mis hijos.
            Terri le avisó:
            -¿y si Marjorie contesta al teléfono? Eh, chicos ¿os hemos hablado de Marjorie? Cariño, sabes muy bien que no quieres hablar con Marjorie. Te hará sentirte peor.
            -No quiero hablar con Marjorie –reconoció Mel- Pero quiero hablar con mis hijos.
            -No pasa un día sin que Mel diga que tiene ganas de que su ex mujer vuelva a casarse. O que se muera –explicó Terri-. En primer lugar –afirmó-, nos está arruinando. Mel dice que si no se casa es sólo para fastidiarle. Tiene un novio que vive con ella y con los niños. Así que Mel mantiene también al novio.
            Marjorie es alérgica a las abejas –contó Mel-. Cuando no rezo para que vuelva a casarse, rezo para que se le eche encima un maldito enjambre de abejas y la mate a aguijonazos.
            -Qué vergüenza –dijo Laura.
            -Bzzzzz –susurró Mel, convirtiendo sus dedos en abejas y haciéndolas zumbar en dirección a la garganta de Terri. Después dejó caer las manos a ambos lados.
            >>Es perversa –dijo Mel-. A veces se me ocurre ir a su casa vestido de apicultor. Ya sabes: esa especie de yelmo con la plancha que te tapa la cara, los grandes guantes y el traje acolchado. Llamo a la puerta y suelto el enjambre dentro de la casa. Pero antes tendría que asegurarme de que no estuvieran los chicos, por supuesto.
            Cruzó las piernas. Le llevó su tiempo hacerlo. Luego puso ambos pies en el suelo y se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y la barbilla en el hueco de las manos.
            -Puede que no llame a mis hijos. Puede que no fuera tan buena idea. Puede que lo que hagamos sea irnos a cenar. ¿Qué os parece?
            -A mí me parece bien –asentí-. Comer o no comer. O seguir bebiendo. Yo podría seguir hasta que anochezca.
            -¿Qué quieres decir, cariño? Preguntó Laura.
            -Exactamente lo que he dicho –respondí-. Que podría seguir. Eso es todo lo que he dicho.
            -pues yo comentaría algo –confesó Laura-. Creo que no he tenido tanta hambre en mi vida. ¿Hay algo para picar?
            -Sacaré queso y galletas –dijo Terri.
            Pero Terri siguió sentada. No se levantó ni trajo nada.
            Mel volcó su vaso. Lo derramó sobre la mesa.
            -Se acabó la ginebra –anunció.
            -¿Y ahora qué? –dijo Terri.
            Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.
[1]  Mel dice vessels (vasijas, navíos) en lugar de vassals (vasallos). La confusión es en inglés quizá venial merced a la gran similitud fonética entre ambos vocablos. En castellano, sin embargo, al no existir una palabra susceptible de confundirse verosímil y equiparablemente con <>, se ha juzgado inevitable recurrir a una deformación –harto forzada- de la palabra misma. (N. del T.)